20
Habitación para una bruja
Wilcox, sin embargo, no le permitía quitarse de la cabeza a Nathan Azure. De manera muy parecida a como había hecho Arabella Madison, intentaba llevarla a su terreno hablándole con el tono racional de un hermano mayor preocupado por su bien, inculcándole ideas que, dada su fatiga mental, Natalie dio en ver como propias.
Me temo que por más que consiga volver a Estados Unidos no escapará de Azure. Ese hombre sabe dónde vive… y dónde vive su hija.
—Pero es culpable de asesinato. De su asesinato. Irá a la cárcel.
Natalie llevaba la linterna de modo que enfocara el camino para pisar sobre seguro entre el aluvión de agua que corría pendiente abajo. Las gotas caían como una cortina de agua por el ala de su sombrero, entorpeciéndole la visión.
Si consigue dar con usted y su familia antes, no irá a la cárcel.
Natalie dio un mal paso, se tambaleó y hundió las manos en el barro para no caer de bruces.
—¡No me hable de mi familia! —exclamó.
Perdone. Solo pretendo ser sincero con usted. Ese hombre es capaz de cualquier cosa para obligarla a que colabore.
Natalie se puso en pie, jadeando, y abrió los brazos al aguacero para que le limpiara el fango de las manos y la linterna. Los argumentos de Wilcox empezaban a hacer mella en su espíritu. Al fin y al cabo, pensó, si no había matado a nadie hasta la fecha no era tanto por razones de escrúpulos como por azar. Si se hubiera visto obligada a matar a Evan Markham para salvar la vida, ¿acaso no lo habría hecho? Si el único modo de impedir que Vincent Thresher matase a Callie hubiera sido acabar con la vida de su títere, la violeta Lyman Pearsall, ¿acaso no la habría liquidado sin dudarlo? ¿Por qué Nathan Azure iba a ser diferente?
Demasiado cansada para silenciar a Wilcox por la fuerza, Natalie trató de rebatir sus argumentos lógicamente.
—Aun suponiendo que me propusiera matar a Azure, ¿cómo iba a hacerlo? Tendrá al menos una veintena de hombres cubriéndole las espaldas.
Eso es lo de menos. Le podemos tender una trampa.
El pie derecho de Natalie se hundió hasta el tobillo en el barro y continuó vadeando el lodazal.
—¿Qué clase de trampa?
Usaremos como cebo lo que más desea en este mundo.
—¿Mi colaboración?
No. El oro de Pizarro.
—Fantástica idea, si supiéramos dónde se encuentra.
Esa cueva que dibujó inspirándose en los recuerdos de Pizarro… Tanto si el tesoro está allí como si no, Azure se tragará el anzuelo.
—¿Y cómo encontramos esa maldita cueva?
Ya habrá un modo de…
El limo se hundió bajo sus botas, y Natalie cayó de bruces en el encharcado sendero, empapándose más si cabe el chorreante poncho.
Está oscureciendo, observó el doctor mientras ella intentaba ponerse en pie. Mejor será buscar algún sitio donde refugiarse.
—¡YA LO SÉ! ¡DÉJEME EN PAZ UN SEGUNDO!
Perdone.
Aunque Natalie no era persona muy dada a llorar, las piernas se le doblaron con el peso del agua que le empapaba la falda y rompió en llanto. Tenía la piel arrugada y reblandecida como un globo deshinchado, calada hasta los huesos por el frío y el agua, y temblaba descontroladamente. Si moría en aquellas cumbres esa noche, quizá nadie descubriera su cadáver ni llegara a identificarlo. La próxima vez que viera a Callie sería en el limbo, cuando su hija invocara su espíritu… eso suponiendo que quisiera invocarlo. Es posible que Callie odiara para el resto de sus días a aquella madre que la había abandonado, de la misma manera que Natalie le reprochaba a su padre haberla puesto en manos de aquel internado del Cuerpo cuando era una niña.
Ánimo, Natalie, la instó Wilcox calladamente. Ha conseguido llegar hasta aquí, no se venga abajo ahora.
Aquel amable consuelo le trajo a la memoria a Dan y le insufló ánimos. Sin molestarse en secarse las lágrimas de la cara empapada por la lluvia, reemprendió la marcha entre el fango, mientras se hacía una solemne promesa. Volvería a casa con su hija, claro que sí, sería una buena madre para ella, al precio que fuera.
• • •
Natalie había seguido la senda que discurría a través del barranco y ascendido a casi trescientos metros de altura por la falda de otra montaña cuando divisó una hilera de achatados habitáculos de piedra empotrados en la ladera. Por un momento pensó que serían otras ruinas abandonadas como la chullpa… o quizá un espejismo producto de su desesperación. Pero aquellas edificaciones tenían láminas de acero galvanizado a modo de puertas y techumbres de paja que protegían de la lluvia, y, cuando se acercó dando tumbos a tocarlas, comprobó además que sus muros eran sólidos.
Será mejor que me deje a mí, sugirió Wilcox cuando Natalie enfiló hacia la puerta de la primera vivienda del poblado.
—No.
Natalie hurgó en la mochila, intentado alumbrarse con la tenue luz amarillenta de la linterna, cuyas pilas empezaban a agotarse, y gimoteó al no encontrar lo que buscaba. Finalmente, localizó la cartera en la que había guardado sus divisas peruanas, y, con un puñado de billetes en la mano, aporreó la puerta de la barraca.
—¡Socorro! —exclamó en español—. ¡Ayuda, por favor!
La puerta se abrió hacia el exterior una rendija, tras la cual asomó un hombre de cabellos lacios y oscuros que llevaba una vela encendida en la mano.
—¿Qué desea?
—Yo… bueno… estoy perdida. Quiero una habitación —le dijo Natalie en español, mostrándole los billetes, ya deslavazados por la lluvia—. Tengo dinero.
Sin prestar mucho interés al dinero, el hombre levantó la vela para verle la cara. Sus oscuros ojos se abrieron de par en par y retrocedió, franqueándole la entrada con un ademán.
Aparte de la tenue luz anaranjada que despedían las ascuas de una lumbre bajo una vasija de barro cocido, la vela de aquel hombre era la única iluminación en la estancia. Al dirigirse hacia el extremo opuesto de la habitación, la llama iluminó el difuso contorno de dos camastros con armazón de hierro, sobre los que estaban sentados una robusta joven y dos niños con la carita redonda, abrigados todos con jerséis de lana. Los tres clavaron los ojos en Natalie, y el más pequeño de los niños se los restregó como adormilado todavía.
La mujer, que debía de ser su esposa, le preguntó algo en español, sin apartar los amedrentados ojos de aquella extraña que chorreaba agua sobre el suelo de tierra de la casa. Él le respondió en voz baja, se señaló los ojos y luego apuntó hacia los de Natalie. Su mujer asintió, contemplando a Natalie con un respeto no exento de temor.
Colgadas de las vigas de madera que sujetaban el techo había unas ropas, y la mujer agarró una falda y un jersey y se los tendió a la recién llegada. Temblando convulsivamente, Natalie dudó de si debía cogerlas, pues la mujer le habló tan rápido que no entendió nada.
Le pregunta si quiere quitarse la ropa mojada y cambiarse, le tradujo Wilcox oportunamente.
—Ah…
Natalie recorrió la estancia con la mirada buscando algún lugar donde desnudarse y luego miró con pudor a los niños.
El padre, percatándose seguramente de su incomodidad, vertió un poco de cera sobre una mesa, pegó la vela a la cera y les dio unas palmaditas a los niños en el hombro, ordenándoles que siguieran su ejemplo y se volvieran de cara a la pared.
Natalie aceptó el jersey y la falda y le dio las gracias en español a la mujer con una breve reverencia.
Pese a la consideración de la familia, se quedó en bragas y sujetador mientras se cambiaba. La mujer dejó a un lado la mochila de Natalie, colgó la ropa mojada en la viga sobre la lumbre, donde pudiera secarse más rápido, y luego señaló la vasija de barro.
—¿Tiene hambre? —le preguntó.
Natalie asintió, entrando ya en calor al abrigo de aquellas secas prendas de lana. Con tal de que fuera comestible, poco le importaba lo que aquella olla contuviera.
La mujer le sirvió una especie de sopa en un tazón y se lo tendió. No había ninguna silla en la estancia, pero Natalie reparó en un tablón largo apoyado sobre dos voluminosos ladrillos de barro que hacía las veces de banco y se sentó allí a comer. Fue tal la fruición con que atacó el caldo con patatas que no advirtió que la familia en pleno tenía los ojos fijos en ella hasta que casi hubo vaciado el tazón.
Recobrando súbitamente sus maneras, dejó a un lado la cuchara y se aclaró la garganta.
—Me llamo Natalie Lindstrom. ¿Y usted? —dijo en español.
La mujer, que se había colocado nuevamente a la vera de su marido, intercambió una mirada con él, como consultándole si debía divulgar información de índole tan personal.
—Felipe Ávila —contestó él, llevando una mano al pecho, y luego, señalando a su mujer, el niño y la niña sucesivamente—: Santusa. Julián. Rafaela. E Isabel.
Felipe dio unas palmadas en un extremo de una diminuta hamaca tendida entre los dos camastros, en la que Natalie no había reparado antes. Entre los pliegues de la tela, había a todas luces una criatura arrebujada.
Natalie sonrió, mientras hojeaba a toda prisa los archivos de su memoria procurando entresacar alguna frase aprendida en su cedé de español.
—Yo soy de Estados Unidos —dijo.
—Sí —dijo Felipe, asintiendo con la cabeza.
La conversación quedó estancada. Natalie intentó encontrar una frase con la que agradecerles su hospitalidad, pero, antes de que pudiera hablar, el niño, Julián, se le adelantó y dijo algo con semblante risueño e ilusionado. La única palabra que Natalie acertó a captar fue «bruja», pero Santusa enseguida lo calló, reprendiéndole con la mirada. Seguramente el pequeño les habría oído hablar de aquella extraña que había entrado en casa.
Quiere saber si es una bruja de verdad, dijo Wilcox, viendo que Natalie no respondía. Dado que nos han ofrecido su hospitalidad dando por hecho que lo es, creo que debería decirle que sí.
Natalie forcejeó con su conciencia un instante. El temor a que la echaran de allí y verse expuesta de nuevo a la tormenta pudo más que su aversión a la mentira.
—Sí. Soy una bruja —le contestó en español.
Al oír eso, Rafaela, la niña, se descolgó con una pregunta que suscitó miradas reprobatorias por parte de sus padres.
¿Podría echarle una maldición a Pablo Sarete? Siempre me tira del pelo y me gasta bromas, tradujo Wilcox para Natalie, repitiendo las palabras de Rafaela con tono divertido y cordial; después añadió: ¿Seguro que no quiere que hable por usted?
«No —le contestó en silencio Natalie—. Usted limítese a hacer de intérprete e indíqueme cómo decir lo que quiero».
Usted verá.
El sistema resultaba un tanto premioso, como esas películas dobladas de bajo presupuesto en las que el sonido llega retardado. Los Ávila miraban con extrañeza a Natalie cada vez que les tocaba esperar a su réplica, pero al menos pudo comunicarse con ellos sin ceder el control de sus labios a Wilcox.
Como Natalie sospechaba, la familia acababa de retirarse a la cama en el momento de su llegada. Ella no tenía inconveniente alguno en acostarse nada más cenar, más bien al contrario. Felipe y Santusa se empeñaron en que durmiera en su cama, pero Natalie se negó y les aseguró que se conformaba con pasar la noche tumbada en el suelo. Santusa le dio una pila de ponchos para que los extendiera sobre el suelo de tierra y se tapara con ellos.
Pese al colchón de ponchos, la espalda de Natalie acusó la dureza del suelo, pero era mejor que dormir en una chullpa rodeada de huesos. Acurrucada bajo el abrigo de la lana y arrullada por la caridad de la familia Ávila, Natalie permitió que sus maltrechas barricadas mentales contra el agotamiento se desmoronaran y se sumió en la inconsciencia antes de que Felipe hubiera apagado la vela.
• • •
Durante más de una hora, Abel Wilcox dejó que el cuerpo dormido de Natalie permaneciera inmóvil. No se movió hasta que oyó un coro de ronquidos en el otro extremo de la estancia.
Cuando se aseguró de que la familia Ávila en pleno había caído dormida, incorporó el cuerpo de Natalie y lo dejó sentado. Con culpabilidad adolescente, recorrió las sinuosas curvas del cuerpo de la violeta con sus propias manos. Era una mujer hermosa… inteligente, de buen corazón y, con sentido del humor además, por lo que había podido comprobar hasta el momento. Si las cosas hubieran sucedido de otro modo…
Su rostro se contrajo con un rictus de amargura. Otro tesoro más del que Azure le había privado.
Wilcox se detuvo un instante para cerciorarse de que el movimiento no había despertado la conciencia de Natalie y luego se puso en pie y fue andando de puntillas hasta el rincón donde Santusa había dejado la mochila de la «bruja». En la lumbre contigua ya solo ardían unas cuantas ascuas, que apenas le procuraban luz suficiente para buscar lo que necesitaba. Moviéndose a tientas, introdujo sigilosamente la mano de Lindstrom en la mochila hasta que sus dedos palparon la linterna.
Wilcox echó una ojeada hacia los dos camastros ocultos en la penumbra al otro lado de la estancia. ¿Y si la luz los despertaba? Luego se burló para sus adentros de tal aprensión. Había olvidado que lo único que verían sería el cuerpo de Natalie. Si Santusa y Felipe despertaban, descubrirían a la bruja hurgando entre sus propias pertenencias, cosa perfectamente natural. «Se me han quedado los pies fríos —pretextaría Wilcox—, estaba buscando unos calcetines».
No obstante, encorvó el cuerpo sobre la linterna y la llevó hasta el fondo de la mochila para tapar lo máximo posible la mortecina y amarillenta luz que despedía. No podía arriesgarse a una posible interrupción que despertara súbitamente a Lindstrom.
Al ver que no encontraba lo que buscaba en el compartimento principal de la mochila, buscó en el bolsillo lateral cerrado con cremallera hasta que palpó los cantos de un marco. Bastó un golpe de luz para iluminar la imagen y confirmar la identidad del retrato.
Una bonita niña de cabellos castaños y ojos color violeta, sonriendo sobre un pastel de cumpleaños con seis velitas.
Al ver la imagen de la hija de Natalie, Wilcox mudó el semblante. No quería que sufrieran ningún daño, ni la niña, ni su madre. Pero, lo quisieran o no, ya estaban involucradas, ya corrían peligro.
«Les harás un favor a ambas», se dijo.
Tras apoderarse del retrato, cerró otra vez la cremallera de la mochila, devolvió la linterna al compartimento principal y fue de puntillas hacia el tablón que hacía las veces de banco. Se agazapó junto a él, dejó el retrato en el suelo bajo la tabla, fuera de la vista, pero donde los hombres de Azure pudieran encontrarlo sin demasiada dificultad. Otra migaja de pan más en el rastro que había ido dejando para el potentado.
Si bien no podía disfrutar del letargo de los vivos, Wilcox se conformó con el sueño de los justos y se recostó en el suelo, llevó los ponchos hasta la barbilla de Lindstrom y cerró los ojos de la violeta. Encontraría el rescate que Francisco Pizarro le había afanado a Atahualpa. Estaba en su derecho; había sacrificado su vida por salvar aquel pedazo de historia. Y haría todo lo que fuera necesario para asegurarse de que no terminara en manos de Azure.