17

Largo camino al alba

Antes de su llegada a aquellas cumbres, Natalie imaginaba que los Andes serían como una espesa jungla amazónica, con altos y frondosos bosques tropicales o exuberante vegetación, como las fotografías que había visto de las montañas que rodeaban el Machu Picchu. Pero allí, en el norte de Perú, por encima de la línea de árboles, apenas crecía otra cosa que maleza e ichu, una planta de hojas puntiagudas semejante al esparto que tras las recientes lluvias desprendía un olor muy parecido al de la paja húmeda. Aunque fue un alivio no tener que abrirse camino entre la espesura de lianas a machetazos, el paisaje empezaba a hacerse tan aburrido y monótono como la tundra ártica, con el agravante de que lo único que veía era el exiguo rodal en el suelo iluminado por su linterna.

Natalie no tardó en perder la noción del tiempo. Con los nervios agotados por el avance a través del escabroso camino, la pesadez de tener que estar pendiente de cada pisada empezó a hacérsele interminable. No obstante, sabía que debía aprovechar el precioso tiempo que faltaba para el amanecer y que en cualquier momento oiría los bufidos de los caballos y al volverse se encontraría ante Azure y Romoldo, sonriéndole muy ufanos desde lo alto de sus monturas.

La garrafa de agua, que al principio le pareció un incordio, acabó siendo un auténtico suplicio. Era demasiado voluminosa para meterla en la mochila, pero tenía destrozados los bíceps de cargarla en brazos. Agotada ya por completo la paciencia, Natalie bebió de ella a morro con fruición confiando en al menos aligerar un poco la carga.

No tan rápido, la advirtió Wilcox. Puede que esa agua tenga que durarnos unos cuantos días.

—¿Y no podríamos rellenar la garrafa en alguno de esos ríos de por ahí abajo? —sugirió ella.

Sin unas tabletas de yodo para purificarla, yo no se lo recomendaría.

Natalie rezongó, pero tapó la garrafa de nuevo y reemprendió la marcha tambaleante. Con aquel pesado e incómodo disfraz anadeaba como un pingüino por el escabroso sendero, y cargada con la garrafa y la linterna no podía servirse de los brazos para equilibrar el cuerpo. Por si fuera poco, tener que atender a sus necesidades a la intemperie con aquella indumentaria encima le hizo echar en falta incluso el retrete portátil del campamento.

Solo un año antes, habría podido invocar a Dan para que la ayudara a sobrellevar el trance. Aunque no supiera mucho más español que ella, ni tampoco de Perú o técnicas de supervivencia, al menos le habría dado aliento para seguir o le habría levantado el ánimo con algún chiste malo… le habría dicho que la quería.

«¿Nadie te ha dicho nunca que estás muy guapa con trenza?».

Una sonrisa apuntó vacilante en los labios de Natalie, pero enseguida se transformó en rictus. Cada vez que reparaba en que ya nunca más volvería a hablar con Dan sentía la misma súbita y sorprendente punzada de dolor. Y cuando creía haberse librado de aquel dolor, algo venía a removerlo, a clavarle su puntiaguda estaca en el corazón.

A falta de Dan, tenía que conformarse con la compañía constante de Abel Wilcox. Era lo más parecido a un guía local que tenía a su alcance y, dados los peligros que aquellas cumbres albergaban, no podía prescindir de sus conocimientos ni un minuto. Aunque, por otro lado, también le recordaba constantemente el engaño del que había sido objeto. Había que reconocer que Abe o, mejor dicho, Trent, era un actor de primera. Cuanto más conocía al verdadero arqueólogo, más consciente era de lo bien que Trent se había metido en el papel de Wilcox.

—¿Y a usted… a usted cómo lo engatusaron para que se metiera en esto? —le preguntó Natalie entre resuellos, remontando un rocoso promontorio. Al menos la conversación ayudaría a matar un poco el tiempo.

Azure me convenció de que el tesoro de Pizarro existía realmente, confesó el doctor Wilcox . Fue como si me dijeran que iba a tener la Biblioteca de Alejandría a mi disposición. No pude resistirme.

—Pero intuiría con qué clase de persona estaba tratando —replicó Natalie, sin molestarse en ocultar sus suspicacias—. ¿No sospechó en ningún momento que pretendiera quedarse con todo?

Pues, no. Pensé que pretendía lo mismo que yo, que esos valiosos tesoros de la antigüedad fueran estudiados y conservados como patrimonio de la humanidad.

—Ya. Lo mismo me dijo a mí.

La verdad es que el hombre hablaba con conocimiento, ¡y con pasión! Porque, verá, para poder apreciar como es debido el significado de los tesoros que estábamos buscando…

—… Uno ha de comprender quiénes eran los incas, el alcance de sus logros… Sí, ya, conozco ese discurso.

Trent…, masculló Wilcox entre dientes. Supongo que ahora también podremos añadir el plagio a su historial delictivo.

—Fue un discurso interesante —dijo Natalie para consolarlo—. Por si sirve de algo, me gustó mucho su libro…

En ese momento, dio un paso en falso sobre unos pedruscos y perdió el equilibrio. Con las manos todavía agarradas a la linterna y al asa de la garrafa, cayó al suelo de espaldas y resbaló pendiente abajo.

Los bandazos del haz de la linterna moviéndose de un lado a otro no contribuyeron a la iluminación del camino y la aceleración de la caída fue en aumento. Natalie se precipitaba hacia una recortada línea que separaba la polvorienta senda del oscuro abismo: un saliente en la montaña.

Sin aliento siquiera para prorrumpir en gritos, pegó al suelo los brazos extendidos e hincó los tacones en la tierra. La falda se le abrió y el poncho de Honorato, con el polvo acumulado, aumentó la resistencia. Las suelas de sus Dr. Martens bajaban labrando pequeños surcos en la tierra y levantando un montoncito de polvo hasta que por fin se detuvieron abruptamente a unos centímetros del precipicio. Una llovizna de arena se derramó por el borde y cayó al despeñadero.

Natalie se quedó desparrancada, jadeando, temiendo hacer el más mínimo movimiento por si resbalaba y se precipitaba al vacío, que la miraba aviesamente desde el haz de la linterna.

Cuidado. La advertencia de Wilcox era bienintencionada, pero innecesaria por completo.

Apoyándose en los codos, reculó lentamente y los tacones de sus botas excavaron la tierra precipitando una nueva llovizna de polvo en el vacío. Cuando por fin se encontró a medio metro del precipicio, hincó la linterna en la tierra y encajó la garrafa entre dos pedruscos. El miedo remitió, dejando tras de sí la resaca de la rabia ante la propia impotencia, ante la cómica ridiculez de aquella tesitura. El estúpido disfraz, el tenso suspense al borde de la tragedia… como en una escena sacada de una película de Harold Lloyd.

Rezongando resuelta, Natalie se arrancó de un tirón la manta que llevaba todavía atada a la cintura y la arrojó a lo alto de la cuesta, sin importarle no volver a verla nunca más. Luego se quitó el cinturón de los pantalones, lo pasó por el asa de la garrafa de agua y cerró la hebilla para formar una tira que colgarse del hombro.

Con la garrafa ya en bandolera, agarró la linterna, se puso boca abajo y trepó a rastras por la pendiente como una lagartija. Cuando alcanzó un tramo más firme, localizó de nuevo la manta, la dobló y se la colgó del hombro.

Debería volver a ponerse esa manta, la reprendió Wilcox. ¿Y si alguien la viera?

—Hasta que amanezca no me verá nadie, y, entretanto, andaré más ligera sin ella.

Con una mano libre y las piernas menos limitadas, logró mejorar tanto la velocidad como el control de la zancada. Y aún podría haber ido más rápida prendiéndole fuego a aquella carga que le despellejaba los hombros.

—¿Para qué demonios necesitamos el dichoso propano este que me ha obligado a coger?

Natalie imaginó la liberación que supondría arrojar aquellos traqueteantes cilindros de metal por el precipicio.

Defensa personal, contestó el doctor sin dar más explicaciones.

—¿Qué piensa que haga con ellos? ¿Rompérselos a Azure en la crisma?

Si bien el plan urdido por el doctor no la convencía por completo, debía reconocer que sin su ayuda nunca habría logrado dar con aquel sendero que llevaba hasta la cara norte de la montaña. Si es que podía llamársele sendero, pues no era más que un angosto balcón con apenas cabida para una mula. El tránsito de personas había dejado el camino libre de vegetación, y las inclemencias del tiempo lo habían allanado, aunque había tramos pedregosos a consecuencia de la erosión.

Natalie, con los músculos desmadejados por el cansancio y la vista borrosa, al borde casi del desmayo, no entendía que ningún ser humano hubiera deseado nunca atravesar aquellas malditas cumbres. Sin embargo, al parecer, los incas y sus antepasados habían domeñado la cordillera andina al completo, formado bancales en cada milímetro de tierra apta para la labranza y abierto sendas que atravesaban todos y cada uno de sus picos. Magníficas obras de ingeniería que aún prestaban servicio a sus descendientes muchos siglos después.

Al iniciar el descenso de la montaña por una serie de pronunciadas y tortuosas curvas, una muestra completamente distinta de edificación antigua surgió a su paso. Cuando los cielos se abrieron con el albor del crepúsculo, divisó en lontananza una torre de piedra cuadrangular de unas dos plantas de altura, que se alzaba sobre un llano desde el que se dominaba el valle. Recortada contra la neblina ascendente de la mañana, parecía la torre negra de un tablero de ajedrez.

¡Una chullpa!, exclamó Wilcox, sacudiendo súbitamente a Natalie de su sonámbulo y trabajoso avance. Allí podremos descansar un poco.

—¿Qué es una chalupa? —preguntó Natalie, aunque en realidad poco le importaba lo que fuera con tal de echar una cabezada.

Seré benévolo y me lo tomaré a broma. «Chullpa» he dicho, no «chalupa». Es una torre funeraria de la época Chavín, en el periodo preincaico; data de un milenio antes de Cristo aproximadamente.

Natalie se detuvo en seco, como si un francotirador le hubiera apuntado con su rifle desde la torreta de aquella chullpa.

—Un momento. ¿Quiere decir «funeraria» en el sentido de lugar donde se entierra a los muertos?

¿En qué sentido va a ser si no?

—Entonces, ya puede ir olvidándose —dijo Natalie—. Dormida no puedo echar mano de mi mantra protector, y si todos los espíritus ahí enterrados deciden tomar posesión de mi cuerpo a la vez me dará un síncope.

Es posible. Pero yo diría que en este momento quien menos debería preocuparle son los muertos.

Natalie echó un vistazo en dirección este, donde el sombrío horizonte amenazaba ya con el alba. Sabía que Nathan Azure acostumbraba levantarse al amanecer. ¿Cuánto tiempo podría transcurrir hasta que enviara a Trent a su tienda para que la despertara? ¿Cuánto tardarían en organizar una partida para salir en su búsqueda una vez hubieran descubierto que en aquella tienda no había nadie? Pese a la extenuante caminata nocturna, seguramente el campamento no quedaba a más de cinco kilómetros, distancia que a caballo se tardaría poco en cubrir.

Natalie inspiró profundamente el inconsistente aire y contempló aquella atalaya de piedra que se elevaba ante ella. Quizá pudiera resguardarse allí unas horas sin correr peligro, sobre todo si Wilcox seguía instalado en su mente. Cuando en el pasado invocaba a Dan, él siempre lograba impedir que la asaltaran otros espíritus.

—De acuerdo, nos refugiaremos allí, pero con una condición: que no me deje mientras esté dormida, ni un segundo siquiera.

No se preocupe. Un trato es un trato; no tengo intención de ir a ninguna parte.

Al oírle mencionar la palabra «trato», Natalie sintió un escalofrío… o tal vez fuera la combinación del relente de la mañana con el sudor frío que antes le empapaba el cuerpo y que ya empezaba a secarse bajo el plumón y el poncho. Natalie se sacudió de encima aquella sensación, se apartó del sendero y se encaminó hacia la chullpa con la espesa maleza rozándole los tobillos.

La torre tendría unos seis metros de altura, pero sus muros parecían delgados y toscos en comparación con los imponentes y geométricos sillares del Cuarto del Rescate y otras edificaciones incaicas. El grosor de las paredes, formadas por piedras sin pulir ensambladas a base de argamasa y guijarros, era de apenas treinta centímetros. Las malas hierbas sobresalían de su cornisa formando matojos. Cada nivel de la torre tenía su puerta de acceso, y la de la planta superior se alzaba a poca distancia de la cabeza de Natalie. Cruzó el umbral de la inferior y accedió a un recinto en penumbra de unos tres metros cuadrados y metro ochenta de altura.

Al poner el pie sobre las losas de piedra, algo crujió bajo sus botas y Natalie, automáticamente, dio un paso atrás tambaleante. Cuando sus ojos se acostumbraron a la penumbra, observó que las formas trapezoidales de color gris y marrón diseminadas por el suelo eran fragmentos de cerámica rotos. Por un instante, pensó que también los fragmentos blancos que la rodeaban serían restos de cerámica hechos añicos, pero, al caer en la cuenta, ahogó un grito.

Eran huesos. Tibias, fémures, vértebras, cúbitos, radios, nudillos y falanges. Su pie derecho se tambaleó sobre una costilla y Natalie retrocedió dando un respingo. No existían fetiches más efectivos que los restos humanos, y los espíritus podían saltar de ellos como una chispa eléctrica de una bobina de Tesla.

«El Señor es mi pastor; nada me falta —farfulló Natalie—. En verdes pastos me hace reposar…».

¡Calle!, saltó Wilcox, reculando ya en la mente de Natalie en cuanto ella comenzó a recitar el mantra protector. Pero ¿qué hace?

Natalie enmudeció al instante.

—Perdone. Pero si algún espíritu intenta asaltarme, dígales que no hay sitio en la posada. Mi cuerpo no es un motel cualquiera.

Lo sé. Tres son multitud.

—No, ¡dos son multitud! Tres es el caos.

Apartando a patadas los huesos, fue abriéndose camino muy lentamente, como si el suelo estuviera infestado de ratones, hasta llegar al rincón izquierdo de la fachada anterior de la chullpa, y, una vez allí, despejó un hueco en el suelo para poder echarse un rato sin que pudieran verla desde la entrada.

Solo de pensar en el solaz de aquella inminente cabezada, sintió cómo sus últimos restos de adrenalina se evaporaban. En cuanto bajó la guardia, las piernas se le doblaron y se dejó caer sentada en el suelo. Le rugían las tripas de hambre, pero no tenía fuerzas ni para echarse algo de comer a la boca. La cabeza se le inclinó hacia delante y el movimiento la despertó con un respingo antes de que reparara siquiera en que se le habían cerrado los ojos.

Tras desembarazarse de la mochila y la garrafa de agua, tendió la manta doblada en el suelo a modo de almohada y se tumbó sobre las gélidas y rígidas losas de aquel osario. Por si acaso la asaltaban sueños funestos, intentó pensar en Callie, en la recuperación de su padre y las comodidades de su hogar, pero su conciencia se desmoronó como un edificio en ruinas, sepultándola bajo los cascotes.

• • •

Abel Wilcox la dejó dormir durante casi una hora, al término de la cual abrió cautelosamente sus ojos. La luz le dilató las pupilas, pero no penetró en su plácido y profundo sueño.

Al ver que Natalie no oponía resistencia, Wilcox levantó lentamente el cuerpo laxo de la violeta hasta incorporarlo. Examinó sus manos, delicadas pese al polvo y a la cera negra que las tiznaba. Le extendió los dedos, los cerró… una vez, dos veces. Ensayando.

No queriendo arriesgarse a hacer más movimientos por esa vez, se tumbó sobre la manta y cerró los ojos de Natalie de nuevo. A diferencia de los vivos, él, sin embargo, no necesitaba dormir, y aprovechó el letargo de Lindstrom para pasar revista mentalmente a todos los objetos de oro y plata que recordaba haber visto en los catálogos españoles de la conquista.