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Lobos al acecho
Natalie Lindstrom no reconoció al agente de seguridad del Cuerpo que aquella tarde de mayo la había seguido hasta el cine: un hombre no mucho más alto que ella, un indio del sudeste asiático, con el cabello oscuro, lacio y brillante, y patillas. Vestido con aquel traje gris, parecía camuflarse camaleónicamente por dondequiera que pasara.
Natalie suspiró y fingió no haber advertido su presencia mientras pedía la entrada en la taquilla, que pagó con una de las pocas tarjetas de crédito cuyo límite aún no había agotado. «Parece que en el CCUN cada vez hay más rotación de personal», pensó. Debían de haber ordenado también a sus nuevos agentes que no intimaran demasiado con los violetas a quienes debían amedrentar, puesto que los nuevos agentes nunca le dirigían la palabra. A decir verdad, echaba en falta los tiempos en que al menos conocía por su nombre a los tres centinelas que se turnaban para vigilarla: George Lantree, Arabella Madison y Horace Rendell. George solía compartir pizzas y cotilleos con Natalie cuando estaba de turno e incluso había participado en el rescate de su hija, Callie, cuando la pequeña cayó en manos del asesino en serie Vincent Thresher. Desde entonces, George había abandonado el Departamento de Seguridad del Cuerpo, y a Rendell lo había liquidado el mismo Thresher durante el secuestro de Callie. Así pues, de los agentes que Natalie había conocido personalmente, ya solo quedaba la viperina Madison, esclava de la moda y las últimas tendencias.
Pero ignorar la identidad de aquellos novatos encargados de su vigilancia tenía una ventaja: no estaban tan al tanto de sus artimañas como los veteranos, por lo que era más fácil perderlos de vista en caso necesario.
El Camaleón demostró no ser una excepción. Natalie aguardó a que bajaran las luces de la sala y se dirigió a su asiento aprovechando un fundido en negro en la pantalla para que el agente tuviera dificultades en localizar su butaca. La película era una de esas superproducciones de más de tres horas de metraje tan en boga en Hollywood en los últimos tiempos, y a los veinte minutos de proyección Natalie se levantó para ir al servicio de señoras, con el bolso de lona donde guardaba el traje pantalón y la peluca de recambio colgado al hombro.
Satisfecha al ver que el agente no le había seguido los pasos hasta el vestíbulo, entró en uno de los cubículos de los servicios para ponerse el disfraz. Sin pelo propio que dificultara la tarea, reemplazar la peluca rubia por la de cabellos castaños fue cuestión de segundos. Dado que su actual clientela exigía lecturas electroencefalográficas por medio del SoulScan que demostraran la autenticidad de las manifestaciones de los espíritus, Natalie llevaba siempre la cabeza afeitada para facilitar la conexión de los electrodos del aparato directamente a su cuero cabelludo y monitorizar a los espíritus que invocaba. Por otra parte, no quería que su hija Callie se avergonzara de su condición de violeta y ya no ocultaba el iris de sus ojos a diario como antes tenía por costumbre; pero dado que ese día debía operar de incógnito, completó el disfraz con unas lentes de contacto que conferían a sus ojos una tonalidad castaña menos llamativa.
Tal como habían convenido, el vehículo de Daedalus Aeronautics, un Cadillac negro particular, la estaba esperando en el aparcamiento del cine. En cuanto Natalie salió por la puerta del establecimiento, el chófer arrancó el motor.
Quince minutos más tarde, llegaron a un bloque de oficinas recubierto de cristal de espejo, donde se encontraba la sede del prestigioso bufete contratado por la empresa del cliente de Natalie. Tras aparcar en el garaje subterráneo, entraron en un ascensor privado que pocos segundos más tarde los depositó en la planta superior del edificio. En otro momento, Natalie se habría muerto de miedo solo de pensar en la posibilidad de que el aparato se desplomara repentinamente veinte plantas. Pero ese día era otro el temor que le atenazaba las entrañas.
«No debería hacerlo», pensó, y no por primera vez. El Cuerpo de Comunicaciones Ultraterrenas aún no le había perdonado que abandonara su puesto. «Olvídese de encontrar otro empleo», le había advertido Delbert Sinclair, director del servicio de seguridad del Cuerpo, el día que Natalie le comunicó su marcha. Y cumplió su amenaza. El Cuerpo la incluyó en una lista negra impidiendo su acceso a trabajos ordinarios, y Natalie se encontró con que incluso las agencias de empleo temporal la rechazaban de forma inexplicable cuando, ya desesperada, solicitaba algún trabajo administrativo cualquiera. Asimismo, el Cuerpo había puesto todos los medios a su alcance para impedirle que ejerciera la profesión de violeta como autónoma dentro del sector privado, y si la organización llegaba a saber que su actual trabajo no solo no estaba autorizado sino que además era ilegal, podría terminar con sus huesos en la cárcel. O, lo que era peor, podrían arrebatarle la custodia de Callie y obligar a la pequeña a ingresar en el CCUN.
La tarea de mantenerse y mantener a su hija al margen del Cuerpo estaba resultando cada vez más onerosa. Trabajar como médium para invocaciones particulares le procuraba algunos cientos de dólares de vez en cuando, pero no los suficientes con que sufragar la alimentación y la vivienda de una madre soltera con una hija a su cargo. Viendo las dificultades de trampear ejerciendo su profesión bajo cuerda, Natalie ya había pedido una segunda hipoteca por el apartamento para así poder aumentar el saldo disponible de su tarjeta de crédito y llegar a fin de mes.
Mientras observaba la progresión hasta el veinte de los números en el panel digital del ascensor, Natalie deseó cargar la culpa a alguien por las estrecheces que estaba pasando. Sid Preston, aquel untuoso periodista del New York Post, le había prometido una cantidad millonaria a cambio de una entrevista póstuma con las víctimas del caso Hyland. Si aquel tipo hubiera remunerado sus servicios como es debido, ahora Natalie no tendría que vérselas con Daedalus Aeronautics ni gente de su calaña. Lamentablemente, el periodista no se había conformado con que las declaraciones que ella le proporcionara saltaran a los titulares, y cuando Natalie rehusó colaborar con él en un libro que pretendía sacar a relucir los trapos sucios del Cuerpo, Preston se negó a saldar su deuda. El mísero anticipo que el periodista le había pagado no duró mucho, y Natalie no había tenido más remedio que aceptar lo que surgiera. La oferta de Daedalus equivalía a cien sesiones de espiritismo para ancianitas deseosas de comunicarse con sus difuntos maridos, y Natalie la había aceptado, rezando porque nadie del Cuerpo la reconociera con aquel disfraz.
Daedalus Aeronautics apreciaba su discreción. También ellos tenían mucho que perder si alguien descubría que la empresa había contratado los servicios de Natalie Lindstrom.
El chófer condujo a Natalie hasta un espacioso despacho en penumbra que ocupaba una de las esquinas del rascacielos y cerró la puerta tras ella. Los cristales ahumados que formaban dos de las paredes de la sala reflejaban la soleada panorámica de la ciudad que se extendía veinte pisos más abajo. Dentro, a contraluz, había tres personas sentadas a una mesa alargada, y una cuarta que se levantó enseguida para darle la bienvenida a Natalie.
—¡Señorita Lindstrom! Arnold Jarvis, Daedalus Aeronautics. Hemos hablado por teléfono. —El señor Jarvis hizo ademán de tenderle la mano, pero en el último momento la retiró y, disimulando, se atusó la incipiente calva—. Mmm…, ¿algún… contratiempo?
—No.
—Estupendo, estupendo.
Jarvis no le presentó a las otras tres personas allí presentes: una mujer rubia con chaqueta de ejecutiva con hombreras flanqueada por dos hombres vestidos con trajes oscuros.
—Bueno, sabemos que tiene usted una agenda muy apretada, y lo tenemos todo dispuesto.
—Ya veo.
Natalie rodeó la estancia para examinar el asiento que Jarvis le señalaba. La silla, colocada a un extremo de la larga mesa, recordaba a los sillones de las barberías antiguas, aunque aquella parecía adaptada para Sweeney Todd, el barbero asesino de Fleet Street. Unos gruesos correajes de cuero con hebillas metálicas colgaban del respaldo, los reposabrazos y el reposapiés, preparados para frenar las convulsiones de su ocupante. Junto a la silla, sobre un carrito de ruedas, un aparato electrónico del tamaño de un microondas, con un monitor por cuya pantallita verde discurrían seis luminosas líneas rectas.
Era el SoulScan, el electroencefalógrafo escaneador de espíritus.
Jarvis agarró un cable enrollado del carrito, conectó el enchufe a uno de los puertos del aparato e intentó desenredar los veinte enmarañados electrodos que colgaban del otro extremo del cable.
—Si quiere sentarse y ponerse cómoda…
Natalie tomó asiento en la silla y se quitó la peluca, dejando la afeitada cabeza al descubierto. Se sentía de todo menos cómoda, sobre todo cuando se puso de manifiesto que Jarvis nunca se había enfrentado a un violeta o un SoulScan en su vida.
—¡Uy! Perdone —se disculpó, tras arrancar bruscamente el primer electrodo que había colocado en la cabeza de Natalie para fijarlo debidamente sobre el punto nodal tatuado en su cuero cabelludo.
Natalie dio un respingo al sentir el tirón del esparadrapo.
—Traiga, déjeme a mí.
Jarvis suspiró aliviado y le tendió la maraña de electrodos. Natalie extrajo del bolso una polvera con un espejito y se los fue colocando uno a uno hasta que su cráneo adquirió el aspecto de una bomba lista para hacer detonación. Las tres figuras sentadas a la mesa, de espaldas a la luz, observaron el proceso sin hacer el menor comentario, ni siquiera al ver que Jarvis amarraba a Natalie a la silla con aturullada torpeza.
Cuando hubo terminado, Jarvis se volvió hacia el monitor del SoulScan y se atusó el pelo, con cara de perplejidad. Las tres líneas superiores que atravesaban la pantalla reflejaban el ritmo de las ondas cerebrales de Natalie, pero las otras tres seguían inmóviles, a la espera de que la conciencia del espíritu invocado hiciera aparición.
—Mmm… el manual mencionaba algo sobre no sé qué botón. Por si…, bueno, por si surgiera una emergencia.
Natalie, atada a la silla, señaló con el índice de la mano izquierda hacia el destellante disco rojo en la consola del aparato. Conocido vulgarmente como el botón del pánico, dicho mando permitiría expulsar del cerebro de Natalie la energía electromagnética del espíritu ocupante por medio de una descarga de corriente eléctrica.
—Púlselo solo si ve que estoy al borde de la muerte —le indicó Natalie.
Jarvis asintió, con el semblante demudado.
—¿Disponen de algún fetiche?
—¿Eh? Ah… sí.
Jarvis introdujo el pulgar y el índice en el bolsillo de la camisa y extrajo una bolsita de plástico.
—Se empleó para la identificación del cadáver. Los investigadores de la Junta de Seguridad de Aviación Civil utilizaron uno idéntico para invocarlo.
Antes de que Natalie pudiera replicar, Jarvis le puso la mano derecha del revés y dejó caer el objeto en su palma. Era pequeño y duro como un guijarro, con reflejos metálicos dorados, como una piedrecita con encaje de oro.
Solo que aquel oro no era más que un empaste dental; y el guijarro, una muela humana, con las raíces partidas y el barniz tiznado.
Natalie quiso arrojar el fetiche al suelo, gritar que aún no estaba preparada, que ni siquiera había tenido tiempo de recitar su mantra de espectadora, pero era demasiado tarde. Su puño se cerró sobre la muela como si acabara de agarrarse a un cable de alta tensión, y las tres rayas inferiores en la pantalla del monitor zigzaguearon como afilados colmillos de pánico.
El espíritu ya estaba llamando a su puerta.
Un instante después, Natalie se olvidó de Jarvis, del despacho y sus tres mudos observadores e incluso de sí misma. Se vio sentada ante el panel de control de un avión, empapada de sudor y respirando a través del plástico de la máscara de oxígeno que le cubría nariz y boca con aceleradas y calientes bocanadas. A través de la polvareda que azotaba la luna del parabrisas ante ella, vio cómo la masa de nubes se desplazaba a la derecha y el morro del avión caía en picado.
Sentado a su lado, el copiloto, entre largas inhalaciones de oxígeno, farfullaba mensajes de alarma dirigidos a la torre de control. Y desde la cabina a sus espaldas llegaban los gritos de terror de los pasajeros y los berridos de un bebé.
Natalie, con manos grandes y salpicadas de pelos en los nudillos, tiró de la palanca hacia atrás, giró el volante a la izquierda y pisó hasta el fondo el pedal del timón izquierdo. El avión se estabilizó, pero continuaba escorado a la derecha.
«El timón de cola no funciona —se descubrió pensando—. Si reduzco gas en los motores del ala derecha quizá pueda estabilizarlo… No, no, eso ya lo he probado antes».
Natalie se aisló mentalmente de la desesperación del difunto piloto el tiempo suficiente para advertir lo que estaba ocurriendo. El piloto repetía una y otra vez sus fracasados intentos por evitar la catástrofe en el último momento, encastillado en un eterno simulador de vuelo donde pretendía encontrar el modo de salvar un avión que ya se había estrellado.
Recuperada la objetividad, Natalie pronunció su mantra de espectadora:
Rema, rema, remaen tu barca río abajo. ¡Alegre, alegre, alegre, alegre! La vida no es más que un sueño…
La repetición de aquella estrofa le permitía mantener la conciencia mientras el espíritu del piloto tomaba posesión de ella y, si fuera necesario, retomar el control de su cuerpo en caso de que aquel se negara a abandonarlo.
Entretanto, Natalie podía compartir los pensamientos y percepciones del difunto. Este abrió los ojos y descubrió a Jarvis, pálido y desencajado, con la palma de la mano planeando sobre el botón del pánico del aparato.
—¿Señorita Lindstrom?
—¿Lindstrom? Me llamo Newcomb.
El piloto enderezó el cuerpo de Natalie en el asiento, y ella gimió con él al sentir un repentino tirón muscular en la espalda.
«Esto va a doler», pensó Natalie. Los convulsos espasmos en el instante en que el espíritu se posesionó de su cuerpo debieron de ser especialmente desagradables dadas las circunstancias.
—¡Ah, capitán Newcomb! —exclamó Jarvis sonriente—. Queríamos hacerle unas preguntas.
—Se lo ruego, lo de capitán sobra. Llámeme Bill.
Newcomb bajó la vista hacia el cuerpo femenino del que había tomado posesión y miró las correas de cuero que inmovilizaban sus extremidades y a las tres figuras que lo observaban entre las sombras desde el otro extremo de la mesa.
—Por amor de Dios, ¿es que no pueden dejarme en paz de una vez? ¿No les he contado ya todo lo que sé?
—Eso es lo que pretendemos averiguar —afirmó Jarvis, quien, ya cómodo en su papel, agarró una tablilla sujetapapeles y un bolígrafo de la bandeja inferior del carrito y formuló la primera de la batería de preguntas que llevaba anotadas—: ¿Podría ofrecernos una descripción exacta de cómo tuvo lugar el accidente?
Natalie sintió a Newcomb revolviéndose en sus entrañas. Había sido invocado, traído del más allá, solo para revivir una vez más el horror y la culpa que lo torturaban en su purgatorio personal.
El piloto inspiró profundamente a través de los pulmones de Natalie como si la estancia se hubiera despresurizado súbitamente, y la voz de la violeta se volvió áspera y bronca, al responder con tristeza por él:
—Como ya les he dicho otras veces… volábamos a una altitud de unos cien mil pies cuando oímos un golpe fuerte y el avión dio una sacudida. Pensé que algo había chocado contra nosotros.
Uno de los individuos sentados a la mesa agarró una hoja y se inclinó hacia la ejecutiva rubia, dando unos golpecitos con la yema del dedo sobre el papel.
—Desprendimiento en la zona trasera de la cabina.
La ejecutiva asintió.
—Cuando intenté retomar el control del avión —prosiguió Newcomb—, descubrí que el timón de dirección no respondía, los pedales se habían quedado bloqueados en la dirección izquierda.
—¿Y qué hizo para intentar un aterrizaje seguro? —preguntó Jarvis, marcando con una cruz otra pregunta más en la lista de su sujetapapeles.
—De todo. Probé de todo.
Newcomb dejó que la cabeza de Natalie se reclinara en el asiento.
—Avisamos por radio a Detroit para que autorizaran un descenso gradual y el aterrizaje de emergencia. Casi lo logramos. Si hubiera conseguido reducir la velocidad al tocar tierra…
Newcomb no pudo terminar la frase.
La ejecutiva echó un vistazo a uno de los documentos que le tendía el caballero a su izquierda.
—Capitán Newcomb, ¿recuerda haber consultado antes del vuelo con el jefe de mantenimiento encargado de la inspección de su avión?
—Vagamente.
El piloto permanecía distante, como si deseara desaparecer de nuevo en el vacío.
—¿Y dicho inspector le comunicó que un miembro del personal de tierra había tenido problemas con el cierre de una puerta de la bodega de carga?
—¿Puerta? —saltó Newcomb, irguiéndose en el asiento.
—Sí. —La ejecutiva rubia leyó la hoja que tenía delante—. La investigación concluye que la puerta de la bodega de carga se desprendió durante el vuelo. La inmediata despresurización resultante ocasionó el desplome de la zona trasera de la cabina y, por consiguiente, las líneas hidráulicas de cola quedaron segadas y el timón de cola inservible.
El piloto sacudió la cabeza de Natalie.
—Pero él me dijo que esa puerta se había cerrado.
—La puerta, sí. Pero el sistema de cierre no quedó sellado por completo, pese a que el miembro de la tripulación bajó la palanca y la dejó en posición cerrada.
Newcomb lo negó con creciente vehemencia, pero Natalie sentía su miedo atenazándole el corazón.
—El piloto de aviso no se activó. Lo comprobé antes y durante el vuelo.
—De todos modos, el inspector le había informado de la incidencia y, aun así, usted dio el visto bueno para que él pudiera firmar el diario de vuelo y evitar el retraso en la salida del avión. ¿No es cierto?
—Sí.
Natalie oyó los gritos de los pasajeros resonando en el recuerdo del capitán Newcomb.
La ejecutiva cruzó los brazos y, en la penumbra, sus ojos se iluminaron con un acusador destello de satisfacción.
—Capitán Newcomb, ¿sabe lo que conlleva falsificar deliberadamente un informe de seguridad?
El capitán se desplomó en el asiento todo lo que los correajes de cuero le permitieron.
—¿Por qué se empeñan en no dejarme en paz?
Natalie sintió una lástima infinita por él.
«No fue culpa suya —le dijo a través de la mente que compartían—. Quieren hacerle responsable, pero el fallo fue de su aparato».
Ella sabía, sin embargo, que Newcomb no se consolaría tan fácilmente. Gracias a Daedalus Aeronautics, ahora ya no solo se sentía culpable de no haber conseguido salvar el avión sino incluso de haber causado el accidente.
—Creo que con esto será suficiente —le dijo la ejecutiva rubia a Jarvis.
Jarvis miró el semblante compungido de Newcomb y luego el botón del pánico del SoulScan, dudando qué hacer. Natalie sabía que debía expulsar el espíritu del piloto antes de que Jarvis los despachara a ambos bruscamente.
«Hizo todo lo posible por salvar a sus pasajeros —le recordó a Newcomb, por si servía de algo—. Usted no es responsable de esas muertes».
Luego pasó del mantra de espectador al de protección, el Salmo 23, y, suavemente, apartó al afligido espíritu de Newcomb de su mente:
El Señor es mi pastor, nada me falta…
Natalie recuperó el control prácticamente de inmediato; el piloto parecía más que dispuesto a regresar al abismo y ser olvidado. Cuando la violeta abrió los ojos de nuevo, Jarvis le sonrió con alivio manifiesto.
—¿Señorita Lindstrom? ¡Excelente trabajo! Y ahora saquémosla de esa silla…
Natalie apenas percibió sus movimientos, pese a la brusquedad con la que Jarvis le arrancó los electrodos del cuero cabelludo y le desató los correajes. Estaba absorta en las tres figuras anónimas sentadas a la mesa, que parecían ajenas por completo a ella, como si hubieran presenciado una presentación informática y la pantalla del monitor acabara de apagarse.
—¿Estás segura de que esto nos exculpa? —preguntó a la ejecutiva el caballero sentado a su izquierda.
—Por supuesto. Si nos demandan, lo achacaremos a un fallo de mantenimiento y que la aerolínea cargue con las consecuencias.
El individuo a la derecha, que hasta el momento había guardado silencio, se subió las gafas al caballete de la nariz y replicó:
—Pero ¿y el sistema de cierre de esa puerta? ¿No deberíamos…?
—Enviaremos una circular con el parte de averías regular —respondió ella—. Si las compañías aéreas quieren solucionar el problema, que lo hagan. Sea como sea, estamos cubiertos en caso de que se produzca otra incidencia.
«¿Incidencia?». ¿Así denominaban ellos el asesinato de más de un centenar de personas?
«Si ocurre otra tragedia, será tan culpa mía como suya», pensó Natalie y, por un instante, sintió todo el peso de la culpa con la que Newcomb cargaba. Pero no podía ponerlo en conocimiento de nadie sin exponerse a que la inculparan también, cosa que Daedalus Aeronautics sabía perfectamente.
—Le agradecemos enormemente su colaboración. —Jarvis la ayudó a levantarse y le metió un papel doblado en la mano—. Sus honorarios.
Natalie no miró aquel papel hasta que se encontró sentada en el Cadillac negro de la empresa que había de conducirla de vuelta a la sala de cine. Un cheque bancario, para que nadie pudiera averiguar que el pagador de aquel dinero era Daedalus Aeronautics o su bufete. Quince mil dólares. Una bonita cantidad para un solo día de trabajo. Pero no la suficiente como para vender su alma.
Natalie se quitó las lentes de contacto y el disfraz en el servicio del cine y tomó asiento en su butaca a la espera de que terminara la proyección, sin prestar atención a la película. Inmediatamente después, dejó que el Camaleón le siguiera los pasos hasta su sucursal bancaria, donde ingresó el talón pese a las violentas náuseas que casi le provocaban arcadas. Al menos tendría fondos para cubrir los talones que ya había firmado.
• • •
Generalmente, cuando le surgía algún encargo, Natalie dejaba a Callie en la ludoteca, pero ese día era martes —«el día de los gatitos»— de modo que, nada más salir del banco, cogió el coche y se fue directa al centro empresarial de Orange. Confiaba vanamente en que, a diferencia de todos los demás martes del último año, ese día hubieran hecho progresos milagrosos, porque aquellas sesiones con la psicóloga se estaban convirtiendo en un lujo que ni Natalie ni Callie se podían permitir.
Aunque la terapia no era ningún capricho. Natalie temía que, si prescindía de aquellas sesiones, Callie terminara como su difunta abuela Nora. Nora Lindstrom, madre de Natalie y violeta a su vez, que en otro tiempo había trabajado para el FBI, pasó la última mitad de su vida ingresada en un centro psiquiátrico, trastornada completamente por culpa del espíritu de Vincent Thresher, en cuya reclusión y ejecución había colaborado. Tiempo después, Thresher había tomado posesión de la mente de Callie, y la acosaba con los mismos horrores que habían acabado por enajenar a su abuela.
Natalie dejó su anticuado Volvo en el aparcamiento del centro empresarial de Orange y subió por unas escaleras de cemento que conducían a la primera planta del complejo. Discurrió por la galería, dejó a un lado el despacho de un dentista y el de un contable, y se detuvo ante una puerta con una pequeña placa grabada en letras blancas que rezaba:
CAROLYN STEINMETZ
DOCTORA EN PSICOLOGÍA INFANTIL
La sala al otro lado era tan anodina como el letrero colgado a su puerta: paredes de relajantes colores neutros decoradas con imágenes enmarcadas de antropomórficos gatitos, disfrazados con atuendos color pastel. Sobre el sofá de falso terciopelo de la sala de espera holgazaneaban dos felinos auténticos a quienes se debía el nombre con que ella y su hija habían bautizado aquellos martes: un gato persa de ojos azules y largas melenas, y un atigrado gato callejero. Un tercer gato, de color blanco y negro, jugueteaba con un ratoncito de felpa en un rincón. La sala contaba también con un sinfín de juguetes, juegos y cuentos para entretener a los pacientes, algo que ese martes era especialmente de agradecer, dado que Natalie se había visto obligada a dejar a Callie en la consulta casi tres horas antes de la cita concertada con la terapeuta para poder atender a su trabajo.
Jon, el recepcionista, estaba sentado a su mesa luciendo la consabida corbata estampada con personajes del cómic, otras más de su al parecer inagotable colección. Al entrar Natalie, levantó la vista y le sonrió.
—Callie sigue dentro con la doctora, pero no creo que tarden.
Jon lanzó una ojeada hacia la consulta de la doctora Steinmetz, cuya puerta siempre permanecía abierta. La psicóloga, en previsión seguramente de posibles denuncias, nunca se quedaba a solas en su despacho con un paciente menor de edad.
A través de la puerta entreabierta, Natalie vio a la señorita Steinmetz en el centro de la habitación, sentada en el suelo sobre las piernas cruzadas, la larga y negra melena sujeta con un par de palillos chinos cruzados. La doctora inclinó la cabeza hacia la derecha preguntándole algo en voz baja a Callie, quien jugaba desganadamente con unos animalitos de plástico que formaban parte de un juego del arca de Noé. Callie, negándose a levantar la vista, masculló algo y la doctora Steinmetz asintió. En ese momento, la psicóloga reparó en que Natalie las observaba y condujo a Callie a la sala de espera para que saludara a su mamá.
Natalie forzó una sonrisa alegre, se arrodilló y recibió un abrazo mecánico de su hija.
—¿Qué tal, nenita? ¿Te lo has pasado bien hoy con la señora de los gatitos?
—No.
Callie, plantada con las manos enfundadas en los bolsillos de los tejanos y el iris violeta de sus ojos fijo en la puerta de la calle, tenía solo siete años, pero había adoptado ya la característica hosquedad de una adolescente. Su madre, sin embargo, sabía que esa actitud no era más que una pose para protegerse del miedo.
Natalie miró a la doctora Steinmetz como disculpándose.
—Cariño, está muy feo que digas eso, no…
—No se preocupe —zanjó la psicóloga, con talante afable—. Callie, ¿quieres jugar un rato con Delilah mientras hablo un momento con tu mamá?
—Bueno.
En circunstancias normales, Callie habría colmado de atenciones a Delilah, su gata favorita de los martes, pero ese día se arrastró hacia el sofá de mala gana, se dejó caer en él y acarició a la gata mecánicamente, como si estuviera cumpliendo con un trabajo escolar.
«Es igual que yo», pensó Natalie, y su sonrisa se desvaneció al instante. También huraña y apocada en su infancia, Natalie había visto con ilusión que su hija pareciera haber heredado el temperamento desenfadado y expansivo, aquella misma alegría que la había hecho enamorarse del padre de Callie, Dan Atwater.
Pero esa era la Callie anterior al acoso de Vincent Thresher.
Con un gesto de la mano, la doctora Steinmetz le indicó que pasara a su despacho y, cuando estuvieron dentro las dos, cerró la puerta. El despacho también parecía la sala de juegos de una guardería: el suelo estaba plagado de juguetes, y por todo mobiliario disponía de una mesa larga y unas cuantas sillas de plástico. La psicóloga sacó un par de sillas de debajo de la mesa e invitó a Natalie a sentarse.
—Siento que Callie haya sido tan maleducada… —Natalie quiso disculparse, pero la psicóloga la interrumpió.
—No se preocupe. De hecho, esa hostilidad indica que estamos avanzando positivamente.
—Ah… —Natalie no pretendía sonar sarcástica, pero obviamente la doctora y ella tenían un concepto muy distinto de lo que significaba avanzar positivamente.
—Sí. La ira es una reacción defensiva; una forma simple de manifestar emociones que ella en este momento es incapaz de comprender o expresar. Pero ha empezado a recordar.
Un escalofrío recorrió la piel de Natalie al traer a la memoria las perversas visiones que habían asolado su mente cuando Thresher tomó posesión de ella: imágenes de sus víctimas, cuyos torsos ensangrentados el asesino había bordado a punta de aguja cuando todavía vivían. Natalie sintió un furibundo arrebato de cólera solo de pensar que Thresher hubiera mancillado la inocencia de Callie con aquellas atrocidades.
—¿Qué le ha contado? —preguntó.
La doctora Steinmetz parecía siempre impasible, y la modulada calma de su voz le otorgaba la desconcertante imperturbabilidad de una bibliotecaria en una escuela de primaria.
—Por el momento, solo cosas sueltas. Aún no tiene edad para comprender la psicopatología de los asaltantes a los que se vio expuesta. Solo sabe que eran «malos». Pero el espíritu que se apoderó de ella la obligó a ver, incluso a hacer cosas, que repugnan instintivamente a su moral. Y, en consecuencia, se siente culpable de acciones y pensamientos que vivió pero sobre las que no pudo ejercer control alguno.
«A mí me vas a contar…», pensó Natalie.
—¿Qué puedo hacer para ayudarla?
—Anímela a hablar sobre lo que le inquieta, sonsáquela incluso si es preciso. Sobre todo, sobre esos sueños que viene teniendo últimamente.
—Pesadillas —puntualizó Natalie—. Pero ¿qué más puedo hacer?
Un leve rictus de preocupación frunció los labios de la psicóloga.
—He detectado también cierto resentimiento por la pérdida de su padre.
Natalie suspiró.
—Lo sé.
—¿Y usted cómo se encuentra?
La doctora Steinmetz esperó pacientemente su respuesta. Natalie guardó silencio. Le molestaba que la psicoanalizaran tanto como a Callie.
—Yo… no sé si la semana que viene podremos venir —dijo, en parte para zanjar la conversación pero también porque era cierto—. Llamaré para pedir hora cuando pueda.
Pero no sabía si podría. Había tantos otros gastos a los que atender, y con tan exiguos ingresos… Si al menos hubiera podido tratar ella misma a Callie, al igual que se había encargado de su educación y su formación como violeta. Pero eso era imposible. ¿Cómo iba a poder ayudar a Callie con sus problemas si ni siquiera era capaz de resolver los suyos?
• • •
«¿Y usted cómo se encuentra?».
El eco de aquella pregunta resonaba en el silencio de su automóvil mientras Natalie volvía a casa con Callie. Sabía que la pequeña echaba en falta a su padre. Dan había fallecido antes de que su hija naciera —vilmente asesinado cuando intentaba salvar a Natalie del asesino de los violetas—, aunque Callie, gracias a su capacidad para comunicarse con los espíritus, había tenido la oportunidad de conocer a aquel padre mejor que otros muchos niños normales podían esperar conocer al suyo. En los seis primeros años de vida, había conseguido invocar su afecto, su atención y su protección siempre que los había necesitado.
Luego Dan se fue al más allá, aquel reino desde el cual ni siquiera los violetas podían invocar a los espíritus.
Por mucho que Natalie le repitiera a la niña los motivos de la definitiva desaparición de su padre —que papá se había trasladado a un mundo donde podría ser feliz, que las dos tenían que aprender a salir adelante sin él—, Natalie nunca logró justificar ante su hija el intempestivo vacío que se había abierto en sus vidas. A decir verdad, ni siquiera a ella le satisfacían sus explicaciones. Natalie nunca había experimentado una pérdida semejante, porque la muerte nunca había truncado sus relaciones a la manera en que el más allá había cercenado a Dan. Solo ahora empezaba a comprender lo que la muerte de un ser querido significaba para las personas normales.
Siempre obsesionada por la seguridad al volante, Natalie aguardó a que un semáforo rojo la detuviera antes de echar una mirada de refilón por el espejo retrovisor. Desde que había leído en un artículo de Los Angeles Times que la explosión de un airbag podía causar la muerte de un niño que fuera sentado en el asiento delantero, obligaba siempre a Callie a viajar detrás. Por el espejo, Natalie observó a su hija, que miraba por la ventanilla, con el rostro semioculto entre los rizos castaños de su media melena. El osito de peluche de la pequeña, Mister Teddy, yacía despanzurrado a su lado, olvidado, con el pelo raído y ralo de tanto sobarlo.
—¿De qué habéis hablado hoy con la señorita de los gatos? —le preguntó, procurando no sonar en exceso inquisitiva.
—De nada.
—¿Cómo que de nada? ¿No decías que te gustaba ir a su consulta?
—Ya no. Es un rollo.
—Cariño, no está bien que digas eso.
—Es una pesada.
—¡Callie!
El tráfico empezó a circular de nuevo, pero Natalie se volvió un segundo hacia el asiento trasero y miró escandalizada a su hija.
—Solo quiere ayudarte.
—Pues que me deje en paz.
—No seas insolente, Callie.
Por primera vez, Natalie empezaba a comprender a su padre soportando su propia rebeldía infantil.
—¿De verdad vas a salir con un hombre esta noche? —le preguntó Callie, torciendo el gesto como si su madre acabara de amenazarla con ponerle hígado encebollado de cena.
Natalie frunció los labios. A decir verdad, tampoco a ella le apetecía enfrentarse a aquella cita, pero seguramente ya era demasiado tarde para cancelarla.
—Tienes que darle tiempo —dijo, tanto para sí como para su hija—. Alan es buena persona.
—Eso decías de Phil —replicó Callie, recalcando el nombre con desdén.
Natalie hizo oídos sordos, pero el recuerdo de aquel fracaso acentuó todavía más sus recelos sobre la inminente velada. Como muchos otros pretendientes que no pertenecían al mundo de los violetas, Phil había salido con ella por motivos interesados. Tenía cuarenta y cuatro años, era agente inmobiliario y había perdido a su mujer en un accidente de tráfico el año anterior. Pero no tardó en ponerse de manifiesto que lo único que deseaba de Natalie era que lo ayudara a mantener, y consumar, una relación con la única mujer a la que verdaderamente amaba.
«Es una injusticia que muriera tan joven». La piel de Natalie se erizó al recordar el tacto sudoroso de la mano de Phil sobre la suya, aquella manera sedienta que tenía de humedecerse los labios. «Quizá… quizá podrías hacer algo para darle una nueva oportunidad. Podríamos formar una familia todos juntos…».
Natalie se sacudió de la cabeza el recuerdo de Phil y se aferró al volante del Volvo.
—Alan es distinto.
—Puede. —Callie volvió a mirar por la ventanilla—. Pero ninguno es como papá.
«No, nenita, ninguno», reconoció Natalie, aunque solo para sus adentros. Aunque se esforzara por no hacer comparaciones, cada vez que conocía a un hombre, por atractivo que fuera, siempre le encontraba la misma pega: no era Dan.
La misma mezcla de desilusión y escepticismo la embargó al llegar a casa y encontrarse un mensaje de Alan en el contestador telefónico de la cocina.
«Hola, Nat. —Le había abreviado el nombre alegremente, como si hiciera tres años en lugar de tres días que se conocían—. Llamaba para confirmar lo de esta noche. ¡Ya estoy deseando verte! He pensado que podíamos ir a un asador donde preparan una carne riquís…».
—Fantástico —dijo Natalie, pulsando el botón para saltar a otro mensaje.
«Señorita Lindstrom, la llamamos de Citibank Visa —decía una voz nasal femenina—. Tenemos que hablar con usted respecto a su cuenta…».
—Tranquila, bonita, que ya os sacaréis la espina —la interrumpió Natalie, pulsando la tecla.
«Hola, nena —decía el siguiente mensaje—. ¿Cómo están mis dos chicas favoritas?».
«Papá». Natalie hizo una mueca. Había estado tan ajetreada que hacía más de un mes que no llamaba a su padre. En otro tiempo, esa tardanza no habría tenido nada de particular, pero, después de lo ocurrido, era imperdonable.
«Siento molestarte, cariño —siguió diciendo Wade Lindstrom, con voz ronca. Pese a su reciente reconciliación, siempre que se dirigía a ella lo hacía en un tono vagamente culpable—. He tenido un problemilla y pensé que debía ponerte al corriente. No estoy en casa ahora mismo, pero puedes localizarme en el… —Natalie apuntó aquel número desconocido en la libreta que había junto al teléfono—. Dile a la operadora que te pase con la habitación 135. Ya hablaremos, guapa».
El siguiente mensaje —un discursito pregrabado de telemárketing patrocinado por el Cuerpo— preguntaba si había reconsiderado inscribir a Callie en la Academia de Médiums Iris Semple, el internado oficial de los violetas donde Natalie había pasado su triste infancia. Apenas si prestó oídos a la perorata. Conocía bien la propensión de su padre a minimizar la gravedad de las cosas. Lo que para Wade Lindstrom era un «problemilla», para cualquier otra persona podía ser un asunto de vida o muerte.
—¿No era la voz del abuelo? —Callie se asomó al frigorífico buscando algo que picar antes de la cena—. ¿Va a venir a vernos?
—No creo, cariño. —Natalie levantó el teléfono inalámbrico de su base y marcó el número copiado en la libreta, pero tuvo que volver a empezar de nuevo porque el temblor del dedo le hizo equivocarse de tecla—. ¿Por qué no subes y te preparas mientras llega la canguro?
Callie cerró bruscamente la puerta del frigorífico.
—Ya estoy preparada.
—Pues yo, no. Cuando lo esté, subo arriba a por ti.
—¿Por qué no me dejas hablar con el abuelo?
—Porque no. Venga, anda.
Natalie recorrió nerviosa la cocina, con los largos pitidos de la señal de llamada sonando por un oído, y los pisotones malhumorados de su hija subiendo a regañadientes la escalera por el otro. Cuando por fin contestaron al otro lado y oyó la voz de una recepcionista dándole la bienvenida al Nashua Memorial Hospital, Natalie se alarmó pero no se sorprendió. La operadora la puso con la habitación 135, pero tuvo que aguantar una nueva tanda de pitidos hasta que su padre se puso al aparato.
—¿Sí? —dijo con la voz apagada y cansina de un enfermo.
Las preguntas se agolparon una tras otra en la boca de Natalie con su precipitación por darles forma.
—¿Papá? ¿Estás bien? ¿Qué ha pasado?
—¡Ah! Hola, nena. —Wade carraspeó para disimular la fatiga en su voz—. Oye, que no es nada preocupante, ¿eh, guapa?…
—Pero ¿cómo que no es nada preocupante? Entonces ¿qué haces en el hospital?
—Tuve un leve dolorcillo en el pecho —dijo, como quien habla de un pequeño terremoto o una insignificante inundación—. Pero la doctora dice que después de la intervención quedaré como nuevo.
—¿Intervención? ¿Qué intervención?
—Un bypass. Entro en quirófano mañana.
Natalie no respondió hasta que se consideró capaz de hablar sin que se le entrecortara la voz.
—Si te operan con tanta urgencia es que debe de ser grave. ¿Cuál es el pronóstico?
—Bueno. —Wade se aclaró la garganta una vez más para que la voz le saliera con más fuerza—. Me tendrás haciendo barbacoas y recogiendo moras en menos que canta un gallo.
Wade rio entre dientes, pero con la mención de los pasatiempos veraniegos favoritos de Callie no hizo sino aumentar los temores de Natalie.
—Puedo estar ahí con Callie en un par de días. Nos quedaremos a ayudarte mientras te recuperas.
—Oye, no era mi intención asustarte. No hace falta que vengáis, ya me apaño. Por eso te he llamado, para decirte que estoy bien.
—Déjate de tonterías. ¿Te va bien que estemos allí el jueves o será un poco tarde?
—Sí, pero… no quiero que te sientas obligada a dejarlo todo por mí. Bastantes problemas tienes ya. —Wade rehusó el ofrecimiento a medias, como un comensal hambriento que se niega a repetir por pura cortesía—. Mmm… hay otra cosa que tenía que contarte.
Natalie aguardó, pero su padre no parecía atreverse a sacar el tema.
—¿Sí?
—Bueno, ya sabes que el negocio ha estado muy parado últimamente…
—Sí, lo sé.
Natalie era consciente. La empresa de instalación de aparatos de aire acondicionado y servicios de climatización propiedad de su padre seguía en la lista negra del gobierno desde que ella había abandonado su puesto en el Cuerpo.
—… el caso es que, hará un par de años, con la idea de reducir costes, nos pasamos a una mutua de salud más barata. Y, como era de esperar, en la letra pequeña de la póliza hay una cláusula en la que se advertía que las enfermedades preexistentes no estaban incluidas, así que me va a tocar rascarme el bolsillo para pagar el asunto este.
—¿Tienes todo ese dinero disponible?
—Ah… sí. Estirando un poco de aquí y allá… ya iré juntándolo. De todos modos, había pensado en poner a la venta el maldito negocio, aunque no creo que me den gran cosa por él. Además, siempre puedo volver a instalarme en mi antigua casa y así me ahorro pagar un alquiler, porque está visto que no me la quito de encima.
La risa de Wade desembocó en un acceso de tos. Y la apesadumbrada culpa de Natalie se acrecentó más si cabe. Su padre no conseguía vender aquella casa porque allí era donde Vincent Thresher había asesinado a la segunda mujer de Wade, y nadie estaba dispuesto a adquirir una vivienda en la que se hubiera perpetrado tan salvaje crimen. Ni siquiera el propio Wade había vivido allí desde la muerte de Sheila Lindstrom.
—… pero eso es problema mío —siguió diciendo, como si hablaran de un váter embozado—. La cosa es que hasta que solucione todo este asunto… quizá el próximo talón se retrase un poco.
«Ya está otra vez con sus eufemismos», pensó Natalie, con preocupación centuplicada. Sabía perfectamente que su padre habría sido capaz de comer pienso antes que dejar de enviarle dinero para ayudar con la manutención de Callie, y, si tan precaria era su situación económica, quien necesitaba ayuda era él… solo que Natalie no disponía de medios ni para hacer frente a su propia bancarrota, no digamos ya la del prójimo.
—Por nosotras no te preocupes, papá. Cuídate.
—Lo haré, hija. Y tú también.
«Te quiero». Las palabras recularon tímidamente en la boca de Natalie; aún sentía que apenas conocía a su padre.
—Hasta el jueves —dijo por fin.
—Solo si os va bien. Gracias por devolverme la llamada, nena.
—De nada.
Se despidieron los dos un tanto violentos y colgaron. Sin ni siquiera devolver el inalámbrico a su base, Natalie se puso a hojear las Páginas Amarillas en busca de una agencia de viajes que le hiciera la reserva de los billetes para volar a New Hampshire. Marcó el primer número que encontró, pero, al tiempo que contestaban al otro lado, alguien llamó a su puerta.
—Espere un momento —dijo, y dio una voz a su hija desde el pie de la escalera—. Callie, ¡Patti ya está aquí!
Natalie retomó la conversación telefónica, pero un momento después volvió a sonar el timbre y nadie salía a abrir. Natalie tapó el auricular con la mano y gritó:
—¡Callie! ¡Llaman a la puerta!
Su hija bajó dando pisotones por la escalera y abrió la puerta de malos modos. Tras un fugaz vistazo al visitante que esperaba al otro lado, se volvió hacia su madre.
—No es Patti. Es un hombre.
Cumplido su deber, la pequeña regresó malhumoradamente por donde había venido. Natalie volvió la cabeza a un lado y a otro: primero hacia su hija, que desaparecía como una exhalación escaleras arriba, y luego hacia el extraño plantado en el umbral con semblante perplejo.
—¡Eh! ¿Qué haces…? Oiga, ¿le importa si llamo más tarde?
Natalie colgó el teléfono y fue a la puerta para despachar a aquel «hombre», que a buen seguro venía a venderle algo.
Aunque no parecía el típico vendedor. Vestido con un traje de espiga y una camisa blanca desabotonada en el cuello, el pulcro y bien afeitado caballero aguardaba con las manos a la espalda sin, aparentemente, ningún producto o propaganda que colocarle. La frente prominente y aquellas gafitas ovaladas con montura metálica le conferían cierto aire de académico intelectual.
—Usted debe de ser Natalie Lindstrom, si no me equivoco —dijo con una sonrisa.
—Sí. Disculpe la actitud de mi hija.
Natalie miró de soslayo hacia las escaleras torciendo el gesto.
—Ah, no se preocupe. Es una niña muy mona. Mire, quería hacerle una propuesta laboral…
«Ya estamos», pensó Natalie.
—Lo siento, pero me pilla en un momento malísimo, y no creo que me interese comprarle nada de todos modos.
El caballero rio entre dientes.
—No he venido a venderle nada. Permítame que me presente… —Introdujo una mano en el bolsillo interior de la chaqueta y extrajo una tarjeta—. Soy el doctor Abel Wilcox, de la Universidad de Stanford. Me gustaría contratar sus servicios como médium.