9

El cuarto del rescate

A la mañana siguiente, Natalie se levantó dispuesta a restar importancia a lo ocurrido la noche anterior e interpretarlo como un mal sueño. Estaba segura, eso sí, de que alguien había intentado tomar posesión de su cuerpo, pero llegó a la conclusión de que la imagen de Abe desnudo en el espejo era producto de su imaginación, de la combinación de la falta de oxígeno en el cerebro y de aquella infusión cargada de coca. Desde hacía tres días apenas si se había separado del arqueólogo, y debía reconocer que la atraía. Aun así, no podía creer que ya hubiera empezado a fantasear con él.

Pero lo que aún le resultaba más difícil de explicar era la imagen de aquel hombre rubio, a quien no reconocía de nada; quizá lo hubiera visto alguna vez por televisión o en alguna revista. Al fin y al cabo, las drogas eran capaces de hacer aflorar todo tipo de cosas sepultadas en el subconsciente.

El cielo, gris y amenazante el día anterior, se había despejado y brillaba con un límpido azul iceberg. Natalie se arrebujó en el plumón para protegerse del gélido viento mientras esperaba a Abe en la acera, frente al portal del hotel.

A la hora convenida, apareció el Range Rover y el doctor se apeó de él por la puerta del copiloto y le ofreció a Natalie su asiento.

—Tengo que hacer unas gestiones en el hotel —le explicó—, así que mejor que Honorato te lleve al centro a desayunar, y ya me reuniré contigo más tarde en la cafetería.

Natalie aceptó la propuesta, pese a que la perspectiva del trayecto a solas con Honorato la cohibía un poco. Sin embargo el chófer, que el día anterior no podía quitarle la vista de encima, esa mañana parecía haberse propuesto no mirarla siquiera.

Los conocimientos de español de Natalie eran tan limitados que le daba vergüenza comunicarse en dicho idioma. No obstante, hizo de tripas corazón, incapaz de soportar el opresivo silencio que se instaló en el vehículo en cuanto dejaron atrás el hotel.

—Me llamo Natalie —le dijo en español, dándose unas palmaditas en el pecho, como si no quedara suficientemente claro a quien estaba presentando. Luego hizo un ademán hacia él con una sonrisa un tanto excesiva—. ¿Honorato?

El chófer la miró de soslayo un momento, con expresión no se sabe si de irritación, lástima o ambas cosas.

—Sí.

—Sí —repitió ella.

Con la sonrisa ya desdibujándose, se esforzó por encontrar un tema de conversación, pero lo único que le venía a la cabeza eran frases aisladas aprendidas en sus cedés: «¿Cómo está usted? ¡Muy bien!».

Al final tuvo que rendirse y, cuando Honorato la dejó en la Plaza de Armas, ni siquiera se atrevió a despedirse de él con un triste «adiós».

Bajo la brillante luz del sol que ya asomaba sobre los Andes, la plaza central de Cajamarca ofrecía una pintoresca imagen. En sus jardines de estilo inglés había arbustos recortados en forma de llamas y unos senderos asfaltados convergían como los radios de un carromato en el corazón de la plaza, donde se alzaba una fuente de varios pisos. Al igual que la fuente, la fachada barroca de la catedral que se erguía en un lateral de la plaza había sido esculpida con piedra volcánica local. Las torres inacabadas de la iglesia, recubiertas por afiligranados diseños de uvas y hojas al estilo del Viejo Mundo, se truncaban abruptamente, como si alguna rencorosa deidad inca hubiera decapitado sus campanarios.

El encanto del lugar consiguió levantar considerablemente el ánimo de Natalie. El dolor de cabeza había remitido para dejar paso a un ligero escozor detrás de los ojos, y contempló admirada el paisaje mientras el sol acariciaba cálidamente su rostro.

Por grata que resultara la sensación, ella sabía que los rayos ultravioleta no tardarían en quemarle la piel a aquella altitud. Aunque se había embadurnado una y otra vez con una crema de protección solar de factor 50, agradeció disponer de aquel sombrero que le habían regalado la noche anterior. Parecía que llevara un hongo encasquetado boca abajo en la cabeza, pero al menos la sombra del ala le protegía la cara. Al no poder ponerse las lentes de contacto, se había tapado los ojos con unas gafas de sol, pero aun así, todo el que pasaba por su lado se quedaba embobado mirándola, pues con aquella indumentaria —camiseta, tejanos y botas Dr. Martens— saltaba a la vista que era una turista norteamericana.

Cuando llegó a la cafetería, pidió el desayuno como mejor pudo, dados sus rudimentarios conocimientos de español. Y le acabaron sirviendo un par de huevos fritos y dos galletas dulces triangulares, pero estaba tan hambrienta que dio buena cuenta de todo y rebañó la yema con las últimas migas de pan. Intuía que debía aprovechar para comer todo lo que pudiera, pues, una vez en las cumbres, quién sabe qué clase de víveres pondrían a su disposición en el campamento.

Para entretenerse un poco mientras desayunaba, extrajo de su bolsa de tela el libro de Abe, Conquistador y conquistado: Pizarro y Perú, y lo puso en vertical sobre la mesa para hacer más cómoda la lectura. Con el ajetreo de los últimos días, solo había tenido tiempo de leer por encima la primera parte, en la que se relataba el ascenso de Francisco Pizarro desde sus tiempos como criador de cerdos analfabeto al de descubridor de Perú, además de la primera toma de contacto de los españoles con Atahualpa, el Inca, o rey, de los indígenas peruanos.

Natalie se saltó unas páginas y pasó directamente al primer encuentro cara a cara entre Pizarro y Atahualpa, aquella fatídica reunión que había tenido lugar justo delante de la ventana del establecimiento, donde la fuente borboteaba agua rodeada por los lineales jardines de la Plaza de Armas. El conquistador había enviado a un emisario para hacerle saber al Inca que sentía un «gran aprecio» por él y comunicarle su deseo de invitarlo a Cajamarca, donde pudieran tener ocasión de parlamentar. Atahualpa aceptó la invitación y se presentó en la ciudad acompañado de más de cinco mil hombres, con el propósito de atemorizar a los invasores haciendo alarde de sus riquezas, su pompa y su poderío.

Centenares de siervos ataviados con sus mejores galas precedían la entrada del séquito imperial, entonando cánticos victoriosos y barriendo el suelo con hojas de palma para que ni un guijarro siquiera profanara las plantas de sus nobles señores. Los esclavos, vestidos de blanco, portaban cálices dorados y mazos de plata y cobre. Pendientes de oro macizo colgaban de los distendidos lóbulos de las orejas de la selecta guardia imperial, vestida de azul. Finalmente, en el centro del séquito, hizo entrada el Inca, transportado a hombros de prominentes dignatarios sobre un palanquín en torno al que revoloteaban plumas de loro. Sentado sobre el descomunal trono de oro macizo, el monarca lucía la mascaipacha, la tradicional corona imperial con la borla roja, así como un tocado de plumas de colores que se desplegaba en lo alto de su coronilla como la cola de un pavo real. En torno a su cuello refulgía un collar de refulgentes esmeraldas. Con el hierático y altivo semblante propio de la realeza, Atahualpa proyectaba el inquebrantable poderío de los Andes, la supremacía eterna del sol.

Pero la gloria del Inca sería efímera, puesto que el ostentoso desfile iba camino de una emboscada.

Pizarro y otros ciento cincuenta conquistadores se habían apostado en los edificios abandonados que circundaban la plaza, con los cañones apuntando y la caballería preparada para la carga. Se envió a un desventurado sacerdote, Vicente de Valverde, a encararse en solitario con Atahualpa. El sacerdote exhortó al monarca peruano para que se sometiera al dominio del emperador Carlos V y abandonara su pagano culto al sol a favor del cristianismo. Al rechazar el Inca dicha petición arrojando la Biblia del sacerdote al suelo, Pizarro agitó un pañuelo blanco y dio la señal a sus tropas.

Los españoles saltaron de sus escondites a pie y a caballo, con las armas en ristre y las espadas destellando, mientras la artillería disparaba las balas de los cañones sobre la multitud de indígenas desprevenidos, llenando la plaza con una nube de humo. Armados solo con mazos, hondas y sacos de piedras, los guerreros de Atahualpa descubrieron que sus golpes resbalaban en las armaduras de los españoles, quienes se abrían paso a machetazos entre la muchedumbre sin apenas resistencia. Despavoridos, los indígenas huyeron en estampida saltando sobre los cuerpos de vivos y muertos, asfixiando a sus propios compatriotas en el pánico de la retirada.

Entretanto, el propio Pizarro era víctima de la única herida entre sus huestes: un pequeño corte que recibió de manos de uno de sus enfebrecidos guerreros durante la carga contra el palanquín de Atahualpa. Una ilustración en el libro mostraba el momento en que Pizarro agarraba al Inca por el tobillo y lo arrancaba del trono como si castigara a una criatura insolente.

—Si quieres, puedo ahorrarte el trabajo de leerlo.

Natalie levantó la vista de la ilustración y vio a Abe de pie junto a su mesa, con las manos enfundadas en los bolsillos.

—Disculpa. No te había oído llegar —dijo, dejando el libro a un lado.

Abe sonrió.

—No hay de qué disculparse. Me halaga verte tan absorta en su lectura.

—Pensé que, ya que ese sujeto va a tomar posesión de mi cuerpo, mejor que me informara un poco sobre él. ¿Quieres tomar algo? —añadió, señalando su plato vacío.

—Ya he desayunado. Pero aún faltan un par de horas hasta que emprendamos la marcha, así que demos una vuelta y te enseño un poco la ciudad.

Abe dejó un par de billetes arrugados sobre la mesa con los que pagar el desayuno de Natalie y la condujo a la soleada plaza.

Natalie quiso decirle que se conformaba con leer sobre el genocidio inca y no sentía necesidad alguna de visitar el lugar de la masacre. Había esquivado los agradables jardines de la Plaza de Armas como si bordeara un cementerio, temiendo el asalto de un millar de espíritus llamando a su puerta a la vez. Pero, antes de que tuviera tiempo de reaccionar, Abe ya se había enfrascado en su clase magistral.

—Para poder apreciar como es debido el significado de los tesoros que estamos buscando, uno ha de comprender quiénes eran los incas, el alcance de sus logros…

El sol ecuatorial empezaba a calentar, y Natalie se quitó el plumón. Por fortuna, el doctor Wilcox dio la espalda a los jardines, se dirigió hacia una de las avenidas perpendiculares a la plaza y la condujo unas manzanas más abajo.

—Para nuestra sensibilidad moderna —iba diciendo Abe—, la sociedad inca resulta rígida, como un régimen totalitario. Pero, en su época, se ajustaba al signo de los tiempos. El Inca era una divinidad, el hijo de Inti, el dios Sol.

Abe se detuvo en seco, gesticulando teatralmente, y Natalie casi tropieza con él.

—Todo el mundo tenía prohibido mirar al Inca de frente, y cuando recibía en audiencia a sus nobles más poderosos, estos se tenían que descalzar las sandalias y presentarse ante él cargados con un saco de tierra a las espaldas como muestra de sometimiento al monarca. Todos los objetos o prendas que el Inca tocaba o usaba (utensilios de oro, capas aterciopeladas tejidas con piel de murciélago) se destruían cuando él dejaba de utilizarlos para evitar que las manos de los profanos los desacralizaran.

—Nada de lavar ropas ni platos —observó Natalie con ironía—. Una suerte ser rey.

El doctor le rio la gracia y siguió andando.

—Era un régimen dictatorial, sí, pero blando. Aunque el Inca, de facto, era el propietario de todas las tierras del imperio, cada familia tenía asignada una porción de tierra, un «topo» le llamaban, para su propio cultivo y usufructo. En lugar de imponer tributos, el sistema exigía que, además de cultivar sus tierras, los súbditos con edades comprendidas entre los veinticinco y los cincuenta años trabajaran para el Estado. A partir de los cincuenta pasaban a tutela estatal. El imperio inca disponía de grandes graneros con los que alimentar a los necesitados en los años de hambruna, de manera que, si arrimabas el hombro, el sistema cubría tus necesidades básicas. ¡Imagínate! Durante centenares de años, los incas mantuvieron un sistema económico sin moneda y prácticamente sin privaciones: nadie carecía de alimento, ni de vivienda. Mil veces mejor que nuestro sistema de Seguridad Social, ¿no?

—Te olvidas de un pequeño detalle: la falta de libertad —replicó irónicamente Natalie, que conocía por amarga experiencia lo que significaba estar obligada a servir a un gobierno.

—Ya, bueno… uno no echa en falta lo que no conoce. El sistema no permitía ascender de categoría social. Eras noble, sacerdote o campesino, y dicha condición pasaba de padres a hijos.

—Sí, conozco el percal —replicó Natalie, recordando cómo el Cuerpo había intentado forzar el ingreso de Callie en sus filas al igual que antes hiciera con ella—. Pero, entonces, si tan utópico era ese sistema, ¿cómo puede ser que bastaran un par de centenares de españoles para derrocarlo?

—¡Ah! En eso tienes razón. Si doce millones de peruanos se hubieran confabulado contra los conquistadores, ni con sus armaduras, caballos y artillería se habrían salvado. Pero Pizarro tuvo la fortuna de llegar en un momento de gran agitación política en el reino. El predecesor de Atahualpa, el Inca Huayna Capac, que había fallecido solo unos años antes, cometió el clásico error de dividir el imperio entre sus herederos, como el rey Lear. A Atahualpa le legó la parte norte del reino, con capital en Quito, lugar de nacimiento de Atahualpa, una región que incluía gran parte del territorio que hoy forman Ecuador y Colombia. Y a Huáscar, hermanastro de Atahualpa, le dejó los territorios del sur, con capital en Cuzco, que hoy incluiría la mayor parte de Perú.

»Huelga decir que eso daría lugar poco después a una cruenta guerra de sucesión, guerra que inició y ganó el brillante y ambicioso Atahualpa. Las fuerzas leales a este habían derrotado a las tropas rivales, y capturado a Huáscar en Cuzco, pero, antes de que Atahualpa tuviera tiempo de consolidar su poder, le llegó la noticia de que aquellos extraños guerreros con barbas y piel blanca habían invadido su reino. Atahualpa temía que esos hombres fueran descendientes de Viracocha, la divinidad de tez blanca que había tallado en piedra las figuras de los primeros seres humanos para luego insuflarles vida. Y dio en ver la invasión como la venganza de Viracocha por haberle usurpado el trono a su hermano.

»Pizarro supo ver rápidamente cuál era la coyuntura política del imperio y la utilizó en su provecho. Intentó acercamientos tanto con los partidarios de Atahualpa como con los de Huáscar, a sabiendas de que ninguna de las dos facciones desearía que los españoles se unieran al enemigo en una contienda civil. Y una vez hubo atraído con sus artimañas a Atahualpa, lo hizo prisionero y se sirvió de la adoración que su figura inspiraba a los indígenas para subyugarlos… lo que nos trae hasta aquí.

Cruzaron una pequeña plaza y llegaron a una edificación larga y baja completamente distinta de la arquitectura colonial que imperaba en el resto de la ciudad. Los enormes e irregulares sillares de piedra que conformaban sus muros dotaban al lugar de una apariencia como de antiguo refugio antibombas.

—Sin argamasa. ¿Ves? —Abe señaló las apenas visibles rendijas entre los sillares—. Sin embargo, ha sobrevivido a centenares de terremotos. Increíble, ¿verdad?

Natalie contempló aquella edificación incaica con tanto asombro como desasosiego, preguntándose si no estaría tan expuesta a los espíritus allí como en la Plaza de Armas.

—¿Qué era este edificio? —preguntó.

—Antes de Pizarro, formaba parte de uno de los palacios de Atahualpa. Ahora se le conoce como «el Cuarto del Rescate».

—¿Cómo? —dijo sorprendida.

Abe sonrió.

—Ven y te lo enseño.

El doctor Wilcox pagó las entradas al guardia uniformado y la condujo a través de una abertura con dintel plano. En cuanto dejaron atrás el sol y penetraron en la penumbra del recinto de piedra, la temperatura refrescó y Natalie se puso de nuevo el plumón. En el interior, aproximadamente de unos seis metros de largo por cinco de ancho, no había en ese momento más que un par de turistas que contemplaban boquiabiertos la mampostería y leían las multilingües placas explicativas colgadas de sus muros. La austeridad del recinto contribuía a su aura de desolación.

Natalie se estremeció con un repentino escalofrío.

—No hay mucho que ver.

—Lo interesante no es lo que contiene ahora, sino lo que contuvo en su momento —explicó Abe—. Después de atrapar vivo a Atahualpa, Pizarro, a sabiendas de que el pueblo peruano haría lo que fuera para rescatar a su monarca, lo encerró entre estos muros que nos rodean.

Abe atravesó la estancia y fue hacia la pared del fondo, donde le señaló una línea roja en el muro a unos dos metros del suelo, como si la sangre hubiera inundado la estancia y aquel fuera el nivel marcado.

—A cambio de su vida, el Inca prometió llenar esta celda hasta la altura de un hombre, una vez con oro y dos veces con plata. Ese sería su rescate.

Al doctor se le entrecortó la voz, como si visualizara aquella montaña de metales preciosos amontonados sobre el vacío suelo de piedra que lo rodeaba.

—Y si sus obras de mampostería parecen impresionantes, aguarda a que descubras cómo trabajaban los metales. Esos metales que tú puedes ayudarnos a encontrar.

Natalie torció el gesto.

—Pero si Atahualpa cumplió su parte del trato, ¿qué ocurrió después?

—Pizarro lo acusó falsamente de traición y fue condenado a morir en la hoguera. Atahualpa accedió a convertirse al cristianismo a cambio de una sentencia más indulgente, pero los españoles no solo se contentaron con bautizarlo con el nombre de «Francisco» sino que encima le dieron garrote vil —añadió, sacudiendo la cabeza.

Natalie frunció el ceño y se volvió en dirección a la entrada.

—Ya te decía que… no hay mucho que ver.

Pero eso no era del todo cierto. Junto a la entrada colgaba una pintura firmada por uno de los artistas con mayor renombre de Cajamarca, y aunque al entrar Natalie había pasado de largo sin apenas fijarse en ella, en ese momento atrajo su atención.

A la izquierda del cuadro se veía a Francisco Pizarro, resplandeciente con su armadura de plata, los ojos azules y las barbas blancas. Su furibundo rostro así como la hoja de su espada estaban manchados de rojo. Una paradójica cruz adornaba la empuñadura del arma.

Atahualpa ocupaba la parte derecha del cuadro, con mirada de estoica resignación pero a la vez con dignidad inmarcesible. Los altivos rasgos asiáticos del Inca, pintados en cálidos tonos terrosos, le recordaron a Honorato.

Abe reparó en que la mirada de Natalie se detenía en Atahualpa.

—Una tragedia, ¿verdad? Fue realmente un hombre extraordinario. Tras solo dos semanas de cautiverio, ya sabía hablar español y había aprendido a jugar al ajedrez y a las cartas.

—Si tan inteligente era, ¿por qué se dejó desplumar de esa manera? —quiso saber Natalie.

—Hay muchas especulaciones al respecto —reconoció el doctor—. Algunos historiadores creen que fue el mismo Atahualpa quien propuso la idea del rescate simplemente con el propósito de ganar tiempo para reagrupar a sus generales y lanzar un nuevo ataque contra los españoles. Dado que el Inca prometió que haría traer el oro desde todos los confines de su imperio, Pizarro le permitió enviar y recibir comunicados de sus oficiales locales. —Abe hizo una pausa con gravedad teatral—. Atahualpa se sirvió precisamente de uno de esos comunicados para ordenar que ahogaran a su cautivo hermano Huáscar en el río Andamarca y así evitar su posible alianza con los españoles.

Natalie puso los ojos en blanco.

—Qué bonito. ¿Hay alguien bueno en esta historia?

El arqueólogo soltó una risotada.

—Tienes razón. En lo que se refiere a estratagemas maquiavélicas, Atahualpa y Pizarro eran tal para cual.

Natalie desvió de nuevo la atención hacia la encarnada codicia que encendía el semblante de Pizarro. Aquel era el hombre al que esperaban que dejara entrar en su mente y la asaltara con las visiones de sus malas artes, traiciones y engaños. Su presencia le inspiraba tanto pavor como la de Vincent Thresher.

—Tengo… tengo que salir…

Natalie apartó repentinamente la mirada del retrato y dejó a Abe allí plantado. Temiendo que Pizarro o Atahualpa, o quizá ambos a un tiempo, pudieran llamar a su puerta en cualquier momento, abandonó precipitadamente el Cuarto del Rescate y salió al soleado patio, aspirando el cálido aire exterior a bocanadas mientras mascullaba entre dientes: «El Señor es mi pastor, nada me falta…».

• • •

Una vez Natalie hubo recobrado la compostura, Abe se ofreció a seguir con la visita turística de la ciudad, pero ella declinó el ofrecimiento.

—Tengo que hacer unas llamadas —le dijo, un pretexto que, por otra parte, era cierto.

—Mejor que aproveches, sí —convino el doctor—. Donde vamos no habrá teléfono alguno.

Natalie procuró no pararse a pensar en las consecuencias de hallarse incomunicada del resto del mundo y le pidió a Abe que la esperara en la plaza mientras buscaba un teléfono público desde el que llamar a Callie. Cuando por fin localizó uno, empleó casi diez minutos intentando averiguar cómo pagar la conferencia con tarjeta de crédito mientras escuchaba una y otra vez el mensaje en español con las instrucciones de la operadora, hasta que finalmente se dio por vencida. Luego entró a toda prisa en un establecimiento cercano y pidió que le cambiaran una serie de billetes peruanos por valor de veinte dólares en monedas que poder usar en el teléfono de la cabina.

—¿Diga? —respondió Ted Atwater cuando por fin logró establecer comunicación. Los números del contador digital del teléfono empezaron la cuenta atrás.

—Hola, Ted. Soy Natalie.

Siguió un silencio: la habitual demora en la respuesta del satélite repetidor.

—¡Ah, hola! ¿Qué tal el viaje?

—Todo bien, por el momento. —Alarmada por la velocidad con que el teléfono se había tragado el primer puñado de monedas, introdujo las restantes—. Oye, tengo un poco de prisa. ¿Me podrías pasar con Callie?

—Claro, voy a por ella.

Natalie esperó, indignada de tener que pagarle semejante cantidad de dinero a la compañía telefónica por aquel silencio.

—¿Mami? —dijo por fin Callie.

Natalie sonrió feliz.

—Hola, nenita. ¿Qué tal estás?

—Bueno, bien. —Tal vez fuera por el retraso en la recepción de la voz, pero la voz de su hija se le antojó un tanto monocorde, casi robótica—. Suenas rara. ¿Dónde estás?

—En Perú, en Sudamérica. ¿Te acuerdas que te lo enseñé en el mapa?

—Sí. ¿Has visto alguna alpaca?

—Por el momento, solo la que te regaló el doctor Wilcox. —Natalie se rio—. Te echo de menos, cariño. Ojalá estuvieras aquí.

—Ojalá estuvieras tú aquí. —La transmisión vía satélite no logró amortiguar el deje de reproche en su voz.

—Lo estaré, nenita. Muy pronto. Te llevaré regalos. ¿Qué te parece?

—Bien.

—¿Has tenido… algún problema con los malvados quiénes?

Esta vez, la pausa se alargó aún más.

—Alguno.

—¿Tuviste que recurrir a la abuela Nora?

—Ajá.

—Vaya, pues sigue practicando con el mantra como te enseñé. Y pórtate bien con los abuelos, ¿eh? —Natalie aceleró las palabras al ver por la pantallita de cristal líquido cómo la máquina se tragaba sus últimas monedas. Era como hablar por una bomba de relojería—. Te quiero, mi vida.

Siguió una desesperante pausa, que Natalie percibió más larga si cabe que las anteriores.

—Yo también te quiero, mami…

El contador se puso a cero, y la conexión se interrumpió con una abrupta señal de llamada.

Natalie colgó bruscamente el auricular y fue a por más monedas.

Esa vez llamó al hospital de Nashua. La recepcionista la dejó en espera, y Natalie, nerviosa, temió quedarse sin crédito antes de que la pusieran con la habitación de Wade. «Te quiero, papá», dijo para sí, ensayando mientras lo que le diría a su padre. «Te quiero, papá».

Por fin contestó una voz de mujer.

—Habitación 135. ¿Dígame?

—Hola. ¿Podría ponerme con el señor Lindstrom? Soy su hija.

—Lo siento, pero el señor Lindstrom está descansando. ¿Quiere dejar algún mensaje?

«Te quiero, papá».

—Dígale que… que espero que se mejore pronto, nada más.

—Si quiere llamar dentro de un par de horas… Para entonces seguramente ya estará despierto.

Natalie tendió la vista hacia las cumbres andinas que se alzaban imponentes detrás de ella.

—No. No creo que me sea posible.