21
Primeros y últimos respetos
La triste realidad era que Nora Lindstrom tenía mejor aspecto en su funeral que durante sus últimos años de vida.
Por motivos evidentes, en un principio Natalie había pensado que las exequias se hicieran con un ataúd cerrado. Sin embargo, después de hablar con Callie, decidió que le debía a su hija mostrarle a su abuela como había sido antaño… si era posible. Natalie pidió a su padre que sacara una vieja foto de Nora del álbum familiar y se la envió por fax al director de la funeraria para que la usara como referencia. Él le dijo que la restauración cosmética sería posible «con un recargo considerable».
—Hágalo lo mejor posible —dijo ella—. Cueste lo que cueste.
Natalie quedó satisfecha con el encargado de las pompas fúnebres. Nora yacía en su ataúd con un reposo que los violetas nunca experimentaban cuando dormían. Tenía una peluca rubia con reflejos grises que le caía hasta los hombros, colocada discretamente de forma que le tapaba la zona descubierta y roja del cuero cabelludo y los lados de la cabeza donde deberían haber estado las orejas. La manzana encogida de su cara, desprovista de fluidos por la pérdida de sangre y el embalsamamiento, se hallaba ahora hinchada y lucía fresca y plena gracias a una fórmula de polímero, con un saludable tono rosado pintado sobre la palidez de su piel endurecida. Una prótesis de látex ocupaba el boquete vacío de su garganta, y era tan realista que uno esperaba que la pequeña cruz de oro colgada de una cadena alrededor de su cuello fuera a subir y bajar con la respiración. Llevaba un vestido azul favorecedor, las manos meticulosamente arregladas dobladas por encima de la cintura, y las piernas y los pies descalzos ocultos bajo la mitad cerrada del ataúd.
«Esta es la madre que debería haber tenido», pensó Natalie mientras ella y su hija contemplaban a la atractiva mujer madura expuesta en el féretro. En lugar de ella, había tenido al fantasma desquiciado al que visitaba en el manicomio… y el cadáver profanado hallado en la habitación 9.
—Es muy guapa, mamá —susurró Callie.
—Sí, cielo. Lo es. —Natalie dejó a su hija en el suelo y la cogió de la mano—. Vamos a sentarnos. Después del oficio podremos volver a ver a la abuela.
Abandonaron la plataforma baja y se sentaron en uno de los bancos acolchados de la primera fila. Aparte de ellas no había nadie en la pequeña capilla. Natalie había evitado intencionadamente anunciar el funeral para no atraer a la prensa; incluso había hecho la reserva de la funeraria a nombre de «Nora Fontaine» —el apellido de soltera de su madre— para mantener en secreto la identidad de la difunta. Afortunadamente, el encargado de las pompas fúnebres que había camuflado las heridas de Nora era demasiado honrado o demasiado ignorante para percatarse del dinero que podría haber ganado filtrando la noticia a la prensa amarilla.
Natalie y Callie permanecieron solas, escuchando la sensiblera música de órgano pregrabada, hasta que Wade Lindstrom entró resueltamente en la capilla con un impecable traje negro. Sheila no iba con él. Cuando llegó a la parte delantera, vaciló un instante, como si sintiera la tentación de compartir el banco de ellas, pero se sentó al otro lado del pasillo. Se cruzaron una mirada, y dedicó a Natalie un gesto serio con la cabeza. Callie lo saludó con la mano, y Wade levantó la mano y arrugó los ojos, divertido.
Pasó otro cuarto de hora y no apareció nadie más. A Natalie no le sorprendió, pues no había sabido a quién más invitar. El asesino de violetas había arrebatado las vidas de la mayoría de los amigos íntimos de su madre. Por supuesto, todavía quedaba uno, pero…
—Son las once y media. —El director de la funeraria se inclinó para enseñar su reloj de bolsillo abierto—. ¿Empezamos?
—Sí. No creo que vaya a venir nadie más.
El hombre se aclaró la garganta.
—En realidad, ha venido otra persona. Dice que conocía a la difunta y que le gustaría pronunciar un panegírico. —Sus ojos se movieron rápidamente hacia la parte de atrás de la capilla—. Como usted expresó cierta reticencia a los discursos, me ha parecido que tal vez querría considerar su oferta.
Natalie giró la cabeza hacia el hombre que esperaba al fondo del pasillo.
—Simon.
El hombre llevaba puesta una sotana blanca hasta el suelo y tenía las manos juntas por delante en pose de placidez monástica. Unas orejas desmesuradamente grandes asomaban a los lados de su cabeza rapada. Sonrió e inclinó la cabeza.
—La decisión es suya, señora Lindstrom —dijo el director de la funeraria—. Si lo prefiere, usted puede presidir las exequias.
Natalie contempló la figura de su antiguo maestro. La santurronería llena de egoísmo de Simon McCord siempre la había crispado, pero era una de las pocas personas que todavía recordaban a Nora la mujer, en vez de a Nora la paciente. Por no hablar del hecho de que Natalie debía la vida a Simon. Si él no hubiera encargado a su discípula Serena Mfume que hiciera de guardaespaldas de ella, probablemente Natalie habría sido destripada por el asesino de violetas.
—De acuerdo —dijo al director de la funeraria—. Que hable.
Él asintió con la cabeza, con aire grave, y recorrió a toda prisa el pasillo para intercambiar unas palabras susurradas con Simon. Este último inclinó la cabeza de nuevo en señal de reconocimiento y avanzó hacia los tres asistentes de la primera fila.
—Lamento que solo coincidamos en circunstancias tan desagradables, señora Lindstrom. No sabe cuánto me afligió enterarme de la muerte de su madre… Ella fue un verdadero orgullo para los de nuestra condición.
Natalie hizo un esfuerzo por no poner los ojos en blanco ante la beatería habitual de Simon.
—¡Y tú debes de ser Callie! —Manteniéndose de espaldas a Wade Lindstrom, Simon cogió la manita de la niña, con los ojos brillantes—. Veo que has sido bendecida con los dones de tu familia.
Callie lo miró boquiabierta, con el temor lleno de recelo que los niños sienten por los payasos que dan miedo.
Natalie abrazó a su hija contra su costado.
—Es un detalle que haya venido, Simon. ¿Le ha invitado el Cuerpo?
—Ya que usted no lo ha hecho… sí. Y me gustaría que me llamara maestro McCord.
—¿«Maestro»? Eso es nuevo. ¿Le han ascendido, o profesor era demasiado vulgar para usted?
—Aunque su ingenio me parece tan estimulante como siempre, señora Lindstrom, le recomiendo que lo reserve para otra ocasión. —Señaló el estrado que había a la izquierda del ataúd—. ¿Puedo?
Ella se negó a darle la satisfacción de ofenderla.
—No faltaría más.
Mientras se acercaba al atril, Simon dedicó finalmente un seco gesto con la cabeza al padre de Natalie.
—Lindstrom. Tiene buen aspecto.
—Señor McCord —murmuró Wade con la boca seria—, no ha cambiado.
Simon siguió haciendo como si no existiera y llamó al director de la funeraria, que se hallaba al fondo de la sala.
—Señor Abernathy, si es tan amable.
Abernathy giró un mando en la pared, y la música grabada de órgano se desvaneció.
—Como sabemos, la muerte no es el fin, sino el principio de la auténtica vida —comenzó Simon, proyectando la voz como si sermoneara a un auditorio de acólitos—. Y también lo es para esta mujer a la que tanto queremos, Nora Fontaine Lindstrom. No deberíamos llorar por ella. Deberíamos envidiarla y llorar por nosotros, que no podemos ir con ella.
»Nora fue un ser humano excepcional y lleno de talento, y, lo que es más importante, un ser humano abnegado. Una esposa abnegada…
Miró con el entrecejo fruncido a Wade Lindstrom, que descruzó y volvió a cruzar las piernas.
—… una madre abnegada…
La mirada de Natalie vagó hacia el ataúd, donde únicamente se veía la punta de la nariz de su madre por encima del lado de la caja.
—… una amiga abnegada. Pero, por encima de todo, Nora se consagró a la misión que Dios le había encomendado en la tierra: usar su don milagroso como puente entre esta vida y la siguiente. Ella lo reconoció como su deber y entendió que el deber exige sacrificio.
Simon clavó su mirada hostil en Natalie.
—Sacrificó su tiempo. Sacrificó su libertad. Sacrificó su cordura. Y ahora ha sacrificado su vida. Al hacerlo, Nora salvó e iluminó innumerables vidas, y por ese motivo debemos venerarla como a una heroína, una santa, un avatar. —Desplazó la mirada a Callie—. Que nos sirva de radiante ejemplo a todos.
Natalie apretó los dientes. Debería haberse figurado que Simon tenía otra motivación para hacer aquello.
Él abandonó el estrado y se dirigió al ataúd abierto, y alargó la mano hacia la cara de Nora.
Natalie se levantó súbitamente.
—No la toque.
Simon le lanzó una mirada de lástima.
—Querida, si hubiera querido invocarla, ya lo habría hecho. —Tocó la frente de su madre con las puntas de los dedos—. Eres libre, Nora.
Bajó de la plataforma mientras Natalie le murmuraba a la cara.
—¿Quién le ha hecho venir? ¿El Cuerpo? ¿La escuela?
—Estoy aquí exclusivamente como amigo de la familia. —Dijo adiós a Callie con la mano—. Su madre fue una mujer extraordinaria, ¿sabe? Debería llegar a conocerla algún día.
Salió de la capilla sin volver la vista atrás.
Wade gruñó y se levantó.
—Es increíble. Sus modales no han mejorado en treinta años. Por cierto, Sheila me pidió que te diera el pésame. Quería venir, pero…
Natalie se volvió hacia el ataúd colocado sobre las andas.
—Papá, ¿puedes cuidar de Callie unos minutos?
—Hum… claro, cielo. —Wade lanzó una mirada al ataúd—. ¿Puedo volver luego para… despedirme?
Natalie sonrió.
—Por supuesto. De hecho, me estaba preguntando si podrías asistir a la ceremonia en representación nuestra. Callie y yo no pisamos los cementerios.
—Entendido. Lo haré encantado. —Su padre se acercó y cogió en brazos a su hija del banco—. ¡Hola, pequeñaja! Vamos a dar un paseo.
—Vale. —Callie dejó que la llevara por el pasillo—. ¿Me puedes hablar de la abuela Nora?
Wade lanzó una mirada fulminante a Natalie.
—Bueno, tenía unos ojos preciosos como los tuyos y una bonita naricita como la tuya…
Cuando desaparecieron, Natalie se acercó al ataúd una vez más y posó los labios sobre aquella cara idealizada que nunca había sido de Nora. Naturalmente, no necesitaba una piedra de toque —ella misma era una piedra de toque—, pero podía ser la última ocasión que tuviera de besar a su madre, y deseaba aquel contacto físico.
Rema, rema, rema en tu barca río abajo…
Ni siquiera recordó la segunda frase de su mantra. Acercar los labios a la piel rígida y seca de la frente de Nora fue como meter la lengua en un enchufe. Su madre no llamó; hizo astillas la puerta con un martillo de demolición.
A Natalie le flaquearon las piernas y se desplomó contra el ataúd, y su peso hizo que las andas se desequilibraran. Madre, hija, ataúd y andas se cayeron con gran estruendo, pero Natalie se sumió demasiado hondo en su mente para oír el ruido.
• • •
Tengo tantas cosas que contarte, Natalie, y tan poco tiempo…
Natalie vio a su madre tumbada en el ataúd como antes, pero ahora parecía iluminada, mientras que el resto de la capilla se hallaba disuelto en la oscuridad que la rodeaba. Los labios pintados de su cara perfecta se movían, pero Natalie reconoció la voz que oía como la suya propia.
Él va a ir a por vosotras. A por ti y a por Callie. No dejes que el miedo guíe tu camino como yo dejé que me paralizara.
¿Quién, mamá?, imploró ella. ¿Quién te hizo esto?
Nora despertó en el ataúd y abrió los ojos, y Natalie cayó en picado al abismo de sus iris violeta dilatados.
Un momento más tarde, miraba a través de esos mismos ojos, contemplando boquiabierta a una enfermera con una abultada figura femenina y el pelo anaranjado rizado. Con la cara embadurnada de base de maquillaje, colorete y sombra de ojos, la enfermera hablaba con una voz ronca de hombre.
¿Me has echado de menos, Nora? Debes de haberme echado de menos, porque te has imaginado que te visitaba aunque mamá no me dejaba venir.
La enfermera abrió una navaja y rozó los pechos desnudos y la barriga de ella con el filo de su hoja. Nora se puso a gritar y a patalear, con los brazos sujetos por debajo y unas esposas clavándose en sus muñecas.
Debo decir que te agradezco que durante todos estos años me hayas protegido de la vieja de vez en cuando. Pero, como puedes ver, estoy buscando una residencia fija, así que ya no necesitaré tus servicios. La enfermera sonrió con afable conmiseración. ¿Sabes? De no ser por esas pelucas horteras que lleva, Natalie sería clavada a ti.
¿Cómo es que me conoce?, pensó Natalie un instante antes de que él empezara a rajar, cortar, pinchar y perforar.
El resto del recuerdo se fragmentó en una serie discordante de distintas formas de agonía. Cuando acabó, Natalie se halló mirando hacia arriba, con la tapa del ataúd tapizado de satén abierta a la izquierda y su propia cara abatida a la derecha.
Siento no haber estado cuando me necesitabas, Natalie. Esta vez era la voz de su madre, brotando de los labios de Natalie. Siento no estar contigo ahora. Le impedí que controlara mi cuerpo, pero le dejé que destruyera mi mente. No cometas el mismo error que yo.
¡Mamá, espera! Todavía podemos…
Pero la tapa del ataúd se cerró con un ensordecedor y seco sonido.
Cuando la luz y la visión regresaron, Natalie vio al señor Abernathy inclinado por encima de ella y notó su mano abofeteándole suavemente la mejilla.
—¿Señora Lindstrom? ¿Señora Lindstrom? ¿Me oye?
—Sí.
Cuando se levantó, notó el escozor de los cardenales que tenía en las piernas y el costado.
El director de la funeraria la sujetó, mirándola con consternación.
—Señora Lindstrom, ¿se encuentra bien? He venido en cuanto he oído el ruido.
—Él vino a ella. —Las implicaciones del recuerdo de Nora cristalizaron en su mente—. Y ahora está en otra persona. Otro violeta.
—La he oído hablar —dijo Abernathy—. ¿Ha venido alguien? ¿Esto es obra de un vándalo?
El hombre señaló el ataúd con la mano, y Natalie se volvió para ver el féretro y las andas tumbados de lado sobre la plataforma. Nora Lindstrom yacía retorcida en su lecho de muerte como si se viera acosada por sueños desagradables. La prótesis de su cuello se había desprendido con la caída, dejando al descubierto el marfil de la mandíbula y la carne seca de la garganta.
Natalie apartó la vista.
—Lo siento. ¿Puede arreglarlo?
—Sí, pero ¿qué…?
—Bien. Tengo que irme.
Dejó a Abernathy farfullando en la capilla y buscó a Callie y a su padre en el vestíbulo. Al ver que no los encontraba, salió por la puerta principal y los halló sentados en un banco de hierro forjado del ceremonioso jardín de rosas de la funeraria. Wade estaba moviendo el pulgar entre los dedos de su puño izquierdo fingiendo que se lo arrancaba de la mano derecha, ejecutando el manido truco como si fuera el primer abuelo al que se le hubiera ocurrido. Llena de escepticismo, Callie le dio una palmada en la mano derecha hasta que los dos estallaron en risitas.
Natalie se quedó atrás un momento, observándolos, invadida por la alegría y la envidia al ver la felicidad en la cara de su hija. Sin embargo, el hecho de presenciar lo mucho que disfrutaban el uno con el otro hizo que su siguiente decisión le resultara mucho más fácil.
Se acercó al banco.
—Papá, ¿cuánto tiempo vas a estar en la ciudad?
Él alzó la vista.
—Mi vuelo sale mañana por la mañana.
—¿Podrías retrasarlo un par de días?
—Claro. ¿Por qué?
—Tengo trabajo que hacer, y esperaba que pudieras cuidar de Callie un tiempo. ¿Te gustaría pasar la noche con el abuelo, cielo? —preguntó a su hija.
La niña se puso a dar brincos de la emoción.
—¡Sí! ¡Sí, sí, sí, sí!
—¿Te parece bien a ti, papá?
Él se rio entre dientes.
—¿Bien? ¡Me encantaría! Llamaré a Sunny y se lo diré. —La preocupación atemperó su sonrisa—. ¿Has descubierto algo?
—Sí, que mamá no estaba loca.