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Planes de viaje, búsquedas de tesoros
Al doctor Wilcox pareció divertirle mucho el disfraz con el que Natalie acudió a la cita la mañana siguiente.
—Bonito pelo —dijo, cuando salieron a la terraza de la cafetería con sus respectivos cafés—. Le sienta bien el rojo.
—Gracias.
En eso confiaba Natalie, en que no le quedara mal el rojo, pues sentía las mejillas tan calientes y coloradas como langostas hervidas.
Se había disfrazado con la peluca pelirroja para despistar al Camaleón en el centro comercial. Antes de morir, Dan siempre lograba arrancarle una sonrisa cuando le decía que daba igual el color de peluca que se pusiera, ya que siempre estaba guapa. Una de las últimas cosas que le dijo antes de irse al más allá fue que, algún día, otro hombre le regalaría el mismo cumplido. Aunque Natalie llevaba un tiempo procurando reducir el consumo de cafeína, dio un largo trago del café con leche, confiando en que este borrara de su mente las emociones suscitadas por los piropos del doctor.
—Me alegro mucho de que haya decidido considerar nuestra oferta, señorita Lindstrom.
El doctor Wilcox se recostó en el asiento y apoyó las coderas de piel de su chaqueta de tweed en los reposabrazos de la silla.
—Es una ocasión única, se lo garantizo.
—Gracias a usted por la invitación, doctor.
Natalie agradeció que no intentara apremiarla y acercó la silla a la mesita de hierro forjado de la terraza para cobijarse bajo la sombrilla.
—Me gustaría consultar una serie de cosas con usted antes de tomar una decisión definitiva.
—Adelante. No quisiera que se sintiera presionada.
El doctor Wilcox envolvió el cappuccino con la palma de la mano, tomó una cucharadita de la espumosa leche y, tras dejar la taza de nuevo sobre la mesa, se limpió los labios con una servilleta.
Antes de concertar el encuentro con él, Natalie había investigado en internet para cerciorarse de que era de fiar. Encargó su libro sobre la conquista de los incas a través de una librería online y localizó su foto entre los distintos perfiles académicos del personal universitario de Stanford. El doctor parecía haber engordado un poco desde que se había tomado la foto, pero por lo demás estaba igual. Incluso había llamado por teléfono al Departamento de Arqueología de Stanford y pedido que le pusieran con él, pero la secretaria le comunicó que el doctor Wilcox se tomaría el semestre sabático.
Pero, aun habiendo confirmado sus referencias, todavía no estaba del todo convencida.
—No es habitual que una universidad derroche cientos de miles de dólares en una excavación arqueológica —señaló.
Wilcox rio.
—¡De eso puedo dar fe!
—¿Quién la patrocina?
—¿Le suena el nombre de Azure S. A.?
—No.
—Entonces quizá haya oído hablar del propio Nathan Azure…
Natalie encogió los hombros y negó con la cabeza.
—¿Filántropo multimillonario? —apuntó Wilcox, incapaz de creer que nunca hubiera oído hablar de su patrón—. ¿Heredero del imperio minero de la familia Azure?
—Lo siento… me perdí el último número de Fortune.
Wilcox le rio la broma.
—Bueno, pues, para su información, el señor Azure ha dedicado toda una vida, además de una fortuna considerable, a la preservación de tesoros incaicos para la posteridad. Es una suerte contar con un mecenas como él.
—No me cabe duda.
Natalie quiso dar otro sorbito, pero descubrió que ya se había terminado el café.
—¿Y a quién desean que invoque?
—¡Ah! Eso es lo más emocionante del proyecto. Con su ayuda podremos comunicarnos directamente con uno de los más célebres exploradores de la historia: el conquistador de Perú en persona, Francisco Pizarro.
—Es todo un honor que hayan pensado en mí.
En la Academia del CCUN Natalie solo había estudiado historia a nivel de secundaria, pero, por lo poco que recordaba de Pizarro, no ardía en deseos de conocerlo. Al igual que le ocurría con Cortés y otros conquistadores españoles, tenía a Pizarro por un depredador genocida y codicioso empeñado en esquilmar y privar de libertad a todo pueblo indígena que se le cruzara en el camino. Natalie sabía por experiencia, tras haber invocado a varios centuriones romanos durante su breve paso por el Departamento de Arqueología del Cuerpo, que el encuentro con los asesinos del pasado carecía de glamour alguno. En verdad, nada menoscababa tanto el romanticismo de la guerra como revivir su fétida y sucia barbarie a través de los recuerdos de aquellos cuyas vidas se había cobrado.
Con todo, el trabajo no sería más desagradable que su labor para el Departamento de Criminología de la Costa Oeste, cuando consistía en invocar los espíritus de víctimas de asesinatos, y al menos estaría mucho mejor remunerado: cuatrocientos mil dólares por solo unos cuantos días de trabajo. Pero lo desorbitado de aquellos honorarios no hacía sino aumentar sus recelos.
«Parece demasiado bueno para ser verdad…».
—¿Por qué he de desplazarme a Perú? —preguntó—. Si me traen el objeto fetiche de Pizarro, podría invocarlo desde aquí, ¿no?
El doctor se inclinó hacia ella como si la mesa fuera un facistol.
—Tiene que comprender que… la arqueología es un arte, no una ciencia. En tiempos de Pizarro no existían los GPS. Ni siquiera él disponía de mapas con los que guiarse o registrar la ubicación de sus hallazgos. Se orientaba fijándose en elementos geográficos relevantes y otros distintivos topográficos. Si queremos localizar de nuevo esas reliquias, es posible que Pizarro necesite volver a ver esa región de los Andes… a través de usted. Es decir, que necesitaremos que lo invoque a diario para guiarnos hasta que logremos localizar la ubicación exacta del tesoro.
—¿Y cuánto tiempo cree que me llevaría ese trabajo?
—Dudo de que tenga que permanecer en el campamento una semana siquiera. Con un poco de suerte, estará de vuelta antes de la entrada de la primavera. Ahora bien, he de confesar que las instalaciones son un tanto precarias, aunque procuraremos que su estancia sea lo más cómoda y grata posible. —El doctor hizo una pausa, como a la espera de una nueva pregunta—. Mmm… no quisiera presionarla pero ¿cuándo cree que estaría dispuesta a emprender el viaje?
Natalie dio unos golpecitos sobre la mesa con la taza de café, reacia a demostrar que aceptaba la propuesta.
—No antes de la semana que viene. —Natalie se negaba a abandonar el país sin antes asegurarse de que su padre había salido bien de la intervención—. Y, dado el inusual riesgo que conlleva el trabajo, quiero medio millón de comisión.
Wilcox dejó escapar una risita nerviosa y sacudió la cabeza.
—El señor Azure es un hombre generoso, pero…
—Por adelantado.
Wilcox frunció los labios con súbito malestar.
—Lamento decirle que eso será imposible. A buen seguro comprenderá nuestra posición. Por otra parte, ya le he dicho que el señor Azure me ha autorizado a adelantarle cien mil dólares en metálico como muestra de buena voluntad.
El semblante del doctor se mantuvo expectante, como el de un jugador de tenis a la espera de que le devuelvan la volea. Natalie sopesó los riesgos y beneficios. Aunque Azure la engañara como había hecho Sid Preston, al menos tendría en su haber esos cien mil, una cantidad cinco veces superior al total de sus ingresos como autónoma en el año anterior.
—Quinientos mil, doscientos mil por adelantado, o no hay trato —insistió, confiando en cierta manera en que Wilcox, exasperado, diera su brazo a torcer.
El doctor juntó las palmas de las manos y las llevó a la altura de la cara.
—Lo siento. Sabemos que vale usted diez veces más de lo que estamos dispuestos a pagar, pero nuestro presupuesto no puede exceder de esos cuatrocientos mil.
—¿Doscientos mil por adelantado?
Wilcox arrugó la frente, pero asintió.
—Procuraré complacerla, pero necesitaré que acepte formalmente la propuesta cuanto antes. ¿Trato hecho?
Natalie tomó aire a fondo. Era otro trabajo bajo cuerda más, pero al menos este ofrecía a cambio más dinero y un poco de aventura. «Hago un buen dinero y me despido»: la frase se había convertido en otra especie de mantra para ella, un mantra que le servía de acicate.
—Siempre que ustedes cumplan con su parte… entonces, de acuerdo, trato hecho.
—¡Estupendo! —El doctor alargó una mano hacia ella sobre la mesa—. Permítame, pues, que le dé la bienvenida a…
Natalie no se movió, y él bajó el brazo.
—Hay un problema: el Cuerpo me tiene vigilada las veinticuatro horas del día, siempre hay un agente siguiéndome los pasos. De ahí este disfraz.
Natalie señaló la peluca pelirroja y las lentes de contacto verdes.
—Si ven que de buenas a primeras voy y tomo un vuelo a Perú, es de imaginar que informarán a sus superiores. Y si descubren que estoy involucrada en asuntos fraudulentos, es muy posible que se lleven a mi hija.
—Mmm… comprendo sus reticencias. No quisiera que tuviera que poner en peligro a su familia. —Wilcox reflexionó un momento—. Esos agentes, ¿cómo cree usted que reaccionarían ante un…, llamémoslo así, incentivo pecuniario? Ya me entiende… para que durante su estancia en Perú hagan creer al Cuerpo que se encuentra a buen recaudo en su domicilio.
Natalie pensó en el Camaleón, en Arabella Madison y en el vigilante del turno de noche, al que apenas había visto.
—Sé que no están nada satisfechos con sus condiciones laborales —dijo—, y los del turno de día parecen más bien una panda de mercenarios. Tendrían que sobornar a los agentes que me hayan asignado antes de salir del país. Los del turno de noche trabajan de once a siete de la mañana y, si no me ven, quizá piensen que estoy en casa, durmiendo. De esos quizá no haya que preocuparse. Pero queda Bella.
—¿Bella? —Wilcox aguardó a más detalles—. ¿Es amiga suya?
—No precisamente. Es otra de mis centinelas, se llama Arabella Madison. Está haciendo méritos para que la asciendan. Pillarme en falso podría ser la oportunidad que anda buscando.
Natalie recordó la voz de Madison, cortante como una tijera de esquilar: «No pienso pasarme el resto de mis días metida en un coche haciendo guardia frente a tu portal noche tras noche, y haré todo lo que esté en mis manos para impedirlo, que lo sepas».
El arqueólogo torció los labios con sonrisa aviesa.
—Supongamos que le fuera con el cuento de que pretendo comprar un poco de intimidad para hacer una escapada romántica con usted.
Natalie rio forzadamente.
—Arabella se olería el embuste. Es usted demasiado normal, atractivo e inteligente para interesarse por una persona como yo.
—No sea injusta consigo misma, señorita Lindstrom. Aparte de sus extraordinarias facultades, disfrutar de su compañía sería un placer para cualquiera.
Natalie sintió que se le agitaba el pulso, no sabía si por ilusión o por miedo.
—Bueno… estamos hablando de una relación estrictamente profesional, ¿verdad?
El doctor Wilcox puso las manos en alto, zanjando el derrotero que tomaban sus pensamientos.
—Pierda usted cuidado. Me encargaré de que disponga de aposentos propios durante toda su estancia y nuestra relación será exclusivamente profesional, se lo aseguro. Si siente que yo o cualquiera de quienes participan en la expedición se extralimita en algún sentido, podrá rescindir el contrato en cualquier momento y quedarse con el anticipo como fianza.
—Se lo agradezco.
Una súbita desilusión empañó el alivio de Natalie. A decir verdad, el doctor Wilcox era mucho más normal, atractivo e inteligente que cualquiera de los hombres con los que había salido desde la muerte de Dan; de hecho, era el único que no le había hecho sentir deseos de salir huyendo despavorida. Además, no había podido evitar reparar en que no llevaba alianza.
«Es una relación estrictamente profesional», se recordó Natalie al ponerse en pie para estrechar la mano del arqueólogo.
—Será un placer trabajar con usted, doctor Wilcox.
El doctor se levantó para aceptar el gesto.
—Llámeme Abe, se lo ruego. Si sigue llamándome doctor Wilcox, podría tomarla por una alumna, cosa que no nos conviene a ninguno de los dos. En cuanto a usted, ¿debo llamarla…?
Natalie sonrió.
—Puedes tutearme, sí.
—Pues, Natalie, si no te parece inapropiado, quisiera invitarte a cenar y celebrar nuestro acuerdo.
En su condición de violeta, Natalie estaba acostumbrada a incomodar al prójimo con la mirada. En ese momento, sin embargo, ante los ojos color avellana del doctor, la azorada fue ella, y bajó la mirada para hurgar en el bolso buscando las llaves del coche y evitar el contacto visual.
—Vaya… Callie y yo nos marchamos a New Hampshire dentro de un par de días, y aún me quedan montones de cosas que hacer. Luego tendré que llevarla a casa de sus abuelos, que viven en el norte de California…
—¿En qué parte? ¿Cerca de la bahía de San Francisco?
—Bueno… a tres horas en coche.
—¡Perfecto! Yo mismo te recogeré. De todos modos, tenemos que hacer noche en San Francisco para coger el vuelo a la mañana siguiente. Si quieres, podría llevarte a mi restaurante vegetariano favorito.
«Nada de carnes rojas», pensó Natalie, admirada. O bien el doctor Wilcox era otro fanático de la comida sana como ella o había estudiado muy detenidamente su historial en el Cuerpo, en el que constaban tanto sus preferencias alimentarias como su interés por el arte.
—Me parece estupendo…, Abe. Eso siempre que consigas negociar esos últimos detalles, y me quites de encima a los agentes del Cuerpo.
—Por eso, no te preocupes —dijo él con sonrisa irresistible—. Puedo ser muy persuasivo.