27
Jugarse el sol antes de que salga
¿Puedo echarle otro vistazo antes de irme?, le suplicó Abel Wilcox, como un niño que se resiste a abandonar un parque de atracciones. Será un vistazo nada más.
Natalie lanzó una ojeada hacia la cueva, donde el rescate de Atahualpa aguardaba al estudio y la admiración del mundo entero. ¿Qué arqueólogo no se resistiría a abandonar un hallazgo que había de hacer historia?
—Lo siento. No tenemos tiempo… Abe.
Natalie se sintió extraña al pronunciar aquel nombre de nuevo, sobre todo después de haber matado a la persona con quien en verdad lo tenía asociado. Pero ¿acaso no era el verdadero Abel Wilcox, reflejado en el espejo de la imitación de Trent, por quién se había sentido atraída?
«Será que estoy condenada a enamorarme de los muertos», pensó con triste sorna.
—Necesito que Honorato me ayude a montar la bomba —le dijo al doctor—, y usted y él no pueden estar en mi cabeza al mismo tiempo.
Sí, lo sé. Me conformo con haber estado aquí. Era el sueño de mi vida.
Al oírse decir eso, Wilcox se interrumpió con amargura.
Estoy en deuda con usted, añadió.
—Estamos en paz —dijo Natalie sonriente.
Todavía no. No deje que ese hombre se apodere del tesoro, Natalie. Ni tampoco de usted.
—No lo haré.
Bien… pues, cuando usted diga.
Natalie no quería utilizar el mantra protector, porque si Wilcox la abandonaba voluntariamente, quizá podría invocar a Honorato enseguida y evitar el asalto imprevisto de otros espíritus. De lo contrario, cabía la posibilidad de que todos los muertos sepultados en aquella cámara funeraria llamaran a su puerta al mismo tiempo, y que la invasión sobrecargara su sistema nervioso. Sentada con las piernas cruzadas en aquel saliente donde ya solo quedaban los pedestales derruidos de los sarcófagos, hizo una serie de respiraciones profundas y se concentró en el mantra de espectadora para facilitar la transición. No le fue preciso cerrar los ojos, pues ya estaba tan oscuro que apenas veía la mochila que tenía delante.
Rema, rema, remaen tu barca río abajo.
Sintió como si viera a Abe retirándose de su mente con una de sus caballerosas reverencias… ¿o aquellas reverencias se las había sacado Trent de su propia cosecha? No podía detenerse a pensar en esas cosas. En el instante en que su mente se desprendió de Abe, Natalie agarró el poncho con ambas manos y llamó a Honorato.
¡Alegre, alegre, alegre, alegre! La vida no es más que un sueño…
Los alfilerazos de un millón de agujas le aguijonearon la piel. Dio una bocanada de aire, pero descubrió que era incapaz de exhalarlo. Una avalancha de voces estalló en el interior de su cráneo, parloteando en idiomas que desconocía. Algunas, por lo que pudo captar, hablaban en quechua, pero otras escupían sonidos enfurecidos que no se pronunciaban desde muchos siglos atrás: era la lengua sin nombre de los Hombres de las Nubes. Natalie imaginó a las momias de la cueva desprendiéndose de sus vendas y arrastrándose hacia el exterior para abrazarse a ella, para penetrar en ella… y apoderarse de su ser.
No tenía a mano el bolígrafo de Pacampía para ponérselo de brida entre los dientes, así que cerró de golpe la mandíbula y encorvó el cuerpo, sacudida por las convulsiones.
«¡Deprisa, Honorato, deprisa!», suplicó.
La algarabía de voces remitió a medida que fue desasiéndose de sus asaltantes, hasta que finalmente quedó un único y familiar espíritu en su interior. El cuerpo de Natalie se relajó entonces, cómodo bajo la posesión de aquellos dos espíritus que miraban a través de sus ojos.
Todavía no ha vuelto a casa con su hijita, observó con pesadumbre Honorato al reparar en la boca de la cueva.
Natalie se frotó los brazos para entrar en calor.
—Me temo que no. Antes debo hacer algo, algo que me garantice que aún tendré una casa y una niña cuando vuelva.
Natalie le refirió a continuación el plan urdido con Wilcox para atraer a Azure hacia el tesoro y tenderle una emboscada. Después le mostró el material explosivo que había llevado hasta allí y le expresó sus dudas sobre los conocimientos del arqueólogo en esa materia.
No fue fácil determinar si la ingenuidad de Wilcox divirtió o indignó a Honorato.
El doctor sabe más de libros que de explosivos, ¿no? Prendiéndole fuego a esas bombonas no matarán a nadie. Seguramente el alcohol se quemaría antes de que hicieran explosión. Y aunque estallaran, a menos que la persona estuviera muy cerca, la onda expansiva como mucho la dejaría inconsciente.
Los hombros de Natalie se desplomaron.
—Entonces ¿no nos sirven para matar a Azure?
No… pero podemos hacer que sirvan. ¿Es eso lo que quiere, matarle?
Natalie pensó en los ojos y la boca de Trent abiertos de par en par… aquel rostro continuaría apareciéndosele en sueños durante toda su vida, e incluso después de su muerte. ¿Podría soportar que los fantasmas de Azure, Romoldo y quizá otra docena más de hombres la persiguieran de la misma manera?
—El jefe «gringo»… se propone hacerle daño a Callie. —Esa fue su respuesta, la única que podía ofrecerle.
Para Honorato, sin embargo, era más que suficiente.
Hay que hacer una fogata. Necesitaremos madera, palos, papel, tela… cualquier cosa seca que pueda prender.
Encantada de tener algo constructivo que hacer, Natalie sacó nuevamente la linterna de la mochila e iluminó con ella el saliente en busca de material inflamable. Vio entonces las desmochadas astas de las estacas que antes habían sujetado los sarcófagos. Las pisoteó con las botas para partirlas y luego las fue rompiendo en pedazos una por una hasta conseguir una docena de palitos, que llevó al interior de la cámara funeraria, junto con los restantes bocetos de su bloc de dibujo y una camiseta de recambio guardados en la mochila.
Eligió el punto que le pareció más centrado de la estancia, formó una pequeña pira, entrecruzando una capa tras otra de palos, y metió entre ellas las hojas de papel arrugadas y la camiseta.
Honorato contempló la hoguera con semblante satisfecho.
Así conseguiremos aplicar un calor directo y continuo en la base de las bombonas. Ahora tenemos que atarlas para aumentar la fuerza de la explosión.
Natalie salió de nuevo al exterior de la cueva y vació el contenido de su mochila.
—¿Y si las metiéramos aquí dentro?
Buena idea.
Natalie metió los cilindros de propano dentro de la mochila formando un cuadrado.
—¿Y qué haremos para que la bomba tenga potencia como para matar?
Tiene que haber algo que podamos usar como… ¿cómo lo llaman en su país? Ah, sí, metralla, ¿no?
Natalie recordó imágenes de fotos de guerra con soldados descuartizados por granadas y minas de tierra.
—Sí, metralla.
En Sendero Luminoso usábamos tuercas, tornillos, clavos. Ese tipo de cosas. También a Honorato lo desasosegaron sus recuerdos un instante. Daban… daban buen resultado.
Antes de que pudiera reprimir la imagen, Natalie vio fugazmente a un hombre en la plaza de una ciudad dando alaridos y abrazado al cuerpo exangüe de una mujer. Ella llevaba una camiseta sin mangas de color pastel cubierta de rojos boquetes por los que manaba la sangre. La policía y los enfermeros de la ambulancia forcejeaban con él, intentando arrancarle a aquella mujer de los brazos, pero se negaba a soltarla.
Pero Natalie no podía detenerse a pensar en los efectos de la metralla. Agarró la mochila con los cilindros y regresó precipitadamente al interior de la cámara funeraria.
—¿Cree que servirían? —le preguntó a Honorato, señalando la urna repleta de esmeraldas en bruto.
La idea divirtió perversamente a Honorato.
Una forma un tanto cara de matar a un hombre… pero, sí, no serían mala munición.
Natalie metió las piedras a puñados en la mochila y las fue encajando entre las bombonas para que salieran despedidas en el momento de la explosión. Cuando ya tenía la bolsa cargada hasta los topes, se quedó paralizada en el sitio, con el último puñado de esmeraldas todavía en la mano, y lanzó una ojeada hacia la entrada de la escalera.
Había oído el leve eco de unas pisadas que subían… ¿o eran imaginaciones suyas?
Ya fuera real o imaginario el ruido, Natalie introdujo el último puñado de esmeraldas a toda prisa en la mochila y la cerró con la cremallera. Una vez lista la bomba, vertió un poco de pisco sobre la pira a modo de combustible y encendió una cerilla, que llevó a distintos puntos de la leña. Unas llamitas prendieron en el papel, arrugándolo de inmediato, y lamieron con sus lenguas el entramado de astillas. Cuando se disponía ya a rociar la bomba con el pisco y arrojarla a las llamas, Honorato la detuvo.
¡No, no, no!, la reprendió. La mochila no puede arder antes de que exploten las bombonas, si hace eso, se caerán las piedras. La idea es ir aumentando el calor y la presión sobre las bombonas progresivamente, como si fuera una olla a presión.
—Entiendo.
Natalie dejó a un lado el pisco y se dispuso a colocar la mochila en la hoguera.
¡No, no, no!, exclamó de nuevo Honorato, con la impaciencia del director ante esa orquesta que desafina una y otra vez. Todavía no. Si hace eso, explotará antes de lo debido. No la eche a la hoguera hasta que estén a punto de entrar.
—¿Y cómo demonios quiere que yo sepa cuándo van a entrar? —gruñó Natalie.
Yo la avisaré.
—Gracias —le dijo en español.
Natalie fue hacia la escalera, con la bomba cargada en una mano, y aguzó el oído. No habían sido imaginaciones suyas: hasta ella llegaba débilmente el presuroso correteo de múltiples pisadas, como un tropel de ratas escabulléndose por una alcantarilla.
Natalie se volvió hacia la cueva buscando dónde resguardarse de la explosión. Aunque ya se había detenido en la contemplación particular de varios de los tesoros allí desperdigados, ahogó una nueva exclamación de admiración: las llamas de la hoguera iluminaban ya la totalidad del tesoro, haciendo incluso que el propio aire refulgiera con el calor reflejado de las lágrimas de plata y el dorado sudor.
Allí, arrimado contra el centro de la pared de la cueva, a menos de dos metros de distancia de la hoguera, dominando desde su atalaya el resto de piezas menores como un noble pasando revista a sus súbditos, se alzaba el plato fuerte del botín: el trono de Atahualpa. El mismo sobre el que el Inca había hecho entrada aquel día en Cajamarca, cuando Francisco Pizarro lo sacó a rastras de su palanquín agarrado por el tobillo como si fuera un esclavo fugitivo. Natalie recordó haber leído que cuando los conquistadores se repartieron el rescate, Pizarro exigió quedarse con aquel trono como trofeo personal.
Era la silla del Hijo del Sol, no cabía duda alguna. Esculpida en oro macizo, con su asiento sin reposabrazos elevado a casi dos metros de altura, debía de pesar más de una tonelada. El alto respaldo se abría en forma de arco en el punto donde el altivo Inca debía de reclinar la cabeza, con los encendidos rayos solares desplegados en forma de radio de su corona. Ante tal esplendor, Natalie comprendió perfectamente que sus súbditos hubieran otorgado carácter divino al monarca, y que los nobles cargaran a cuestas su trono y los campesinos se postraran a su paso.
A ella, sin embargo, el trono no le serviría. Estaba arrimado a la pared y pesaba demasiado como para moverlo y esconderse tras él. Cuando consiguió apartar la vista de su magnificencia, reparó en un escudo mejor. A la derecha del trono, apoyada a su vez contra la pared, se alzaba una enorme representación de Inti, el dios del sol: un abollado disco de oro macizo que debía de medir un metro cincuenta de diámetro, con el semblante impasible del poderoso Inti.
«Este seguro que aguanta un bombardeo de esmeraldas», se dijo Natalie y fue hacia las escaleras para aguzar el oído de nuevo. Las pisadas se oían cada vez más nítidas y cercanas.
Luego, levantó la bomba, dispuesta a dejarla caer sobre la crepitante hoguera.
—¿Ya?
¡No!, exclamó Honorato. Todavía no. Espere un poco más…
Natalie apartó la mochila de las llamas.
—«Espere hasta ver el blanco de sus ojos» —masculló, repitiendo la célebre consigna en la batalla de Bunker Hill.
¿Cómo dice?
—Nada, no importa. —Natalie se acercó a la pared donde la escalera doblaba para unirse a la cámara funeraria y echó una ojeada. Un pequeño y tenue círculo de luz surgió en ella—. Honorato… ¿cómo se apellida usted?
Velasco.
El círculo de luz se expandió, de la misma manera que había hecho cuando Natalie subía por las escaleras, y su intensidad fue en aumento. Las asincrónicas pisadas resonaban en el túnel amplificadas, como si discurrieran a través de la trompeta de un gramófono.
—¿Dónde vive su familia?
En Pisac, cerca de Cuzco. ¿Por qué lo pregunta?
—Para el futuro. Si es que tengo algún futuro.
El haz de luz de la linterna cobró total nitidez, y una serie de puntos luminosos menos definidos saltaron junto a él en la pared.
¡AHORA!, ordenó Honorato.
Natalie fue corriendo hacia la hoguera y colocó la bomba sobre ella. Las llamas se abrazaron de inmediato a la mochila.
Luego agarró la botella de pisco para utilizarla como arma arrojadiza en caso de emergencia y corrió a agazaparse en el hueco entre la pared y el disco del dios solar apoyado en ella. Embozada en el maltrecho poncho de Honorato como si fuera la cogulla de un monje, se acurrucó en posición fetal procurando camuflarse remedando a las momias que la rodeaban.
Inclinó la cabeza para no perder de vista el arranque de la escalera y, por la estrecha rendija abierta entre los faldones del poncho, divisó a Romoldo asomándose a la cámara, con una linterna en una mano y una pistola en la otra. Sus taimados ojos se abrieron de par cuando descubrieron las riquezas allí almacenadas y, por un instante, pareció olvidar su sempiterna prudencia. Flexionando el dedo en torno al gatillo, profirió un gruñido al reparar en la hoguera encendida en mitad de la cueva. Natalie se puso en guardia al ver que Romoldo ordenaba al resto de la invisible partida que entrara, mientras apuntaba hacia las llamas, gritando:
—¡La bruja! ¡La bruja!
«No, por favor, no», pensó Natalie.
—¡SILENCIO! —ordenó a voz en grito Nathan Azure en inglés, olvidando a todas luces su español momentáneamente, ofuscado por los gritos de Romoldo—. ¡Cállese! ¡Cállese! Ya encontraremos a la bruja a su debido tiempo. Nada debe estropear este momento.
El inglés se adentró en la cueva como un peregrino en una catedral, y la gelidez de su porte se deshizo dejando paso al asombro infantil. Volvía la cabeza a un lado y a otro, los ojos empañados, ansioso y feliz a un tiempo ante la imposibilidad de abarcar tanta maravilla.
—Lo sabía —dijo con la voz rota—. Lo sabía.
Con las manos convulsas por la excitación, se despojó torpemente de los guantes y los arrojó al suelo, a pocos pasos de la hoguera, cuyas llamas envolvían ya la mochila con los cilindros de propano.
«¡Venga! —exclamó Natalie para sus adentros en dirección a la bomba—. Explota. ¡EXPLOTA antes de que te vean…!».
Romoldo profirió un gruñido y, con un movimiento del brazo, intentó cerrar el paso a sus compatriotas, al verlos agolparse en el umbral, dándose codazos y empellones para contemplar el codiciado botín que imaginaban ya pronto en sus manos. Guardando una distancia prudencial de su patrón, Romoldo avanzó hacia la pira y registró la estancia con mirada acechante.
Embelesado ante tanta maravilla, Nathan Azure pareció olvidarse por completo de sus hombres. Posaba las manos desnudas sobre estatuas, máscaras funerarias, cuencos, alpacas y mazorcas de maíz; presa de una avaricia desmedida, saltaba de una cosa a otra cada vez más rápido, como si aquel tesoro fuera a esfumarse de un momento a otro como polvo de hadas.
—¿HA VISTO ESTO, PADRE? —exclamó, agitando en alto los puños, repletos de collares preciosos—. ¡Y AHORA QUÉ ME DICE DE SUS PUÑETEROS DETERGENTES!
Pero tampoco entonces sonreía. Deliraba con la exaltación de un violador, con la lúgubre satisfacción de quien ve cumplido un deseo sin alegría ni calor humano.
Luego su mirada se posó en el trono de Atahualpa, y el éxtasis pudo más que la reprensión. Se acercó con suma cautela al refulgente trono presa de una gran alteración, y las palmas de sus manos planearon sobre su superficie como si fuera a caer fulminado solo por tocarlo. Cuando por fin se atrevió a apoyarlas sobre su lustre, un estremecimiento de goce malsano sacudió su enjuto y nervudo cuerpo. Con los ojos fulgurantes, tomó asiento en el trono tan parsimoniosamente como un monarca a la espera de su coronación.
«¡Rápido! —suplicó Natalie en dirección a la bomba—. Venga, bonita, explota de una vez».
Romoldo observaba a su jefe sin dar crédito, azogado y fuera de lugar. Al apartar la mirada de su patrón y desviarla hacia la hoguera, torció el gesto con recelo. Guardó de nuevo la linterna en el bolsillo trasero del pantalón y se agachó para examinar de cerca aquella mochila que ardía entre las llamas.
«¡NO!», exclamó para sí Natalie, abalanzándose hacia delante a la vez que agarraba la botella de pisco por el cuello.
Romoldo cogió la mochila y la levantó de la pira, pero enseguida la dejó caer con un respingo y se llevó los dedos abrasados a la lengua.
Natalie se quedó paralizada en el sitio, pero, aunque llevaba la cabeza todavía cubierta por el poncho, era demasiado tarde. Romoldo debió de haber advertido el movimiento, pues llevó la mano nuevamente a la linterna y fue hacia la pared enfocando el disco solar de Inti con mirada escrutadora.
Natalie tensó el cuerpo, dudando de si huir o quedarse quieta intentando pasar por momia. Antes de que pudiera tomar una decisión, un estruendoso bombazo acalló todo pensamiento.
Encorvada sobre sí misma, llevó los brazos a la cabeza para protegerse mientras el disco solar resonaba con metálico estruendo bajo la lluvia de proyectiles. El estridente repiqueteo sepultaba casi los desgarradores alaridos de un hombre que chillaba al fondo.
La cueva se ensombreció con una rojiza e infernal penumbra, iluminada ya solo por la humeante leña y las ascuas diseminadas por la explosión. Un repentino silencio se había adueñado del lugar, o quizá fuera que Natalie, ensordecida como estaba por el taladrante zumbido en sus oídos, no era capaz de oír nada.
Ha funcionado, ¿no?, preguntó Honorato cuando al cabo de unos minutos seguía sin percibirse movimiento alguno en la cámara funeraria.
«Ahora lo veremos», contestó Natalie para sus adentros, temiendo hablar en voz alta.
Salió sigilosamente de su escondrijo tras el disco solar, pero un estertor la hizo retroceder de inmediato. A un par de metros de distancia, Romoldo se arrastraba por el suelo a cuatro patas, con un hilo de sangre colgándole por la boca.
Al ver que se ponía en pie tambaleante, Natalie agarró la botella de pisco preparándose para el ataque. Romoldo, sin embargo, no hizo intento alguno de ir a por ella, y se abalanzó hacia las escaleras dando resoplidos. Sus compadres evidentemente habían salido huyendo, así que se arrimó a la pared buscando apoyo y bajó las escaleras dando tumbos y dejando a su paso negros tiznajos y manchurrones cada vez que se desplomaba contra ella.
Cuando Romoldo se perdió de vista, Natalie advirtió que el hombre se había dejado la linterna tirada en el suelo, encendida todavía. Y seguramente la pistola también rondaría por allí cerca.
Se aventuró, pues, a salir de su escondrijo y, sin apartar la mirada del trono de Atahualpa y de la oscura sombra que allí acechaba, fue a toda prisa hacia la linterna y con su ayuda localizó la pistola. Armada con ambas, se dispuso a enfrentarse a Nathan Azure.
Desmadejado contra el respaldo del trono, con los brazos colgando flácidos a ambos lados, Azure no emitía más sonido que un agónico gorgoteo. Al alumbrarlo con la linterna, Natalie comprendió el porqué. Una lluvia de meteoritos en forma de verdes cristales le había llenado de cráteres el pecho y el abdomen, la sangre brotaba entre las piedras preciosas, manaba sobre ellas, y cuando Natalie levantó seguidamente la linterna hacia el rostro, observó que en la cuenca que antes ocupaba su ojo izquierdo refulgía ahora un translúcido fulgor esmeralda.
Por un instante, el otro ojo giró en su cuenca y le lanzó una mirada fulgurante, pero enseguida pareció apartarla de Natalie, como si la considerara indigna de sus últimos momentos. El globo ocular se movía a derecha e izquierda, enfocando la vista más allá de ella, de manera que su última visión pudiera ser la refulgente magnificencia de la que había sido su única y verdadera pasión en la vida.
Luego el ojo descansó, ya con la mirada perdida, y los boqueantes labios de Azure se entreabrieron para no volver a cerrarse. El adinerado caballero, rodeado de riquezas y tachonado de piedras preciosas, había pasado a formar parte de su codiciado tesoro.
Se acabó, ¿no?, dijo Honorato. Todo ha terminado.
—No, todo no.
Natalie miró fijamente el rostro inanimado de Azure, el verde centelleo de su refulgente ojo, y no sintió sensación alguna de triunfo, ni de alivio, ni siquiera de consecución, sino tan solo cansancio. Sabía lo que estaba por venir, pues había abofeteado a aquel hombre con la mano desnuda. A diferencia de Trent, Azure la odiaba con suficiente inquina como para regresar del otro mundo.
Unos gélidos pinchazos le aguijonearon la piel, como copos de nieve deshaciéndose. Iba a volver la espalda al trono, dispuesta a recoger su pasaporte y demás pertenencias, cuando descubrió que no podía moverse: se había quedado tan rígida y paralizada como uno de los sarcófagos de los Hombres de las Nubes. Honorato intentó decirle algo, pero las interferencias le impidieron oír con claridad el mensaje, como en una emisora de radio cuya sintonización empezara a perderse.
El ataque sobrevino violentamente, y Natalie cayó derrumbada hacia el trono y se desplomó sobre el regazo de Nathan Azure. La sangre que antes corría por el torso y los pantalones del moribundo, le manchó la mejilla izquierda, y el asalto se recrudeció.
¡Me ha matado en mi momento de gloria!, se lamentó Azure en el interior de su mente. Ha acabado con mi vida justo cuando empezaba a cobrar sentido.
Las manos de Natalie se estrecharon en torno a la pistola y la linterna como las de un electrocutado agonizante, como si fueran cables de alta tensión. Su mano derecha, como movida por un resorte interno, llevó la pistola a la sien.
Yo le enseñaré lo que se siente al ser privado de lo que uno más quiere…
Natalie buscó el auxilio de Honorato, pero Azure había expulsado su espíritu. La sangre derramada era un fetiche demasiado potente contra el que luchar.
Luchando por dominarlo, Natalie forzó la entumecida boca y, con un leve y balbuceante gemido, acertó a pronunciar el primer verso del Salmo 23.
—El… Señor… es… mi… pastor… nada me falta.
El cañón de la pistola temblaba en su sien.
Poco a poco, las palabras empezaron a brotar con mayor fluidez.
—¡En verdes pastos me hace reposar! ¡Junto a tranquilas aguas me conduce!
Finalmente, desenroscó el dedo del gatillo y bajó la pistola.
¡NO!, exclamó Azure.
Natalie se levantó y se limpió la sangre de la mejilla, gritando:
—¡ME INFUNDE NUEVAS FUERZAS! ¡ME GUÍA POR SENDAS DE JUSTICIA POR AMOR A SU NOMBRE!
¡No se saldrá con la suya, bruja!, gimoteó Azure, pero sus pensamientos empezaban ya a apagarse en la mente de Natalie, empujados por el mantra protector. Volveré una y otra vez, hasta que consiga tomar posesión de su cuerpo. ¿Me ha oído? ¡Nunca logrará deshacerse de mí!
—Lo sé —susurró Natalie con auténtica pesadumbre—. Pero «No temeré ningún mal».
Retomó el salmo y siguió bisbiseándolo a modo de consuelo, pese a saber que Azure ya se había marchado.
Luego salió a la cornisa y recuperó el pasaporte junto con otra serie de cosas que le iban a ser necesarias para el largo trayecto de vuelta a casa. Recogió también su linterna y dejó la de Romoldo, pero no soltó su pistola, y avanzó con ella en la mano por si a alguno de los pusilánimes lacayos de Azure se le ocurría regresar.
Como así hicieron: se asomaron con sus oscilantes lámparas por la entrada de la escalera y registraron precavidamente el interior. A Natalie, sin embargo, apenas le prestaron atención. Libres ya de su patrón, habían venido a saquear el tesoro, y una vez se cercioraron de que no había ninguna otra bomba presta a hacer explosión, se arrojaron sobre el tesoro como una bandada de rapaces hambrientas, para llenar sacos, bolsillos y camisas con todos los objetos preciosos con que eran capaces de arramblar.
Natalie no hizo amago de detenerlos, ni tampoco de llevarse nada. Aquel oro manchado de sangre estaba maldito para ella, y ya tenía bastantes espíritus airados para asediarla el resto de su vida. Cuando al día siguiente llegara a Leymebamba, se pondría en contacto con Luis Pacampía y daría instrucciones precisas al personal del museo para la localización de la cueva. Sobraría tesoro suficiente que preservar; había demasiado como para que aquella cuadrilla de ladrones de tres al cuarto contratados por Azure se apropiara de todo en un solo día.
Al bajar por la escalera excavada en el interior de la montaña, se encontró con Romoldo, tendido boca abajo en los peldaños. No había llegado muy lejos, aunque, en su estado, habría tenido que hacer un esfuerzo sobrehumano para dar un paso siquiera. Uno de sus diligentes compatriotas estaba agachado junto a él, y en un primer momento Natalie pensó que el hombre intentaba restañar sus heridas. Luego vio que sacaba los dedos manchados de brillante escarlata por uno de los fruncidos orificios en el costado de Romoldo y, sonriendo satisfecho, acercaba la ensangrentada esmeralda a la luz de la lámpara para contemplarla. Natalie pasó a toda prisa por su lado mientras el hombre se embolsaba la piedra y procedía a explorar un nuevo tajo en el abdomen de Romoldo.
Lastrada por la responsabilidad de lo que había hecho, y de lo que aún le quedaba por hacer, a cada paso que daba sentía los pies más pesados durante el tedioso descenso. Cuando por fin llegó al acceso oculto desde donde arrancaba la escalera y salió al exterior, suspiró rendida, demasiado exhausta como para intentar llegar muy lejos esa noche.
Con la linterna y la media luna alumbrándole el camino, rescató su paciente mula, que había dejado amarrada detrás de aquel peñasco, y tiró del animal riachuelo abajo. La mula se detuvo para dar unos lametazos en el agua, y Natalie se desplomó en la pedregosa ribera para aguardar a que se hiciera de día. Dejó caer la cara entre las palmas abiertas de las manos, ansiando el bálsamo del sueño, aunque dudando de que este le permitiera nunca recobrar la paz que acababa de sacrificar. Pero aún le quedaba mucho por hacer antes de poder regresar donde y con quien había estado menos de un mes atrás. Había tanto camino por recorrer, tantas promesas que cumplir… además, ya nada volvería a ser como antes.
Esa noche, pues, lloraría con las lágrimas de la luna y lamentaría todo lo perdido. Y a la mañana, sudaría bajo el sol para salvar los preciosos tesoros que aún quedaran.