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Los hombres de las nubes

El autobús que llevaba a Leymebamba era más viejo que Natalie, y el chirrido de su cigüeñal tan estridente que hacía imposible la conversación. Mejor así, puesto que ni el señor Topa ni el doctor Wilcox parecían ansiosos por comunicarse. Iban los dos sentados con la vista al frente para evitar el contacto visual con los demás pasajeros, que miraban boquiabiertos a aquellos dos hechiceros de ojos violeta, muy apretados el uno al lado del otro en un mismo y duro asiento.

Relegada a la condición de pasajera en su propio cerebro, Natalie entraba y salía de la conciencia. Había dormido en total unas siete horas en los dos últimos días y era casi un placer delegar la custodia de su maltrecho cuerpo a Wilcox a cambio de media hora de apacible olvido.

Tuvieron suerte de que aquel autobús fuera una antigualla, porque cubría el trayecto entre ambas poblaciones tan solo una vez al día. Cuando por fin el señor Topa accedió a cerrar antes de su hora el puesto de salud y acompañar a Natalie al Museo de Leymebamba, el autobús ya tendría que haber salido de Tingo, pero la parada en dicha localidad se había prolongado por culpa de un neumático pinchado. Natalie evitó pensar cuál sería el estado de las otras tres cubiertas mientras el vehículo avanzaba a trancas y barrancas por la escarpada carretera sin asfaltar.

El museo estaba situado a pocos kilómetros del centro de la población, donde ambos brujos se apearon. Natalie había pasado tanto tiempo entre las ruinas del Perú precolombino que la modernidad del lugar la sorprendió sobremanera. Alfombrado por un mullido lecho de césped, el conjunto de edificios, con sus tejados a dos aguas de rojas tejas y sus soportales de columnas blancas, tenía cierto aire colonial. Unos muros de piedra cubiertos de musgo cercaban un apacible jardín botánico, y Natalie sintió deseos de entretenerse un rato paseando entre sus vistosos arietes de orquídeas, fucsias, begonias y otras especies tan exóticas que ni siquiera era capaz de nombrarlas. El doctor Wilcox se negó a perder el tiempo en banalidades, si bien cedió a su empeño de pasar al primer servicio en condiciones que Natalie había visto en muchas semanas, e incluso le lavó él mismo la cara y las manos.

Cuando fueron a reunirse de nuevo con el señor Topa en el vestíbulo del museo, lo encontraron enfrascado en el esbozo de la cueva dibujado por Natalie, junto a un hombre que lucía unas gafas con montura de carey y un elegante traje cruzado. Topa se lo presentó: era Luis Pacampía, conservador auxiliar del museo, a quien Topa había ayudado en algunas de sus investigaciones arqueológicas realizando invocaciones de antepasados incas.

Pacampía saludó a Natalie con una seca y breve reverencia y, frunciendo el ceño sobre la montura de las gafas, su mirada saltó de ella al dibujo.

—No reconozco este lugar, señora Lindstrom —dijo en español, y Wilcox le tradujo—. Hay centenares de cornisas funerarias en la región de Chachapoyas, la mayoría todavía sin descubrir. ¿Cómo se ha enterado de la existencia de esta?

«¿Cornisas funerarias?», le preguntó Natalie a Wilcox.

Wilcox hizo caso omiso de la pregunta y respondió a Pacampía:

—Por una cuadrilla de ladrones que pretenden saquearla. Para impedírselo, necesito descubrir dónde se encuentra el sepulcro antes de que se me adelanten. Pensé que un inca nativo de la región quizá pudiera indicarme cómo localizarlo. ¿Cree que podría procurarnos un fetiche para la invocación?

El recelo en el semblante del conservador se transformó en astucia.

—Tal vez… pero con una condición: si localizan esa cornisa, deberán informar inmediatamente al personal de este museo para que procedamos a la preservación del conjunto.

—Tiene usted mi palabra.

Por el fervor con que Wilcox hizo su promesa, Natalie entendió que era sincero.

—Está bien. Veremos qué puedo hacer. Síganme, por favor.

Natalie y el señor Topa atravesaron la Sala Etnográfica siguiendo a Pacampía, entre los turistas de visita en el museo y las piezas arqueológicas expuestas tras las acristaladas vitrinas, y pasaron a una sala privada. Una serie de objetos de cerámica y estatuillas primitivas aguardaban a ser estudiadas sobre una mesa larga, marcadas todas ellas con un pequeño adhesivo cuya numeración se correspondía con la del catálogo impreso abierto junto a ellos. Pacampía señaló unas sillas de madera que había junto a la mesa.

—Esperen aquí, por favor.

En su ausencia, Wilcox aprovechó para extraer el resto de los bocetos de Natalie de la mochila, que había dejado a un lado junto con el plumón y el poncho de Honorato.

«Bueno, ¿y quiénes son esos “Hombres de las Nubes”?», inquirió Natalie.

Los habitantes del bosque tropical de Chachapoyas, le contestó Wilcox tomando asiento al lado de Topa. «Chachapoyas» significa «Hombres de las Nubes» en quechua. Era un pueblo guerrero, de tez clara y considerable estatura, que fue vecino de los incas, aunque no mantuvo muy buena relación con ellos.

«¿Y esa cueva es una de sus cámaras funerarias?».

Pues… sí.

«Debería de haberlo imaginado», dijo Natalie, preguntándose si no valdría más instalarse de una vez a vivir en un sepulcro, dado lo mucho que parecía frecuentarlos últimamente.

Wilcox irguió el cuerpo de Natalie en la silla al ver que Pacampía regresaba con una estatuilla de oro de unos quince centímetros de altura que dejó sobre la mesa ante ellos. Parecía como una versión en miniatura de las estatuas que se alzaban en la boca de la cueva, con la cara plana, la nariz larga y triangular y ojos fieramente belicosos.

—Creemos que esta pieza pertenece a la cultura chachapoyas —dijo el conservador del museo—, pero fue hallada entre unas ruinas incas de Cochabamba. La persona que la llevó allí debía de conocer a fondo el bosque ecuatorial que rodea Chachapoyas.

Wilcox y el señor Topa se miraron como dos comensales en un restaurante, ambos a la espera de que el otro cargue con la cuenta.

—Puede invocar al espíritu usted misma —observó Topa—. No me necesita.

—Si dejo que el espíritu tome posesión de mi cuerpo, no podré tomar nota de las indicaciones para llegar a esa cornisa. —Sin dar tiempo a que el brujo objetara, Wilcox se volvió hacia Pacampía—. ¿Sería tan amable de prestarme algo para escribir?

El conservador y el brujo suspiraron al mismo tiempo, pero el primero sacó un bolígrafo del bolsillo de la chaqueta mientras el segundo sostenía la figurilla entre ambas manos y mascullaba ya su invocación. Mientras observaba fijamente el rostro de Topa a la espera de que revelara las primeras señales de que el espíritu se estaba manifestando a través de él, Wilcox abrió el bloc por uno de los bocetos y llevó el bolígrafo de Pacampía al papel.

—Déjenos a solas, por favor.

El conservador del museo cayó en la cuenta de que la petición solo podía ir dirigida a él y abandonó la sala con un bufido de indignación.

Los surcos de la edad en las facciones del señor Topa se dulcificaron y adquirieron una súbita lozanía, como si acabaran de ser desdibujados por la mano de un escultor invisible. Cuando levantó de nuevo la mirada hacia Natalie, sus ojos se ensancharon y la contemplaron con la reverencia de un acólito.

¿Viracocha? —preguntó.

Wilcox sonrió.

«¿Viracocha?» —repitió Natalie, intentando recordar lo que Abe, o, mejor dicho, Trent—, le había dicho sobre tal nombre.

Cree que usted es el semidiós blanco que creó a los incas, le explicó el profesor. Sin embargo, al inca que acababa de tomar posesión del cuerpo del señor Topa no le dijo nada que pudiera disipar la impresión de que se hallaba ante una divinidad.

Imamtam sutiki?, le preguntó Wilcox.

El inca llevó la mano al pecho del señor Topa y se dio unos golpecitos.

Manco Suyuyoq, contestó.

«Tradúzcame lo que está diciendo», rezongó Natalie.

Tranquila. Solo me ha dicho su nombre. A partir de ese momento, sin embargo, Wilcox le fue traduciendo obedientemente la conversación del quechua al inglés.

Manco Suyuyoq contemplaba los prodigios que lo rodeaban en aquella estancia con estupor maravillado —las luces fluorescentes, las paredes estucadas de blanco—, como si en verdad hubiera penetrado en el imperio del sol. Al doctor se le hacía difícil mantener su atención.

—¿De dónde sacó esa pieza? —Wilcox señaló la estatuilla que el inca, distraído, sostenía en la mano del señor Topa.

Al reparar en el ídolo, Manco sofocó un grito de asombro.

¡No se enoje! La tomé para salvar a nuestro Padre Inca de la muerte.

—Comprendo. No tiene nada que temer. ¿Dónde encontró esa estatuilla?

Los Hombres de las Nubes… No queríamos profanar sus cementerios. Pero los enemigos de las barbas… ¡se comían el oro! Nos dijeron que si les dábamos oro, le perdonarían la vida al Inca. Yo fui a obtener ese oro de los Hombres de las Nubes, oro de sus muertos. —El semblante de Manco adquirió la dureza del magma al enfriarse—. Los enemigos de las barbas nos engañaron. Pero cuando mataron al Padre Inca, escondimos el oro que habíamos conseguido reunir. —Manco sonrió—. Nos burlamos de los hombres de las barbas. Tomamos un grano de una pila de maíz y les dijimos: «Este grano de maíz es lo que Atahualpa os ha dado, ¡el resto es lo que nos hemos quedado!».

Lástima que no podamos encontrar ese tesoro, ¿eh?, murmuró Wilcox sardónico en el interior de la cabeza de Natalie. Comparado con él, incluso el pequeño alijo de Pizarro parece una menudencia.

—Hicieron bien —le dijo el doctor a Manco con sonrisa benevolente, pero le arrebató el ídolo de las manos—. Viracocha desea que este oro sea devuelto a los Hombres de las Nubes. ¿Sabe dónde se encuentra ese cementerio?

El doctor le mostró entonces el boceto de la cueva, y Manco sonrió asintiendo con la cabeza, ansioso por complacer, sin saber que les estaba indicando el lugar donde el más despiadado de todos aquellos «hombres de las barbas» había escondido su tesoro. Wilcox sonrió a su vez y, mientras le sonsacaba los detalles exactos al inca, la punta del bolígrafo de Pacampía corría por el papel.

• • •

Concluida la sesión, el doctor tuvo que sacudir la mano de Natalie, agarrotada de tanto escribir. Una vez desposeído del revitalizador espíritu de Manco Suyuyoq, el señor Topa se encorvó en el asiento y se frotó los ojos, hundidos y cansados nuevamente.

Wilcox se puso en pie, recogió los bocetos y metió dentro del bloc las indicaciones para llegar al sepulcro de Chachapoyas.

—No sabe cuánto le agradezco su ayuda, señor Topa. Gracias a su colaboración, podré ocuparme de que los tesoros de sus antepasados vayan a parar a los museos en lugar de al mercado negro.

—Ojalá sea cierto, señora Lindstrom.

El brujo tenía la mirada abstraída, como si estuviera reviviendo pasados agravios.

El doctor se dispuso a recoger la mochila, el abrigo y el poncho.

—No tema. Sabré cómo manejar a esos ladrones…

Pero la llamada del espíritu cayó sobre él como si fuera un martillazo. Desprevenido, Wilcox dejó caer al suelo el poncho de Honorato, aunque ya era demasiado tarde. Sus toscas fibras de lana vibraron con la corriente eléctrica del espíritu, y comenzaron a despedir chispas nada más entrar en contacto con los dedos de Natalie.

• • •

Tampoco ella había previsto la invasión de otro espíritu. No allí, en aquel moderno museo, lejos de chullpas, cámaras funerarias y restos de huesos humanos. Preocupada por vigilar a Wilcox mientras este estaba en posesión de su cuerpo, el asalto la tumbó al suelo antes de que pudiera pasar del mantra de espectadora al de protección. Mientras tres espíritus forcejeaban por hacerse con el control de su red neuronal, el cuerpo de Natalie se estremecía convulso e incontrolado, y las espasmódicas contracciones de sus pulmones le impedían tomar aliento para respirar.

—¡Señora Lindstrom!

Con la mirada borrosa, Natalie vio que el señor Topa se colocaba a horcajadas sobre su torso y le oprimía el tórax para así neutralizar sus espasmos. Con el aplomo de una persona ya avezada en crisis semejantes, agarró el bolígrafo de Pacampía y lo encajó a modo de bocado entre las mandíbulas de Natalie, obligándola a hincar los dientes sobre él para mantener la lengua recta y dejar libre el paso de aire. En su doble condición de médico y violeta, seguramente no era la primera vez que Topa se encontraba ante un trance similar. Tal vez incluso hubiera tenido que lidiar personalmente contra la invasión simultánea de otros espíritus. Aun así, si bien el brujo tal vez fuera capaz de mantener el cuerpo con vida, no podía ocuparse de la psique, ya azotada por el horror.

Las piedras arrancan la piel ya machacada tras kilómetros de arrastre por la triturante grava. La soga comprime el cuello obstruyendo el paso de sangre y aire sin llegar a estrangular del todo, provocando una lenta y dolorosa asfixia. En el rostro apenas se observa un parpadeo; los ojos prácticamente cerrados a causa de la hinchazón, la piel desollada, la sangre apelmazada por el polvo. Pero el cuerpo sigue avanzando a rastras, el retumbe de los cascos ahoga todo otro sonido…

«¡No, por favor, Dios mío! —pensó Natalie, olvidándose del peligro que ella misma corría en ese instante—. ¡Honorato no!».

Ya fuera deliberadamente o por renuncia, el espíritu de Abel Wilcox huyó de la mente de Natalie y abandonó a Honorato. Natalie casi hubiera deseado hacer lo mismo, ya que no sabía cómo responder ante aquel hombre que había dado la vida por ella.

El cuerpo de Natalie se distendió bajo el señor Topa y las convulsiones cesaron. El brujo extrajo el resquebrajado bolígrafo de la boca de la violeta y cuando empezó a hablar, con voz distante y ojos vidriosos, no hizo nada por interrumpirla.

—Dios santo. ¿Qué le han hecho?

No se preocupe, dijo Honorato. Ahora ya ha pasado, ¿no?

En las comisuras de los ojos de Natalie asomaron unas lágrimas.

—Perdóneme.

¿Por qué he de perdonarla? Lo hice voluntariamente.

—Fue culpa mía. Si no hubiera intentado ayudarme…

Fue decisión mía. Y lo sigue siendo. Por eso he venido hasta usted.

—Pero su familia… Su mujer, los niños. ¿Qué harán ahora?

Natalie sintió el dolor y la rabia de Honorato aflorando en su interior.

Sí… Lo siento por ellos. No deberían sufrir por mis pecados. Solo gracias a usted podré redimirme. Lo supe en cuanto vi la foto de su hijita.

—¿Qué puedo hacer yo, dígame? —suplicó Natalie—. Haré lo que me pida.

Viva. Vuelva con su hijita. —El espíritu de Honorato anhelaba una esperanza, como si su infierno pudiera ser solo purgatorio—. Cuando estaba en Sendero Luminoso, yo fabricaba bombas. Algunas de esas bombas mataron a madres, a niñas. Quizá todavía esté a tiempo de salvar la vida de una madre, de una niña. Pero debo avisarla: el jefe «gringo» ha descubierto una foto de su hijita en la barraca donde la encontré a usted escondida. Si no encuentra ese oro que está buscando, irá a por la niña.

—¿Una foto? Pero ¿cómo…? —El color regresó a las macilentas mejillas de Natalie—. Wilcox.

El jefe «gringo» dijo que acabará con usted si es preciso. Luego utilizará a su hija como bruja.

—No podrá. —Natalie apretó las mandíbulas y sintió el frío que el rastro de lágrimas había dejado en su piel—. Gracias, Honorato. Le debo… todo.

Yo solo quiero que viva. Es lo único que le pido.

Honorato se demoró unos instantes, pero ni él ni Natalie eran capaces de manifestar verbalmente sus sentimientos. Cuando ella pronunció los primeros versos de su mantra protector, Honorato ya había desaparecido.

Al recobrar la conciencia del mundo exterior, Natalie vio al señor Topa arrodillado junto a ella, observándola con paciente atención.

—¿Señora Lindstrom? ¿Se encuentra bien?

El brujo se interesó por su estado formulando otra serie de preguntas que nadie tradujo para ella, pero Natalie abandonó la habitación hecha una furia antes de que las agarrotadas articulaciones del brujo le permitieran ponerse en pie.

Salió impetuosamente por una de las puertas laterales del museo e irrumpió en la plácida tranquilidad del jardín botánico, dando vueltas mentalmente a su mantra de espectadora mientras mascullaba con furia el nombre de Wilcox.

El doctor volvió a penetrar en su mente como un reo a la espera de la sentencia.

Sé que está enfadada…

—Dejó allí la foto de Callie para él —le recriminó con voz áspera—. Para Azure.

Sí. Pero tenía que proporcionarle alguna pista para que nos siguiera.

—Azure ha matado a Honorato.

No era mi intención que sucediera eso.

—¡Maldito sea! —gritó Natalie hacia el sol poniente como si fuera el rostro del doctor—. ¡Va a matar a Callie!

Si él muere antes, no, replicó Wilcox. Eso era lo que intentaba decirle. Es la única forma de detenerlo.

Natalie controló la respiración intentando calmarse, la garganta todavía dolorida por el anterior alarido. Quizá hubiera otra salida. ¿Y si denunciaba a Azure a la policía local? Seguramente la detendrían también a ella por conspiración en un intento de robo del patrimonio nacional de Perú, o peor aún, podría acabar en manos de algún funcionario corrupto sobornado por Azure. ¿Y si intentaba salir del país? Suponiendo que pudiera escapar, las influencias de Azure se extendían por todo el globo; nunca cejaría en el empeño de dar con ella y con su hija, las perseguiría durante toda su vida. Podría vivir en la clandestinidad con Callie, por supuesto… pero Azure acabaría localizando a su padre, y a Ted y Jean Atwater o a cualquier ser querido de Natalie. ¿Y si le decía a Azure dónde estaba escondido el tesoro y se dejaba de problemas? ¿Bastaría con eso? ¿La dejaría en paz, dejaría en paz a su familia? No, ella seguiría siendo una amenaza para él; podría denunciarlo a las autoridades, obstaculizar el robo del tesoro. Azure no podía correr riesgos así, la liquidaría sin contemplaciones, igual que había hecho con Wilcox.

Todas las hipótesis que se planteaba apuntaban hacia el mismo desenlace. Ligar su espíritu al de Azure por haberlo matado sería espantoso, pero había suertes peores incluso, y Natalie se negaba a dejar huérfana a Callie o condenarla a vivir como una fugitiva.

—De acuerdo, lo haré —le dijo a Wilcox finalmente—. Pero no por usted. Por Honorato. Y por mi hija.