8

Bienvenidos a Cajamarca

—«How are you? ¿Cómo está usted?» —decía una voz masculina a través del reproductor de cedés de Natalie, con dicción clara y marcada, como dirigida a niños de parvulario—. «I’m fine. Estoy bien».

El piloto del minúsculo bimotor Cessna alabeó la avioneta haciendo un viraje para combatir la resistencia del viento, y Natalie se llevó una mano a la boca tratando de retener lo poco que había conseguido ingerir en las últimas veinticuatro horas. Aunque tenía intención de refrescar sus escasos conocimientos de español, en verdad se había enfrascado en la grabación para desviar la atención del zumbido de las hélices, que resonaban como un kazoo en sus oídos.

Después de volar ida y vuelta a Nueva Inglaterra para visitar a su padre, luego de San Francisco a Los Ángeles, y de Los Ángeles a Lima, pese a su fobia a volar, casi había logrado habituarse a los viajes aéreos. Sin embargo, la avioneta alquilada por Nathan Azure para llevarlos de Lima a Cajamarca parecía un juguete en comparación con los anteriores reactores, y Natalie casi deseaba hallarse en un avión propiedad de Daedalus Aeronautics.

—«Where do you come from? ¿De dónde es usted? I’m from the United States. Soy de Estados Unidos».

Las pausadas frases del profesor se repetían con monótona cadencia a través de sus auriculares, pero Natalie apenas escuchaba.

Abe la miró risueño y comprensivo desde el asiento al otro lado y se dio unos golpecitos en la oreja indicando que quería decirle algo. Natalie se quitó el auricular.

—¡Te entiendo perfectamente! A mí también me ponen mal cuerpo estos viajes —dijo Trent a voces, para hacerse oír entre el zumbido de los motores, dándose unas palmaditas en el vientre—. ¡Pero no te preocupes! Enseguida llegamos. Aunque será mejor que te quites esas lentillas antes de que aterricemos. A esta altitud la baja presión del aire podría alterar la curvatura de la córnea y molestarte.

Ella asintió y guardó sus lentillas de colores en la cajita que tenía en el bolso. Natalie agradeció la advertencia del doctor, pero esta no hizo sino aumentar la desazón ante su inminente llegada, especialmente porque todo el mundo que la viera repararía de inmediato en que era una violeta.

• • •

Por fin, el minúsculo Cessna hizo tierra con una chirriante frenada en una pista de aterrizaje de Cajamarca, una ciudad del norte de Perú. Natalie pensaba que caería de rodillas y besaría el suelo nada más llegar, pero el ansiado alivio no se hizo realidad. En el hemisferio sur estaban a finales de otoño, y al bajar por la escalerilla plegable de la avioneta, el sol ya había comenzado a ocultarse y el tiempo estaba nublado y frío. Natalie dejó su equipaje sobre la pista de asfalto e inspiró profundamente varias veces en un vano intento por recobrar el equilibrio. A casi 2800 metros de altura sobre el nivel del mar, el aire era tan pobre en oxígeno que sintió como si acabara de poner el pie en la luna sin traje espacial.

En cierta manera, venía a ser lo mismo.

La cosmopolita familiaridad del aeropuerto internacional de Lima la había tranquilizado. Nada más salir a la terminal, la inevitable franquicia de McDonald’s les dio la bienvenida, y allí los lugareños con los que se cruzó vestían pantalones tejanos, camisetas y blusas a la última moda. Incluso vio a una niñita con una camiseta de Mickey Mouse. De no ser por las tiendas con sus banderitas peruanas en miniatura y demás souvenirs incas importados de China, aquella terminal no se diferenciaba en nada de la de cualquier otra urbe del mundo.

En el aeródromo de Cajamarca, sin embargo, no había tiendas de multinacional alguna, solo una diminuta torre de control y una pequeña terminal enclavada en mitad de una desierta lámina de asfalto. En lugar de los refulgentes rascacielos acristalados que ostentaba el centro de Lima, ante ella se extendía un pequeño mosaico de viviendas de escasa altura, con las paredes encaladas y la techumbre de tejas. Y enmarcando la población, las altas cumbres de los Andes, hacia donde habría de emprender viaje con Abe al día siguiente. Los negros nubarrones que surcaban el cielo ensombrecían sus laderas salpicadas de verdor.

Los pocos lugareños que veía alrededor parecían lucir todos sombreros de palma: los de ellos, con el ala ancha y curva; y los de ellas, con copa alta, cilíndrica y plana. Sin más tocado que el de su peluca castaña, Natalie sintió que llamaba la atención escandalosamente y temió que su indumentaria pudiera contravenir algún tabú. Estaba acostumbrada a llamar la atención por su condición de violeta, pero no recordaba haberse sentido nunca tan fuera de lugar.

Un escalofrío le recorrió el cuerpo y se subió la cremallera del plumón. Abe le había advertido que llevara ropa de abrigo.

El arqueólogo agachó la cabeza para salir por la portezuela del Cessna, bajó a la pista de aterrizaje y sacudió las largas y entumecidas piernas.

—Bueno, ¿qué te parece?

Natalie se apartó de la cara las guedejas de pelo azotadas por el viento.

—Pues no gran cosa.

—Es una ciudad mucho más interesante de lo que imaginas. Con muchísimo encanto, ya lo verás. Mañana te llevaré a dar una vuelta por el centro antes de que salgamos de viaje. Pero ahora mismo me estoy muriendo de hambre. ¿Y tú?

—Cuando mi estómago aterrice, te lo digo.

—Una buena comida caliente te entonará.

Wilcox señaló a un peruano que venía hacia ellos con la espalda encorvada contra el viento.

—¡Honorato!

El peruano fue hacia ellos con la cabeza baja y se agachó para coger la bolsa de viaje de Abe, el rostro prácticamente oculto bajo el ala del sombrero. Al igual que otros muchos descendientes de los incas, tenía rasgos ligeramente asiáticos, la tez terrosa, los ojos almendrados y los pómulos anchos y prominentes.

Al ver que Honorato hacía ademán de coger su maleta y su mochila del suelo, Natalie se abalanzó sobre el equipaje, adelantándose.

—No se preocupe. Yo misma lo llevo.

Por primera vez, Honorato cruzó una mirada con ella, y sus ojos se ensancharon. Natalie se había acostumbrado a tales reacciones de estupor desde que dejara de llevar lentes de contacto de colores para ocultar el iris violeta de sus ojos cuando estaba en público.

—¡Tonterías! Eres nuestra invitada de honor. Déjame que yo mismo te lleve las bolsas —le rogó Abe, sonriendo con afabilidad, hasta que ella, risueña, se avino a cederle el equipaje—. ¡Vámonos! —añadió a continuación Abe en español.

Natalie atravesó la terminal detrás de Abe y Honorato y los siguió hasta el aparcamiento situado enfrente del aeropuerto; durante todo el camino, Honorato no dejaba de lanzar ojeadas de refilón a sus espaldas, como asegurándose de que aquella extraña mujer no se había evaporado en una nube de humo. Un flamante Range Rover los aguardaba; impoluto, salvo por unas salpicaduras en el guardabarros. En una ciudad donde circulaban mayormente camionetas destartaladas y autobuses antediluvianos, aquel Range Rover destacaba tanto como una gigantesca limusina. Nathan Azure debía de haberlo hecho traer solo para la expedición.

La sensación de mareo que la había asaltado al salir del avión fue en aumento, y Natalie sintió como si fuera a perder el equilibrio. Hizo una serie de inspiraciones profundas para contrarrestar la sensación, pero aún así tenía la impresión de que le faltaba el aire. Cuando por fin se dejó caer en el asiento trasero del Range Rover, el mareo hizo implosión y se transformó en una intensa migraña acompañada por unos destellos luminosos que le entorpecían la visión. Natalie se frotó las sienes con los pulpejos de las manos intentando calmar el dolor.

—¿Te duele la cabeza? —le preguntó Abe, que había ocupado el asiento a su lado.

Natalie asintió.

—A mí también. Es el soroche, el mal de altura. Con un poco de suerte, desaparecerá antes de que hayas tenido tiempo de aclimatarte.

Wilcox sacó una bolsita de plástico del bolsillo lateral del abrigo, extrajo una especie de hojita seca y se la metió en la boca como si fuera un chicle. La hoja crujió entre sus dientes hasta que la fue empapando con la saliva.

—Perdona. Te ofrecería un poco con mucho gusto, pero la primera vez el sabor resulta muy desagradable. Cuando estemos en el restaurante, te pediré algo que te hará un efecto superior al de cualquier aspirina.

Natalie le habría preguntado qué demonios era aquello que estaba masticando, pero la jaqueca consumía todas sus energías. Conducidos por Honorato, hicieron el trayecto en silencio desde el aeropuerto hasta la Plaza de Armas, un amplio espacio en el centro de la ciudad de Cajamarca. Fuera, el crepúsculo dejaba paso a la oscuridad de la noche, y el blanco de los ojos de Honorato brillaba como dos medias lunas cada vez que miraba de reojo a Natalie por el espejo retrovisor. Sintiéndose observada, Natalie metió la mano en el bolso dispuesta a ponerse las lentes de contacto, pero de pronto recordó lo que el doctor le había advertido sobre la baja presión del aire.

La taberna donde cenaron le levantó un poco el ánimo con su cálida iluminación, su ambiente popular y aquellas paredes decoradas con los vistosos motivos geométricos de las mantas andinas y los tapices artesanales de llamas y aves abstractas. Sin embargo, no pudo evitar percibir las miradas de los lugareños desviadas hacia ella en cuanto puso el pie en el establecimiento con Abe, y lamentó más que nunca no llevar puestas las lentes de contacto.

—Bruja —oyó a una mujer susurrarle en español a su compañero de mesa.

Natalie aguardó hasta estar sentada con Abe a la mesa para inclinarse hacia su oído y preguntarle:

—¿Qué quiere decir «bruja»?

Abe rio entre dientes.

—Es una mujer con poderes mágicos, algo así como una hechicera. Pero no te preocupes, aquí tanto las brujas como los brujos son muy populares. Curan a la gente, bendicen las cosechas y cosas por el estilo.

—Ah.

A tenor de las escrutadoras miradas que le lanzaba la parroquia, Natalie dudó de que las brujas fueran en verdad tan populares como parecía pensar el doctor. Aunque sus conocimientos de español eran bastante rudimentarios, intentó prestar oído a la conversación que mantenían los comensales de la mesa contigua, que no le quitaban ojo. Al principio pensó que hablaban demasiado rápido para su nivel de español, pero al rato advirtió que aquel idioma sonaba distinto, más bien como una lengua polinesia o asiática.

—¿En qué idioma hablan? —le preguntó a Abe, que estaba leyendo la carta.

El doctor Wilcox aguzó el oído.

—En quechua. La lengua de los incas.

—Ah, claro. En tu libro aparecían unas cuantas citas. —Natalie resistió la tentación de lanzar una ojeada hacia sus vecinos de mesa por temor a cruzar una mirada con ellos—. ¿Tú entiendes lo que están diciendo?

Abe soltó una risita avergonzada.

—¡Ahí me has pillado! Confieso que no lo domino; soy el típico académico erudito que vive encerrado en su torre de marfil. —Ahuecó una mano sobre la boca, fingiendo un susurro—. Como se enteren en la facultad, me retiran la interinidad.

Abe le guiñó un ojo y ella rio entre dientes, pero la risa no hizo sino aumentar el dolor de cabeza y devolvió la atención a la carta. Tras pedirle a Abe que le tradujera y le explicara en qué consistían toda una serie de platos, optó por la sopa de patatas con verduras, pensando que su estómago la toleraría mejor. El doctor pidió lo mismo.

—Y un mate de coca, por favor —añadió Abe, mirando a la camarera, y añadió, dirigiéndose a Natalie—: Te pondrá como nueva.

Natalie, ignorando lo que acababa de pedirle, pensó que tal vez sería una Coca-Cola o un chocolate caliente. La camarera, sin embargo, regresó con la sopa y una taza de té con una humeante infusión de color verdoso. Natalie la olisqueó con recelo y dio un breve sorbito para probarla. El caliente brebaje sabía muy dulce y tenía cierto regusto medicinal, aunque no desagradable, como una aromática pastilla para la garganta. Tras dar un par de tragos, descubrió que parecía reducir la inflamación de su migrañoso cráneo y disipar el aturdimiento que la envolvía.

Abe la miró con ojos centelleantes.

—¿Mejor?

—Sí. Parece que surte efecto.

Natalie bajó la vista hacia la taza y descubrió que ya había despachado la mitad del brebaje.

—¿Qué lleva esto?

—Hojas de coca —respondió Abe, y extrajo del bolsillo la bolsita de plástico con hojas que le había visto sacar en el coche, mirándola risueño.

Natalie casi escupió el brebaje en la sopa.

—No me digas que me has dado cocaína…

Abe alzó una mano, como aplacándola.

—No te preocupes. No tiene peligro alguno. Y es la mejor cura que existe para el soroche.

—¿Estás loco? ¿Qué quieres, que nos metan en la cárcel?

Natalie recorrió el restaurante con la mirada, buscando a algún individuo uniformado.

El doctor Wilcox se encogió de hombros.

—Es legal. Aquí todo el mundo toma coca.

—¿Y si me provoca adicción?

—Es totalmente inocua, te lo prometo. Son hojas de coca sin refinar. Esos cafés que te tomas son mucho más adictivos.

—Si tú lo dices…

Pero Natalie dejó de nuevo la taza sobre la mesa y no volvió a tocarla. Aunque sintió la tentación de dar cuenta de los posos para mitigar la jaqueca, sabía que, conociendo su suerte, lo mismo acababa yéndose al otro barrio por una sobredosis de té en su primer día en Perú.

Cuando terminaron de cenar y se dirigían a la salida, la señora que antes había llamado «bruja» a Natalie le interceptó el paso. Vestida con un poncho a rayas y una túnica naranja que le rozaba los tobillos, le tendió el típico sombrero cajamarquino de copa cilíndrica y ala ancha que momentos antes llevaba puesto y le indicó con un ademán que se lo quedara.

Abe sonrió muy ufano, como si acabara de resolver un enigma.

—¡Ajá! Ha visto que no llevas sombrero y quiere regalarte el suyo. Para que veas lo hospitalarios que son los peruanos.

Natalie miró boquiabierta el obsequio, tan sorprendida como violenta, y pensó que tal vez la mujer esperara una retribución de algún tipo. Había cambiado unos dólares a soles en el aeropuerto de Lima y sacó del bolso un puñado de aquellos vistosos billetes para ofrecérselos. La mujer rechazó el dinero y cerró sus encallecidos dedos sobre la mano de Natalie dándole a entender que se trataba de un obsequio.

—Gracias —dijo Natalie con una leve reverencia, dudando aún de si aquel sería el proceder correcto.

La mujer le sonrió e hizo un gesto de aprobación con la cabeza antes de regresar a su mesa.

—¿A qué ha venido esto? —le preguntó Natalie a Abe después de salir del establecimiento para ir hacia el Range Rover.

Abe se encogió de hombros.

—Quizá pretenda comprar tus favores. Aquí todo el mundo sabe que a las brujas hay que tenerlas contentas.

• • •

Honorato, que a todas luces no se había movido del vehículo durante la cena, los condujo hasta el hotel, que se encontraba en las afueras de la ciudad.

—Vale la pena la distancia —dijo Abe—. No es la primera vez que me hospedo en ese hotel. Ya verás qué extraordinarias instalaciones… ¡Ah! ¡Mira! ¿Ves?

A través de la ventanilla del todoterreno, Natalie atisbó en la oscuridad un pequeño conjunto de edificios que rodeaban una serie de piscinas públicas de diversos tamaños sobre cuyas aguas flotaba una vaporosa neblina.

—¿Qué es eso? —preguntó.

—Los Baños del Inca. Un complejo de aguas termales. Dicen que Atahualpa se encontraba bañándose en este lugar cuando le llegó la noticia de que los españoles (unos hombres de piel blanca que comían oro) estaban invadiendo estas tierras.

Natalie miró a Abe confundida.

—¿Que comían oro?

—Sí. La codicia de los conquistadores por el oro era tan insaciable, requerían tales cantidades de él, que los incas dieron en creer que el hombre blanco lo necesitaba para su sustento. —El arqueólogo le sonrió irónicamente—. Y no iban tan descaminados, la verdad.

El hotel se hallaba a una manzana de los Baños del Inca, pero los lavabos de sus habitaciones disponían de agua mineral caliente procedente del mismo manantial que aprovisionaba las termas.

—Ya verás. La jaqueca te desaparecerá como por arte de magia —le aseguró Abe mientras se registraban en la recepción. Luego le lanzó la llave de su habitación diciendo—: ¡Que disfrutes! Nos vemos mañana a las seis.

Natalie le devolvió el saludo con aire cansado y se dispuso a comprobar si aquellas aguas termales eran tan maravillosas como el arqueólogo aseguraba. Dado su estado, hubo de admitir que nada se le antojaba más apetecible que pasar un buen rato sumergida en un baño caliente.

Aquellas aguas debían de ser el principal atractivo del hotel, a juzgar por el emplazamiento otorgado a la bañera de su habitación, una profunda tina revestida de azulejos instalada junto a la cama en lugar de en un espartano cuarto de baño aparte. Natalie dejó el equipaje sobre la cama y abrió al máximo el grifo del agua caliente. Una vaharada cargada de sustancias minerales, que emanaba un ligero olor a fósforo quemado, le golpeó en el rostro.

Mientras la bañera se llenaba, se desvistió, se quitó la peluca y se arrancó el esparadrapo del cuero cabelludo como si fuera piel muerta. No hacía más que darle vueltas al posible efecto de aquella infusión de coca; la presión en las sienes había cedido, pero en su lugar sentía como una especie de anestésico entumecimiento que parecía extenderse por su cuerpo en dirección a los dedos de los pies y de las manos.

Cuando aún faltaban unos treinta centímetros para que el agua alcanzara el borde de la bañera, Natalie cerró el grifo, comprobó la temperatura con la punta del pie y dejó correr un rato el agua fría para no escaldarse. Los alfilerazos del agua caliente le aguijonearon la piel nada más meterse en la bañera y acomodarse en el saliente inferior. Con el consuelo de aquel soporífero entumecimiento que la embargaba, apoyó la nuca en el borde de la bañera y entornó los ojos.

Los aguijonazos en las extremidades se intensificaron. Entró en una especie de duermevela; sus párpados palpitaban agitados por el rápido movimiento de las córneas.

De pronto se incorporó en la bañera y vio el nebuloso contorno de sus piernas desnudas bajo el agua. Al levantarse, sin embargo, el cuerpo que emergió de la bañera era el de un hombre, un hombre de piel pálida, enjuto de carnes y escurrido de pecho, con el vello de los brazos y el torso aplastado por el agua que resbalaba por su piel…

Natalie despertó sobresaltada y se descubrió, en efecto, de pie en la bañera, con la piel del cuerpo, su propio cuerpo de nuevo, erizada por el frío. La asaltó una intensa sensación de déjà vu. Aunque era la primera vez que veía aquella habitación, aquella ensoñación que acababa de tener la convenció de que había estado allí antes, como en una vida anterior.

De pronto cayó en la cuenta sofocando un grito: alguien llamaba a su puerta, intentaba tomar posesión de su cuerpo.

«Debería haberlo previsto», pensó. Las habitaciones de los hoteles podían ser potentes fetiches para los espíritus de quienes las habían ocupado en vida. De no haber estado tan agotada, se habría acordado de protegerse previamente con el mantra. Pero aquel espíritu la había pillado desprevenida y se había posesionado de su cuerpo el tiempo suficiente como para hacerla ponerse en pie.

Con los puños apretados contra los costados, Natalie cerró los ojos y recitó para sus adentros el Salmo 23.

El Señor es mi pastor…

A diferencia de otros muchos espíritus que en otras ocasiones habían intentado aleatoriamente tomar posesión de su cuerpo, aquel luchaba contra los esfuerzos de Natalie por expulsarlo. Se aferraba a su conciencia como un hambriento sabueso, y el recuerdo de la percepción visual del espíritu iniciado mientras ella dormitaba prosiguió.

Salió de la bañera, chorreando agua, y se anudó una toalla a la cintura. Fue arrastrando los pies hacia el tocador de la habitación, dejando un rastro de pisadas en el suelo, y en el espejo vio reflejada la imagen borrosa de un hombre, un hombre que era su propio reflejo. Natalie intentó enfocar la mirada, palpó la superficie del tocador hasta que encontró unas gafas, y con manos torpes, se las puso.

La imagen se hizo más definida, y el doctor Abel Wilcox apareció ante ella…

Casi olvida los versos del salmo que debía pronunciar a continuación. Tenía que haber un error. El hombre del espejo no podía ser Abe. Abe no estaba muerto.

En prados de hierba fresca me hace reposar; y repara mis fuerzas…

El espíritu invasor no cedió, pero sus fuerzas flaquearon. Finalmente, como si prefiriera destruirse a sí mismo antes que emprender la retirada, hizo explosión en la mente de Natalie, dejando tras de sí una imagen grabada a fuego en su memoria: un rostro masculino, pero no el de Abe. Aquel hombre era rubio, de una gélida belleza y tenía la mandíbula afilada en el mentón como el pico de un ave rapaz. El odio furibundo que emanaba del semblante de aquel hombre hizo que el cuerpo de Natalie se estremeciera por entero remedando aquella misma rabia.

Alguien llamaba con desesperación…, pero esta vez en la realidad: estaban aporreando la puerta de su habitación. Natalie recobró la conciencia con un respingo. Los golpes en la puerta se aceleraron, cada vez más vehementes, mientras salía de la bañera, de manera muy similar a como había salido el hombre de su visión, agarraba una toalla y avanzaba apresuradamente hacia la puerta.

—¡Ya va! ¡Ya va! —exclamó, envolviéndose el torso con la toalla lo más recatadamente posible.

Abrió la puerta cerrada con llave, pero la dejó entornada una rendija para poder asomarse.

—¿Sí?

Al ver a Abe al otro lado, justo después de aquella inquietante ensoñación, dio un respingo. Él pareció sobresaltarse también, y Natalie cayó en la cuenta de que era la primera vez que la veía sin peluca. Abe dio un salto hacia atrás, pero enseguida recobró la compostura.

—¡Vaya! Natalie.

—¿A quién esperabas, al papa?

Natalie sintió un escalofrío; el agua le chorreaba por el cuerpo semidesnudo y empezaba a formar un charco a sus pies.

—Lo siento, disculpa que te moleste, pero tenemos que cambiar de habitación.

—¿Por qué demonios…?

Abe se llevó una mano a la frente.

—Mira, esto es muy embarazoso…

—Y que lo digas.

—Cuando he caído en que tu número de habitación era…

Abe sacudió la cabeza y dejó escapar una risita nerviosa.

—Verás, yo me he alojado en esta habitación otras veces. ¡Y había pulgas en la cama! Casi me comen vivo. Informé al director del hotel, pero no sé si tomarían medidas. En fin, el caso es que he registrado a fondo la cama de mi habitación y está limpia, así que me sentiría mucho mejor si hiciéramos el cambio.

—Ah, bueno, como quieras.

A Natalie siempre le costaba pasar de las apremiantes inquietudes de los muertos a las nimias lamentaciones de los vivos.

—Pero entonces serás tú quien sufra esas pulgas, ¿no?

—¡Bah! —dijo él con una sonrisa—. No me matarán.

• • •

Aun cuando el caballeroso detalle del doctor le parecía innecesario, Natalie se vistió, recogió sus cosas y accedió a cambiar de habitación por esa noche. Nada más entrar en la otra, sin embargo, pronunció inmediatamente su mantra protector. Y aunque no sabía cuándo volvería a disfrutar otra vez de un baño caliente, se cuidó muy mucho de poner el pie en la bañera.