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La tía Inez y el tío Paul
Cuando pararon delante de la residencia de los Mendoza en Gardena, Inez y su marido Paul salieron al porche ataviados con zapatillas y unas gruesas batas, abrazándose para protegerse del frío de primera hora de la mañana. Natalie llevó en brazos hasta la puerta a Callie, que estaba medio dormida, mientras Wade esperaba en el Volvo, con la mirada perdida.
En respuesta a su llamada de emergencia, la policía local de Nashua, New Hampshire, envió un coche patrulla a la dirección de los Lindstrom para que fuese a ver a Sheila. Media hora más tarde, la policía volvió a llamar. Wade no había pronunciado palabra desde entonces.
—Siento levantaros a estas horas —dijo Natalie al subir al porche—. Nuestro avión sale a las dos menos cuarto de la madrugada, y no sabía a quién más podía dejársela. No sabía en quién más confiar.
—Lo entiendo perfectamente. Sobre todo, si lo que dices sobre Pearsall es verdad. —Inez hizo una mueca al decir el nombre del violeta.
—Además, nos encanta tener niños en casa —dijo Paul Mendoza sonriendo, y se le formaron unos hoyuelos en las mejillas.
Se trataba de un hombre de cara redondeada con un fino bigote moreno que tenía de efusivo lo que su mujer de estoica. Cogió a Callie de los brazos de Natalie y la hizo rebotar contra su abundante barriga.
—No te importa quedarte con tu tío Paul, ¿verdad, hija?
Ella contestó con un gemido soñoliento, y él se rio.
—¿Cuánto tiempo vais a estar fuera? —preguntó Inez.
—Un día, espero. —Natalie lanzó una mirada hacia atrás en dirección a la figura ensombrecida de Wade en el Volvo—. Más si papá me necesita. Ya te avisaré.
—Me tomaré un par de días de baja por enfermedad. Estoy segura de que Hodgkins no me echará de menos —dijo Inez en tono seco.
El fiscal del distrito de Los Ángeles Philip Hodgkins se presentaba a la reelección ese año y, según se decía, estaba furioso porque Inez se había encargado del caso Hyland.
Natalie se mordió el labio, indecisa.
—Detesto tener que pedirte otro favor… pero me preguntaba si podrías ponerte en contacto con Quantico y ver si les queda algún objeto del caso Thresher en los archivos. Sobre todo, cosas que tengan que ver con su madre.
Inez la miró con dureza.
—No juegues con Thresher. No querrás acabar como tu madre, ¿verdad?
No querrás acabar como tu madre, ¿verdad? ¿Cuántas veces le habían hecho ese comentario a Natalie a lo largo de su vida? Solo que ahora se lo tomó en serio.
—Tendré cuidado —dijo.
Inez resopló.
—Veré lo que puedo hacer.
—Gracias. Gracias a ti también, Paul.
Él sonrió y le dijo adiós con la mano, procurando no molestar a Callie, que se había dormido sobre su pecho.
—Bueno, será mejor que me ponga en marcha. —Natalie abrazó a Inez y enfiló el camino de cemento hacia la acera.
—Vigila tu espalda —gritó Inez detrás de ella.
Natalie dio unos cuantos pasos hacia atrás.
—Vosotros también.
Rodeó el Volvo hacia el lado del conductor y echó un vistazo rápido a la calle antes de entrar. Al menos dos personas vieron cómo ella y Wade se marchaban esa noche, pero la única en quien ella reparó fue en Horace Rendell, que la miraba furiosamente a través del parabrisas de su Hyundai como un mendigo en la ventana de un salón de banquetes.
Al igual que Natalie, Rendell no se fijó en el Bronco blanco destartalado que había junto al bordillo detrás de él, mientras esperaba a que el coche de los Lindstrom desapareciera y la luz del porche de los Mendoza se apagara. El agente de seguridad del Cuerpo tampoco vio al hombre sentado al volante del Bronco, que observó con creciente interés cómo Rendell salía sigilosamente del caparazón de su Hyundai y cruzaba la calle para examinar la casa donde ahora dormía Callie Lindstrom.