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Resultado inevitable

Durante los dos días siguientes, Natalie hizo las llamadas necesarias al depósito de cadáveres y a su padre, cuyo número de teléfono no había cambiado desde que ella lo llamaba para pedirle que fuera a recogerla a la escuela y acababa oyendo su última excusa para no ir a visitarla. Entretanto, vio la conclusión del juicio por los asesinatos de los Hyland en la televisión del motel movida por un sentimiento del deber para con Inez, pero le alegró el día tanto como un aguacero en un barco que se hunde.

Aunque Inez había dicho que se reservaba unas cuantas sorpresas, acabó con un sollozo en lugar de un estallido. Franklin Jaffe, el vecino de la casa de al lado de los Hyland, ocupaba un puesto inferior en la lista original de testigos de la acusación, e Inez no se había molestado en llamarlo antes, lo que indicaba su falta de confianza en el testimonio de Jaffe. El hecho de que ahora lo llamara indicaba lo desesperada que estaba.

Con un pico de viuda y el mentón hundido hacia atrás, Frank Jaffe no era precisamente una figura carismática. Trabajaba de contable diplomado y describió la noche que los Hyland fueron asesinados como si detallara deducciones en una declaración de renta.

El sábado a las 10.55 de la noche, recordó, salió al patio de su casa a fumar un cigarrillo. Llevaba allí unos cuatro minutos con su bata de seda y sus zapatillas cuando oyó dos estallidos fuertes procedentes de la residencia de los Hyland. Aunque sonaron como disparos, Jaffe no estuvo lo bastante seguro para llamar a la policía. Al ver que no se oían más ruidos en la casa de al lado, se imaginó que los estallidos debían de haber sido algo inofensivo y volvió a entrar en su casa.

—Las diez y cincuenta y cinco de la noche. Es un dato muy exacto, señor Jaffe —dijo Inez—. ¿Qué le hace estar tan seguro de que era esa hora?

—Porque acababa de terminar Ley y orden: Unidad de Víctimas Especiales, y quería acabarme el cigarrillo antes de que empezara el informativo de las once —contestó.

—Las diez y cincuenta y cinco. ¿Está seguro?

—No me cabe la menor duda.

—¿Y no había oído más estallidos antes esa noche?

—No.

—Así que oyó lo que cree que fueron dos disparos procedentes de la residencia de los Hyland poco antes de las once en punto: más de una hora después de que Scott Hyland y Danielle Larchmont afirmaran haber descubierto los cadáveres del señor y la señora Hyland. ¿Es correcto?

—Sí.

—Gracias, señor Jaffe.

A pesar de que esa contradicción podría haber sido devastadora para la defensa, la expresión de resignación de Inez demostraba que sabía que el testimonio no se tendría en pie. Cedió la palabra a Lathrop, que despachó al contable.

—Señor Jaffe —dijo con una sonrisa agradable—, ¿entiende usted de armas?

El contable se encogió de hombros.

—No. Solo sé lo que veo por la televisión.

—¿Podría distinguir, por ejemplo, la detonación de una escopeta del disparo de una pistola automática del cuarenta y cinco de lejos?

Jaffe meditó un momento.

—No estoy seguro.

—¿Y la detonación de una escopeta del petardeo de un coche?

—Hum… seguramente.

—¿Y la detonación de una escopeta de un petardo potente?

Esta vez Jaffe hizo una pausa más larga.

—No lo sé.

—¿Y la detonación de una escopeta real de una de la banda sonora de una película reproducida en un equipo de alta fidelidad?

Jaffe soltó una carcajada de azoramiento.

—Supongo que no.

—Entonces, ¿lo que realmente oyó poco después de las diez y cincuenta y cinco de la noche del sábado, veintiuno de agosto, fueron un par de detonaciones de escopeta… o un par de disparos de una automática del cuarenta y cinco… o el petardeo de un coche… o un par de petardos… o una película de acción?

El contable sonrió débilmente.

—Sí, supongo.

—De hecho, ¿no fueron sus dudas respecto a si esos sonidos eran disparos lo que evitó que llamara a la policía?

—Sí.

—¿Y no es posible que, mientras usted estaba en su casa viendo la televisión, no hubiera oído los disparos reales que se habían producido antes esa misma noche?

—Sí, desde luego es posible.

Lathrop seguía sonriendo, afable y educado.

—Gracias, señor Jaffe.

Inez declinó discretamente la invitación del juez Shaheen a volver a interrogar al testigo, y Jaffe abandonó el estrado con embarazo y desconcierto.

La fiscal no se atrevió a poner en duda la credibilidad de Lyman Pearsall. Sin pruebas del engaño del violeta, no podía airear sus sospechas en el tribunal; ni siquiera su amigo Tony Shaheen habría permitido unas especulaciones tan flagrantes.

Inez podría haber encontrado lagunas en la versión de Scott Hyland si hubiera tenido la ocasión de interrogar al propio acusado, pero Malcolm Lathrop había recomendado prudentemente a su cliente que no testificara en su defensa. Tal como estaban las cosas, Inez dependía fundamentalmente de su último alegato para salvar su causa. Recordó al jurado que Scott Hyland y Danielle Larchmont habían mentido sobre sus acciones la noche de los asesinatos e insinuó que los Hyland podían haber confundido al asesino enmascarado que les había disparado «debido a la tensión emocional de su reciente discusión con Avery Park». Sin embargo, Natalie advirtió que su amiga se había rendido. La ferocidad había desaparecido de sus ojos.

Cuando llegó el momento del discurso final de Malcolm Lathrop, lo único que tuvo que hacer fue evocar la imagen de Lyman Pearsall señalando con el dedo a Avery Park, con la cara crispada del odio de Press Hyland.

Tal vez como favor personal a Inez, el juez Shaheen volvió a dar instrucciones a los miembros del jurado para que tuvieran «en cuenta las declaraciones de las víctimas con tanta cautela y escepticismo como las del resto de los testigos». No importaba. Los miembros del jurado deliberaron poco más de una hora y seguramente se entretuvieron un poco para que no pareciera que tomaban la decisión demasiado a la ligera.

Natalie ni siquiera tuvo que esperar a que el alguacil leyera el comunicado del presidente del jurado, pues todos los miembros transmitían el veredicto con sus caras. Inez había dicho en una ocasión que siempre sabía que iba a ganar un caso importante cuando ninguno de los miembros del jurado miraba al acusado. Pero esas personas parecían encantadísimas de mirar a Scott Hyland. Incluso el joven pálido sonreía de alivio.

Le dejaron escapar.

Scott Hyland abrazó a Malcolm Lathrop como Avram Ries había abrazado a su abogado, y Natalie pulsó el botón de apagado del mando a distancia de la televisión de un golpe.

Callie dejó de hacer garabatos en los libros para colorear con los que había pasado enfurruñada toda la mañana.

—¿Podemos ir a alguna parte? —propuso tímidamente—. ¿A dar un paseo o algo así?

«Sí —pensó Natalie—, eso es exactamente lo que me gustaría hacer. Ir a dar un paseo y olvidarme de todo». Recordó que Dan la había engatusado para que se subiera a un tiovivo en uno de los peores momentos de su vida y que incluso le había arrancado unas sonrisas pese a estar llorando la muerte de sus amigos liquidados por el asesino de violetas. Resulta irónico que cuando menos ganas de divertirnos tenemos es cuando más las necesitamos.

—Nunca has estado en Disneylandia, ¿verdad, cielo? —preguntó con una sonrisa sincera.

Callie negó con la cabeza.

Natalie se dio la vuelta y salió de la cama del motel sintiéndose más liviana.

—Yo tampoco.

• • •

Esa tarde se lo pasaron de maravilla paseando por el parque Magic Kingdom y viendo los espectáculos con personajes de Disney, aunque Callie se dirigía obstinadamente hacia cualquier atracción que pareciese una montaña rusa.

—¡Mamá, vamos a montarnos en esta! —exclamó cuando la desbocada máquina de vapor del Tren de Big Thunder Mountain pasó con gran estruendo, balanceando a los bulliciosos pasajeros en su cola de serpiente de cascabel formada por vagones tambaleantes.

Natalie, que no se había montado en ninguna atracción más arriesgada que un tiovivo, notó que se le revolvía el estómago.

—Tal vez cuando seas mayor —dijo, y arrastró a su hija hacia las atracciones más calmadas de Fantasyland.

De no haber sido por Dan, puede que Natalie no hubiera pisado jamás un carrusel. Por aquel entonces le daban tanto miedo las atracciones de feria que prácticamente él tuvo que atarla y vendarle los ojos para conseguir que se montara en uno de los caballos de fibra de vidrio. Luego se divirtió tanto que pidió montarse cinco veces más esa noche.

Natalie no tuvo tantos problemas para convencer a su hija de que probara el Carrusel del Rey Arturo de Fantasyland. Agradecía que, además de heredar la sonrisa y la afición por la comida basura de su padre, Callie también compartiera la alegría de vivir de Dan. Era un precioso don, y mientras subían y bajaban en sus corceles, Natalie se quedó mirando la silla vacía del caballo que tenía enfrente y pensó: «Él debería estar aquí».

Intentó apartar la idea de su cabeza. Después de todo, ¿no había llevado a Callie allí para que las dos pudieran disfrutar de la vida y de los vivos y olvidarse de la muerte y de los muertos, al menos por el momento?

Sin embargo, mientras la niña gritaba de alegría y espoleaba al caballo de fibra de vidrio con los talones de sus zapatillas de deporte, Natalie se acordó de la creciente reticencia de Dan a acudir a ella cuando lo invocaba, el entusiasmo cada vez mayor con el que hablaba del lugar al que iban las almas y del que nunca volvían. Ella tendría más oportunidades de ir a Disneylandia con su hija; puede que él no.

Natalie cerró los ojos, murmurando las palabras de su mantra de espectadora.

Dan se instaló en el cuerpo de ella cuando la atracción todavía estaba en movimiento, y estuvo a punto de perder el equilibrio debido a la brusca desorientación. Agarró el poste con las manos y apretó los muslos contra los flancos del caballo, y sonrió al ver dónde estaban.

—Como en los viejos tiempos —murmuró; la voz de Natalie tenía un matiz cálido de diversión.

He pensado que debíamos pasar tiempo juntos, contestó ella en la cabeza que compartían. Como una familia.

El cuello de los dos se puso tenso cuando miraron hacia Callie con dos ojos y una sola mente.

—Sí —dijo Dan, mientras el tiovivo empezaba a reducir la velocidad—. Gracias.

Su hija les sonrió, gritando por encima del estrépito de la multitud y la música de órgano.

—¿Me has visto, mamá? ¿Me has visto?

Dan le devolvió la sonrisa.

—Claro que te hemos visto, cielo. Y soy papá, no mamá.

Durante un instante, Callie lo miró boquiabierta como si fuera el conejo de Pascua.

—¿Papá?

Él asintió con la cabeza, y la cara de ella se iluminó con el asombro de quien ve un deseo cumplido.

—¿Podemos montarnos más, papá? ¡Por favooooooooor!

—Bueno… si a tu madre le parece bien.

Adelante, dijo Natalie. Pero nada de montañas rusas.

Dan se rio y ayudó a Callie a desmontar para que pudieran volver a hacer cola para el tiovivo. Natalie se dedicó a mirar con silencioso regocijo, contenta de prestar su cuerpo a Dan durante la noche. Pero la felicidad que sentía teniéndolo con ella no hacía más que aumentar su ansiedad a medida que se aproximaba la hora de cierre del parque.

Las atracciones empezaron a cerrar demasiado pronto, y el personal uniformado los reunió con la multitud que avanzaba por la calle en dirección a la puerta principal. Natalie retrasó la inevitable despedida animando a Dan a que se comiera un cucurucho de helado lleno de grasa e hidratos de carbono con Callie, pero no pudo impedir que la noche tocara a su fin.

¿Volverás?, preguntó poco antes de que él le cediera el control de su cuerpo.

Él tardó tanto en contestar que Natalie temió que ya hubiera partido.

—Siempre que me necesites —contestó él finalmente.

Cuando salieron del parque y regresaron al mundo real, Dan ya se había marchado.

Callie apretó la mano de Natalie más fuerte cuando se dirigían a los tranvías que llevaban al garaje.

—¿Papá?

—No, cielo. —Su madre suspiró, con un doloroso vacío en los recovecos de su corazón—. Soy yo.

• • •

Cuando volvieron al motel, Callie estaba tan cansada que Natalie tuvo que meterla en brazos en la habitación. Sin embargo, no estaba dormida, pues murmuró a Natalie al oído:

—¿Quién es la abuela Nora?

La sonrisa de Natalie se desvaneció. Dejó a Callie en el borde de la cama y se sentó a su lado.

—Era mi madre… Es mi madre.

—Entonces, ¿la abuela Sheila no es tu mamá?

—De ninguna manera.

—Entonces, ¿no es mi abuela de verdad?

—No, peque. No lo es.

Callie frunció los labios mientras daba vueltas a una paradoja insoluble.

—¿Cómo es que nunca íbamos a ver a la abuela Nora?

Natalie soltó una media verdad.

—Callie, la abuela Nora estuvo muy enferma durante mucho tiempo antes de morir. No te llevé a verla porque tenía miedo… miedo de que te contagiaras.

—Ah.

Ella todavía parecía tener dudas, incapaz de conciliar su infantil e instintiva capacidad de reconocimiento de lo que era falso con la creencia ingenua e incondicional en su madre.

—Parece muy simpática. ¿Por qué no quieres hablar con ella?

«Porque eres una cobarde», dijo en tono de mofa la voz interior de Natalie.

—Hablaré con ella —prometió, tanto a Callie como a sí misma—. Cuando llegue el momento adecuado.

Al sondear los ojos de su hija, vio en ellos un anhelo que compartía. «Quiere una familia. Como yo».

—¿Te gustaría ver a la abuela Nora? —preguntó.

Callie irradiaba una esperanza desaforada.

—¿Podemos verla?

Natalie la abrazó y suspiró.

—Veré lo que puedo hacer.