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Comienza la función

August Trent se inclinó sobre el lavabo del servicio de caballeros de Chef Champignon —uno de los mejores restaurantes vegetarianos de San Francisco, según la guía gastronómica Zagat— y se lavó el sudor que le impregnaba la frente y el labio superior. Luego se miró al espejo, se secó la cara con una toallita de papel, y torció el gesto al ver el fantasma reflejado en él.

Nunca había tenido reparos en adoptar el rostro de otro hombre. Como buen actor, estaba acostumbrado a teñirse el pelo y cambiar de estilo de peinado, a cubrir sus rasgos con maquillajes y prótesis de látex e incluso a ganar o perder peso si así lo exigía el guión. La cirugía plástica suponía solo un paso más y, de todos modos, entre el mundillo de Hollywood se consideraba perfectamente normal, así que, antes de emprender viaje a Perú, había dado su conformidad para que los cirujanos de Nathan Azure le estiraran hacia atrás los lóbulos de las orejas, le recortaran la nariz y esculpieran sus ojos hasta darles la forma almendrada que observaban en ese momento. Aquellas intervenciones fueron un auténtico suplicio, pero si De Niro era capaz de engordar cerca de cincuenta kilos para un papel, también él podía sufrir por amor al arte.

Desde que presenciara el asesinato de Wilcox en los Andes, sin embargo, el rostro del arqueólogo había empezado a transformarse en una especie de máscara mortuoria de la que Trent era incapaz de desprenderse. Cada vez que se miraba al espejo, tenía la impresión de que la imagen iba a lanzarle un escupitajo de sangre a la cara, tal como el arqueólogo había hecho con Azure.

«Concéntrate —se dijo—. Métete en el papel».

Trent recurrió a los ejercicios de técnica Alexander, aprendidos durante sus estudios de Arte Dramático en la UCLA, y enderezó la columna, respiró profundamente por la nariz y expulsó el aire por la boca. Una vez recuperado el control del cuerpo, se puso aquellas gafitas con montura metálica que no necesitaba para ver y ensayó una de las sonrisas de Wilcox. Al hacerlo, reparó en lo mucho que su labor tenía en común con la de Natalie, pues también él había de actuar como intermediario de un muerto.

• • •

August Trent era su nombre artístico. El verdadero había quedado enterrado junto con sus padres una década atrás. Más adelante, cuando Azure le hiciera entrega del millón de dólares prometido, regresaría a Hollywood y cambiaría otra vez de cara, así como de nombre. Había pensado en llamarse «Lance» o algo por el estilo, pero aún no lo tenía decidido.

Trent, al igual que otros miles de millones de aspirantes a estrella de cine, ya había probado antes a abrirse camino en Hollywood, naturalmente. Después de llamar a innumerables puertas y acudir a innumerables audiciones, había logrado sumar a su currículum suficientes trabajos de figurante y extra como para merecerse la tarjeta del Screen Actors Guild, aunque el acrónimo de esa tarjeta en su caso más bien podía leerse como Sociedad de Actores Gafados. Cuando ya había alcanzado la edad suficiente como para empezar a quitarse años, todavía seguía sirviendo mesas y durmiendo en los sofás de los amigos.

Fue trabajando de camarero en Su Casa, un restaurante mexicano situado en el paseo marítimo de Santa Mónica, cuando por fin le llegó el momento de ser «descubierto». Aquel día le tocó servir la mesa de un caballero a quien no había visto antes por el restaurante, un ejecutivo de altos vuelos que se teñía el pelo, pero se dejaba unas vetas entrecanas en sendas sienes que le conferían aire de autoridad. Cuando al final de la comida Trent le llevó la cuenta, el trajeado caballero le dio un repaso de arriba abajo a través de las lentes color sepia de sus gafas.

—Oiga, joven… usted es actor, ¿verdad?

—Sí, señor.

Trent, que ya rondaba los treinta, no supo si interpretar aquel «joven» como un cumplido o un insulto, pero estaba programado para responder con la mejor de sus sonrisas a la condescendencia de la clientela. Nunca sabías cuándo ibas a tener delante a un productor o un director cinematográfico.

—¿Busca trabajo? —le preguntó el caballero.

—Yo, siempre. No se le puede hacer ascos a nada. ¿De qué clase de trabajo se trata?

—Sería para una empresa. Nada glamuroso, pero es dinero fácil. Tengo prisa y no puedo entrar en detalles, pero llámeme si le interesa.

El caballero le entregó una tarjeta con el logo de la empresa, Bilderburg Associates, y un número de teléfono. El nombre del ejecutivo en cuestión no constaba, a menos que se tratara del propio Bilderburg. La tarjeta llevaba prendido un clip y, al darle la vuelta, Trent descubrió un billete de cien dólares adjunto.

—Gracias —le dijo, esta vez con franca sonrisa—. Será un placer trabajar con ustedes.

Trent se ilusionó. Tenía amigos que se ganaban muy bien la vida haciendo locuciones y películas para empresas. Pero el trabajo resultó ser una actuación en directo: tendría que «representar el papel» de un ejecutivo que iba a una sucursal bancaria y abría una cuenta a nombre de una filial de la empresa. «Valoramos mucho el tiempo de nuestro personal como para desperdiciarlo en papeleos y gestiones burocráticas», afirmó el tipo que lo contrató a modo de explicación.

Trent no le encontró mucha lógica a ese pretexto, pero no le dio más importancia. El bolo le ocupó una sola tarde y se lo pagaron a dos mil dólares, en metálico y en negro, con lo que se ahorraba pagar impuestos. Nunca llegó a saber el destino real de aquella cuenta bancaria ni tampoco volvió a coincidir con el caballero de Bilderburg Associates.

Sin embargo, aquel hombre debió de recomendar muy elogiosamente sus capacidades interpretativas, puesto que a Trent comenzaron a lloverle ofertas de una invisible red de farsantes y embaucadores. Una semana le tocó hacerse pasar por el presidente de una empresa fantasma que pretendía ocultar la deuda de la empresa matriz a sus accionistas. La siguiente, hizo el papel de un destacado bioquímico en una presentación para obtener un fondo de capital de riesgo. La retribución y el peligro iban en aumento con cada encargo, pero también la adrenalina que implicaba llevarlos a cabo. Improvisar aquellas representaciones ilícitas tenía algo de paseo por la cuerda floja, de baile al borde del desastre, que a Trent le resultaba sumamente excitante.

En el último año, aquel baile había alcanzado cotas más altas de precariedad que nunca con el debut de Trent en el mundo del espionaje empresarial. Un intento de sustraer datos sobre una fórmula farmacéutica a una empresa de biotecnología se había ido al traste cuando al infiltrado en dicha compañía se le arrugó el ombligo y quiso echarse atrás. Aunque el tipo juró y perjuró que no lo delataría, Trent sabía que no podía confiar en él y creó a «Nick».

Nick era un tipo duro, un profesional de cabeza fría y mirada inexpresiva, como Edward Fox en El día del Chacal. Cuando a Trent le caía un encargo para el que no se veía con arrestos, se transformaba en Nick. Fue Nick, no Trent, quien liquidó al soplón de aquella empresa. Y fue Nick, no Trent, quien quemó con ácido las manos, los pies y el rostro del cadáver, quien le arrancó los dientes con unas tenazas para que no pudieran identificarlo, y luego introdujo el cuerpo desnudo y sin vida de la víctima en una bolsa de basura de tamaño industrial y la arrojó a un canal de desagüe.

Después de aquella terrible experiencia, August Trent se avino de buen grado a que Nathan Azure quisiera cambiar sus facciones y llevárselo a un remoto paraje de un país extranjero. Aunque, con Azure por jefe, Trent era consciente de que no tardaría en necesitar de nuevo a Nick.

Quizá antes de lo que imaginaba.

La posibilidad no había dejado de importunarle durante las tres horas de trayecto en coche desde Lakeport a San Francisco, mientras charlaba con Natalie deshaciéndose en sonrisas. Ese era el pensamiento que había perlado de sudor su frente durante la cena y lo había obligado a refugiarse en el servicio de caballeros para refrescarse un poco. Había surgido un contratiempo que no había previsto y que podía tener consecuencias fatales: Natalie Lindstrom le gustaba.

A sus anteriores víctimas las consideraba unos incautos que lo tenían bien empleado. Ricachones podridos de dinero que se dejaban embaucar por su propia codicia y merecían ser desplumados. Pero no Natalie Lindstrom, una madre soltera de cuya penuria económica estaba sobradamente al tanto, y en la que se había apoyado cuando la abordó para el encargo de Pizarro.

Ojalá Natalie no tuviera una apariencia tan normal —tan hermosa, a decir verdad—, con la peluca de larga melena castaña que llevaba esa noche y aquel cálido color chocolate de sus lentes de contacto. Además, iban a pasar tanto tiempo juntos… mucho más del que había pasado con ninguna mujer en muchos años. Hasta el momento, su carrera no había propiciado las relaciones amorosas, fueran de la duración que fueran.

Durante el trayecto en coche a San Francisco, Trent se las había ingeniado para que Natalie hablara sobre todo de sí misma. Pese a haberse documentado concienzudamente sobre Wilcox antes de usurpar su identidad, prefería contestar al menor número posible de preguntas sobre la vida del arqueólogo, y había logrado abrir con mucha delicadeza la coraza de reserva con la que Natalie se protegía, dejando caer hábilmente en la conversación toda una serie de preguntas sobre su afición por el arte, su familia y sus intereses. Pero su empeño tal vez hubiera resultado demasiado fructuoso, pues cuanto más la oía explayarse sobre su encantadora hijita más le torturaba la suerte que aguardaba a aquella mujer cuando Azure ya no precisara de sus servicios.

«Concéntrate».

Trent se atusó el pelo, sonrió de nuevo a la imagen de Wilcox en el espejo y salió del servicio.

—¿Estás bien? —le preguntó Natalie cuando regresó a la mesa donde estaban sentados, bajo un psicodélico mural hippy de un girasol—. Estaba a punto de mandar una partida de rescate.

Trent rio entre dientes y se palmeó el vientre.

—La verdad es que el viaje me ha dejado el estómago un poco revuelto. ¿Qué tal tus portobelli?

—¡Deliciosos! —Natalie pinchó otro pedazo de champiñón asado y se lo metió en la boca—. Hacía años que no comía tan bien.

—¿Qué te dije? Yo a veces vengo expresamente desde Stanford solo para comer aquí. —Señaló los restos de su ratatouille—. Aunque lamento tener que comunicarte que en las cumbres de la cordillera andina no encontraremos exquisiteces vegetarianas como estas. Alimentarte te alimentaremos, eso sí.

—Seguro que no darán peor de comer que en los McDonald’s donde me toca entrar con Callie de vez en cuando. —Natalie dio un sorbito de su agua mineral y ahuecó la mano en torno a la copa—. Bueno… tengo que admitir, no sin vergüenza, que aún no he encontrado el momento de leer tu libro.

—No te preocupes. No eres la única.

Natalie le rio la gracia, pero al poco ensombreció el semblante con un gesto de preocupación.

—¿Qué debo esperar de Pizarro? ¿Lo sabes? ¿Es realmente un monstruo genocida, tal y como nos lo pintaban en las clases de historia de secundaria?

—Bueno… yo no lo invitaría a una velada vegetariana en la intimidad, si es eso a lo que te refieres.

Natalie soltó una carcajada, y él sonrió ufano, agradeciendo en ese momento el haber dispuesto de tiempo de sobra para recabar información sobre el conquistador durante las semanas que había pasado con la cara vendada tras la intervención.

—A decir verdad, fue un hombre notable, en muchos sentidos. Era hijo ilegítimo de una campesina y de un capitán extremeño. Según cuenta la leyenda, su madre lo abandonó en la escalinata de una iglesia de Trujillo y su primera ama de cría fue una cerda.

Natalie torció el gesto.

—¡Puaj! ¿Es cierto eso?

—Probablemente, no, pero tal vez fuera esa afinidad con los cerdos lo que le llevó a ser porquero apenas aprendió a andar. Al parecer, no recibió educación alguna y al final de sus días ni siquiera había aprendido a leer o escribir. Huelga decir que ese analfabetismo debió de limitar sus expectativas laborales, así que, como muchos jóvenes pobres y analfabetos de su tiempo, terminó convirtiéndose en soldado. Pero, por desgracia, su ignorancia y su falta de posición social le impidieron ascender en el escalafón. Y lo mismo cuando probó fortuna como marinero.

»Por aquel entonces, Hernán Cortés había regresado a España, una vez conquistado el México azteca, y había puesto a disposición de la corona española una fortuna en oro sin precedentes. Cortés se convirtió de inmediato en un héroe popular y desató una especie de fiebre del oro: montones de hombres se embarcaron hacia el Nuevo Mundo con la ilusión de alcanzar riqueza y fama instantáneas. Ser un conquistador no exigía erudición ni noble cuna. Lo único que se precisaba era ser completamente inmune al miedo a la muerte.

—Ah, ¿nada más? —dijo Natalie con ironía.

—Impresionante, ¿verdad? Sobre todo teniendo en cuenta que cuando Francisco Pizarro se embarcó hacia Sudamérica ya pasaba de los cincuenta.

Trent se estaba entusiasmando con el relato, como si en verdad fuera un profesor de historia.

—Y piensa que estamos hablando del siglo dieciséis, cuando la esperanza de vida no pasaba de… no sé, ¿cuarenta años, quizá? Pizarro tenía suerte de seguir en este mundo a tan avanzada edad, y sin embargo, ahí lo tienes, aventurándose en un continente ignoto plagado de mosquitos portadores de la malaria y rabiosos indígenas.

Trent observó con agrado que Natalie dejaba el tenedor a un lado, absorta en su relato.

—La determinación y la fortaleza de aquel hombre iban más allá de la mera codicia, de lo contrario su campaña habría concluido antes de empezar. Él y su pequeño contingente de exploradores no habían llegado siquiera a Perú cuando quedaron atrapados en una pequeña isla cerca de la costa de Colombia. Azotados por las tormentas y obligados durante meses a alimentarse exclusivamente de los cangrejos y mariscos que conseguían pescar en la orilla, muchos murieron de inanición y otros a causa de las fiebres y el escorbuto. Cuando por fin llegó una nave de Panamá a salvarlos, Pizarro tuvo que hacer frente a la deserción masiva de sus desmoralizadas tropas, que aún no habían visto atisbo alguno del oro o la gloria prometidos.

»Pizarro desenfundó la espada y, a los pies de sus hombres, trazó una línea sobre la arena de este a oeste; luego señaló hacia el sur de dicha línea. —Trent imitó el movimiento, adoptando el porte altivo y la mirada fiera del conquistador. Llevaba meses esperando el momento de soltar aquella perorata, aquel papel dentro del papel—. “Compañeros” dijo, “a ese lado aguardan penalidades, hambre, desnudez, tormentas, deserción y muerte; a este, molicie y placer. Allí está Perú y sus riquezas; aquí, Panamá y su pobreza. Escoja el que fuere buen castellano lo que mejor le estuviere. Yo, por mi parte, me voy al sur”.

»Y seguidamente cruzó la línea. Solo doce de los suyos le siguieron, pero aquellos hombres fueron quienes lideraron la conquista de Perú.

Trent se recreó con el momentáneo mutismo de Natalie. Se sentía exultante, en su momento de gloria, y no deseaba que la cena tocara a su fin. Sobre todo sabiendo lo que debía hacer a continuación.

—Impresionante relato. —Natalie sacudió la cabeza y aplaudió—. Casi estoy deseando conocer a ese hombre.

—De eso se trataba. —Trent sonrió de oreja a oreja—. ¿Postre?

• • •

Al salir del restaurante y dirigirse al Nissan alquilado por Trent, descubrieron que Arabella Madison había aparcado su Acura en el espacio contiguo al suyo, como un paciente gato siamés.

—Esta se huele algo —masculló Natalie—. Por eso está aquí. Como se entere de lo que me propongo, me arrebatarán a Callie.

—Yo nunca permitiré que eso ocurra. Ya te he dicho que lo tengo todo dispuesto. —Trent repasó mentalmente sus planes—. Por la mañana ya no estará aquí.

—¿Y si está?

—Entonces te llevaré otra vez con Callie, como te prometí.

—Más te vale. De lo contrario, no cuentes conmigo.

Natalie, alegre y jovial durante la cena, volvió a sumirse en un tenso abatimiento nada más entrar en el coche de Trent. Madison le hizo una mueca desde la ventanilla del Acura y la saludó con la mano sonriendo tontamente.

«Detalles, no olvides los detalles», pensaba Trent mientras la agente los seguía hasta el Winchester Regency. Había escogido aquel hotel en particular porque estaba fuera del congestionado centro urbano y disponía por tanto de un oscuro aparcamiento al aire libre en lugar del clásico garaje subterráneo iluminado. Aparcó el Nissan en el perímetro exterior del atestado aparcamiento y observó con satisfacción que Madison dejaba su vehículo en un espacio no muy lejos del suyo.

Tal como Natalie había dado a entender, Trent descubrió que el agente de seguridad del Cuerpo asignado temporalmente para cubrir el turno diurno no había mostrado reparo alguno en ensuciarse las manos. Extremando las precauciones, Trent había grabado la conversación en la que el agente aceptaba su soborno, por si finalmente se hacía necesario chantajearlo y comprar su silencio. Pero a Arabella Madison no la había abordado con ninguna oferta, temiendo que la agente se fuera de la lengua y lo delatara. Para ella tenía otros planes reservados. Planes que debían llevarse a cabo esa noche.

El humor de Natalie pareció mejorar una vez se registraron en el hotel, comprobó Trent con alivio. Una sonrisa empañada de melancolía regresó a su semblante.

—¿Te gusta el hotel? —le preguntó frente a la puerta de la habitación de ella.

—¿Eh?… Ah, sí.

Natalie recorrió con la vista la moqueta color burdeos del pasillo y los tiradores de bronce de las puertas.

—La última vez que me hospedé en un hotel así iba con… con un amigo. Me trae recuerdos.

—Pues, disfrútalo, porque mucho me temo que nuestros aposentos andinos no van a ser tan lujosos. —Trent le tendió la llave tarjeta de su habitación—. Estoy al otro lado del pasillo. Que descanses, nos vemos abajo en el desayuno mañana a las seis.

Natalie arrugó la nariz y se rio.

—¡Buf! Qué pronto… En fin, si te empeñas, procuraré que no se me peguen las sábanas.

Su semblante se tornó serio, pero sus ojos todavía chispeaban divertidos.

—Gracias por la velada de esta noche. Lo he pasado muy bien —le dijo.

—Yo también. —Eran las primeras palabras que salían por boca de August Trent, no de Abel Wilcox—. Espero que en Perú tengamos oportunidad de pasarlo igual de bien.

—Será un placer. Buenas noches, doctor Wilcox.

—¡Por favor! Llámame Abe. Estoy de sabático.

Natalie sonrió.

—De acuerdo… Abe. Buenas noches.

—Buenas noches…, Natalie.

Trent hizo una leve reverencia y se dio la vuelta.

En cuanto oyó a Natalie entrar en su habitación, la desenvoltura y el desenfado del arqueólogo se transformaron en mecánica rigidez. Se dirigió resueltamente a su habitación y cerró la puerta con llave. Un insensibilizador desapego se apoderó de él en cuanto levantó la maleta y la abrió sobre la cama. La visión de la peluca pelirroja, el bigote falso y el uniforme de guardia de seguridad que guardaba en su interior no suscitaron en él emoción alguna, ni tampoco el largo alfiler de sombrero y el pequeño frasquito de vidrio que extrajo de un bolsillo oculto en el forro de la maleta.

Nick solo pensaba en el trabajo. En la misión pendiente.

Se cambió la camisa de algodón a rayas por una gris con la palabra SEGURIDAD bordada en el bolsillo delantero. Dejó a un lado las gafas de Wilcox y se aplicó un poco de pegamento en el labio superior para fijar el bigote postizo, del mismo color que el peluquín que se colocaría a continuación. Completó después el disfraz con una gorra con visera y una cazadora de cuero.

Nick contempló el aspecto de su atuendo en el espejo y ensayó la voz.

—Disculpe, señorita… ¿se hospeda usted en este hotel? —preguntó, bajando la voz e imprimiéndole una tonalidad más nasal.

Representaba a Nick representando a un guardia de seguridad. Un papel dentro de otro papel.

Cumplida la parte fácil de la misión, se enfundó los guantes negros de piel. Por un momento, al abrir el frasquito e introducir la punta de aquel alfiler de sombrero en el viscoso mejunje parduzco contenido en el tubo de vidrio, Nick se esfumó dejando paso de nuevo a August Trent, nervioso e inseguro. Los dedos le temblaban mientras rotaba el alfiler para impregnar la espesa pócima en su punta. Aquel veneno podía lamerse como si fuera miel sin el menor peligro, pero un solo pinchazo podía ser mortal.

«Cuidado —pensó—, con un poco bastará».

La sustancia tenía el aspecto y el olor de una turbia cola como las empleadas en aeromodelismo, y sopló con delicadeza el ungüento para que se secara. Se lo había proporcionado Alberto, uno de los traficantes de droga peruanos contratados por Azure. Urari, lo llamó: una sustancia originaria de la cercana selva amazónica. Trent se la había encargado con otro nombre más común: curare.

Ya antes de regresar a Estados Unidos, Trent era consciente de que su intento de contratar a Natalie podría obligarlo a vérselas con los agentes de Seguridad del Cuerpo, gente armada y formada en defensa personal. Su mejor baza contra ellos era el factor sorpresa, y para ello necesitaba un arma certera, silenciosa y mortífera. Aunque los médicos estadounidenses solían emplear dicha droga como relajante muscular antes de intervenciones quirúrgicas, la venta al público de curare medicinal estaba rigurosamente controlada y vigilada; además, carecía de la potencia que Trent precisaba. Él necesitaba la «muerte voladora», aquella pócima con la que las tribus amazónicas untaban las puntas de sus flechas y los dardos de sus cerbatanas, un veneno capaz de matar fulminantemente a un mono salvaje en veinte segundos.

Nick se apoderó nuevamente de su ser y agarró la punta roma del alfiler, de unos dieciocho centímetros de longitud, y se lo colocó pegado a lo largo de la manga derecha de la americana. Además del disfraz, había echado en el equipaje una linterna y una bolsa de plástico de tamaño industrial. Guardó la bolsa en el bolsillo de la americana, se enganchó la linterna al cinturón y, con serena profesionalidad, echó un vistazo al pasillo antes de salir de su habitación, abandonó a paso tranquilo el hotel y se dirigió hacia el oscuro aparcamiento exterior.

Aunque sabía exactamente en qué lugar había dejado Arabella aparcado el coche, recorrió todas y cada una de las hileras intermedias de vehículos con andares plantígrados y parsimoniosos, proyectando a un lado y otro el haz de su linterna con metódico rigor, para hacer tiempo y cerciorarse de que no hubiera testigos merodeando por los alrededores. Cuando vio a la agente fuera del Acura, apoyada en el lateral del conductor, la barrió con el haz de luz sin detenerse y luego devolvió rápidamente la linterna hacia ella, para enfocársela en la cara.

—Disculpe, señorita… ¿se hospeda usted en este hotel?

Arabella dio un respingo, deslumbrada, y se quitó uno de los auriculares del iPod que llevaba en la oreja.

—¿Eh?

Nick mantuvo la linterna enfocada en sus ojos.

—Si no está hospedada en el hotel, tendré que rogarle que salga de este aparcamiento.

Madison se dejó los auriculares colgando y lo miró burlona.

—Tranqui, centinela. Estoy de patrulla, soy agente federal.

Madison se abrió la chaqueta por la solapa y le mostró su pistolera con el revólver del calibre 45.

—Lo siento, señorita, pero como no me enseñe algún tipo de identificación…

—¡Pero qué demonios! —La agente llevó la mano al bolsillo interior de la chaqueta—. Podría hacer que lo detuvieran por obstrucción a la justicia.

El guardia apagó la linterna y levantó la mano que sujetaba el alfiler, pero vaciló un instante. «¿Qué pensaría Natalie?», se preguntó.

«Esta tipa no ha hecho más que causarle problemas a Lindstrom y a su hija —le respondió Nick—. Les harás un favor a ambas».

Y cuando Madison abrió su carterita de identificación, le clavó el alfiler en el costado.

—¡Ay!

La agente se llevó una mano a la herida, y sus dedos planearon temblorosos a todo lo largo del asta del alfiler.

—¿Quién demonios se ha creído usted que…?

El curare interrumpió su réplica. Los párpados se le cerraron, y los músculos faciales se contrajeron como si hiciera intentos por parpadear. Una mano cayó lánguidamente hacia el revólver, pero enseguida quedó colgando desmayada. La expresión de su rostro se paralizó, mientras la ataxia bajaba de la cabeza al pecho. El aliento salía por su boca, pero no conseguía articular ningún sonido.

Trent le extrajo el alfiler y encajonó el cuerpo exangüe de Madison entre el suyo y el coche, reteniéndola mientras la neurotoxina hacía efecto. Justo cuando se desprendía de la gorra y la arrojaba al interior del coche, los focos de otro vehículo se acercaron. Envolviendo a Madison con los brazos para mantenerla erguida, se restregó contra ella como si fueran una pareja en plena refriega sexual, a la vez que se preguntaba si la agente seguiría consciente pero incapaz de reaccionar. El curare sin duda le habría paralizado ya el músculo del diafragma que insuflaba aire en sus pulmones, puesto que había dejado de percibir su aliento. No obstante, podía no estar muerta aún, ya que aquel veneno no afectaba al corazón y la asfixia podía prolongarse hasta quince minutos.

Trent procuró no rozarle los labios al simular que la besaba, ni tocarle directamente la piel, pues no deseaba terminar convertido en fetiche para su espíritu. Esta vez al menos seguiría el ejemplo de Nathan Azure, aun cuando su jefe en su opinión había llevado la evitación del contacto a extremos casi patológicos.

Cuando se hubo cerciorado de que no había nadie alrededor, Trent —o, mejor dicho, Nick— introdujo a empujones el cadáver de Arabella Madison en el coche, se sentó a su lado y cerró la puerta. De espaldas al aparcamiento para que nadie pudiera verlo por la ventanilla, alzó las piernas de la agente sobre el cambio de marchas, dejó el cuerpo doblado de Madison en el suelo bajo la guantera, y luego cubrió el inerte cadáver con la bolsa de basura negra como si fuera una lona.

Encontró la llave de Acura ya puesta en el contacto y condujo el vehículo hasta un centro comercial prácticamente abandonado que había localizado el día anterior a unos kilómetros del hotel, donde sabía que a esas horas de la noche ya no habría ningún local abierto. Dobló por un callejón en la parte trasera del centro, estacionó el vehículo delante de un contenedor y apagó el motor.

Tras una rápida inspección para asegurarse de que no hubiera ningún vagabundo acampado en las inmediaciones, extendió la bolsa de basura sobre el cadáver de Madison. Luego se apeó, fue hacia el lado opuesto del vehículo, abrió la puerta del copiloto y tendió el cadáver sobre el asfalto para introducirlo por entero en la bolsa. Retorció la embocadura de la bolsa, le hizo un nudo, cargó el cadáver a hombros y lo arrojó al contenedor.

El container pertenecía a un tugurio chino de comida para llevar y desprendía un nauseabundo olor a chow mein putrefacto. Cuanto peor oliera, mejor para Trent. Saltó al interior del contenedor, que no estaba lleno por completo, y apiló todas las basuras que pudo sobre la bolsa. Para cuando se descubriera el cadáver, él y Natalie Lindstrom estarían ya en Perú. Evidentemente, quedaba el problema de la niña, Callie. Si el Cuerpo relacionaba la desaparición de Natalie con el asesinato de Madison, posiblemente irían a por su hija… pero no podía preocuparse por eso. No era problema suyo.

Sin embargo, mientras dejaba el Acura de Arabella Madison a un par de manzanas del hotel, abandonado en el aparcamiento de un supermercado, Trent no podía dejar de pensar en Natalie. Habían disfrutado de una magnífica velada juntos, y tenía la impresión de que le había caído en gracia. Seguramente no pensaría lo mismo si lo viera en ese momento, pensó, desprendiéndose de los guantes de piel antes de salir del vehículo. ¿Retrocedería al tacto de aquellas manos en apariencia tan limpias?

Aunque sus manos, en realidad, estaban limpias, pensó, mientras arrojaba los guantes y el resto del disfraz de guardia de seguridad en uno de los contenedores exteriores del supermercado. Para eso se había convertido en Nick. El trabajo lo había hecho Nick.

Trent regresó al hotel dando un paseo, con la respiración más calmada y la ilusión de darse una buena ducha con agua caliente antes de acostarse. Y transformarse en el jovial Abe Wilcox para la función del día siguiente.