26

El sudor del sol, las lágrimas de la luna

La estatua era más alta que Natalie y no parecía real. Debía de estar bañada en oro, o pintada, quizá incluso fuera hueca por dentro: era imposible que existiera tal cantidad de oro junta en el universo. Sin embargo, cuando su mano temblorosa acertó a girar la linterna hacia la izquierda, descubrió otra figura idéntica a su lado.

Cosas maravillosas, dijo en el interior de Natalie la voz de Wilcox, con un susurro reverencial.

—¿Eh?

Por un instante, Natalie se había olvidado del resto del mundo: Wilcox, Azure, Trent, Honorato, Perú, Callie, Wade, su país, ella misma… todo se había esfumado ante la magnificencia de aquel oro, como el cohete que te deslumbra antes de cegarte.

Cosas maravillosas, repitió Wilcox. Esas fueron las palabras de Howard Carter cuando puso por primera vez los ojos en la tumba de Tutankamón.

El profesor parecía sobrecogido, como si acabaran de concederle el milagro por el que siempre había rezado. Aunque ya de poco le sirviera el oro, había regresado de entre los muertos solo para venerarlo, para venerar aquella magnificencia en la que nadie había puesto los ojos desde 1532, una magnificencia que el mundo creía perdida para siempre. El simple hecho de ser testigo de tan ansiado acontecimiento era para Wilcox un privilegio sagrado.

Tampoco Natalie podía hablar. La visión de aquellos dos ídolos idénticos la había dejado muda, y en su pensamiento no había cabida para otra cosa que no fuera la admiración.

Las estatuas representaban a una pareja de nobles incas, las cabezas alargadas hasta lo grotesco y los elefantiásicos lóbulos distendidos por los pesados discos solares que eran distintivo de su elevado rango. Del pecho les colgaban sendos collares grabados, con incrustaciones con el azul del lapislázuli y el aguamarina de la turquesa. Las cuencas ovaladas de sus ojos destellaban con la claridad translúcida de unas bruñidas gemas verdosas, y Natalie tardó más de un minuto en advertir —o en aceptar— que dichas piedras no eran sino descomunales esmeraldas.

Presa de una especie de trance, se acercó hacia la pareja con la mano libre extendida hacia delante, pero, antes de llegar a ella, se dio un golpe en la rodilla. Con un grito de dolor, enfocó el haz de la linterna hacia el objeto con que había tropezado: era una urna de oro de más de medio metro de altura por la que rebosaban toscos cristales sin pulir cuyo tamaño iba desde el de un guijarro hasta el de un huevo de paloma. Dentro había más esmeraldas de las que el célebre joyero estadounidense Harry Winston había visto en su vida.

Natalie buscó un paso por donde llegar sin tropiezo hasta las dos estatuas, pero dondequiera que el haz de su linterna se posaba no hacía sino iluminar más piezas de oro y plata apiladas de cualquier modo, como montañas de chatarra. Pizarro nunca sintió demasiado respeto por la orfebrería pagana, y había guardado su botín en aquella cueva artificial con el descuido de quien almacena trastos viejos en el garaje de su casa. Ídolos sagrados y máscaras funerarias con incrustaciones de piedras preciosas como la que Nathan Azure había adquirido por más de un millón de dólares en aquella sala de subastas de Sotheby’s asomaban destellantes entre pilas de jarras de plata y bacinillas de oro. Gargantillas y pendientes de incalculable valor centelleaban como lentejuelas en el suelo, tirados cual calderilla que nadie se molesta en agacharse a recoger.

Natalie avanzó hacia el centro de la cueva, moviendo la linterna a un lado y a otro para no perderse nada. Natalie y Wilcox sofocaron un grito al unísono, cuando el haz de luz iluminó un conjunto de animales salvajes que parecían el zoo del Rey Midas.

¡El legendario jardín del Sapa Inca!, exclamó con júbilo el doctor, contagiando a Natalie de su entusiasmo infantil.

Había docenas de animales de todos los tamaños, tallados en metales preciosos con tanto verismo como si hubieran sido esculpidos cuando aún estaban vivos. Serpientes de oro enroscadas en torno a ratones de plata, zorros de oro persiguiendo conejos de plata. Los orfebres incas habían tallado una alpaca a tamaño natural, con su vellón de oro peinado en guedejas verticales. Junto a ella, una fuente de plata despedía unos delgados chorros de agua dorada sobre los pájaros que se bañaban en el pilón. No muy lejos de la fuente, brotaban unos tallos de plata entre cuyas argentinas hojas asomaban espigas de maíz dorado, los cabellos de la mazorca esculpidos con minúsculos hilos de oro.

Cuando el haz de la linterna alumbró más allá del refulgente zoo, Natalie vio dos figuras arrimadas a la pared, tiradas una sobre la otra. A simple vista parecían idénticas, como los gemelos de la nobleza inca. Ambas tenían aspecto andrógino y estaban sentadas en una pose similar, con las rodillas bajo el mentón y el cuerpo envuelto en unas pesadas mantas de abigarrado diseño. Su paño de lana, descolorido por el paso de tantos años, parecía que fuera a quedar reducido a polvo con solo rozarlo. La primera de aquellas figuras tenía la tez dorada y su cabeza brillaba con el inalterable estoicismo de un ídolo esculpido, y Natalie se preguntó si la falta de lustre en la otra se debería al paso del tiempo.

Pero el oro nunca pierde su lustre. Al enfocarla con la linterna, Natalie retrocedió sobresaltada.

Tenía la piel pegada al cráneo, formando una fina película, arrugada y desmenuzable como la piel de una cebolla. Los ojos, apenas dos delgadas rendijas sobre una nariz que no era más que un espolón de hueso. Natalie había visto rostros como aquellos en los recuerdos de Pizarro.

Instintivamente, masculló su mantra protector.

«El Señor es mi pastor; nada me falta…».

Wilcox la interrumpió antes de que lo expulsara inadvertidamente de su mente.

¡Eh, alto! Tranquila, mujer… que es solo una momia.

¿Solo una momia? El doctor no parecía haber comprendido todavía que para un violeta cualquier cadáver podía actuar como un pararrayos y atraer el espíritu que en otro tiempo lo ocupara.

Cautivada por el esplendor del espectáculo que tenía ante sí, Natalie olvidó que aquella cueva había sido originalmente una cripta funeraria. De pronto reparó en las momias tiradas como fardos por todas partes. A fin de hacer espacio para su botín, Pizarro y sus porteadores indígenas habían arrumbado los cadáveres en las esquinas, los habían empotrado entre pesados ídolos o aplastado bajo avalanchas de oro y plata. Los apergaminados rostros de las momias eran un recordatorio de que la muerte rondaba por el recinto, de que solo el tesoro en sí no corría peligro de morir.

Natalie le dio la espalda al oro y fue hacia la cornisa que se asomaba al barranco, mientras Wilcox le suplicaba que le permitiera recrearse un poco más en su contemplación.

¡Espere! ¿Adónde va? Hay más…

—No hay tiempo que perder. —Natalie se descolgó la mochila del hombro y hurgó en su interior alumbrada por la luz que entraba del exterior—. ¿Cómo preparamos la trampa de la que me habló?

¿Qué? Ah, la trampa. Pues pensé que podríamos usar esas bombonas de propano para…

La pared del precipicio opuesto hizo de caja de resonancia y el retumbe de múltiples cascos, pisadas y voces reverberó por el barranco. Natalie se abalanzó sobre los prismáticos y fue con mucho sigilo hacia la boca de la cueva, pero no necesitaba ver a la caterva que empezaba a congregarse allí abajo para saber quiénes eran.

—Demasiado tarde —le dijo a Wilcox—. Ya están aquí.

• • •

A través de los prismáticos, vio una docena de sombreros de fieltro arremolinados y los cabellos rubios de Nathan Azure en el centro del círculo, como la diana de un blanco de tiro. De pie junto a él, Trent, con la cabeza al descubierto también, sostenía ante ellos un voluminoso boceto con el símbolo del pájaro que marcaba el acceso a la escalera excavada en el interior de la montaña, mientras Azure ladraba órdenes a los peruanos.

«Ojalá tuviera un arma…».

Natalie se sobresaltó al oírse pensar de esa manera, intentó repudiar el pensamiento, pero el doctor Wilcox la había oído.

En circunstancias normales no se me ocurriría sugerir nada parecido, porque no soporto que las reliquias del pasado sufran ningún daño, dijo Wilcox, como exculpándose de antemano, pero dado que se trata de una emergencia… podríamos tirarles encima uno de estos sarcófagos.

—¿Sarcófagos? —susurró Natalie, escondiéndose detrás de uno de los tótems para no ser vista.

Sí. Precisamente acaba de apoyarse en uno de ellos.

Natalie se apartó inmediatamente del tótem. ¿Es que allí todo tenía un cadáver dentro?

El boceto que había hecho no hacía justicia a la hilera de siete iconos que se alzaban imponentes en el umbral de la cueva como menhires druídicos. Cada sarcófago medía casi un metro de ancho por tres de alto y sobre la arcilla blanca de su cuerpo llevaban pintada una capa de plumas rojas a semejanza de las alas plegadas de un halcón. Las enormes cabezas en forma de U empequeñecían las calaveras humanas colocadas en la pared de roca, a ambos extremos de los sarcófagos, y la luz anaranjada del crepúsculo acentuaba sus temibles ceños y ensombrecía más si cabe las cuencas de sus ojos.

A simple vista, el peso de cualquiera de aquellos sarcófagos podía aplastar a un ser humano.

Natalie se puso de pie, se asomó al borde del saliente de nuevo y oteó con los prismáticos. Los sombreros cabecearon, indicando que las órdenes habían sido recibidas y comprendidas. Nathan Azure cruzó los brazos con autoridad dictatorial y Trent plegó nuevamente el dibujo del petroglifo con la imagen del pájaro. Instantes más tarde, el grupo se disgregaría para emprender la búsqueda del símbolo. Cuando lo encontraran, subirían por la escalera excavada en el interior de la montaña, encontrarían la cueva del tesoro y la matarían.

Sin Azure al frente, el resto del grupo será como un cuerpo decapitado, apuntó Wilcox. Pero si está dispuesta a hacerlo, tiene que ser ahora.

Natalie se arrimó al sarcófago que se alzaba justo sobre la cabellera rubia de Nathan Azure.

Hágalo antes de que mate a su hijita…

Natalie no sabía si aquellas eran palabras suyas o del doctor, pero poco importaba.

—Ruego me perdone —suplicó en un susurro, dirigiéndose tanto al ocupante del ataúd por profanar su última morada como a Dios por el pecado que estaba a punto de cometer.

Luego dio unos pasos atrás para tomar carrerilla, saltó en el aire y asestó una fuerte patada contra la parte trasera del sarcófago empujándolo hacia el vacío. Desequilibrada por la fuerza del golpe, Natalie cayó de espaldas sobre la cornisa.

La arcilla del sarcófago se desgajó de la base de piedra con un estruendoso crujido y, tan lentamente como un tronco recién talado, la inestable figura se derrumbó hacia delante vencida por el peso de su parte superior. Cuando el sarcófago partió las estacas de madera que lo mantenían erguido y cayó en picado por el precipicio, una exclamación de perplejidad se alzó del fondo del barranco.

Natalie no esperó a oírlo estrellarse contra el suelo. Se puso en pie de un salto, y antes de que el primer impacto llegara a sus oídos, ya había arrojado al vacío dos sarcófagos más, con tal ímpetu que casi la arrastran consigo precipicio abajo. Una tras otra, las estatuas fueron estrellándose en el suelo con el estruendo de un bombardeo, y las confusas exclamaciones iniciales dieron paso a maldiciones y alaridos de terror.

Presa de un desaforado arrebato de furia, Natalie lanzó otros cuatro sarcófagos precipicio abajo, hasta que en la cornisa no quedaron más que una hilera de estacas astilladas y una serie de sillares resquebrajados.

Constelaciones de arcilla hecha añicos y fardos de momias desintegradas se esparcían por el suelo en torno a sus pies. La cara intacta de uno de los sarcófagos la miraba desde abajo con gesto ceñudo, convirtiendo la escena en una daliniana fantasía surrealista. Los peones de Azure se habían apartado del saliente y algunos miraban hacia arriba haciendo visera con la mano intentando ver desde dónde se habían despeñado aquellas estatuas y si todavía quedaba alguna por caer.

Natalie escudriñó al grupo con los prismáticos, buscando a Azure. Al darse cuenta de que en realidad no había matado a nadie, la embargó un vil sentimiento de decepción.

Luego, en el campo de visión de los prismáticos entró un cuerpo que todavía se movía, con el torso aplastado bajo el cuerpo oblongo de uno de los sarcófagos. Los órganos internos de la víctima habían estallado bajo el peso, salpicando de rojo carmesí la blanca arcilla del sarcófago, y la apergaminada momia envuelta en su amasijo de vendas yacía con los huesudos brazos en torno a las piernas de la víctima, como arrastrándolo consigo hacia la muerte.

Pero cuando Natalie enfocó el rostro del moribundo, advirtió que no era Azure. Trent miraba a su vez hacia ella, con los ojos ribeteados de blanco, dilatados como si fueran a salirse de sus órbitas, y la boca abierta de par en par. Quizá fueran imaginaciones suyas, producto de la culpa que sentía, pero Natalie tuvo la impresión de que el semblante de Trent reflejaba un enorme pesar y un sentimiento de pérdida irreparable.

En cuanto el cuerpo de Trent dejó de estremecerse, Natalie se preparó para el ataque: sabía que desde el momento en que estrechara la mano de aquel hombre por primera vez, se había convertido en fetiche para su espíritu. Los recuerdos de su falsa amistad —las aparentes muestras de amabilidad que tanto la habían engañado, el roce de su mano en la mejilla—, la asaltaron en tromba, y tuvo la certeza de que el espíritu de Trent estaba llamando a su puerta.

Pero se equivocaba. En vida, Trent nunca había tenido valor para enfrentarse a ella, para confesarle su impostura y mostrarle quién era en verdad. ¿Sería solo por vergüenza por lo que ahora evitaba ir en su búsqueda? ¿O acaso no estaba muerto? Natalie escudriñó una vez más el macilento rostro de Trent con los prismáticos para cerciorarse.

Uno menos, dijo Abel Wilcox. Ahora a por el otro… Pero el tono antes sañudo del doctor dejaba entrever un deje de inquietud, como si su conciencia hubiera extirpado de su espíritu la ponzoña de la venganza.

Unas brillantes botas negras se acercaron al cuerpo sin vida de Trent, y al levantar Natalie los prismáticos, la rubia cabeza de Nathan Azure ocupó su campo de visión.

El inglés debió de sentirse observado, pues alargó el cuello y gritó en su dirección:

—¡Magnífica puntería, señorita Lindstrom! No sabe cuánto le agradezco que cada vez seamos menos para repartirnos el botín.

Azure se dirigió a los peruanos en español con órdenes tajantes. Mientras la luz crepuscular se teñía de añil, los mercenarios se dispersaron, cada uno con su lámpara o linterna, para registrar la pared del precipicio en busca del símbolo del pájaro.

Natalie devolvió rápidamente los prismáticos a su mochila, pues sabía que en cuanto cayera la noche no le servirían de nada.

—¿Cuánto tiempo cree que tardarán en encontrar la entrada?

Una hora, calculó Wilcox. A no ser que tengan suerte.

—Entonces será mejor que pongamos manos a la obra. —Natalie extrajo dos cilindros de propano de la mochila y los sopesó en la mano—. A ver, ¿cómo monto esa bomba de la que hablaba?

El doctor no contestó de inmediato; Natalie sintió sus mejillas ruborizarse con la vergüenza de Wilcox.

Muy fácil, dijo Wilcox por fin. Solo tiene que calentarlas hasta que exploten. Mire, lo dice bien claro en esa etiqueta: PELIGRO DE INCENDIO Y EXPLOSIÓN.

—¿Cómo quiere que las caliente? —dijo Natalie, con un tono de voz tan apagado como sus esperanzas.

Para eso le pedí que cogiera el pisco. Rocíe los cilindros con alcohol y préndales fuego.

—Ya. Y para tocar la flauta, soplo por un lado y muevo los dedos sobre los agujeritos, ¡chupado! —replicó Natalie con sorna, soltando los cilindros de malos modos—. Me ha obligado a cargar con estas malditas bombonas todo el camino y ahora resulta que no tiene idea de cómo se hace una bomba.

¿Qué le hace pensar que no va a funcionar?, replicó Wilcox. Si tanto sabe de bombas, ¿por qué no la monta usted misma?

Natalie suspiró.

—Porque yo no sé nada de bombas. Aunque conozco a alguien que sí sabe.

Las manos de Natalie se estrecharon sobre los pliegues del poncho que le cubría los hombros.