6

Fecha de salida

El padre de Dan no podía ofrecer un contraste mayor con el de Natalie, especialmente después de la operación. Ya de por sí delgado, Wade Lindstrom se había quedado tan flaco y enjuto en aquel hospital que recordaba a Abraham Lincoln, y su clara tez nórdica había adquirido la blancura del talco. Ted Atwater, por el contrario, parecía haber añadido unos cuantos kilos más a su ya de por sí corpulenta constitución desde la última vez que Natalie lo había visto, el Día de Acción de Gracias, y su tez irradiaba la misma rústica rubicundez de siempre.

«Parece como si fuera a vivir eternamente», pensó Natalie mientras observaba a Ted y Callie, entretenidos pintando la última talla de madera que le había hecho el abuelo.

—Antes de usar la brocha, debes procurar siempre limpiarla en el borde de la lata, así no goteará el barniz.

El abuelo Ted enseñaba a su nieta cómo mojar las cerdas de la brocha en el barniz y aplicarla en los nudos y vetas del nogal. Ted Atwater, profesor de tecnología en una escuela de secundaria antes de jubilarse, le había regalado una reproducción un tanto sui géneris de Horton, el elefante protagonista de los cuentos de Dr. Seuss y personaje favorito de Callie. Al igual que los violetas, Horton podía comunicarse con personas que nadie más veía u oía. Esas diminutas personas que aparecían en los cuentos de Seuss eran los «quiénes», nombre con el que Callie solía referirse a los malvados espíritus que la acosaban, espíritus como Vincent Thresher y Horace Rendell.

Los «malvados quiénes», al parecer, habían dejado en paz a Callie las dos noches que llevaba con Natalie en casa del abuelo Ted y la abuela Jean; o quizá la niña estaba tan entretenida con sus abuelos que había logrado apartar de su mente las incursiones nocturnas de Rendell, al menos durante el día. Sentada con su abuelo a una mesa de la terraza, Callie pintaba aquel elefantito de madera con un gozoso descuido, salpicando más barniz en los periódicos desplegados alrededor que en la talla en sí.

Natalie se acercó para echar un vistazo al trabajo y le apretó cariñosamente el hombro.

—¿Qué tal va eso, nenita?

Callie le sonrió de oreja a oreja.

—¡Superbién! Mira, lo estoy pintando yo sola —dijo echando otra capa más de barniz sobre el lomo de Horton para demostrárselo.

—Ya veo.

Natalie intercambió una risita cómplice con Ted, pero torció el gesto interiormente al recordar lo que se disponía a hacer en breves momentos. No quería estropear la frágil alegría de su pequeña.

—¿Me dejas que hable un momento a solas con el abuelo?

—Vale.

Callie mojó la brocha en el barniz una vez más.

—Sigue así, mocetona, que vas muy bien —le dijo Ted, usando el cariñoso apelativo que le había puesto al ver el estirón que había dado en los últimos meses.

Natalie arrugó la nariz al percibir el acre olor a trementina que seguía impregnado en Ted cuando se apartaron de la mesa.

—¿No es peligroso para una niña de esa edad manejar esos materiales? —preguntó.

Ted sonrió restándole importancia.

—No, qué va. Al aire libre no pasa nada.

Fueron hasta las lindes del jardín trasero de la casa, por donde discurría un canal navegable que desembocaba en la verde extensión de agua del lago Clear. Abajo, amarrada a un embarcadero ya maltrecho y descolorido, flotaba una vieja lancha motora. Ted Atwater, que carecía de la labia y el refinamiento cultivados por Wade Lindstrom en sus últimos años como profesional de las ventas, enfundó las manos en los bolsillos y con la puntera de sus gruesas botas de trabajo se puso a dar golpecitos distraídamente en uno de los pilones de madera del muro de contención.

—Bueno, ya tendrás que ir yéndote —dijo por fin.

—Sí.

Aunque el calor primaveral resultaba casi molesto, Natalie se abrazó el cuerpo como si sintiera escalofríos.

—No creo que tarde más de una semana en estar de vuelta.

—Tómate el tiempo que necesites.

—Os estoy muy agradecida. Soy consciente de que es un gran favor, sobre todo teniendo en cuenta lo poco que nos conocemos.

—El favor nos lo haces tú a nosotros. —Ted miró de soslayo a Callie con sonrisa agridulce—. Verla es como tener una pequeña parte de él en casa otra vez.

—Lo sé.

Natalie apartó la mirada de su hija y miró al hombre que podría haber sido su suegro. Aunque tenía la cara más rellenita que Dan, el parecido era evidente en la conformación de las cejas, la nariz… las mismas cejas y la misma nariz que también había heredado Callie. Al igual que cuando miraba a Jean, veía en ella la mandíbula de Dan y la calidez de su sonrisa. Siempre que tenía delante a uno de ellos —Ted, Jean o Callie— era como observar a Dan tomando posesión del cuerpo de un violeta y moldeando los rasgos del médium hasta que se asemejaban a los suyos.

Pero Dan ya nunca más volvería a tomar posesión de ningún ser humano. Había pasado al más allá, y estaba tan desaparecido para Natalie y Callie como para sus padres.

Nunca había tenido oportunidad de pedirle a Natalie que se casara con él. Su relación no había durado en total más de dos semanas, tiempo que se les había ido en gran parte persiguiendo o eludiendo al asesino de los violetas. Pero, puesto que Dan había perdido la vida por salvarla de aquel asesino, Natalie tardó casi siete años desde su fallecimiento en armarse de valor para presentarse ante su familia política. No solo por el reparo de contarles que había concebido a una hija de Dan sin estar casados, sino por el temor de que la culparan por la muerte de su hijo. Pero resultó que, antes bien, le estaban agradecidos de que les hubiera dado una nieta.

Aunque los Atwater la habían recibido siempre con los brazos abiertos, alojarse en su casa era para Natalie como dormir sobre la tumba de Dan. Puede que el alma de Dan estuviera en el más allá, pero aquel lugar seguía impregnado de su esencia. La sala de estar de la vivienda, una casa prefabricada de doble ancho, era un auténtico santuario a la memoria del difunto hijo. El trofeo que obtuviera en el proyecto de ciencias de primaria adornaba la repisa de la falsa chimenea, y toda una serie de fotografías enmarcadas engalanaban las paredes: Dan haciendo muecas a la cámara en un fotograma publicitario de un musical representado en el instituto, Vivir de ilusión, con Dan en el papel protagonista; Dan con el uniforme de gala en la ceremonia de graduación de la academia de policía. Dan aquí, allá y en todas partes. El peso abrumador de su ausencia casi le hacía ansiar la marcha a Perú, lugar en el que Dan Atwater nunca había puesto el pie.

—¿Me dejas un momento a solas con Callie? —le pidió a Ted—. Para despedirme.

—Claro. Iré a ver si Jean necesita ayuda en la cocina.

Ted se volvió con pesadas y ruidosas zancadas hacia la casa y se detuvo junto a la mesa de la terraza para advertirle a Callie:

—Recuerda, mocetona: no hay que saturar la brocha de pintura.

Una vez Ted regresó al interior de la casa y cerró la puerta corredera de la terraza tras él, Natalie fue hacia su hija y acercó una silla a la mesa para tomar asiento junto a ella. Los brochazos de Callie, enérgicos momentos antes, languidecieron cuando Natalie se sentó a su lado.

—Te vas —saltó la niña antes de que su madre dijera nada.

—Será por poco tiempo. Volveré muy pronto.

Con una súbita sensación de ahogo e impotencia, Natalie reparó en lo mucho que aquellas palabras recordaban a las despedidas de su padre cuando la dejaba en la Escuela: «Nos vemos pronto, nena…».

Callie soltó de malos modos la brocha sobre la mesa y una mancha de barniz empapó el periódico.

—¿Por qué tienes que irte ahora? ¡Justo cuando empezábamos a pasarlo bien!

—Pero con los abuelos también te lo vas a pasar bien. Y cuando vuelva, nos tomaremos las dos juntas unas largas vacaciones y haremos lo que tú quieras, ¿vale?

Callie hizo un mohín de disgusto, poniendo en duda a todas luces aquella promesa.

—Vale.

Al ver el rostro de su hija, debatiéndose entre el escepticismo y la ilusión, Natalie sintió como si viera su propia imagen a los siete años reflejada en un espejo. «Lo hago por ti, por las dos», pensó y, luego, desvió la vista hacia la talla a medio barnizar del elefante Horton.

—Ya sabes lo que tienes que hacer si esos malvados quiénes vuelven a meterse contigo, ¿verdad?

—Usar el mantra —contestó Callie con un deje de fastidio, como si apuntara los deberes en una pizarra.

—Muy bien. ¿Y si ves que el mantra no funciona?

—Llamo a la abuela Nora.

—Eso es, cariño, muy bien.

«Nadie mejor que la abuela Nora para enfrentarse a los malvados quiénes», pensó Natalie. Nora la ayudaría a expulsar a Thresher o a Rendell de su mente. Le preocupaba tener que dejar a su hija con gente ajena al mundo violeta como los Atwater, pero era un consuelo saber que su madre protegería a Callie durante su ausencia.

La pesada puerta corredera de la terraza se abrió ruidosamente de nuevo, y por ella salió Jean Atwater. La artritis le había inflamado y deformado las articulaciones pero, pese a sus achaques, Jean siempre tenía una sonrisa en los labios, como si fuera plenamente consciente del privilegio que suponía estar viva.

—Natalie… un joven en la puerta pregunta por ti.

Natalie le dio un cariñoso codazo a su hija.

—Me tengo que ir, nenita. ¿Sales a despedirme?

Sin mirarla a los ojos, Callie bajó de la silla y fue cansinamente hacia la puerta con la espalda encorvada. Natalie dejó escapar un largo y lento suspiro y la siguió al interior.

De pie en la sala de estar con los brazos a la espalda, el doctor Wilcox interrumpió su trivial charla con Ted Atwater y sonrió a Natalie de oreja a oreja.

—¡Hola! Espero no haberte hecho esperar —dijo, haciendo un ademán en dirección a la mochila y la maleta que aguardaban junto a la puerta de la entrada.

Natalie negó con la cabeza.

—No, no te preocupes. Siempre dejo hecho el equipaje un día antes.

—Ojalá pudiera decir lo mismo. Yo meto lo primero que encuentro en el último momento, y luego me encuentro perdido en algún lugar remoto sin ropa interior. Pero lo que sí me he acordado de traer es esto.

Wilcox apartó las manos de la espalda y mostró lo que ocultaba detrás: un animalito de peluche regordete y lanudo, con el cuello largo y un hocico negro de rumiante, que le tendió a Callie, diciendo:

—Mmm… ¿no conocerás por casualidad a alguien a quien le pudiera gustar?

Callie se chupó el índice con tímido recelo.

Su madre la animó a aceptarlo con una sonrisa.

—¡Mira, cariño! Es una llama de las que hablamos.

—En realidad, es una alpaca —la corrigió Wilcox—. Un peluche de alpaca auténtica, la mejor lana del mundo, según dicen. Tócala, verás qué suave.

Viendo que Callie hacía un tímido ademán de acercarse al peluche, Wilcox lo depositó en sus manos con delicadeza.

La niña acarició las suaves lanas del animalito, y su hosco semblante se tornó pensativo.

—Yo quiero ver una alpaca de verdad. ¿Puedo ir a Perú con usted?

Wilcox tuvo la delicadeza de no burlarse de la niña y se puso en cuclillas junto a ella.

—Quizá cuando seas un poco mayor. Pero ¿quieres que te diga una cosa?: cuando tu madre y yo volvamos de Perú, te llevaremos al mejor zoo que encontremos para que veas alpacas e incluso llamas de verdad. ¿Trato hecho?

Una sonrisa hizo amago de brotar en el semblante de Callie.

—Vale.

Maravillada por aquel intercambio entre los dos, Natalie se sobresaltó al oír a Jean Atwater susurrándole al oído, como en un alcahueteo adolescente:

—No nos habías dicho que el muchacho fuera tan apuesto.

—Sí.

En sus primeros encuentros con el doctor Wilcox, Natalie había estado demasiado abstraída en sus preocupaciones como para reparar en el aspecto de aquel hombre. Pero, ahora que se fijaba en él, debía reconocer que tenía atractivo, con aquella apostura suya tan refinada e intelectual. Jean, no obstante, parecía querer dar a entender que su interés por el arqueólogo iba más allá de lo profesional… lo cual, por supuesto, no era cierto.

—Bueno, ya es hora de irse, ¿no? —anunció, para evitar que se siguieran haciendo conjeturas sobre su vida amorosa.

Natalie fue hacia la puerta de la entrada para coger su equipaje, pero Wilcox se le adelantó.

—Trae, déjame que te ayude.

De inmediato, el doctor se cargó al hombro la mochila y agarró la maleta.

Natalie, aprovechando que tenía las manos desocupadas, se puso en cuclillas y abrió los brazos mirando a su hija.

—¿Me das un abrazo de despedida?

Callie, con la alpaca aferrada al pecho, adoptó de nuevo una expresión triste y rodeó con brazos flácidos el cuello de Natalie.

—Te quiero, mami. Vuelve pronto.

—Lo haré, cielo. —Natalie la estrechó contra sí, y sintió con alivio que la pequeña se apretaba a su vez contra ella—. Yo también te quiero, mi amor.

Ted y Jean salieron a la calle por detrás de Natalie y Wilcox para despedirla y le dieron sendos abrazos. Frente a la casa prefabricada de los Atwater aguardaban dos vehículos aparcados: uno, el Nissan de alquiler del doctor Wilcox.

El otro, un Acura plateado.

«Bella habrá tenido que llamar a todas las compañías de alquiler del norte de California para dar con un modelo idéntico al que tiene en casa», pensó Natalie con triste socarronería. Quiso preguntarle a Wilcox qué había acordado con Bella, pero en ese momento estaba hablando con los Atwater.

—Ha sido un placer conocerles, familia. Espero que tengamos oportunidad de charlar un poco más cuando volvamos…

Natalie echó una ojeada hacia la puerta abierta de la entrada, en cuyo umbral se había quedado Callie, con el índice en la boca y su nuevo animalito de peluche acurrucado en un bracito. Le hizo adiós con la mano y le lanzó unos besos de despedida, pero la pequeña no le devolvió siquiera una sonrisa. Los Atwater les desearon buen viaje, entraron de nuevo en casa, cerraron la puerta y Callie desapareció tras ella.

Wilcox abrió el maletero del Nissan y metió dentro el equipaje de Natalie.

—Supongo que te llegó la transferencia que mandé por vía electrónica a tu cuenta, ¿no?

—Sí, gracias.

Natalie había consultado su saldo en un cajero automático local para asegurarse de que la transferencia de doscientos mil dólares por el adelanto prometido se había efectuado. Tuvo que resistir la tentación de volver la vista hacia la casa de nuevo: si veía a Callie mirando por la ventana, como un perrito callejero abandonado en una perrera, puede que fuera incapaz de marcharse.

—Ha sido todo un detalle llevarle ese regalito a mi hija y…

Wilcox le restó importancia.

—De hecho, el peluche era para ti, pero al ver a Callie he pensado que le haría más falta a ella. Sé lo duro que es para un niño verse separado de su madre.

—Sí… no lo sabes bien. Te agradezco la consideración.

Una vez dentro del automóvil con los cinturones puestos, Natalie hizo por fin un ademán con la cabeza en dirección al Acura.

—¿Qué vamos a hacer con ella? —le dijo—. Se supone que todavía no le toca el turno siquiera.

La última vez que Natalie había visto a un agente de seguridad del Cuerpo haciendo horas extra no retribuidas fue cuando Horace Rendell tramaba el secuestro de su hija.

Wilcox arrancó el Nissan y la miró con semblante perplejo, como si no supiera de qué le hablaba.

—¡Ah! No te preocupes… asunto resuelto. Bella y yo hemos llegado a un acuerdo. Tanto ella como el agente del turno de día que te habían asignado en la zona informarán al Cuerpo de que estás pasando unos días en casa de los abuelos de tu hija.

—¿Seguro?

En el parabólico espejo lateral del Nissan, Natalie observó que el Acura arrancaba a su vez, dispuesto a seguirles.

—Porque no pienso meterme en un avión si esa mujer va a volar con nosotros.

—Nos viene siguiendo solo para cubrir las apariencias, para que los de Seguridad la dejen en paz. Te prometo que, si surge algún problema, doy media vuelta y te llevo a casa con Callie.

Wilcox alargó el brazo hacia atrás y sacó una botella verde de una neverita portátil que había dejado en el asiento trasero.

—¿Agua mineral?

—¿Eh?… Sí, gracias.

Natalie aceptó la fresca botella, empapada de vaho, y sonrió para sus adentros pensando en la consideración de aquel hombre, nerviosa a la par que ilusionada ante la perspectiva de compartir viaje y aventura con tan caballeroso compañero. Pero hubieron de transcurrir muchos kilómetros hasta que consiguiera apartar la vista del reflejo de aquel vehículo, que les siguió hasta que dejaron atrás Lakeport y accedieron a la autopista que llevaba a San Francisco.