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Regreso a California

Aunque Natalie se aseguró de que la compañía aérea que habría de llevarla hasta Los Ángeles no volara con aviones propiedad de Daedalus Aeronautics, le preocupaba menos el vuelo que lo que la esperaba cuando aterrizara en su destino. Avisó con antelación a Ted Atwater para que fuera a recogerla en el aeropuerto, y Callie quiso ponerse al teléfono.

—¿Esta vez es verdad que vuelves? —le preguntó Callie.

—Sí, nenita —le aseguró Natalie—. Y ya no volveré a irme. Nunca más.

—¿Me lo prometes? —preguntó Callie con manifiesto recelo.

—Te lo prometo.

—Ya lo veremos —repuso Callie.

Antes de que Natalie pudiera responderle, oyó un murmullo al otro lado del auricular y Ted Atwater se puso al teléfono para disculparse.

—No le hagas caso —le aconsejó—. Todavía está un poco tocada por lo del cumpleaños.

«Y yo», pensó Natalie, recordando aquella conversación mientras reclinaba la cabeza en el asiento del avión. Llevaba el pelo al rape, como un soldado, pero le había crecido lo suficiente para tapar los nódulos tatuados en su cuero cabelludo, y había aprovechado para desprenderse de la polvorienta y greñuda peluca en la terminal de Lima. Se había comprado también unas gafas de sol nuevas de manera que el iris de sus ojos no llamara la atención. Aun así, no pudo evitar suscitar miradas de extrañeza en el mostrador de facturación, así como al pasar por la aduana y el control de seguridad, pues viajaba con tan solo una bolsa de tela, en cuyo interior llevaba una banderita miniatura de Perú y una llama de peluche para Callie. A excepción del pasaporte y la cartera, se había desprendido de todo lo poco que había ido acumulando a lo largo de su aventura andina.

Con los ojos cerrados tras las gafas, no advirtió que se había dormido durante el vuelo hasta que oyó la voz del capitán dirigiéndose a la tripulación por megafonía.

—Personal de cabina, prepárense para el aterrizaje…

Natalie se incorporó sobresaltada y llevó la mano de inmediato al cinturón de seguridad para comprobar que lo llevaba puesto todavía y no había hecho ningún movimiento ajeno a su voluntad.

«El Señor es mi pastor —recitó—, nada me falta…».

Un auxiliar de vuelo posó la mano sobre su hombro y Natalie dio un respingo.

—Lo siento, señora —le dijo—, pero tiene que colocar el asiento en posición vertical.

—Ah… sí. Perdón.

Natalie hizo lo que le indicaban, sin dejar de repetir el mantra para sus adentros. Aunque Azure solo había intentado tomar posesión de su cuerpo una vez, aquella noche en la cámara funeraria, tenía que extremar las precauciones. En la habitación del hotel donde se había hospedado en Lima, se despertó una noche de madrugada y descubrió que estaba incorporada en la cama, con todo el contenido del bolso esparcido delante de ella sobre las mantas. En la mano empuñaba el cortaúñas, con la afilada punta de la lima rozando sobre el pulso de su carótida.

Un espasmo recorrió ondulante su cuerpo, y comprendió por qué había despertado con tanta brusquedad. Alguien más estaba intentando tomar posesión de su cuerpo, intentando expulsar a Azure de su mente, del mismo modo que Dan había purgado a Callie de espíritus indeseables en una ocasión. La mente de Natalie estaba atrapada en aquel tira y afloja entre los dos antagónicos invasores, y su cuerpo se retorció sobre la cama hasta que por fin la mano dio una sacudida y arrojó el cortaúñas al otro lado de la habitación.

¡Déjame en paz, cretino!, farfulló indignado Azure, pero sus pensamientos se percibían cada vez más distantes. ¡Estoy en mi derecho! ¡Esta mujer me privó de lo único que me importaba en la vida…!

El cuerpo convulso de Natalie recuperó poco a poco la calma a medida que el espíritu de aquel otro intruso conseguía imponerse. Sin embargo, en cuanto hubo logrado expulsar por completo a Azure, se retiró, dejándole a Natalie solo dos palabras de despedida, Lo siento, con las que determinar su identidad.

Nathan Azure no había vuelto a intentar tomar posesión de su cuerpo desde aquel día. Si Trent lo estaba reteniendo desde el limbo, es que quizá Natalie había significado algo para él, incluso puede que la hubiese querido.

Natalie continuaba lidiando con las implicaciones de dicha posibilidad. Desde que Dan muriera, su temor en el fondo era que ningún otro hombre pudiese quererla de verdad, que Dan fuera el único capaz de ver más allá de sus ojos violeta y penetrar en su mente y su corazón. Pero si incluso un sicario como Trent había sentido algo por ella, entonces quizá algún día llegara otro hombre, un hombre «bueno», al que también ella pudiera devolverle ese amor. La perspectiva suscitaba en Natalie tanto terror como ilusión.

• • •

Cuando desembarcó en el aeropuerto de Los Ángeles, Natalie temió que su peor pesadilla se hubiera hecho realidad. No había familiares risueños para recibirla en la puerta de embarque, como la había recibido Dan aquella vez que se reunieron en la terminal de un aeropuerto. ¿Y si Callie se había negado a ir a recibirla? ¿Estarían enfadados los Atwater por todas las molestias que les había ocasionado?

Con el ánimo derrotado, Natalie observó al gentío que la rodeaba y advirtió que el resto de sus compañeros de viaje se dirigían solos a la recogida de equipajes. ¡Claro! Había olvidado que las normas de seguridad aeroportuarias ya solo permitían el acceso a la puerta de embarque a los pasajeros con billete.

Un instante después, un nuevo y más intenso temor se apoderó de ella, al oír a sus espaldas una voz con acento indio que la abordaba cortésmente a sus espaldas.

—¡Señorita Lindstrom! Bienvenida de nuevo a Los Ángeles. Espero que haya disfrutado de un grato viaje.

Aunque nunca había oído aquella voz, Natalie no se sorprendió al volverse y descubrir al Camaleón viniendo hacia ella.

—Si no le importa, me tomaré la libertad de presentarme. —El agente abrió la carterita con su identificación y le hizo una breve reverencia con la cabeza—. Sanjay Prashad, agente de Seguridad del CCUN.

«Así que tiene nombre y todo», se dijo Natalie con sorna y miró de soslayo la foto del carnet, sin humor para cumplidos.

—Supongo que querrá saber dónde he estado.

—Sería muy útil, efectivamente. —Prashad guardó la carterita en la chaqueta de su traje gris—. Pero lo que en verdad precisamos es información respecto a la suerte de mi compañera Arabella Madison. Dado que tanto la desaparición de la agente Madison como la suya tuvieron lugar al mismo tiempo, pensamos que tal vez pudiera aportarnos algún dato sobre su asesinato.

Natalie se mantuvo impasible, pero no apartó la mirada.

—Seguro que habrá oído hablar del tesoro inca descubierto en Perú la semana pasada —dijo.

Desde que el personal del Museo Leymebamba recuperara las reliquias restantes, los periódicos del mundo entero se habían hecho eco de la noticia.

Prashad asintió con impaciencia.

—Sí, sí. Impresionante. ¿Por qué lo menciona?

—Nathan Azure, el millonario cuyo cadáver se encontró en el lugar del hallazgo, me secuestró para obligarme a que le ayudara a encontrar ese tesoro. —Natalie prosiguió, recitando la historia ensayada para la ocasión—. Yo aproveché para escapar cuando sus hombres se amotinaron y acabaron con su vida.

—Una historia fascinante, señorita Lindstrom. —El cantarín acento del agente acusó cierta dureza—. Sin embargo, eso no explica por qué mi antiguo homólogo en el departamento del norte de California confesó haber aceptado un soborno a cambio de que la dejara salir del país. Dicho agente mencionó también que se había marchado usted voluntariamente.

—Porque Azure amenazó a mi familia.

—Su familia mintió a los agentes de seguridad del Cuerpo cuando quisieron indagar sobre su paradero…

—… para proteger a mi hija de los hombres de Azure.

Prashad la miró con semblante serio.

—Eso no explica la muerte de la agente Madison.

—Me temo que Arabella murió en el cumplimiento de su deber, por intentar evitar mi secuestro. —Natalie adoptó el solemne pesar que requerían las circunstancias—. Si desea solicitar que se le conceda una distinción póstuma en reconocimiento a su valor, cuente con mi apoyo. Y ahora, si me disculpa, mi familia me está esperando.

Natalie se dirigió hacia las escaleras mecánicas que bajaban a la zona de recogida de equipajes, apretando el paso al ver que Prashad se precipitaba tras ella.

—¡Esto no acabará así, señorita Lindstrom! —le dijo a voces—. Aún quedan muchas preguntas pendientes a las que tendrá que responder. Muchas.

Natalie no volvió la vista.

• • •

Natalie descendió hasta las cintas por donde salían las maletas, pese a que no tenía equipaje alguno que recoger. Y desde allí, al otro lado de la puerta, divisó a Ted Atwater, aupando a Callie en brazos para que se asomara entre el trasiego de viajeros que trajinaban de acá para allá frente a ellos.

Madre e hija se divisaron al mismo tiempo, y Callie tiró del cuello de la camisa de su abuelo para que la dejara en tierra. Libre de equipaje, Natalie pasó a toda prisa por el control y corrió a estrechar a su hija, que se lanzó a sus brazos abiertos.

—Has venido —exclamó Callie, arrimándose a su mejilla—. Estás aquí de verdad.

—Sí, cariño. —Natalie la estrechó con más fuerza—. No sabes cuánto lo siento.

—Tenía mucho miedo de que no volvieras.

—Lo sé, nenita. También yo.

Ted Atwater las dejó a sus anchas un rato antes de interrumpir.

—¡Eh! ¿No hay abrazos para los abuelos o qué?

Sin querer soltar a Callie, Natalie aupó a su hija en el brazo izquierdo y dejó caer el otro sobre el hombro de su suegro.

—Ted, no sabes cuánto os lo agradezco. Si hay algo que pueda hacer por vosotros…

—Para nosotros ha sido un placer. Pero aún tienes a otros abuelos que abrazar, que lo sepas —añadió, ladeando la cabeza hacia la izquierda.

El corazón de Natalie dio un vuelco antes siquiera de volver la mirada hacia aquel señor que aguardaba pacientemente a un lado. El traje colgaba de su escuálida osamenta como las velas de un velero en calma y tenía el cutis tan macilento como grises los cabellos, pero una alegre sonrisa le iluminaba el demacrado rostro.

—Hola, nena.

«Papá». Natalie se abalanzó hacia su padre con tanto ímpetu que casi chocan los dos.

—¿Cómo…?

Apretujada entre Natalie y Wade, Callie dejó escapar una risita nerviosa. Le pequeña debía de haber hecho un esfuerzo ímprobo para no estropear la sorpresa.

—Tenía que venir. —Wade rio entre dientes y los azules ojos se le empañaron—. Órdenes médicas. Nada mejor para mi corazón que ver a mis dos chicas favoritas del mundo.

—Oh, papá. —Natalie le dio un beso en la mejilla y le susurró al oído—: Te quiero.

Ya estaba dicho. Después de darle tantas vueltas, al final había salido de la manera más natural, casi sin quererlo, pero era esa falta de premeditación lo que hacía que aquellas palabras le supieran mejor, más auténticas. Incluso se le antojaba demasiado fácil quizá. ¿De verdad lo había dicho o solo lo había pensado, como tantas otras veces antes?

Wade dio respuesta a esa pregunta de la mejor de las maneras.

—Yo también te quiero, cariño. No sabes hasta qué punto.

Tras una respetuosa pausa, Ted intervino de nuevo.

—Bueno, ¿qué tal si salimos de esta casa de locos, recogemos a Jean en el motel y comemos todos juntos en algún sitio? ¡Yo invito!

Wade alzó una mano como un guardia parando el tráfico.

—Ni pensarlo, Ted. Invito yo.

—¡Tonterías! Tú has tenido que venir desde la otra punta del país. Lo menos que puedo hacer es darte de comer como…

Los dos abuelos se pasaron todo el camino hasta el aparcamiento donde Ted había dejado el coche discutiendo por ver cuál de los dos corría con la cuenta.

Natalie y Callie se reían, felices de estar con ellos, felices de estar juntas. Solo cuando el aeropuerto ya quedaba atrás, sentadas las dos en el asiento trasero, con Callie acurrucada bajo el brazo de su madre, les cambió el talante. Por la ventanilla trasera, Natalie observó que el automóvil de Sanjay Prashad se desviaba a su vez para entrar en la autopista siguiéndoles los pasos, recordándoles como una mosca zumbona todos los problemas que seguían acechándolas.

—Te eché de menos el día de mi cumpleaños —dijo Callie y luego bajó la voz, por si su abuelo Ted podía oírla desde su asiento al volante—. Contigo hubiera sido mucho más divertido. Pero no le digas al abuelo que yo te he dicho eso.

Natalie reclinó la cabeza sobre la de su hija.

—Lo sé, cielo. Pero, a cambio, celebraremos tu cumpleaños otra vez, te lo prometo.

—Da igual. Me conformo con que hayas vuelto. —Callie torció la boca, como intentando reprimir algo que no deseaba decir—. Mmm… el abuelo Ted me dijo que había unos hombres malos en Perú que no te querían dejar marchar.

—Así es, cielo.

—Y… ¿ya han desaparecido?

Natalie miró en aquellos ojos que tanto se parecían a los suyos. «Sí, cariño, ya han desaparecido —quiso decirle—, me los quité de encima», pero habría sido mentira, una mentira que Callie se habría olido de inmediato. Intuiría que su madre no había podido librarse del acoso de aquellos hombres malos del mismo modo que ella no podía extirpar a Horace Rendell y Vincent Thresher de sus pesadillas.

—No, cariño, no han desaparecido —admitió Natalie—. Pero, si nos ayudamos las dos, evitaremos que nos hagan daño. ¿Me ayudarás?

—Ajá. —Los ojos de Callie brillaban con inquietud, pero también con esperanza—. ¿Y tú, me ayudarás a mí?

—Siempre.

Las dos se balanceaban de un lado a otro del coche al compás de las suaves curvas, y Callie dejó escapar un somnoliento suspiro.

—Entonces ¿podemos ir ahora mismo a Disneylandia?

Natalie se rio y le revolvió el pelo.

—Claro, nenita, es tu cumpleaños. Puedes pedir lo que quieras.