3
Una triste pérdida de tiempo
Natalie, aunque molesta por la intrusión, aceptó la tarjeta que le tendía, en la que figuraban los datos antes mencionados, además del título del tal señor Wilcox, «profesor adjunto de Arqueología», así como sus números de teléfono y fax.
Natalie hizo un ademán de rechazo con la cabeza y quiso devolvérsela.
—Lo siento, doctor Wilcox, pero no puedo ayudarle. Ya no trabajo para el CCUN, y solo los violetas que pertenecen al Cuerpo tienen autorización para participar en investigaciones históricas. Tendrá que ponerse en contacto con el Departamento de Arqueología del CCUN.
Wilcox no aceptó la tarjeta que le devolvía.
—Conozco sobradamente el protocolo, señorita Lindstrom, pero estamos hablando de una expedición un tanto excepcional.
El doctor Wilcox miró a su espalda y luego hacia el interior del apartamento de Natalie.
—¿Me permite que pase un momento y se lo explico?
—No.
—Entiendo. —Sonrió de nuevo—. Como iba a decirle… se trata de una propuesta con cierta urgencia. Si no actuamos con premura, podríamos poner en peligro uno de los más grandes hallazgos de la historia, por no mencionar la vida de las personas involucradas en él.
—¿Y qué pretende que haga yo al respecto?
Preocupada por los problemas de su padre y su hija, Natalie solo quería zanjar cuanto antes aquella conversación.
Wilcox rio con nerviosismo y juntó las palmas de las manos.
—Me obliga a hacer una confesión un tanto embarazosa. La gente para la que trabajo… su posición es un poco delicada por así decirlo.
—Quiere decir ilegal.
Natalie conocía bien el tenor de ese preámbulo. Arnold Jarvis la había abordado con la misma circunspección al proponerle su encargo para Daedalus Aeronautics.
El doctor aceptó la puntualización con un leve cabeceo.
—Por llamarlo de alguna manera. Pero a veces se hace preciso no seguir la ley al pie de la letra a fin de mantener su espíritu.
—Lo siento. No me interesa.
Natalie se escudó tras la puerta dispuesta a cerrarla en sus narices.
—¡Un momento, señorita Lindstrom, se lo ruego! —El doctor Wilcox se reclinó en la puerta, exhortándola con gravedad—. Usted es pintora, ¿verdad? ¿Haría la vista gorda si viera a alguien quemar la Mona Lisa o encalar la Capilla Sixtina?
Natalie dejó la puerta entreabierta.
—¿Cómo sabe que yo pinto?
—Investigamos su historial en el Cuerpo antes de seleccionarla para la misión que nos ocupa. Su trabajo para el Departamento de Arqueología y el hecho de que hubiera solicitado ser admitida en el Departamento de Arte contaron mucho a su favor. Examiné parte del trabajo que allí realizó y, si quiere que le sea franco… creo que el CCUN cometió un gran error asignándola a criminología.
—Ya. —El recuerdo de pasados desengaños no mejoró el talante de Natalie—. ¿Insinúa que alguien está a punto de quemar la Mona Lisa o blanquear la Capilla Sixtina?
—Es una forma de hablar. Nuestra excavación se está llevando a cabo en Perú, y supongo que estará al corriente de la corrupción generalizada que aqueja al gobierno de ese país. Si el inmenso alcance de nuestros hallazgos llegara a oídos de esos corruptos funcionarios, es muy posible que confiscaran piezas de un valor histórico incalculable, o peor todavía, que las fundieran para sacar provecho de su metal antes de que llegaran nunca a ser catalogadas y estudiadas. Y nunca se sabe hasta dónde podrían llegar esos ladrones para apoderarse de tan valiosas reliquias.
—Aún no ha contestado a mi primera pregunta: ¿qué puedo hacer yo para evitar esos desmanes?
—Recurrir a un médium del Cuerpo o a algún violeta peruano nos obligaría a revelar y quizá a sacrificar gran parte de nuestro hallazgo para depositarlo en manos del gobierno peruano. Muchas de esas valiosas piezas podrían terminar en manos de coleccionistas privados o posiblemente siendo destruidas. Dado que usted ya no presta sus servicios al Cuerpo, podría ayudarnos a que esos tesoros fueran a parar a museos legítimos donde pudieran ser estudiados y preservados antes de que su existencia llegue a conocimiento de esos ladrones.
Natalie dejó escapar un bufido y reclinó la cabeza en la jamba de la puerta.
—Mire, será una noble causa y todo lo que usted quiera, pero yo no me puedo permitir…
—Estamos dispuestos a pagarle cuatrocientos mil dólares.
Natalie levantó la vista.
—¿Cómo ha dicho?
Wilcox hizo una larga inspiración, como si le incomodara discutir asuntos pecuniarios.
—Sabemos el valor que tienen sus facultades, y deseamos que sea recompensada debidamente. Le ofrecemos cien mil ahora y los otros trescientos mil una vez concluido el trabajo.
—Demasiado bueno para ser cierto, me parece a mí.
Pese a la prevención que le suscitaba la cuantía de aquella oferta, Natalie no pudo evitar hacer cálculos: liquidaría la segunda hipoteca, saldaría sus tarjetas de crédito, ayudaría a pagar la intervención de su padre y quizá incluso le sobrara algún dinero para que la señora de los gatitos tratara a Callie… y todo ello sin colaborar a que otros delincuentes corporativos se salieran con la suya gracias a sus peligrosas mentiras.
—¿Adónde tendría que desplazarme?
—Lamento decir que es un trabajo de campo en la cordillera andina. Pero todos los gastos de alojamiento y manutención y cualquier cosa que precise para hacer más grata su estancia correrán de nuestra cuenta. Alfombra roja, de principio a fin.
—¿Incluso en el presidio peruano donde nos metan a todos?
El arqueólogo se rio.
—El patrocinador de la expedición ha tomado todas las medidas necesarias para que eso no ocurra. No tiene usted nada de lo que preocuparse. Tenga en cuenta, además, que gracias a su trabajo algunos de los restos más importantes de la civilización inca acabarán en los museos en lugar de en manos de cazadores de fortunas.
Natalie suspiró, crispada por la tentación.
—¿Cuándo tendría que empezar?
—Lo antes posible, a finales de esta semana como muy tarde.
—¿Y cuánto tiempo duraría el trabajo?
—Si tenemos suerte, bastarán unos días. Pero, desde luego, no más de una o dos semanas.
Natalie tuvo que morderse los labios para evitar precipitarse en la respuesta.
—No sé. Tendría que pensármelo.
Al apartar los ojos del doctor Wilcox, evitando su mirada, vio que Patti Murdoch, la canguro, se acercaba por la acera.
—¡Hola, señora Lindstrom!
—Hola, Patti. Me alegro de que hayas podido venir.
Aliviada, Natalie despidió al arqueólogo haciendo un ademán con la tarjeta que aún sostenía en la mano.
—Tengo su número.
—Por supuesto. —El arqueólogo levantó las manos y se retiró—. Medítelo cuanto guste. Pero le agradecería que me diera una respuesta cuanto antes. Si queremos salvar esas valiosas reliquias, hay que actuar cuanto antes.
El doctor Wilcox cedió galantemente a la canguro su lugar y se alejó por la acera en dirección al Nissan blanco aparcado un poco más abajo.
La fibrosa adolescente, que acababa de cambiar la enmarañada ferretería que le cubría los dientes por una placa de retención con un solo alambre, lo miró alejarse con displicente curiosidad.
—¿Quién era ese?
Natalie sacudió la cabeza.
—Un desconocido.
Aun así, guardó la tarjeta en el bolsillo delantero de los pantalones.
• • •
Las nuevas sobre su padre le proporcionaron a Natalie el pretexto perfecto para eludir la triste pérdida de tiempo que le deparaba la noche, es decir: su cita con Alan. Tan pronto como el tal Wilcox se hubo marchado, regresó al teléfono, dispuesta a llamar a Alan y cancelarla, pero no había terminado aún de marcar su número de móvil cuando volvieron a llamar a la puerta.
—¿Y ahora qué?
Natalie colgó bruscamente el auricular y fue de mal talante hacia la puerta. Al abrir, se encontró a Alan sonriéndole al otro lado con pose de modelo de revista, la camisa blanca arremangada hasta los codos y una desenfadada afectación.
—¡Hola!
Precedido por el almizclado perfume de su colonia, pasó al interior sin esperar a que se le invitara.
—Espero que no te importe que me haya presentado un poco antes. He venido directo del trabajo para evitar el tráfico.
—No… claro que no.
Natalie se tironeó los faldones de su holgado jersey.
—Y espero a que ti no te importe esperar a que me arregle —añadió.
—¡Tómate el tiempo que quieras! Así aprovecho mientras para conocer un poco más a esta señorita.
Alan avanzó desenfadadamente hacia el arranque de las escaleras y se agachó para colocarse a la altura de Callie, a quien Patti Murdoch por fin había logrado convencer para que saliera de su dormitorio.
—¿Cómo está la princesita más guapa del mundo?
Callie no le contestó; se limitó a mirar a su madre arrugando el ceño.
—Tengo que hacer los deberes.
Al ver que la niña daba media vuelta para regresar al dormitorio, Patti hizo amago de frenarla, pero Natalie se lo impidió con un ademán de la cabeza.
—Lista, la niña —contestó Alan, restándole importancia al desplante.
—Enseguida vuelvo —le dijo Natalie, y siguió a su hija escaleras arriba.
En el cuarto de baño, se maquilló de cualquier manera y se quitó la ropa que llevaba para ponerse una falda hasta la rodilla, unas medias y un top sin mangas, sin dejar entretanto de preguntarse para qué se estaría tomando tantas molestias. Pensó en contarle a Alan la verdad —que su padre acababa de sufrir un infarto y no estaba de humor para salidas—, pero por alguna razón la idea de contarle sus intimidades para luego tener que escuchar sus falsas y consabidas muestras de comprensión se le antojó más fastidioso si cabe que hacer de tripas corazón y seguir adelante con el plan.
—¡Estás estupenda! —exclamó Alan halagador, cuando ya salían del apartamento, después de que Natalie le diera una serie de instrucciones a Patti a la carrera.
—Se hace lo que se puede, con estas prisas…
Alan le abrió la puerta de su deportivo rojo cereza, y Natalie sintió la angustia atenazándole las entrañas.
—Corvette, años setenta, ¿no? —observó.
Alan sonrió de oreja a oreja.
—¡Vaya! Qué buen ojo tiene la chica.
—Pues claro.
Natalie conocía bien aquel modelo gracias a sus colaboraciones en la investigación de accidentes de tráfico: carrocería en fibra de vidrio, sin airbags.
—¿Te gustan los coches? —le preguntó Alan, ya sentados dentro los dos.
—No —respondió ella, poniéndose el cinturón de seguridad, y luego se agarró al reposabrazos como si se preparara para el lanzamiento de un cohete espacial.
• • •
En un principio, Natalie había recurrido a aquellas salidas para contrarrestar la añoranza constante de Dan, del mismo modo que subía el volumen de la radio para acallar sus propios pensamientos. El recurso, sin embargo, acabó teniendo el efecto contrario, pues no podía evitar comparar a todos aquellos futuros pretendientes con su difunto amante.
«A estas alturas, Dan ya me habría preguntado por mi vida… o como mínimo habría hecho algún chiste malo», pensó, mientras asentía con la cabeza fingiendo tomar interés en la anécdota que Alan le estaba contando sobre su trabajo. Había pedido entrecot para los dos, sin molestarse en averiguar de antemano si estaba ante una obsesa de la salud con preferencia por la proteína magra y aversión a las carnes rojas. Natalie se dejó el sanguinolento filete entero en el plato y se limitó simplemente a picotear la ensalada.
Había conocido a Alan a través de Liv, amiga y peluquera de Natalie antes de que se afeitara la cabeza. «Te gustará, ya verás —le aseguró—. Es un encanto, y, como es hermano de mi amiga Jo, al menos ya tienes la tranquilidad de que no te va a salir un bicho raro de esos que se anuncian por internet o en las páginas de contactos o como se llamen. Dice Jo que con sus hijos se porta muy bien. Ya le hablé de ti, y me dijo que… bueno, que “eso” a él no le importaba…».
Y era verdad que «eso» no le importaba. Más bien al contrario, parecía encantado de que fuera una violeta, cosa que quizá debería haber puesto a Natalie sobre aviso.
Alan se despachó a gusto sobre las intrigas y los dimes y diretes de su oficina, mojó un buen pedazo de carne en la salsa y se lo metió de golpe en la boca.
—¿Y tú qué tal con tus fantasmas? ¿Cómo va el negocio? —preguntó, sin dejar de masticar.
—Bien —respondió Natalie por decir algo, aunque su trabajo iba todo menos bien—. Trabajar por cuenta propia tiene muchas ventajas.
Alan soltó una risotada, con la boca llena, y sacudió la cabeza.
—Te pasa justo igual que a mí. Estamos desperdiciando nuestro talento trabajando para imbéciles.
Alan la miró fijamente a los ojos. A diferencia de otros muchos, no evitaba el contacto directo con sus anómalas pupilas, que Natalie no se había molestado en ocultar tras unas lentes de contacto.
—Vamos, Natalie. No me digas que no has pensado en el gran partido que en realidad le podrías sacar a esas facultades de médium.
Natalie recordó la oferta del doctor Wilcox, los honorarios que había despreciado aquella misma tarde: cuatrocientos mil dólares.
—No me va tan mal —contestó.
—Ya, y yo me gano bien la vida diseñando esos chips informáticos con los que mis jefes se están forrando. Pero si esas patentes fueran mías, ahora mismo sería multimillonario. —Alan se inclinó hacia ella y bajó la voz—. Por eso creo que tú y yo deberíamos trabajar juntos.
«Debería haberlo visto venir», pensó Natalie.
—¿Y qué plan tenías en mente? —le preguntó, aunque no le habría costado un gran esfuerzo adivinarlo.
—Muy sencillo. Tú tienes acceso a las mentes más preclaras de la historia, a todas, desde Arquímedes, a Da Vinci, Edison, Einstein… Y yo por mi lado cuento con el know-how técnico que se necesita para hacer realidad los inventos de todos ellos. Comercializamos los resultados y, ¡bang!, ya tenemos la próxima Microsoft en nuestras manos.
Alan remedó con las manos una pequeña explosión y sonrió con suficiencia, como si acabara de hacer un truco de magia.
Natalie sonrió a su vez, pero no por el mismo motivo. Evidentemente, Alan ignoraba que el CCUN llevaba décadas intentando explotar a difuntos científicos con ínfimos resultados. El problema radicaba en que incluso los mayores genios del pasado demostraban ser de poca utilidad una vez se habían perdido una década o más de adelantos tecnológicos. Invocarlos para investigaciones actuales era como pedir a un chamán aborigen que practicara una intervención de neurocirugía.
Natalie decidió dejar que Alan siguiera con su cuento de la lechera y seguirle la corriente un rato. Por primera vez durante la cena, agarró la copa de merlot que él le había pedido. Tenía por principio no probar el alcohol, y no solo por su paranoia con la salud, sino porque si un violeta en estado de embriaguez perdía el control mental, también podía perder la capacidad de defenderse de posesiones indeseadas. Aun así, no tenía inconveniente en servirse del alcohol como apoyo. Fingiendo dar unos sorbitos del vino, se recostó en el asiento e intentó disimular el sardónico regocijo en su voz.
—Y esa… «asociación» nuestra, ¿sería por placer o por negocios?
—Ambas cosas.
Alan le dirigió una mirada insinuante, con la que a todas luces pretendía conquistarla.
—Sabrás que invocar a los espíritus tiene sus riesgos, ¿verdad?
Alan encogió los hombros.
—Todo controlado. Ya me he documentado sobre el tema del SoulScan, y sé que si un espíritu se te pone tonto, le doy al botoncito ese del pánico y asunto resuelto.
—Muy considerado por tu parte. —Natalie ahuecó la palma de la mano en torno a la copa y se asomó a ella como si estuviera ante una bullente marmita—. Pero no sé si sabrás que algunas veces los espíritus no esperan a ser invocados. De vez en cuando llaman a tu puerta.
Alan rebañó con la cuchara la piel de la patata al horno que acompañaba su entrecot.
—¿A tu puerta?
—Sí. Cuando eso sucede…
Natalie profirió una fingida exclamación de dolor, dejó la copa sobre la mesa y se llevó la mano a la frente.
—¿Natalie? ¿Qué ocurre?
—No, nada. Es algo normal. —Inspiró profundamente varias veces, con los ojos entornados—. Ya se pasará.
Natalie dejó las palmas de las manos sobre la mesa, con los brazos temblando como si intentara controlarse. Un momento después, la muñeca derecha dio una sacudida y tiró la copa de vino. El merlot se derramó por el mantel, y el cristal rodó hasta caer al suelo y hacerse añicos.
Alan miró de soslayo a los demás comensales, que no les quitaban la vista de encima, y luego devolvió la mirada hacia Natalie, con más bochorno que preocupación.
—Oye, si no te encuentras bien y quieres que…
—No, no te preocupes. —Fingió entonces unas arcadas y dejó que un hilillo de flema le resbalara por el mentón—. Hace tiempo… hace tiempo invoqué el espíritu de un violento asesino, y desde entonces…
De repente, Natalie torció bruscamente la cabeza hacia un lado y puso los ojos en blanco. La camarera se acercó a la mesa donde estaban los dos sentados, acompañada por un mozo que llevaba una fregona en la mano, pero ambos retrocedieron amedrentados al oírla exclamar con silbante gorgoteo:
—Déjame entrar.
La mano de Natalie palpó la mesa a tientas y cuando sus dedos dieron con el cuchillo de la carne que había dejado junto al plato, lo empuñó bruscamente por el mango de madera.
El efectista aleteo que siguió imprimiendo a sus párpados le impidió disfrutar del semblante de Alan, pero sí alcanzó a ver la maravillosa tonalidad cetrina que adquirió la bronceada tez de su pretendiente cuando este ya huía a escape de la mesa con el rabo entre las piernas.
La camarera se acercó apocadamente y le preguntó si quería que llamara a una ambulancia, pero Natalie, desternillada de risa, no fue capaz de responderle.
• • •
En un alarde de caballerosidad, Alan no solo había huido sin pagar la cuenta de la malograda cena; además, había dejado a Natalie sin vehículo en el que regresar a su casa. Así que Natalie se encargó de la factura, y estaba a punto de llamar a un taxi cuando se le ocurrió una idea.
«Bella», pensó con sonrisa aviesa, y salió con paso despreocupado del restaurante.
Arabella Madison, la última de los antiguos agentes de seguridad del Cuerpo que tenían asignada la vigilancia de Natalie, esperaba junto a su Acura en el aparcamiento de fuera. Llevaba puesto un exiguo vestidito negro que le dejaba al descubierto las piernas, largas como las de una gacela, y cualquiera hubiera dicho que era ella y no Natalie quien tenía una salida romántica esa noche. La agente estaba a todas luces ejercitando las pantorrillas para matar el tiempo, pues, apoyada en una pierna, hacía flexiones con la otra levantando del suelo una y otra vez el afilado tacón de sus botas de charol, pero en cuanto vio a Natalie acercarse interrumpió el ejercicio y le sonrió.
—¿Qué, ya has espantado a otro? Y esta vez en tiempo récord, ¿no?
—Estoy perfeccionando la técnica —respondió Natalie—. Anda, sé buena y llévame a casa, haz el favor.
Madison reaccionó como si acabara de romperse una uña.
—Será broma, ¿no?
—¿Por qué va a ser broma? Te pilla de camino, ¿no? —Natalie hizo un ademán hacia el tráfico que circulaba por la carretera—. Si lo prefieres, me voy en autoestop, tú verás.
La agente le dirigió una mirada fulminante y abrió la puerta del Acura.
—Entra.
—Gracias. —Natalie se dejó caer en el asiento del copiloto con sonrisita ufana—. Oye, esto parece una salida de chicas. ¿Sacamos una peli y nos hacemos unas palomitas?
Madison tomó asiento al volante.
—Ni soñarlo. Cuando me asciendan, no quiero volver a verte nunca.
—¿Lo ves?, tú y yo tenemos mucho en común. A mí me pasa exactamente lo mismo.
—Ja, ja, muy graciosa. Deberías meterte a cómica. Uy, perdona, bonita, se me olvidaba… si no puedes encontrar trabajo.
Antes de que Natalie acertara a replicarle, ya habían salido disparadas del aparcamiento. Arabella advirtió que acababa de tocar un punto sensible y aprovechó la ocasión para frotar sal en la herida.
—El mundo laboral está de pena últimamente, ¿verdad? No hay nada de nada. Menos mal que nosotras somos asalariadas… ¡glups! —Bella se llevó la mano a la mejilla fingiendo compunción—. Lo siento. Qué cabeza la mía.
Natalie apretó los dientes, preguntándose si no habría sido mejor hacer autoestop después de todo.
—Dime, Bella, ¿cuántas puñaladas traperas vas a tener que dar para que te concedan ese ascenso?
—Oye, guapa, yo al menos intento prosperar en la vida.
—Ya, castigando a mi familia.
—No, Natalie, de eso ya te encargas tú muy bien… para ese trabajo sí que eres buena, por lo que veo. El mío consiste en hacer que entres en razón y vuelvas a tu puesto en el Cuerpo.
Arabella la miró de soslayo, y por una vez Natalie creyó ver en ella a una hermana mayor preocupada por su bien más que a una arpía.
—Ya va siendo hora de que dejes de pensar en ti y te ocupes del futuro de tu hija. Más vale que te hagas a la idea de que el Cuerpo no permitirá que trabajes para nadie más en lo que te queda de vida. Yo no tengo la culpa; las cosas son así, y punto. Cuanto antes lo admitas, antes podremos seguir con nuestra vida tanto tú como yo.
Aquellas palabras sonaron mucho peor a oídos de Natalie que los cumplidos socarrones y las amenazas veladas a las que su vigilante la tenía acostumbrada. Para aquellos, siempre había tenido una réplica ingeniosa a punto, pero las serias advertencias de Arabella le habían llegado al alma, sobre todo porque le devolvían el eco de sus propios reproches.
El Acura frenó con gran chirrido de neumáticos frente al portal de su bloque, y la agente Madison fulminó a Natalie con otra de sus miradas.
—Decidas lo que decidas, no pienso pasarme el resto de mis días metida en un coche haciendo guardia frente a tu portal noche tras noche, y haré todo lo que esté en mis manos para impedirlo, que lo sepas. Si vuelves al CCUN, nos evitarás muchos malos tragos a ambas. Piénsalo bien, ¿de acuerdo?
—De acuerdo.
Natalie sabía que estaba condenada a reflexionar sobre aquellas advertencias tanto si quería como si no.
—Gracias por traerme, Bella. Deberíamos compartir coche más a menudo.
El sarcasmo, sin embargo, le salió apagado y sin fuerza. Se apeó del Acura y avanzó apesadumbrada hacia su portal, consciente de que el hogar que la esperaba no le brindaría refugio.
• • •
—Qué pronto ha vuelto —observó Patti Murdoch al verla entrar en casa—. ¿Qué tal la cita?
—Mejor de lo que esperaba —dijo Natalie, pero no sonrió.
—Ah. —La canguro la siguió escaleras arriba—. La acosté hace una hora o así. Pero no sé si se habrá dormido ya. Creo que está teniendo más… más sueños de esos.
—Mmm…
Natalie se detuvo frente al dormitorio de Callie y pegó el oído a la puerta. Dentro, la niña murmuraba con velocidad enfebrecida:
Y ahora me voy a acostar, te ruego, Señor, mi alma guardar…
Callie no pronunció el verso siguiente, «Si muero antes de despertar…», sino que se limitó a repetir una y otra vez el primer pareado. Era el nuevo mantra protector que había estado ensayando recientemente, en las clases de formación como violeta que le impartía la propia Natalie. Pero ¿a quién estaría intentando ahuyentar? ¿A Thresher? ¿O era solo su imaginación y sentía que el asesino llamaba a su puerta, intentando mancillar su inocencia con su morbosa lujuria?
La plegaria de la niña concluyó con un abrupto estertor, como si unas manos furiosas le estuvieran oprimiendo la garganta. Cuando Callie habló de nuevo, dijo con rasposa voz masculina y tono amenazador: «¡Mocosa insolente! ¿Sabes lo que me has hecho?».
—Creo que será mejor que te vayas —le dijo Natalie a Patti, tendiéndole el dinero que le debía, y esperó a que la canguro se hubiera marchado para entrar en el dormitorio de su hija.
Dentro, Callie se retorcía entre sus arrugadas sábanas con estampado de ositos, escupiendo maldiciones como una cobra venenosa. Natalie subió a la cama de la niña, le bajó los puñitos para que dejara de lastimarse y la sujetó con fuerza.
—Venga, nenita —la apremió—. Pelea con él.
El vientre de Callie se movía arriba y abajo como el fuelle de un herrero. Resopló un par de veces y luego exclamó a voz en grito:
—¡Déjame en paz!
Los rechonchos mofletes de Callie se desinflaron de pronto y cayeron como los papos de un perro gruñón.
—¿Que te deje en paz? —dijo entre dientes, sardónicamente—. ¡Me mataste, pequeño monstruo!
Natalie sujetó a Callie con todas sus fuerzas al ver que un nuevo acceso de furia sacudía el cuerpo de la pequeña.
—El mantra, cielo. Protégete con el mantra.
Los ojos violeta de su hija se abrieron de par en par, y su rostro se contrajo coléricamente.
—Tú cállate. Si no hubiera sido por ti y por la mocosa de tu hija, todavía seguiría vivo.
Natalie pensó que aquel vitriólico semblante le recordaba a alguien, pero no sabía a quién. No era la voz de Thresher. ¿Qué otro espíritu podría albergar semejante odio hacia ambas?
—El mantra, Callie.
Natalie miró fijamente a los ojos fulgurantes de Callie, intentando establecer contacto con la mente que había detrás de ellos.
—Usa el mantra, cielo.
Callie pataleó y forcejeó con las muñecas para intentar zafarse de su madre. La respiración agónica y entrecortada le agitaba convulsamente el pecho. Con la cara enrojecida, su semblante saltaba de la cólera al miedo, como una ilusión óptica cuyo sujeto fuera transformándose según la percepción del espectador. Finalmente, las palabras brotaron de su garganta:
—«Te… te ruego, Señor…».
—Muy bien, cariño. ¿Qué ruegas?
—«… mi alma… ¡MI alma… guardar!».
Las extremidades de Callie se relajaron y la niña se deshizo en sollozos, como si acabara de salir de una pesadilla que sabía volvería a asaltarla.
Natalie le soltó las muñecas y la estrechó entre sus brazos.
—Ya está, nenita, ya está. Ya se ha marchado.
—¡No se ha marchado! —lloró Callie—. Siempre está ahí.
Natalie recordó la conversación que había mantenido con la doctora Steinmetz sobre Vincent Thresher: «… el espíritu que se apoderó de ella la obligó a ver, incluso a hacer cosas, que repugnan instintivamente a su moral…».
—¿Quién es, cariño? —le preguntó—. ¿Es el hombre malo del que hemos hablado otras veces?
Callie negó con la cabeza y se limpió los mocos de la cara.
—No. Era el monstruo aquel. El que me secuestró cuando estaba en casa de la tía Inez y el tío Paul.
«Rendell». Natalie recordó entonces dónde había visto antes aquel semblante carcomido por el rencor. Horace Rendell, agente de seguridad del Cuerpo y colega en otro tiempo de Arabella Madison, había intentado durante años arrebatarle a Callie para poner a la niña en manos del CCUN, y en las suyas una jugosa recompensa. Al final se vio obligado a secuestrarla, y la raptó mientras estaba temporalmente al cuidado de Inez Mendoza, una amiga de Natalie, y de su marido, Paul.
—Dice que le hice daño —añadió Callie entre hipidos—. Por eso no me deja en paz… ni lo hará nunca.
«¡Me mataste, pequeño monstruo!», había oído Natalie que exclamaba Rendell ásperamente por boca de Callie.
—¿Y cómo ha dicho que… que le hiciste daño?
—No me lo ha dicho, me lo ha enseñado —respondió Callie—. Le clavé una aguja, y le hizo tanto daño que se mareó y se cayó al suelo dormido. —La niña se tapó los ojos, como si visualizara la escena en ese instante—. Cuando lo vi allí tirado, me burlé de él. ¡Pero en realidad no era yo la que le hacía burla! Ese hombre era muy malo, pero yo nunca le haría eso a nadie.
—Ya lo sé, cariño.
«Pero Vincent Thresher, sí», pensó Natalie. Thresher disfrutaba morbosamente clavando agujas a sus víctimas moribundas y riéndose durante su agonía. Evidentemente, Rendell ignoraba que el cuerpo de Callie, que entonces tenía cinco años, había actuado poseído por el espíritu de un asesino, por lo que la hacía culpable de su muerte… y parecía empeñado en vengarse. Ese era uno de los riesgos de la condición de violeta. La ira de quienes te odian no termina con su muerte.
—Me hizo sentir lo mismo que sintió él. —Callie se sorbió la nariz; las palabras apenas le salían de la garganta—. Igual de mal que se sintió él… y luego hizo que me durmiera. Y que sintiera lo mismo que él sintió después.
Callie apoyó la carita sobre el hombro de su madre, y las lágrimas empaparon los hombros desnudos de Natalie.
—Yo nunca le haría eso a nadie —dijo la niña.
—Ya sé que no, cariño. —Natalie la meció con ternura entre sus brazos y le apartó el enmarañado pelo de la cara—. ¿Has hablado de esto con la señora de los gatitos?
Los mofletes de la niña vibraron sobre su pecho al responder que no.
—Creo que deberías hablarlo con ella.
Natalie aferró a la pequeña contra sí aún con más fuerza, calculando los miles de dólares que aquella terapia iba a costar.
Por un instante, consideró aceptar el consejo de Bella y regresar al Cuerpo. Si lo único en juego hubiera sido su propia libertad, la habría sacrificado de buena gana. Pero Natalie sabía que sus superiores no cejarían hasta haberse apoderado también de Callie.
«Hago un buen dinero y me despido; solo lo suficiente como para reponerme un poco y tomar fuerzas», pensó Natalie, y se preguntó si la tarjeta de aquel arqueólogo seguiría en el bolsillo de sus tejanos.