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La escalera en el interior de la montaña

Natalie sabía que Nathan Azure se despertaba siempre al amanecer, puesto que a esa hora era cuando había exigido que empezaran las invocaciones de Pizarro. Así pues, se levantó una hora antes de que saliera el sol, dispuesta a prepararse para su enfrentamiento final con aquel hombre.

—Feliz cumpleaños, nenita —susurró en cuanto abrió los ojos a la azul oscuridad.

Había previsto emprender la marcha antes de que el señor Topa despertara, pero descubrió que el brujo estaba ya levantado y vestido. Ella había dormido con la camiseta negra y los tejanos puestos, de modo que se calzó las rozadas Dr. Martens y compartió con el brujo un triste desayuno a base de bollos y café. Topa le ahorró tener que recurrir a los servicios de Wilcox como traductor, pues no abrió la boca. Aun así, agradeció la compañía.

Después, se puso el plumón y recitó en un susurro su mantra protector mientras se colgaba el poncho de Honorato sobre los hombros. Aunque aquella prenda fetiche le proporcionaba tanto abrigo y consuelo como esas imprescindibles mantitas sin las que ciertos bebés no consiguen conciliar el sueño, no quería que Honorato tomara posesión de su cuerpo antes de haber invocado al doctor Wilcox para el viaje hasta la cueva.

Dado que aún faltaba una hora o más para que llegara el autobús de Tingo, el señor Topa se quedó con Natalie mientras ella preparaba la mochila y la acompañó a buscar la mula alquilada. Cuando la corteza amarilla del sol asomó finalmente por el este de la cordillera andina y Natalie se dispuso a emprender la marcha, el señor Topa hizo la señal de la cruz.

—Vaya con Dios —le dijo en español.

Natalie no precisó de intérprete para aquella bendición, ni tampoco para su réplica.

—Gracias —le contestó en español, tendiéndole la mano—. Vaya con Dios usted también.

El brujo asintió con la cabeza y aguardó a que Natalie, a duras penas, montara a lomos del animal. Aunque le llevó más de un cuarto de hora llegar hasta la carretera que salía del poblado, cuando volvió atrás la cabeza por última vez, el brujo allí seguía, con la mano derecha levantada y mascullando al parecer alguna plegaria o un ensalmo tal vez.

• • •

En comparación con el ondulante balanceo de la anterior yegua, ir montada sobre aquella mula era como moverse con un tronco entre las piernas. Aunque quizá fuera porque esta vez iba sentada sobre una manta de lana doblada en lugar de una silla. La acémila, sin embargo, era más fácil de dominar que el caballo, y al ser más pequeña infundía menos temor, aunque su premioso y trabajoso avance terminó por hacerse exasperante, pues tardaron más de una hora en cubrir un trayecto de apenas dos kilómetros. Wilcox había insistido en que el burro sería el medio de transporte más rápido para llegar a donde iban, pero Natalie empezaba a dudarlo.

¿Seguro que no preferiría dejarme a mí las riendas?, preguntó el doctor, viendo que ella le pedía una y otra vez indicaciones de cómo llevar al animal y darle órdenes.

—Seguro. —Natalie levantó los hombros e hizo unos movimientos para desentumecer la nuca y la cabeza—. Usted limítese a decirme lo que tengo que hacer.

Tras unas cuantas horas de práctica e instrucción, consiguió desenvolverse sin necesidad de ayuda. Durante un tramo, disfrutaron de una firme y empedrada calzada inca que serpenteaba entre bancales con aspecto de cuadrados de ajedrez y cultivos en diversas tonalidades de verde. Pero al cabo de un trecho se encontraron ante una senda cubierta de maleza que salía de la calzada como un afluente estancado.

¡Por ahí!, exclamó Wilcox. Tome por esa vereda.

Natalie se detuvo y consultó las indicaciones que le había proporcionado Manco Suyuyoq.

—¿Está seguro?

Sí. Es el tercer pico una vez pasado el río.

Natalie levantó la vista hacia la montaña con suspicacia y arreó a la mula vereda adelante. ¿Sería de verdad el camino? ¿Cómo era posible que las indicaciones de Manco tuvieran validez quinientos años más tarde? Es más, ¿podía confiar en la memoria de alguien que llevaba medio milenio en el otro mundo?

Metió a toda prisa las indicaciones en la mochila y no pudo evitar calcular el tiempo que Azure y sus hombres tardarían en dar con ella. Al señor Topa le habría llevado no más de una hora llegar a su domicilio en Tingo. Los otros ya estarían allí esperando para interrogarle. En cuanto Topa les entregara las indicaciones que Natalie le había dado, se lanzarían en su búsqueda. ¿Cuánto podrían tardar en procurarse unos caballos o unos burros? Una hora, a lo sumo. Además, entre los expertos rastreadores que acompañaban a Azure, seguro que alguno conocería algún atajo campo a través que llevara hasta la cueva y podrían adelantársele. ¿Tendría tiempo de prepararse antes de que llegaran o serían ellos quienes le tendieran la emboscada?

La vegetación iba en aumento a medida que el sendero ascendía por la ladera de la montaña, y las palmas y los alisos invadían la estrecha franja de tierra que marcaba el camino. A media mañana se adentraron en la masa de nubes; la niebla colgaba como una tela de gasa entre las ramas y frondas de los árboles, e incluso la inquebrantable seguridad del doctor Wilcox comenzó a resquebrajarse levísimamente ante aquel encaje de bruma que oscurecía el camino.

Tuerza a la izquierda aquí. ¡No, un momento! A la derecha…

En más de una ocasión, la vacilación del doctor los llevó a tomar la bifurcación equivocada y fueron a parar a una camino sin salida con el paso obstruido por troncos de árboles. Cada minuto desperdiciado en desandar lo andado convencía más a Natalie de que en el momento menos pensado habría de toparse con Azure y sus secuaces en el sendero, los espectrales caballos materializándose ante sus ojos como conformados a su vez por la propia bruma.

Por fortuna, la mochila cargada de bombonas de propano iba a lomos de la mula y no tuvo necesidad de detenerse salvo para comer una barrita energética, dar un trago de agua o consultar las indicaciones. La pendiente empezaba a hacerse tan pronunciada en algunos tramos que la obligaba a desmontar y tirar a rastras de la mula.

Alrededor de mediodía, se asomaron a un valle que enmarcaba un lago de aguas cristalinas, sobre cuya plateada superficie se reflejaba el cielo cabeza abajo. Las negras hoces de los cóndores segaban la neblina planeando sobre sus tranquilas aguas. La humedad estancada en el valle había favorecido el crecimiento de un exuberante bosque que crecía como musgo por sus laderas. Habían entrado en el reino de los Hombres de las Nubes.

A través de los ojos de Natalie, el doctor Wilcox contemplaba el panorama con creciente excitación a medida que descendían hacia la ribera del lago.

Ahí… ¡ahí está! Rápido, saque los prismáticos.

Natalie tiró bruscamente de las bridas de la mula y sacó los gemelos de la mochila.

¡Ahí! En aquel precipicio al otro lado del lago.

Natalie enfocó los prismáticos en la dirección que le indicaba. A través de las toscas lentes de plástico, divisó el contorno borroso de una serie de torres de piedra arracimadas en una oquedad de la pared del precipicio. Natalie ya había dormido antes en una torre similar.

¡Chullpas! Un cementerio junto al lago de los cóndores, dijo Wilcox, refiriéndose a uno de los principales puntos de referencia mencionados por Manco Suyuyoq. Ya casi, casi, hemos llegado.

—Menos mal, porque yo tengo el trasero que casi, casi, no lo siento —replicó Natalie, cambiando de postura para aliviar la presión sobre el cóccix.

Aquel «casi» acabó prolongándose mucho más de lo que el doctor había dado a entender. Bordearon prácticamente el lago entero hasta llegar a un pequeño riachuelo que desembocaba en sus aguas. Siguieron el cauce por la quebrada que el torrente había ido horadando en la piedra caliza durante centenares de años, flanqueados por dos escarpados y pedregosos precipicios. Natalie se vio obligada a desmontar de nuevo para que la mula pudiera sortear los cantos rodados de la orilla sin trastabillar. Cada cien metros, Wilcox la instaba a que volviera a otear las laderas con los prismáticos y buscara aquella cueva esbozada gracias a los recuerdos de Pizarro.

¿Dónde está?, se preguntó nervioso finalmente al ver que Natalie no encontraba a su paso más que taludes de aluvión sin nada digno que destacar. Ya tendríamos que haber topado con ella.

—Puede que nos equivocáramos de desvío. —Natalie hizo unos estiramientos de yoga para devolver la circulación a sus piernas, entumecidas tras casi nueve horas a horcajadas sobre aquella mula—. O puede que ni exista siquiera.

No. Tiene que estar aquí. Pizarro sabía que era el sitio idóneo para esconder su tesoro. Un cementerio que ningún inca se habría atrevido a profanar y que sus compatriotas españoles desconocían. Una cueva de fácil acceso para entrar y salir con el oro, con suficientes puntos de referencia alrededor que facilitaran su localización más adelante.

—Ya. Pero también puede que el viejo sádico ese nos haya tomado el pelo.

Siga buscando.

—Está bien. —Natalie releyó las indicaciones por enésima vez, confiando en que se le hubiera escapado alguna palabra clave—. Supongo que nuestro amigo Manco no mencionó si la cueva estaba a la derecha o a la izquierda.

No…

—Y a usted no se le ocurrió preguntarle.

Bueno… ¡es enorme! Debería verse claramente…

—Ya. Eso pensaba yo.

Natalie oteó nuevamente las paredes de los precipicios que se alzaban a ambos lados de la quebrada. A más de un centenar de metros de distancia, divisó en lo alto una cornisa en la roca que sobresalía por encima de su cabeza. Dio unos pasos atrás en dirección a la orilla del riachuelo para escudriñar mejor el saliente desde aquel ángulo, pero no vio nada al otro lado.

Recorrió el cauce del río con la mirada, buscando un punto por donde cruzar la corriente, y luego miró con recelo el agua.

—Esperemos que no haya pirañas…

Sin subirse las perneras de los tejanos, vadeó la corriente hasta que el agua le llegó a la altura de las caderas. Con la respiración entrecortada por el mordisco de las gélidas aguas en su piel, se volvió y enfocó el saliente con los prismáticos.

Los cortos pelos que le habían crecido bajo la peluca se le pusieron como escarpias al volver a ver los belicosos rostros de aquellas figuras blancas que parecían mirarla lascivamente desde el otro lado de los prismáticos.

¡Ahí está!, exclamó exultante Wilcox, pero el júbilo del doctor no hizo sino acrecentar la aprensión de ella. ¡Ahí está!

—Ya veo. —Natalie bajó los prismáticos y contempló boquiabierta aquel nicho que se alzaba por encima de su cabeza, a la altura de un rascacielos—. ¿Está seguro de que podremos subir allí arriba? —le preguntó, confiando en que le dijera que no.

Por supuesto. Los chachapoyas no solo tenían que subir a sus momias hasta esas cornisas para darles sepultura, sino también volver una y otra vez con ofrendas para los muertos.

—¿Momias?

Natalie estaba segura de que el doctor nunca había dicho nada de momias. Lo habría recordado.

Wilcox hizo caso omiso a la pregunta.

Manco Suyuyoq se rio cuando le pregunté cómo escalaban los chachapoyas esos precipicios. «La gente de las montañas no vuela como los pájaros», me dijo. «Excava como los cuis».

Natalie salió del riachuelo chorreando agua y regresó a la mula para consultar una vez más las indicaciones.

—¿A eso se refería con lo de la «escalera en el interior de la montaña?».

Sí. El acceso está detrás de la piedra marcada con el petroglifo que Manco me copió al final de la página.

Natalie estudió el grabado, que Manco había garabateado con mano temblorosa dada su poca destreza en el manejo del bolígrafo. Era una representación abstracta de un estilizado pájaro —¿tal vez un cóndor?— al estilo de los animales que decoraban las vasijas y los tapices peruanos.

Con las piernas mojadas y frías bajo los empapados tejanos, Natalie recorrió con la mirada la pared del barranco en la que se hallaba la cueva pero no divisó ninguna inscripción. Era como pretender dar con un sello de correos estampado en el muro de un estadio; además, el sol cada vez se alejaba más hacia el oeste. No tardaría en hacerse de noche.

Hizo una honda inspiración.

—Más vale que me ponga en marcha cuanto antes.

La escalera tiene que ser recta, apuntó Wilcox. Hubiera sido demasiado difícil y arriesgado excavarla en espiral. Luego el acceso tiene que encontrarse a un centenar de metros o más de la cueva, ya sea a la izquierda o a la derecha.

Natalie observó la pared del barranco e imaginó una escalera descendiendo cornisa abajo en un ángulo de cuarenta y cinco grados hasta formar la hipotenusa de un triángulo rectángulo. Teniendo en cuenta que el saliente estaba a unos cien metros de altura, la otra punta del triángulo debía de hallarse más o menos a la misma distancia.

Empezando desde debajo justo de la cueva, fue dando zancadas hacia la derecha hasta cubrir el ancho de un campo de fútbol, escudriñando las piedras a su paso en busca del símbolo del pájaro o de cualquier abertura en la roca, sin hallar ni una cosa ni la otra.

—Tenía el cincuenta por ciento de posibilidades, pero ni por esas —se lamentó y regresó corriendo al punto de partida.

Luego fue dando zancadas en dirección izquierda otros cien metros y se encontró con un enorme bloque piramidal de piedra caliza. En una superficie lisa de la roca habían grabado un entramado de líneas blancas. Natalie limpió la tierra acumulada sobre el petroglifo y descubrió el ganchudo pico y las alas desplegadas de un ave rapaz.

El bloque de piedra estaba apoyado contra la pared del precipicio y Natalie no veía ningún acceso alrededor. Pero, al bordear el peñasco en la otra dirección, reparó en que la inclinación de la piedra formaba una especie de arco bajo el cual se ocultaba una abertura. La irregular oquedad se hundía a unos sesenta centímetros por debajo del suelo, y por ella se derramaba una oscuridad tan tangible que parecía querer brotar de la grieta como petróleo crudo.

Un febril escalofrío le recorrió al cuerpo al sentir el entusiasmo de Wilcox fusionándose con su temor.

¿A qué espera, a la alfombra roja?, saltó Wilcox entre jadeos. ¡Esto era lo que buscábamos!

—Espere a que esconda la mula. Hay que aprovechar el factor sorpresa.

Aunque entre los pelados riscos de aquel desfiladero había pocos escondrijos posibles, Natalie agarró la mula y fue con ella unos doscientos metros corriente abajo, donde la dejó atada detrás de un peñasco con el morral colgado. Luego regresó, mochila al hombro, dispuesta a adentrarse en las simas de aquel precipicio por su secreto portal.

Armada ya con la linterna, cargada con un par de pilas nuevas, alumbró la garganta de la cueva que se extendía ante ella. El haz de luz iluminó tan solo unas paredes erosionadas y una serie de irregulares peldaños que giraban bruscamente a la derecha.

—¿De verdad cree que no habrá peligro?

Los antiguos habitantes de estas tierras se cuentan entre los mejores ingenieros de la historia de la humanidad, afirmó Wilcox. Algunas de sus minas se siguen explotando hoy día.

—Ya.

Natalie dio un cauteloso paso adelante, pero, pese a las garantías del doctor, no podía evitar imaginar la montaña entera desplomándose sobre ella.

Los peldaños variaban en altura y profundidad, pues sus constructores se habían limitado a cortar a machetazos las capas aluviales de tierra caliza. Natalie avanzaba enfocándolos cuidadosamente con la linterna por miedo a resbalar o tropezar con algo. Cada pocos pasos, unas gruesas vigas de madera reforzaban el arco del túnel, pero evitó pensar en la sequedad y fragilidad de aquellos maderos con más de quinientos años de antigüedad.

Después de girar inicialmente a la derecha, la escalera ascendía en una sucesión lineal de losas al parecer interminable. Dondequiera que Natalie se detuviese para enfocar la linterna hacia arriba, el haz de luz seguía sin alcanzar el rellano final, y tuvo la impresión de estar subiendo por una escalera mecánica neolítica que produjera la ilusión de progreso sin acercarla en ningún momento a la cima. La acústica del túnel de piedra amplificaba el eco claustrofóbico de sus pisadas y su fatigosa respiración, y el enrarecido aire que se respiraba llegaba gélido y cáustico, impregnado de olor a cal.

Fatigada por el ascenso y el ambiente calizo, Natalie respiró aliviada al ver que el haz de su linterna iluminaba finalmente un tenue punto amarillo al fondo. El punto creció de volumen según fue acercándose, y observó que la cincelada pared de roca doblaba nuevamente hacia la derecha. Cuando llegó al recodo de la escalera, los últimos peldaños la llevaron hasta una entrada a ras de suelo que se abría a una oscura cueva cuyas dimensiones, aun no siendo visibles, se percibían enormes.

Al adentrarse en la cámara, Natalie se sintió cegada momentáneamente por la luz del día, que entraba a raudales por la boca abierta de la cueva, a unos quince metros por delante de ella. Las siluetas de los totémicos guerreros se alzaban imponentes, clavadas en la cornisa como colmillos gigantescos, y Natalie tuvo la sensación de que se asomaba al exterior a través de las fauces de un leviatán. ¿La escupiría el monstruo o la devoraría sin dejar rastro?

Al levantar la mano para protegerse de la brillante luz que llegaba del exterior, la linterna se desvió hacia la derecha e iluminó el recinto. Un fulgor con la intensidad de una llamarada solar reverberó en su haz.

Oro.