21
Ya puede pasar a la consulta del brujo
Natalie estaba tan exhausta que no oyó el violento golpe que dio la puerta de la barraca al abrirse pocas horas antes del amanecer. Fue el chillido de Santusa lo que la arrancó del cálido aislamiento del sueño.
—¿Dónde está la bruja?
Sin incorporarse, Natalie miró en dirección a la voz. Dos potentes linternas recorrieron la estancia. Uno de los haces de luz enfocó a Felipe, que farfulló con temerosa indignación mientras el bebé berreaba en la hamaca junto a él. Natalie buscó rápidamente una salida alternativa, pero la vivienda carecía de ventanas y los intrusos obstaculizaban su única puerta.
El segundo haz se desvió rápidamente hacia el suelo y enfocó a Natalie en la cara. Ella cerró sus ojos violeta, pero antes tuvo tiempo de vislumbrar la corpulenta silueta del hombre que empuñaba aquella linterna.
—Nada —observó el hombre con voz bronca.
Cuando el rojizo resplandor se desvaneció en sus párpados, Natalie se atrevió a mirar de soslayo hacia aquel hombre, ya de espaldas a ella. Su compañero protestó contrariado y enfocó con la linterna hacia los tejanos mojados y la camiseta negra que colgaban sobre la lumbre. El otro sacudió la cabeza, restó importancia a la presencia de aquella ropa con desdén burlón y condujo a su compañero hacia la puerta, entorpeciéndole disimuladamente la visión de Natalie mientras lo sacaba de la barraca.
«Honorato», se dijo Natalie.
En el extremo opuesto de la estancia, Santusa arrullaba a los chiquillos que gritaban asustados mientras Felipe intentaba prender una cerilla con dedos temblorosos. Cuando por fin acertó a encender la vela, la acercó a la cara de la bruja y se dirigió a ella, farfullando a tal velocidad que Natalie era incapaz de entenderle, y mucho menos contestarle.
Quiere saber quiénes eran esos hombres, le aclaró Wilcox. Si pretenden hacerle daño a su familia, le ordena que salga de aquí ahora mismo.
«¡Hombre, ya era hora de que abriera usted la boca! —protestó Natalie para sus adentros—. ¿Dónde estaba hace un minuto cuando lo necesitaba?».
Lo siento. Me dijo que quería comunicarse sin mi ayuda. Por cierto, que ya le está dando ahora mismo una explicación a Felipe. Parece que le va a dar un síncope.
Natalie contempló a Felipe boquiabierta, pero él no dejaba de darle voces y la miraba con los ojos titilantes, como si temiera parpadear. «¿Qué le digo?», le preguntó a Wilcox.
Sería mejor que me dejara hablar a mí. Va a ser complicado dictárselo.
Natalie asintió con una honda inspiración y se concentró en el mantra de espectadora.
Su semblante cobró una súbita firmeza, cerró la boca antes abierta de par en par y el aturdimiento cedió paso al aplomo. Una retahíla en español brotó por sus labios, de la que Natalie tan solo alcanzó a entender una palabra de cada cinco.
Su repentina elocuencia alteró más si cabe el ánimo de Felipe, como si el hombre le hubiera echado el guante a un ladrón y de pronto descubriera que era un demonio. Tras varias réplicas y contrarréplicas, a las que Wilcox respondió con toda calma, señalando al iris violeta de sus ojos para recalcar sus afirmaciones, Felipe cejó en el empeño. Con semblante derrotado, dejó escapar un suspiro y le dio una orden a Santusa, que se levantó y encendió de nuevo la lumbre. Aunque no debían de ser más de las cuatro de la mañana, aquella noche ya ninguno de los tres conciliaría el sueño.
«¿Qué le ha dicho?», le preguntó Natalie al doctor, arrebatándole de nuevo el control de su cuerpo.
La verdad. Que unos «gringos» desalmados habían venido a estas tierras para llevarse el oro de Pizarro y que usted precisaba de la ayuda de otro brujo para impedírselo.
«¿Que yo precisaba qué…?».
Sí. Por eso ahora Felipe nos ayudará a buscar un medio de locomoción para desplazarnos hasta Tingo, donde reside el brujo más cercano.
«¿Y cómo cree usted que ese brujo nos ayudará a detener a los “desalmados gringos”?».
Usando el cebo del oro de Pizarro como trampa.
«Fantástico».
Santusa le ofreció a Natalie un par de panecillos y un tazón con café. Era café de puchero, aguado y cargado de azúcar, pero ella lo paladeó como si fuera un expreso triple. Necesitaba toda la fuerza que aquella achicoria pobre en cafeína pudiera proporcionarle y deseó incluso poder complementarla con un mate de coca.
Como su ropa todavía no se había secado, Santusa la dejó quedarse con el jersey y la falda que le había prestado la noche anterior. A cambio, Natalie intentó entregarle todo el dinero que llevaba, pero Santusa tan solo aceptó un par de billetes arrugados.
—Necesitará ese dinero para los caballos y el camión —le contestó, según tradujo Wilcox.
Santusa estaba en lo cierto. En el poblado solo había una persona que dispusiera de un par de monturas, y este exigió un pago por acompañarla a caballo hasta otra aldea donde vivía el único individuo con vehículo motorizado en treinta kilómetros a la redonda. Este también se cobró por el privilegio de hacerle de chófer y conducirla por la larga pista sin pavimentar que llevaba hasta Tingo en su camioneta, una abollada Ford con la trasera descubierta y los amortiguadores destrozados.
No más grande que una aldea, Tingo se vanagloriaba de contar en su municipio con organismos de interés público tan destacados como una escuela, una iglesia y un «puesto de salud», un cubículo en el centro de la ciudad que hacía las veces de ambulatorio. Felipe le había indicado a Natalie que buscara al brujo allí, así que le pidió al conductor de la camioneta que la dejara delante del dispensario.
Será mejor que me deje hablar a mí, le advirtió Wilcox en cuanto la camioneta se hubo alejado.
«Sabía que me iba a decir eso», replicó Natalie, recolocándose el poncho de Honorato para tapar la mochila.
Si el brujo cree que intentamos apoderarnos del oro, se negará a ayudarnos. Tengo que convencerle de que necesitamos llegar hasta el tesoro antes de que los «gringos» se nos adelanten. Además… aquí el único que habla quechua soy yo.
—¿El brujo solo habla quechua?
No. Pero los incas, sí.
—¿Los incas? Pero ¿qué se propone?
Déjeme a mí. Ya lo verá.
—Eso me temo.
Una mujer que pasaba por allí, al oírla hablar sola, la miró con extrañeza y Natalie le devolvió una sonrisa forzada.
—De acuerdo, será usted quien hable, pero con la condición de que me lo vaya traduciendo todo sobre la marcha.
Dicho lo cual, Natalie cedió el control de su cuerpo a Wilcox antes de entrar en el dispensario, para evitar levantar las sospechas del brujo.
En el interior del puesto de salud, que consistía en una única habitación, no había más que una camilla, un botiquín, una báscula y una serie de estantes prácticamente vacíos. Sobre la camilla yacía un paciente de no más de cinco años, tumbado con la lasitud propia de un enfermo y los párpados entornados. Un señor de edad ya avanzada, vestido con bata blanca, se alzaba sobre el niño haciendo oscilar la cruz de un rosario sobre su cuerpo y recitando al tiempo una plegaria o tal vez algún ensalmo. A la vera del niño, una mujer con una falda de cuadros y una gruesa rebeca de lana naranja, que a todas luces sería la madre del niño, observaba con la cabeza gacha y las manos entrelazadas delante de la boca.
Una vez concluido el ritual, el señor de la bata blanca se dirigió al botiquín y sacó de su interior un pequeño frasco de plástico con pastillas. Dio unos golpecitos en el frasco y le indicó a la señora la dosificación, levantando dos dedos, momento en el cual lanzó una ojeada hacia Natalie por primera vez.
Los ojos púrpura del brujo destellaron en su tez morena como dos orquídeas gemelas.
«¿Es un violeta?», le preguntó Natalie a Wilcox estupefacta. Esperaba encontrarse con algún curandero charlatán.
Por supuesto, respondió el doctor, y colegiado oficialmente, como los del CCUN, razón por la cual Azure no recurrió a él. Dada su condición espiritual, en Perú los violetas como él acaban forzosamente haciendo carrera también como sanadores. La gente les atribuye poderes mágicos.
El brujo pareció sorprenderse tanto al ver a Natalie como ella al verlo a él, pues perdió el hilo de lo que le estaba indicando a la madre del niño y tardó un par de segundos en retomar su discurso.
—¿Tengo el honor de dirigirme al señor Topa? —preguntó Wilcox una vez que la señora y el niño se hubieron marchado.
El doctor trasladó mentalmente al inglés la conversación que se sucedió a continuación para que Natalie pudiera entenderla.
—El mismo —respondió el brujo—. Es un placer conocerla, señora…
—Lindstrom. Natalie Lindstrom. —Wilcox inclinó la cabeza hacia el botiquín con sonrisa sardónica—. Veo que no confía exclusivamente en santos y espíritus para sus sanaciones.
—Los medicamentos curan —repuso el señor Topa—, pero solo si los santos y los espíritus lo permiten. ¿En qué puedo servirla?
—Ciertos arqueólogos «gringos» han venido a estas tierras para saquear las tumbas de sus antepasados. Querían que yo les ayudara, pero me negué y huí. Ahora temo que puedan localizar esas tumbas sin mi ayuda.
Las arrugas que surcaban las comisuras de los labios del brujo se acentuaron. El color negro azabache de sus cabellos contrastaba con las arrugas que rodeaban el contorno de sus ojos y la ajada frente, como si las responsabilidades de su posición lo hubieran avejentado prematuramente.
—Lo que me cuenta no es ninguna novedad. Las sepulturas incas son objeto de profanación continuamente. ¿Qué puedo hacer yo para impedirlo?
—Ayudarme a encontrar ese sepulcro antes que ellos. Podría sellarlo y evitar que lo profanen.
—¿Cómo sé que no pretende ayudar a quienes dice querer detener?
—Porque quieren matarme. No tardarán en llegar hasta usted para preguntarle por mí y amenazarle si no les informa de mi paradero. Creo que eso debería ser prueba suficiente de que lo que le estoy diciendo es verdad.
«¡Un momento! —intervino Natalie, interpelando a Wilcox—. Eso es mentira, ¿no? ¿Cómo puede saber Azure dónde estamos?».
Wilcox hizo caso omiso de aquellas preguntas.
—Necesito hablar con un inca que conozca bien la tierra de los Hombres de las Nubes —insistió Wilcox—. ¿Puedo contar con su ayuda?
El brujo suspiró, y sus facciones adquirieron un aspecto si cabe más avejentado.
—Sí. Pero no aquí. Tendrá que acompañarme.