19
Sikita muchay
Ya vienen, Natalie.
El aviso la despertó del sueño con un escalofrío, como si alguien le hubiera arrancado las mantas de un tirón. Se dio la vuelta bufando y apretó los párpados con fuerza para que no le entrara la luz.
—¿Qué?
Estarán aquí dentro de nada, le advirtió Wilcox. Tenemos que irnos.
Natalie intentó incorporarse, pero tenía el cuerpo entumecido y las articulaciones tan rígidas como el pobre Hombre de Hojalata de El mago de Oz. Dejó caer nuevamente la cabeza sobre la manta doblada, sin ánimo para abandonar el maternal cobijo del sueño.
—Solo unos minutitos más, por favor…
¿Qué se ha creído, que soy un despertador? Venga, arriba.
Natalie consiguió incorporarse a duras penas, con el cuerpo dolorido como si todo él fuera un enorme hematoma.
—Me dejará desayunar al menos, ¿no?
Puede comer y andar al mismo tiempo, ¿verdad?
—Sí, supongo que sí.
Natalie sacó un par de barritas energéticas y luego se colgó al hombro la mochila junto con la garrafa de agua. Pesaban como un yugo sobre sus espaldas.
Y póngase la falda, por si acaso la ven.
Natalie agarró la manta gris y la sacudió.
—¡Pero es que me obliga a andar más despacio! Además, si me ven con esta pinta ridícula, por mucho que lleve esa «falda», no voy a salvar el pellejo.
El pellejo se lo salvaré yo, no la falda. Hágame caso y póngasela.
—¡Está bien! —Natalie se envolvió las piernas en la manta y se remetió el dobladillo en la cintura de los pantalones—. ¿Contento?
Contento estaré cuando Nathan Azure haya desaparecido de la faz de la Tierra. Pero cada cosa a su tiempo.
—Muy bien.
Con mucho cuidado de no pisar sobre ningún hueso, Natalie salió de la chullpa funeraria. Una vez fuera, arrancó con los dientes el envoltorio de una barrita energética y, mientras avanzaba pesadamente hacia el sendero dispuesta a reemprender el descenso de la montaña, dio cuenta de ella con tal voracidad que acabó atragantándose y escupiendo pedazos enteros a medio masticar.
Las piernas se le desentumecieron un poco con el movimiento, pero el constante avance cuesta abajo por la acusada pendiente le estaba destrozando los gemelos y las espinillas. Los dedos de los pies, forzados por el declive, chocaban contra las punteras de las Dr. Martens, rozándole la piel hasta levantarle ampollas. Pero después de más de un kilómetro de descenso en zigzag, apenas parecía haber avanzado.
Mejor que mejor, le aseguró Wilcox. Estas pendientes son muy traicioneras para los caballos. Se verán obligados a aflojar la marcha, e incluso puede que tengan que desmontar y llevarlos de las riendas.
—Fantástico. Lo tendré en cuenta.
Natalie hizo un alto en una curva, resollando, para tomar unas cuantas bocanadas de aire antes de emprender el descenso de la siguiente cuesta. Cada vez que se le ocurría detenerse a descansar, Wilcox la azuzaba a seguir adelante, recordándole que la jauría de sabuesos le pisaría en breve los talones.
En lugar de disiparse a lo largo del día, la bruma que a primera hora de la mañana cubría el valle se había espesado hasta formar una niebla densa y cerrada, y al atravesar la capa de nubes, Natalie sintió la humedad mojándole la cara y las ropas.
La mala visibilidad también nos vendrá bien, observó Wilcox.
—Es curioso que todo lo malo sea una suerte, ¿no? —Natalie encendió la linterna para no salirse del camino—. Imagine lo bien que nos vendría una inundación o un terremoto.
Cuidado con lo que desea, porque el cielo amenaza lluvia.
—¡Lo que faltaba! Pero ¿no decían que el otoño era la estación seca en Perú?
Eso es una generalización, puntualizó Wilcox, no una garantía.
—Ahora me lo dice.
Natalie atacó otra barrita, la cuarta del día. «Dos para desayunar, dos para comer… ¡y una cena en condiciones!», pensó, harta ya de aquella empalagosa cobertura de chocolate y de la textura crujiente de los cereales.
Una llovizna de guijarros se derramó desde lo alto de la montaña, pero al levantar la vista la niebla no le dejó ver nada. Aguzó el oído, pero la bruma parecía amortiguar los sonidos. Aun así… ¿no sonaba como el sordo golpeteo de los cascos de un caballo?
Hay que darse prisa, advirtió Wilcox. La advertencia estaba de más, pues Natalie bajaba ya por el sendero a todo correr.
Finalmente, el camino desembocó en un barranco por el que discurría un riachuelo serpenteante. Por debajo ya del límite de la vegetación arbórea, Natalie empezó a encontrarse con algún que otro banano y eucalipto en las zonas donde el terreno se arrellanaba. Una forma parduzca moviéndose junto a la orilla atrajo su atención, y a continuación otra y otra más. Una manada de animales alzó sus triangulares testas para devolverle la mirada, con las puntiagudas orejas en alto. La forma de su cuerpo recordaba a los ciervos, pero unas greñudas lanas blancas les cubrían el pecho y la panza.
—¿Qué animales son esos? —se preguntó en voz alta.
¡Vicuñas!, respondió Wilcox en su interior. No sabía que hubiera manadas salvajes tan al norte. La mejor lana del mundo, según dicen.
Mientras Natalie las contemplaba admirada, la manada de pronto se volvió en masa y huyó de estampida.
—¿No decía que la mejor lana era la de la alpaca?
El doctor reaccionó con aparente perplejidad.
Yo nunca he dicho eso.
—Ah, perdone. Me he confundido.
Natalie se ruborizó como si acabara de escapársele el nombre del amante equivocado en pleno acto sexual. Por un momento había olvidado cuál de los dos Wilcox le había regalado a Callie aquella alpaca de peluche. Se parecían tanto los dos… había tantas cosas que la habían atraído en «Abe». Si el verdadero Abel Wilcox viviera, ¿se habría sentido tan atraída por él como por Trent?, pensó.
Ya nunca lo sabría. Nathan Azure se había ocupado de que así fuera.
Natalie se dispuso a dar un trago de la garrafa y se alarmó al comprobar que había trasegado más de la mitad de su contenido durante el descenso, e ignoraba por completo la distancia que habría de recorrer hasta que encontrara otra fuente de agua potable. «Agua, agua, agua por todos lados y ni una sola gota para beber», pensó, recordando los versos de Coleridge en La balada del viejo marinero.
—Bueno, usted dirá, bwana, ¿y ahora adónde? —le preguntó al doctor.
Hacia el este. Tarde o temprano irá a parar a la carretera que lleva a Chachapoyas.
—¿Cómo lo sabe? Si ni siquiera tiene idea de dónde estamos.
En esta zona del país no hay muchas carreteras, explicó Wilcox. Si el campamento se instaló al norte de la ruta que va de Cajamarca a Chachapoyas, como usted dijo, yendo en dirección este iremos a parar allí.
—Si es así, ¿cuánto tiempo cree que tardaremos en llegar a la próxima población?
No lo sé. Podrían ser horas, o días.
—Entiendo.
Natalie apretó las rodillas una contra otra para que las derrengadas piernas no se le doblaran. Con las ampollas de los pies ya abiertas y la piel en carne viva, cada paso que daba era un suplicio, y renqueaba como si anduviera sobre zancos. Habría dado cualquier cosa por sentarse a descansar unos minutos, pero no se atrevía a hacerlo por temor a no poder levantarse de nuevo. Solo de pensar en la posibilidad de tener que hacer otros cuarenta o cincuenta kilómetros de caminata, le entraban ganas de quedarse en el sitio y esperar a que los matones de Nathan Azure la recogieran. Al menos, se la llevarían montada a caballo.
Unas gotitas cayeron en el ala de su sombrero, anunciando la llegada de un chaparrón.
—Fabuloso.
Natalie bajó la cabeza para protegerse los ojos de la lluvia y, con los pies desollados y las extremidades destrozadas por las agujetas, continuó avanzando renqueante, entre muecas de dolor.
Siguiendo una vereda paralela al río que discurría en línea más o menos perpendicular a la cara norte de la montaña, llegó hasta un viejo puente de piedra que atravesaba la corriente. El chubasco arreció y dio paso a un aguacero; las gotas caían sobre su sombrero como una ráfaga de ametralladora, y el ruido era tan ensordecedor que Natalie no percibió el sonido de los cascos de los caballos hasta que los tuvo encima.
No eche a correr ni vuelva la vista atrás, le aconsejó Wilcox. Siga andando como si nada.
En su estado, Natalie dudó de que le fuera posible correr, por mucho que el instinto le pidiera salir huyendo. Siguió avanzando trabajosamente hasta el puente, con la mochila y la garrafa de agua bien apretadas a los costados para que no asomaran bajo el amplio poncho de Honorato.
—¡Eh, bruja! ¡Alto! —oyó exclamar en español a sus espaldas. Natalie reconoció de inmediato la zafiedad de aquella voz: era Romoldo.
Ni caso, le aconsejó Wilcox. Siga andando.
Natalie oyó los cascos repicar por la vereda y su chapoteo en el agua —eran dos monturas—, al enfilar el puente por detrás de ella.
Al ver que la interpelada no reaccionaba, Romoldo a todas luces dudó de que fuera la bruja que iban buscando.
—¡Oiga, señora! —la llamó con cierta cortesía—. Alto, haga el favor.
Por favor… déjeme hablar con él.
El ofrecimiento la ofuscó. No confiaba plenamente en Wilcox y hasta el momento se había resistido a cederle por completo el control de su cuerpo. Pero, dado su nivel de español, no podía pretender engañar a un nativo como Romoldo. Si quería que aquel disfraz de peruana surtiera efecto, no tendría más remedio que dejarle las riendas a Wilcox.
Sin tiempo para más deliberaciones, Natalie se concentró en el mantra de espectadora, que llevaba tanto tiempo girando en su cerebro que se había convertido en ruido de fondo para sus pensamientos. A la desconexión de la percepción sensorial se siguió una inmediata y tentadora tregua en el dolor.
«La vida no es más que un sueño…».
—¡Eh, oiga…!
—Sikita muchay! —se oyó exclamar Natalie, con la potencia de voz suficiente como para no tener que volver la cara hacia aquellos hombres.
No entendía lo que había dicho, pero no le sonó a español. Quizá fuera la lengua que había oído en Cajamarca: el idioma de los incas.
Romoldo debió de comprender la exclamación, pues soltó una carcajada e hizo unos ruiditos groseros con los labios como imitando un besuqueo. Después le espetó una pregunta, y Wilcox le replicó con una ráfaga en español y siguió adelante sin volverse. Natalie era consciente de que se acercaba al final del puente, pero ya no era ella quien movía sus pies.
Detrás, Romoldo se enzarzó en una acalorada discusión con su compañero, cuya voz Natalie no logró reconocer. Un momento después, oyó que tiraban de las riendas y el sonido de una fusta. Cuando Wilcox le inclinó la cabeza para echar una ojeada atrás, Natalie vio a los dos peruanos alejándose al trote montaña arriba por la vereda.
«Se han marchado —le dijo a Wilcox, interiormente—. Ahora déjeme a mí».
Natalie detestaba asomarse al mundo a través de la máscara de su propio rostro, verlo y oírlo todo sin poder hacer nada.
Wilcox rio de buen talante.
Pensé que le sentaría bien descansar un poco, pero usted verá.
Natalie se concentró de nuevo en el mantra, y Wilcox regresó suavemente a los confines de su mente. El tormento del frío, el cansancio y el dolor volvieron a caer sobre ella como un fardo de ropa empapada.
—¿Qué les ha dicho?
«Sikita muchay». Es quechua. He pensado que con eso seguro que los engañaba, no podrían imaginar que una gringa conociera una expresión como esa.
—Pero ¿qué significa?
Bésame el…
—Muy bonito. ¿Qué otras ordinarieces ha puesto en mis labios?
Me han preguntado si me había cruzado con alguien por el camino. Les he dicho que llevaba ya bastantes horas de caminata y no había visto a nadie. Pensarían que la gringa no podía haber llegado tan lejos y han decidido darse la vuelta.
—Alabado sea el cielo.
Pero volverán, descuide. Azure no se dará por vencido, nunca. Si las cosas se ponen feas… Wilcox hizo una pausa, ya fuera por indecisión o por efectismo, quizá tengamos que matarlo.
Natalie se detuvo en seco, la piel húmeda erizada bajo las múltiples capas de su disfraz. Wilcox había nombrado lo innombrable.
En teoría, Natalie ya estaba mentalizada de que quizá hubiera que quitar a alguien de en medio para poder escapar. Pero el hecho en sí —incluso en el caso de un monstruo como Nathan Azure— la horrorizaba. En todo el tiempo que había trabajado para el Departamento de Criminología del Cuerpo nunca había matado a nadie, ni siquiera a Evan Markham, el asesino de los violeta, que la había secuestrado y había estado a punto de asesinarla. Cuando un violeta enviaba a un ser humano al otro mundo, forjaba un inexorable vínculo cuántico con el espíritu de aquella persona. Del mismo modo que Horace Rendell regresaba ahora para perseguir a Callie, Nathan Azure acosaría a Natalie hasta el fin de sus días con incesantes represalias.
Aun así, tenía que volver a casa, con Callie. Y si para ello era preciso acabar con la vida de Azure…
—No quiero hacerle daño a nadie —replicó Natalie, mirando con abatimiento hacia el sendero cada vez más encharcado que se tendía ante ella—. Yo lo único que quiero es salir de este país.
Luego reemprendió la marcha por el lodazal con zancada resuelta, intentando pensar solo en el trecho inmediato que tenía por delante hasta regresar a casa.