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Un sueño más profundo

Callie Lindstrom despertó en la que había sido la cama de Lance Mendoza y vio que las luces estaban apagadas, pero no se asustó. Era una niña grande —estaba a punto de cumplir seis años— y la oscuridad ya no le daba miedo como antes. No desde que hablaba con la abuela Nora.

La tía Inez había dejado la lámpara de noche encendida cuando había arropado a Callie por la noche. Luego se había sentado en una silla al otro lado de la habitación, con un libro abierto sobre el regazo, y había prometido esperar con Callie hasta que volviera su mamá. No parecía que la tía Inez estuviera ahora en la habitación, pero a Callie no le preocupaba. Mamá volvería pronto. Eso había dicho.

Callie no empezó a tener miedo hasta que alargó la mano hacia la lámpara con forma de bola de béisbol y apretó el interruptor. La bombilla no se encendió. A lo mejor se había fundido.

Retiró las sábanas estampadas con el logotipo de los Dodgers y salió de la alta cama. Al otro lado de la ventana de la habitación, hacía una noche nublada y sin luna, y Callie avanzó arrastrando los pies y estirando los dedos de las manos por delante. No había ninguna rendija iluminada que marcara el contorno de la puerta de la habitación, pero la encontró de memoria y la tocó. Estaba entornada.

Callie asomó la cabeza en el pasillo oscuro y desconocido. «No pasa nada —pensó—. La tía Inez ha dicho que no hay peligro. Y mamá va a volver pronto».

• • •

Su madre había llamado esa tarde para decir que iba a volver. Callie había estado viendo la televisión en la sala de estar cuando oyó a la tía Inez hablando por teléfono en la cocina, diciendo:

—No te preocupes, no le va a pasar nada. Me quedaré con ella todo el tiempo hasta que llegues, y cerraremos todas las puertas y ventanas.

Callie entró sigilosamente en la habitación, notando el pegajoso linóleo encerado en los pies descalzos, y se puso en cuclillas junto a la nevera para escuchar.

—¿A qué hora llega tu avión? —La tía Inez la vio entonces—. Ah, espera, está aquí. ¿Quieres decirle hola? Está bien. —Ofreció el aparato a Callie—. Es tu mamá.

La niña echó a correr para coger el teléfono.

—¡Mamá!

—¡Hola, peque! —La voz de su madre tenía un tono raro, y no solo por el sonido apagado de la distancia—. Me alegro mucho de oírte.

—Yo también. Te echo de menos, mamá.

—Yo también te echo de menos, tesoro. ¿Te lo estás pasando bien con la tía Inez?

—Sí, supongo.

—Bueno, sobre todo pórtate bien con ella. Haz todo lo que te diga, ¿vale?

—Vale. —Callie enrolló el anticuado cable rizado alrededor de sus dedos—. Mamá, ¿estás triste?

Su madre tardó en contestar, y cuando lo hizo, su voz sonó todavía más rara que antes.

—No, cielo, estoy contenta. Me alegro de que estés bien.

—Vale. ¿Cuándo vas a volver?

—Lo antes posible. Si tuviera una alfombra mágica, ya estaría ahí.

Callie soltó una risita.

—¡Sí! Te quiero, mamá.

—Yo también te quiero, tesoro. Hasta pronto. ¿Me dejas hablar otra vez con la tía Inez?

—Sí.

Le devolvió el teléfono, y la tía Inez siguió hablando de un hombre y diciendo que estaba segura de que no podía entrar en casa sin que ella se enterara, pero después de eso Callie no escuchó nada más. Lo único que necesitaba saber era que su mamá iba a volver a casa.

• • •

Ahora, al salir de la habitación y aventurarse en el pasillo oscuro como boca de lobo, Callie recordó lo que había dicho la tía Inez sobre el hombre que quería entrar en casa. También se acordó de que su mamá le había hablado de alguien que podía ser malo con ellas porque podían oír a los quiénes.

Al otro lado del pasillo, un rectángulo de oscuridad un poco más clara indicaba que la puerta de la habitación de los Mendoza estaba abierta. A lo mejor, al final la tía Inez se había ido a la cama con el tío Paul. Si se lo pedía con mucha educación, pensó Callie, puede que la dejaran dormir en su habitación… al menos hasta que volviera su mamá.

Se acercó a la puerta correteando y entró en el dormitorio principal de puntillas. Las ventanas de aquel cuarto eran más grandes, lo que permitía que entrara más luz ambiental de fuera, y Callie vio un bulto en las sábanas que parecía del tamaño del tío Paul. Pero parecía que estuviera solo en la cama.

—¿Tía Inez? —susurró Callie mientras rodeaba la cama hacia el otro lado.

Su pie chocó contra algo sólido pero flexible. Al mirar hacia abajo, vio que había estado a punto de tropezar con unas piernas estiradas. La tía Inez estaba tumbada en el suelo, vestida aún con el chándal holgado que llevaba al meter a Callie en la cama. El teléfono de la habitación estaba tirado junto a su mano inerme.

Ni la tía Inez ni el teléfono emitían el más mínimo sonido.

Pero se oía un ruido en la habitación: una aspiración líquida. Callie se dio la vuelta y vio la silueta oscura de un hombre que salía del rincón. Él la miraba con lo que parecían unos ojos de bicho, un cruce entre unos prismáticos y unas gafas de submarinismo. Callie chilló, y el hombre alargó el brazo hacia ella, con un tubo negro que le asomaba del puño. Se oyó un bufido fuerte, como si alguien soplara por una paja, y notó que una aguja le pinchaba en el cuello como un mosquito. Luego la habitación empezó a dar vueltas y se oscureció, sumiéndola en un sueño más profundo que el sueño.