17

Una mala noche para Nora

—¡Despierta, cariño! Es hora de volver a casa.

Sentado en una silla en el pasillo del pabellón, Andy Sakei se quitó el cansancio de los ojos parpadeando y alzó la vista hacia la enfermera que había venido a relevarlo: una mujer rolliza y extravagante con el pelo anaranjado rizado y abundante maquillaje. No la reconoció, pero en ese momento le daba igual.

—¿Qué le ha pasado a Roger? —preguntó.

—El pobre tiene gripe. Han tenido que mandarme del Metropolitan. Hoy día todos los hospitales andan escasos de personal.

—Dímelo a mí.

Era el primer día de vuelta al trabajo de Andy desde que había nacido el bebé, y en los últimos tres días había dormido unas cinco horas. La pequeña Sarah era un regalo del cielo, pero gritaba como un demonio y dormitaba en períodos de quince minutos entre arrebatos de llanto. Se frotó los ojos y echó un vistazo a la tarjeta de identificación de su sustituta y a la foto sonriente que lucía.

—Me alegro de verte… Bridget.

—Llámame Bridge, cariño. —La mujer le tendió una mano de dedos gruesos con las uñas cortas y pintadas de color plateado, y él la estrechó—. Dime lo que tengo que saber.

Andy se levantó gimiendo.

—Ha sido un día horrible. Siete se ha vuelto loco y Dieciséis se ha negado a tomar la medicación, así que hemos tenido que inyectársela —dijo, refiriéndose a los pacientes por su número de habitación para que ella supiera a quién tenía que vigilar.

A Andy todavía le dolía el costado y la pierna de los morados que le había hecho el señor Johnson al sujetarlo para darle la medicación.

—¿Estás segura de que podrás con los casos violentos?

La enfermera se rio.

—Cariño, he manejado a pacientes con el doble de mi estatura. No me pasará nada.

Andy la escrutó. Era baja pero corpulenta, con los pechos caídos sobre una barriga ancha bajo la camisa blanca de su uniforme. Sin embargo, sus brazos carnosos sin pelo parecían bastante fuertes: seguramente podía cuidar de sí misma. Aun así, Andy le pasó su walkie-talkie.

—No dudes en llamar a Harry si necesitas ayuda.

Ella le dio un codazo en las costillas en un gesto de camaradería, sin saber que le estaba golpeando en uno de sus puntos doloridos. Él hizo una mueca, pero sonrió en señal de gratitud. Empezó a recorrer el pasillo hacia la salida del pabellón, pero redujo la marcha al pasar por delante de la habitación 9 y se llevó una mano a la frente. Se había olvidado de Nora.

—¡Ah! Por cierto, debo decirte… —Se volvió hacia atrás en dirección a la enfermera, señalando la puerta—. Nueve es una paranoica, y últimamente ha estado empeorando. Puede que grite durante la noche. No te pongas nerviosa. Asómate para ver que no se ha hecho daño.

—No te preocupes, cariño. —La enfermera sonrió—. Cuidaré bien de ella.

• • •

Cuando Andy se marchó, su sustituta ocupó la silla del celador y sacó una lima de uñas del uniforme de enfermera para pulirse las uñas pintadas de color plateado. Le daban un bonito toque, en su opinión. Pero, por otra parte, su madre le había enseñado a cuidar los detalles. No se había olvidado de nada: las uñas, la peluca, el maquillaje, los brazos depilados, las medias de compresión, el sostén con globos rellenos de alpiste. «Las pequeñas cosas son las que cuentan, Vanessa», decía siempre su madre, y cuánta razón tenía.

La tarjeta de identificación, por ejemplo. Había cortado con cuidado la lámina con una hoja de afeitar, había cambiado la foto de la enfermera original por una instantánea de sí mismo travestido y la había cerrado pegándola sin apenas manipularla. Bridget Mahoney, la enfermera del hospital Metropolitan que le había proporcionado la tarjeta de identificación y el uniforme, ahora yacía doblada, desnuda, en el maletero de su Thunderbird robado junto con Roger, el celador del turno de noche que había padecido algo peor que la gripe. Roger le había ofrecido amablemente las llaves del pabellón que ahora llevaba en el cinturón blanco alrededor de su cintura.

Cuando por fin estuvo seguro de que Andy no iba a volver para hacerle más preguntas o buscar alguna pertenencia olvidada, recorrió tranquilamente el pabellón y abrió la puerta de la habitación 9.

Murmurando para sí, la paciente de la habitación dejó de pasearse arrastrando los pies por el pequeño espacio con aire abstraído. No gritó. Todavía no. Su mirada violeta vagó hacia el visitante.

—¿Quién es usted?

—Una vieja amiga, cariño.

Él sonrió y cerró la puerta tras de sí. Naturalmente, ella no reconoció a su compañero Lyman debajo de todo aquel maquillaje.

Nora Lindstrom se pasó sus escuálidos dedos por el pelo ralo.

—Ya viene. Ya viene.

El hombre vestido con el uniforme de enfermera se acercó y le rodeó los hombros con el brazo, como si quisiera consolarla.

—Lo sé, querida.

Nora se puso a agitar las manos en el aire mientras sacudía la cabeza con una frenética indecisión.

—Tengo que avisar a Natalie.

—No te preocupes, cariño. Yo la avisaré.

Él movió rápidamente las manos, se sacó las esposas del bolsillo y le sujetó las manos a la espalda de un tirón para maniatarle las muñecas.

Ella gritó, y él la lanzó contra el pequeño catre de la habitación. Esquivando los pies de la mujer, que no dejaba de patalear, le arrancó del cuerpo el camisón de algodón del hospital y lo usó para atarle los tobillos.

—¿Me has echado de menos, Nora? —Sacó la navaja y abrió la hoja como si estuviera calibrando un instrumento de precisión—. Debes de haberme echado de menos, porque te has imaginado que te visitaba aunque mamá no me dejaba venir. ¡Qué conmovedor!

Nora dejó de chillar, y sus iris violeta parecieron encoger en medio del blanco cada vez más grande de sus ojos. Él vio cómo la bruma de su psicosis se despejaba y unas frías dagas de comprensión le atravesaban el cerebro.

Ella lo sabía.

—Debo decir —continuó él— que, a pesar de tu falta de hospitalidad, te agradezco que durante todos estos años me hayas protegido de la vieja de vez en cuando. Pero, como puedes ver, estoy buscando una residencia fija, así que ya no necesitaré tus servicios. —Sonrió y recorrió suavemente con la cara de la hoja de la navaja su cuerpo ajado y desnudo de la cabeza a los pies—. ¿Sabes? De no ser por esas pelucas horteras que lleva, Natalie sería clavada a ti.

Entonces Nora gritó momentos antes de que él se pusiera manos a la obra. El lamento agudo resonó por toda la sala, pero el resto de los pacientes ni se alteraron. Ya lo habían oído muchas veces.