16

Natalie y el doctor

—Estupendo. Muy interesante. Pero que muy interesante…

El hombre que ahora Natalie sabía que se llamaba Trent examinaba atentamente a través de las gafas del doctor Wilcox los últimos dibujos que ella le había entregado.

—Creo que el señor Azure va a quedar encantado cuando los vea. ¿Qué tal si lo celebramos con un suculento desayuno juntos?

—Me vendrá muy bien comer algo, pero, si no te importa, hoy preferiría desayunar sola. —Natalie se restregó los ojos, pegados todavía por el sueño—. He dormido poco para poder terminar esos dibujos y me gustaría descansar.

El pretexto era en parte cierto. Había pasado en vela prácticamente toda la noche, urdiendo un plan con el verdadero doctor Wilcox, y este le había ido proporcionando detalles convincentes para que los incorporara en sus apócrifos esbozos y pudiera mantener entretenido a Azure mientras escapaba.

—Ah… bien. —Trent dobló en dos las hojas—. Entonces ¿qué tal si cenamos juntos?

—Te lo agradezco, pero no —dijo Natalie con una sonrisa.

Trent levantó las manos.

—En fin, sin compromiso. Que descanses bien… te lo mereces.

Trent se alejó en dirección a la tienda de Azure.

—Vete al infierno, Abe… te lo mereces —masculló ella para sus adentros, cuando Trent ya no podía oírla.

• • •

Aquel día fue Honorato quien le llevó la comida a la tienda. Seguía reacio a comunicarse o incluso a mirarla, como quien hace caso omiso de un perro callejero por temor a que le siga a casa.

—¿Cree que podría conseguirme un poncho como los que llevan sus compatriotas? —le preguntó Natalie, fingiendo naturalidad—. He pasado un poco de frío estas últimas noches.

—Veré lo que puedo hacer —respondió Honorato y, sin levantar la cabeza, le dejó la bandeja con la comida sobre la mesita y salió de la tienda.

«En fin, por intentarlo nada se pierde», pensó Natalie, engullendo la comida que le había dejado. Seguiría con su plan de huida con o sin la ayuda de Honorato, y aún quedaban muchos preparativos pendientes.

Reservó la manzana de la comida y la guardó junto con la de la noche anterior y los dos panecillos triangulares en su mochila. A insistencia del doctor Wilcox, arrancó de su bloc todos aquellos dibujos de los macabros y grotescos tótems y los metió también en la mochila, junto con los enseres más indispensables: cepillo de dientes, pasta dentífrica, papel higiénico, tarjetas de crédito, dinero, pasaporte… y la foto de Callie, que puso a buen recaudo en el bolsillo exterior del macuto.

El resto de preparativos tendría que aguardar hasta que cayera la noche, así que aprovechó las horas restantes para dibujar una nueva serie de pistas falsas que supuestamente conducían al tesoro. Fue un tiempo bien empleado, puesto que Trent se presentó de nuevo en su tienda un poco más tarde. Nathan Azure había quedado muy satisfecho con los anteriores bocetos, dijo Trent, pero necesitaba detalles más precisos.

—A ver qué le parecen estos.

Natalie sonrió y le tendió los últimos e inútiles garabatos pergeñados.

Para sorpresa de Natalie, esa noche Honorato, además de la cena, le llevó a la tienda el poncho que le había pedido. Era muy semejante a los que lucían los demás hombres de Azure, pues una añosa capa de polvo había apagado los brillantes rojos, naranjas y dorados de sus rayas y zigzags y endurecido la tosca lana de su paño.

—Me lo hizo mi mamá. —Honorato se lo tendió y miró a Natalie fijamente a los ojos, con un significativo brillo en la mirada—. Espero que le dé tanto calor como me ha dado a mí.

Al tomar aquella reliquia entre sus manos, Natalie tuvo la sensación de que la madre de Honorato trataba de manifestarse a través de ella, pero tal vez fuera solo la culpa que le corroía las entrañas. Dijo que no con la cabeza e hizo ademán de devolvérselo.

—No puedo…

Honorato levantó la mano, interrumpiéndola.

—No. Le ruego que se lo quede.

El tono categórico en que lo dijo inquietó a Natalie. ¿Acaso sospechaba lo que planeaba hacer? ¿Sabría que nunca más volvería a ver aquel poncho que su madre le había tejido?

Si así era, Honorato no parecía dispuesto a impedírselo. En cualquier caso, cuando se encontró nuevamente a solas en la tienda, Natalie prolongó la cena más de lo debido, por el temor a acometer la parte más arriesgada de aquel plan.

«Si sigues en este campamento, eres mujer muerta —pensó, buscando acicate para entrar en acción—. Así al menos tendrás una oportunidad».

A continuación hizo una serie de respiraciones largas y profundas para centrar la atención, agarró el cortaúñas, arrancó con él la pieza protectora de una de sus cuchillas de afeitar de usar y tirar y dejó al descubierto una de sus finísimas hojas de acero. Luego, acuclillada en la esquina izquierda de la tienda, royó la lona con las tenacillas del cortaúñas hasta que consiguió hacer un pequeño agujero en la tela. Introdujo a continuación un extremo de la cabeza de la cuchilla por él, rasgó la lona con la hoja y abrió una larga e irregular rendija en la pared de la tienda. Luego hizo otra raja horizontal perpendicular a la anterior, y otra paralela en vertical, hasta que un cuadrado de lona cayó hacia la parte exterior de la tienda, creando el espacio suficiente para pasar al otro lado. El aire frío se coló a través del jirón, como si la oscuridad de la noche sangrara por la herida.

Temblando de frío, Natalie arrimó su maleta al orificio por si a alguien se le ocurría entrar a echar un vistazo en la tienda antes de que estuviera lista para salir. Llevaba puestos los tejanos negros y las botas Dr. Martens y se cambió la camiseta blanca que llevaba por una negra. Luego hizo un rebujo con la ropa y lo introdujo bajo las mantas de la cama, creando un bulto que pareciera una persona; después se quitó la peluca y la extendió sobre la sudadera, que había apelotonado formando una cabeza y colocado sobre la almohada.

Una vez listo el señuelo, cogió una cera negra de su estuche de pinturas, la machacó sobre la bandeja de la cena y se frotó el polvillo resultante en la cara, el cuero cabelludo y los antebrazos para oscurecer su pálida piel.

—Y ahora, lo más importante —dijo tras un suspiro, contemplando su tez de deshollinador en el espejito de la polvera.

Echó el cortaúñas, la cuchilla de afeitar y la caja de cerillas en la mochila, se la colgó del hombro izquierdo y apagó la lámpara de propano que alumbraba la tienda. Apartó la maleta lo suficiente como para poder pasar al otro lado y luego procuró volver a dejarla en su sitio de manera que tapara el agujero.

Una ráfaga de aire gélido la sacudió una vez fuera, ya agazapada en la parte trasera de la tienda, fuera de la vista del pasillo central del campamento. El borde del precipicio se hallaba solo a unos pasos, apenas visible en la densa oscuridad de la noche. Con los dientes castañeteando, se palpó la cinturilla de los pantalones, donde llevaba escondido el pasaporte, con la funda en contacto con la piel.

«No se le ocurra dejarme tirada ahora, Wilcox», pensó mientras repetía el mantra de espectadora.

El doctor acudió al llamamiento con briosa celeridad, como si atendiera a una llamada de trabajo.

Por lo que veo, todo va a las mil maravillas, le dijo nada más instalarse en su mente.

—Lo dirá por usted, porque yo me estoy helando aquí fuera —bufó ella—. Bueno, ¿dónde estaba esa tienda donde se guardan las provisiones?

No estoy seguro. Por lo que usted me ha contado, parece que levantaron el campamento después de matarme.

—Genial.

Pero no creo que sea difícil identificarla, porque es la única tienda que mantienen vigilada las veinticuatro horas del día. Si no lo hicieran, los mismos empleados robarían el género para venderlo en el mercado negro.

—No hay honor entre ladrones, ¿eh? Vale, creo que ya sé dónde está.

Natalie recordaba haber visto a un peruano apostado con cara de aburrimiento frente a la tienda contigua a la estructura de loneta que hacía las veces de comedor colectivo. Saltando de tienda en tienda entre las sombras, Natalie enfiló hacia allí. Aunque había aguardado hasta que la mayoría del personal se hubiera retirado ya a sus aposentos, tomó por el flanco del campamento más próximo al precipicio, al que la mayoría de las tiendas daban la espalda. Avanzó con mucho sigilo, agachándose cada vez que pasaba por la ventana de alguna tienda y deteniéndose en cada pasillo para otear el terreno antes de buscar refugio en la sombra siguiente.

Cuando llegó a la parte trasera de la tienda donde se almacenaban los víveres y suministros, se asomó a una esquina para espiar y, a la luz de su lámpara de propano, vislumbró el flanco izquierdo del vigilante. El centinela, ya fuera para matar el aburrimiento o para mantenerse despierto, daba cortos paseos de un lado a otro, entrando y saliendo de su campo de visión.

Natalie retrocedió a la pared trasera de la tienda y sacó el cortaúñas de la mochila. A tientas bajo la luz de la encapotada luna, pellizcó un pedazo de la lona de la tienda con las tenacillas del cortaúñas e hizo un agujero por el que pasar la cabeza de la cuchilla. Luego repitió el proceso practicado en su propia tienda y, cortando con sigilosa lentitud para no hacer ruido, abrió una raja en la lona lo suficientemente amplia como para colarse en el interior.

En cuanto hubo levantado la lengua de lona hacia el exterior, corrió el riesgo de encender una cerilla para cerciorarse de que no había nadie dentro. Tapó el resplandor de la pálida luz amarillenta con la mano libre y, al otro lado del agujero, vio un estante de madera con unas garrafas de agua.

¡Qué suerte!, exclamó Wilcox con júbilo exasperante. Precisamente lo que estábamos necesitando.

«Mira qué bien», pensó Natalie. Apagó la cerilla, bajó las garrafas de plástico del estante y las dejó a un lado hasta haber despejado el camino. Pegada lo más posible al suelo para apretarse entre los estantes de madera, se deslizó por el hueco y acabó tendida boca abajo en el suelo rodeada de oscuridad.

Una vez en el interior, encendió otra cerilla y se levantó. Estaba rodeada de paquetes, pilas de cajas de madera y estantes cargados de víveres y otras provisiones.

Busque linternas. Sé que las guardan en algún sitio de por aquí, le dijo Wilcox.

Natalie protegió la llamita de la cerilla con la mano y recorrió con ella los estantes. Justo antes de que el calor de la llama la obligara a apagarla, descubrió una caja con unas linternas de plástico de color naranja. Cogió una y probó el mecanismo, pero no funcionaba.

«Lo que faltaba», dijo para sus adentros, temiendo hablar en voz alta. Encendió otra cerilla, y un poco más allá, en el mismo estante, vio una caja de pilas alcalinas. No podía entretenerse intentando encajar a tientas las pilas en la linterna, así que metió varios paquetes en la mochila junto con la linterna y siguió alumbrándose con las cerillas.

¡Ahí!, avisó Wilcox. Tres estantes más abajo, al fondo a la derecha. Coja todas las que pueda.

Natalie dirigió la mirada hacia donde el doctor le indicaba y vio un paquete de cartón medio lleno de barritas energéticas, las mismas cuyos envoltorios desperdigados se esparcían por el suelo de la tienda de Trent.

«¿Esto?», preguntó Natalie con una mueca de repugnancia.

¡Sí! Pesan poco, son muy calóricas y tienen vitaminas.

A regañadientes, Natalie agarró varios puñados de aquellas chocolatinas con pretensiones y las metió en la mochila.

«¿Algo más?», preguntó, buscando a su alrededor algo que pudiera llamarse comida de verdad.

Estante de abajo a la izquierda. Coja todas las bombonas que pueda.

Natalie se agachó y vio que junto a las garrafas de agua había toda una serie de hileras de cilindros de propano con forma de salchicha, como el que alimentaba la linterna de su tienda.

«Ñam. ¿Me los como con ketchup o qué?».

Oiga, ¿quiere que la ayude o no? Hágame caso, esas bombonas nos serán muy útiles.

Sin tiempo para discutir, Natalie metió cuatro de aquellos cilindros metálicos en la mochila, el peso máximo con que estaba dispuesta a cargar montaña arriba.

Entonces, a sus espaldas, oyó unas voces fuera hablando en español.

Va a entrar en la tienda, la advirtió Wilcox, tras escuchar al individuo que conversaba con el vigilante. Hay que irse.

Aturullada por la súbita precipitación, Natalie arrojó al suelo la última cerilla que le quedaba y se arrodilló junto al cuadrado de tenue luz lunar que iluminaba el agujero practicado en la pared posterior de la tienda. Al tiempo que embutía la mochila a través de la abertura, oyó una cremallera que se abría al otro lado de la tienda, zumbando como una libélula.

Al pasar retorciéndose entre los estantes, se dio un golpe en la cabeza, pero apretó la mandíbula reprimiendo un grito de dolor. Una vez fuera, se puso en pie de un salto, agarró la mochila y ya iba a echar a correr cuando oyó la voz de Wilcox en su interior recordándole:

¡El agua! ¡Necesitamos agua!

Rezongando, Natalie giró sobre sus talones, retrocedió unos pasos y, a toda prisa, agarró por el asa una de las garrafas que había dejado apartadas detrás de la tienda. Una luz tenue se colaba ya por el agujero, y el sonido entrecortado de la conversación en español salpicaba el aire. No entendía lo que decían, pero pensó que seguramente no sería el tipo de frases que enseñaran en su cedé de español.

Al erguirse, el peso de la garrafa de agua casi la tumba. En el instante que tardó en recuperar el equilibrio, la forma ovalada de una cabeza humana asomó repentinamente por el agujero de la tienda y se volvió hacia ella. Natalie echó a correr a toda prisa, perseguida por una sarta de imprecaciones ininteligibles.

No se atrevió a volver la vista hasta que llegó a su propia tienda. Pero, antes de que tuviera tiempo de coger la mochila para meterse por el agujero, oyó que alguien abría con chirriante siseo la cremallera de la entrada.

Retrocedió de inmediato apartándose del agujero y se asomó en ángulo por la estrecha rendija que quedaba entre la mochila que tapaba el agujero y la lona. El haz de luz de una linterna barrió el interior de la tienda hasta enfocar su camastro. El halo del reflector se detuvo en el bulto yaciente que Natalie había formado con la ropa y en las enmarañadas greñas de la peluca con la que había cubierto la falsa cabeza del señuelo.

Contuvo la respiración.

Luego la luz se retiró y la cremallera de la tienda volvió a cerrarse.

«¿Y ahora qué hacemos?», le preguntó a Wilcox, sin atreverse a respirar siquiera.

Terminar el equipaje, contestó él, como si se tratara de un punto más en la lista.

«¿Y si esos dos despiertan al campamento entero?».

No lo harán. Bastante ocupados estarán tratando de ocultar el robo en la tienda de suministros, porque si Azure se entera la culpa será de ellos.

El razonamiento no satisfizo por completo a Natalie, pero, como no tenía otra opción mejor, volvió a entrar en su tienda para ultimar los preparativos de la inminente huida. Temiendo encender la lámpara, metió a tientas un par de pilas en la linterna robada. Se tapó con la manta para que no se viera luz desde fuera y se dispuso a peinar la peluca y hacer con sus guedejas una larga y airosa trenza como las que llevaban algunas mujeres que había visto en Cajamarca. Luego oscureció sus cabellos castaños espolvoreando por la peluca los restos del polvo negruzco resultante de machacar el lápiz de cera negro.

No quisiera agobiarla, pero si no salimos de aquí al menos tres horas antes de que amanezca, más nos valdrá arrojarnos a los pies de Azure y pedir clemencia, le advirtió Wilcox de buen talante.

«Lo sé, lo sé».

Natalie remetió un pico de la manta por la cinturilla de los pantalones y se envolvió el grueso paño gris a modo de falda larga hasta los pies. No era tan vistosa ni tan bonita como las que lucían las mujeres indígenas, pero de lejos tal vez diera el pego, sobre todo si la tomaban por una humilde campesina. En cuanto a las Dr. Martens, poco se podía hacer: no tenía sandalias a mano, ni tampoco intención de hacer el descenso de la montaña descalza.

El chaquetón de plumón le dio volumen a su torso, aunque le preocupó que resultara demasiado pesado para la caminata. En los Andes siempre es mejor ir muy abrigado que poco, le advirtió Wilcox cuando le pidió opinión al respecto. Cerca del ecuador los otoños son bastante templados, pero por las noches refresca bastante.

Una vez lista la parte inferior del disfraz, se colgó el asa de la mochila en el hombro derecho y se tapó la parte superior del cuerpo con el voluminoso poncho de Honorato, que le caía por debajo de las caderas. Y, ya para terminar, se pegó con esparadrapo la retocada peluca con la trenza y se encasquetó en la cabeza el sombrero que le habían regalado en Cajamarca.

Al contemplar su imagen en el espejito de la polvera, frunció el ceño, enroscándose la cola de la trenza en un dedo. El pelo tenía un pase, pero aquella tez oscura no engañaría a nadie. Para colmo de males, sin las lentillas marrones, el iris de sus ojos destacaba visiblemente. En fin, qué se le iba a hacer. Tendría que evitar que la miraran de cerca.

Es hora de irse, dijo Wilcox.

—Sí. Es hora de irse.

Natalie introdujo la polvera en el bolsillo del plumón, fue hacia el agujero en la pared de la tienda y se puso de rodillas. Como un ratón que se ha quedado atrapado en un granero sin poder salir por haberse atracado a comer, Natalie descubrió que con aquel atuendo y la mochila tan cargada no cabía por el agujero. Gruñendo exasperada, hurgó en la mochila hasta dar con la cuchilla de afeitar para poder agrandar el jirón en la lona.

Por fin, retorciéndose como una larva, consiguió salir al gélido sereno que precede al alba. Llevaba una garrafa de agua en una mano y la linterna en la otra, pero la mantuvo apagada mientras bordeaba el perímetro del campamento, donde todos seguían durmiendo. Para evitar acercarse a los alrededores de la tienda de los suministros, enfiló en dirección sur, lo que la llevó hasta el lugar por donde había entrado a caballo en el campamento junto con Trent y Honorato. Su intención era volver sobre la misma senda que habían tomado a la ida, por el camino que llevaba a Celendín. Cuando se encontrara a una distancia prudencial del campamento, encendería la linterna y continuaría en dirección sur.

No, dijo Wilcox, vetando el plan. Ese es el camino que ellos esperan que tome. Por ahí será donde primero irán a buscarnos.

Natalie se detuvo a inspeccionar el terreno. Con tan solo la luz de la encapotada luna para iluminar la noche, lo mismo daba una dirección que otra. El negro perfil de las montañas quedaba prácticamente desdibujado contra la oscura extensión del cielo.

—Está bien, bwana. ¿Qué dirección tomamos entonces?

Norte, hacia Chachapoyas. No la creerán capaz de tomar ese camino sin conocer el terreno. Si es preciso, ya rodearemos más adelante para coger dirección sur, cuando estemos seguros de que no vienen siguiéndonos.

—Ya. Y también podemos acabar precipicio abajo si no vamos con cuidado.

Pues habrá que ir con cuidado, ¿no?

Natalie puso los ojos en blanco, preguntándose si en realidad el auténtico Wilcox sería mejor que el otro. Bajó la linterna, enfocando el suelo junto a sus pies, y avanzó cautelosamente siguiendo la estela de su oscilante haz, con cuidado de poner el pie solo donde el terreno parecía firme. La improvisada falda entorpecía sus movimientos, ralentizando más si cabe su avance, y la garrafa de agua pesaba como un fardo de plomo.

Un breve trecho más tarde ya estaba sin resuello por la falta de oxígeno, pero al hacer un alto para tomar aire advirtió que el campamento seguía visible, apenas a cincuenta metros a sus espaldas. Entre las apiñadas y oscuras lonas, todavía se distinguía el faro de la lámpara del vigilante montando guardia ante la tienda de los suministros.

Fantástico. No había pegado ojo en toda la noche y estaba exhausta, pero el viaje no había hecho más que empezar.

No se detenga, la apremió Wilcox. Hay que hacer muchos kilómetros todavía hasta que amanezca.

—Eso se dice muy fácil —replicó Natalie y se cambió la garrafa y la linterna de manos, inspiró un par de veces el frío aire y reemprendió la marcha.

Después de atravesar el llano donde había abofeteado a Nathan Azure, avanzó con cautela sorteando los pedruscos y la grava del sendero pegada a la curva de la cima. Cuando volvió la vista atrás por segunda vez, el campamento ya había desaparecido.