15
El doctor Wilcox, supongo
A la mañana siguiente, viendo que no le traían el desayuno, Natalie se puso a hurgar en el bolso hasta que encontró un paquetito arrugado de cacahuetes que debía de haber guardado allí en alguno de los muchos aviones que había cogido… ¿era posible que solo hiciera tres semanas? Tenía la impresión de que habían pasado varios meses desde el abrazo con que se había despedido de Callie.
Natalie se metió los cacahuetes en la boca uno por uno y los ensalivó bien, formando con ellos una pasta insípida y blandengue antes de masticarlos y tragarlos; así durarían más. Pese a lo melindrosa que era siempre con la comida y su obsesión por la alimentación sana, en ese momento se habría llevado con gusto a la boca todas las calorías inútiles de las que siempre se había privado: pizza chorreando mozzarella fundida; hamburguesas —qué demonios, ya puestos, hamburguesas con queso— rezumando rosados jugos, empapadas de mostaza y mayonesa; patatas fritas saturadas de sal y suculenta grasa. Calorías, hidratos de carbono, sodio, colesterol, triglicéridos… ¡lo que fuera! Al menos, viviría para lamentar tales excesos cuando fuera mayor.
Dan, amante fanático de la comida basura, se habría reído un buen rato a su costa con ese insólito antojo de McDonald’s… hasta que reparara en su piel, tan descarnada ya que empezaban a marcársele las costillas.
Pero no podía permitirse pensar en Dan, ni en Callie, ni en su casa o la comida; no podía dejarse llevar por la nostalgia. Mientras chupeteaba otro cacahuete, vació su neceser sobre el camastro en busca de algo que poder emplear para intentar la huida del campamento. Había viajado con el mínimo equipaje posible, suponiendo que estaría fuera solo unos días, y observó que, lamentablemente, los recursos a su alcance daban poco de sí: unos botecitos de champú y crema hidratante, un lápiz de ojos, una barra de labios, una polvera, varios tampones, un rollo de esparadrapo para pegarse la peluca, un bote de crema de afeitar y un par de cuchillas de doble hoja por si su depiladora Lady Remington recargable se quedaba sin batería. Quizá el artículo más peligroso que llevaba consigo era un cortaúñas, que había tenido que facturar para que no se lo confiscaran en el control del aeropuerto. Tal vez se pudiera matar a alguien clavándole su puntiaguda lima en la carótida, pensó Natalie; siempre que pudiera acercarse lo suficiente al cuello de la víctima en cuestión.
Esa posibilidad parecía harto difícil, habida cuenta de que tendría que vérselas con una veintena de hombres con la corpulencia y el tamaño de Romoldo. Y, en cualquier caso, por mucho que lograra ingeniárselas para escapar del campamento, ¿luego qué? ¿Volver a Cajamarca a pie? ¿Cruzar los Andes sola, sin comida ni agua? No sobreviviría ni dos días.
A juzgar por la displicencia y la desgana con que sus captores ejercían sus labores de vigilancia, ya debían de haber considerado la favorable contingencia. Esa mañana, a través de las paredes de la tienda, Natalie había vislumbrado una silueta apostada al otro lado que supuso que sería Romoldo, pero un par de horas más tarde ya había dejado su puesto. Después, cuando Natalie abrió la cremallera para asomar la cabeza, tan solo atrajo alguna que otra mirada de soslayo de los peruanos. La cuadrilla al completo haraganeaba y bromeaba ociosa, formando pequeños corrillos, olvidado ya el trabajo.
Natalie abrió el cortaúñas, probó a usar la lima a modo de navaja y al comprobar su ineficacia lo arrojó al camastro junto con los demás trastos inútiles allí desperdigados. Sacó el bloc de dibujo escondido bajo la almohada y hojeó los esbozos inspirados en las fragmentadas imágenes captadas en la mente de Pizarro. No le decían nada, y, a fin de cuentas, aquel dichoso tesoro le traía sin cuidado. ¿Por qué no se las daba de una vez a Azure y le decía: «¡Tome, que le aprovechen!»?
«Porque te mataría, por eso —se dijo—. Si sigo viva es solo porque cree que sé dónde está ese oro».
«No vaya a acabar como el doctor», le había advertido Honorato. ¿Se referiría a Abe? ¿O acaso Azure había matado al verdadero Abe Wilcox? ¿Sería este quien había intentado tomar posesión de su cuerpo en la bañera del hotel de Cajamarca y también al plantarle la bofetada en la mejilla a Azure? Pero si el auténtico Wilcox estaba muerto, entonces ¿quién era… Abe?
Natalie se resistía a creerlo. Era imposible que aquel hombre, el mismo con quien salía a pasear al atardecer, el que había tenido el detalle de regalarle a su hija aquella alpaca de peluche, fuera un impostor. Natalie lo había mirado a los ojos, había visto en ellos un interés sincero, por primera vez en un hombre desde Dan. ¿Cómo podía haber fingido algo así?
Ansiosa por demostrarse a sí misma lo infundado de sus sospechas, agarró el libro escrito por el doctor Wilcox y abrió la solapa trasera para estudiar detenidamente la foto en blanco y negro del autor. Al examinarlo por primera vez con la minuciosa mirada de un retratista, Natalie sintió un vuelco en el estómago que le hizo olvidarse momentáneamente del hambre. ¿La forma de aquellas orejas no era algo distinta a las del hombre que la había acompañado a Perú? ¿Las mejillas no estaban acaso un poco más hundidas? ¿Y los ojos, no eran quizá un poco más grandes?
Invocando de nuevo a aquel espíritu, podría encontrar respuesta a esas preguntas. Para bien o para mal, no había tomado posesión de su cuerpo el tiempo suficiente para hacer de él un fetiche, y era evidente que Azure no iba a dejar que lo tocara otra vez. Todo el personal de aquel campamento llevaba guantes, incluido el hombre que se hacía llamar Abel Wilcox. Y, naturalmente, se habrían desprendido de todas las pertenencias del difunto arqueólogo antes de que ella llegara…
«Excepto de su pasaporte».
Natalie inspiró hondo y recordó que Abe había pasado sin problema por el control de pasaportes, tanto al salir de Estados Unidos como al entrar en Perú. Un pasaporte, Natalie lo sabía, tenía chips y marcas que hacían más complicada su falsificación que la de un talón o un billete, y exponerse a pasar con una reproducción habría comportado el riesgo a ser detenido y dar al traste con la operación. Lo más seguro habría sido hacerse pasar directamente por el doctor Wilcox valiéndose de su pasaporte auténtico.
Así que Abe —o quienquiera que fuera en realidad aquel hombre— todavía debía de tenerlo guardado en alguna parte. Si conseguía hacerse con él e invocar al auténtico doctor Wilcox, al menos saldría de dudas. Además, podría averiguar otras cosas sobre sus captores… incluido, esperaba, cómo escapar de ellos.
Aliviada por haber resuelto pasar a la acción, por inútil que esta resultara, Natalie sacó la caja de ceras y bosquejó un apresurado dibujo de una pequeña estructura incaica cuadrangular, inspirándose para su edificio imaginario en la mampostería de los sillares observados en el Cuarto del Rescate y en las fotos del libro de Wilcox. Luego encuadró el boceto en un anodino fondo de las cumbres andinas para mejor confundir a Nathan Azure y que se preguntara en qué parte de la cordillera peruana se hallaría aquel edificio donde estaba escondido su tesoro.
A dicha composición añadió toda una serie de dibujos de cadáveres y calaveras pintados anteriormente, que arrancó del bloc a medida que los fue seleccionando. No incluyó, sin embargo, ninguna descripción de los extraños iconos centinelas ni de la cueva donde se hallaban encaramados. No deseaba proporcionarle a Azure tanta información como para que decidiera que ya no la necesitaba, solo pretendía tentarlo para ir ganando tiempo y conseguir alimentarse un poco… y de paso propiciar la ocasión de buscar el pasaporte de Wilcox.
Escondió el bloc de dibujo bajo el jergón de su camastro y agarró la pila de dibujos que había arrancado. Luego salió al exterior y recorrió el campamento con la mirada buscando a «Abe», pero en vano.
«Ojalá estés en tu tienda», se dijo.
Al verla salir, Romoldo, que en ese momento estaba entretenido riendo a carcajadas con uno de sus compatriotas, envaró el cuerpo y fue hacia ella.
—Wilcox —le espetó Natalie en tono perentorio; luego añadió, en español—: ¿Dónde está el doctor?
Romoldo frunció el ceño pero inclinó la cabeza hacia la izquierda, indicándole que lo siguiera.
Cuando Romoldo la dejó ante la tienda del doctor, Natalie se preguntó qué etiqueta sería la apropiada en circunstancias así, pues no podía golpear con los nudillos sobre una lona ni había timbre al que llamar. Al final, se limitó a levantar la voz, procurando adoptar un tono alegre y cordial.
—¿Abe? ¿Estás ahí?
Se oyeron pisadas acercándose a la puerta, y el hombre que decía ser Abel Wilcox corrió la lona y se asomó. La sonrisa en su rostro carecía de la habitual desenvoltura.
—¡Natalie! Perdona, siento no haberte llevado nada de comer, pero Azure ha guardado bajo llave los víveres hasta nuevo aviso, y sus hombres no me quitan ojo.
—Comprendo —dijo ella, aunque fuera mentira—. Creo haber encontrado algo que podría sernos de ayuda tanto a ti como a mí. He estado pensando en lo que dijiste sobre los recuerdos de Pizarro. En esos detalles que quizá puedan parecer insignificantes a primera vista, y, bueno…
Natalie agitó el puñado de dibujos que llevaba en la mano.
—He encontrado esto. No sé si servirá de gran cosa.
El rostro de Abe se iluminó como si el director de la penitenciaría le anunciara el indulto en el último momento.
—¡Estupendo! Déjame echarles un vistazo…
Abe salió de la tienda, agarró los dibujos y los hojeó. A medida que fue pasando las páginas, su ritmo se fue deteniendo progresivamente, demorándose en la contemplación de cada imagen. Su rostro resplandecía aliviado.
—¡Natalie, esto es fantástico! —exclamó—. Te has ganado un banquete en toda regla, te lo aseguro. ¡Espérame aquí!
Con la cabeza inclinada sobre el boceto del falso edificio incaico que ella había pergeñado, Abe se alejó en dirección a la tienda de Azure. Uno de los indígenas peruanos montaba guardia frente a esta, probablemente para impedir que ella accediera al santuario del potentado, pero el doctor le hizo un ademán con la cabeza y el centinela le franqueó inmediatamente la entrada.
En cuanto Abe desapareció de su vista, Natalie comprobó satisfecha que el resto del personal no mostraba interés alguno en ella. Se coló, pues, a través de la rendija abierta en la tienda del arqueólogo, que no había cerrado con cremallera al salir, y rezó porque Azure y el posible impostor se demoraran en la contemplación de sus bocetos y tuviera tiempo de encontrar el pasaporte del auténtico Wilcox.
Al ver el interior de la tienda, casi se le escapa un lamento en voz alta: parecía que hubiera estallado una bomba allí dentro. El camastro y el suelo estaban sepultados bajo capas de ropas, revistas académicas y volúmenes de historia, restos de comida y envoltorios de aluminio de barritas energéticas. ¿Cómo iba a encontrar algo entre semejante caos?
Echó un vistazo por encima a la pila de ropa, confiando en que el pasaporte hubiera quedado olvidado sobre una de las camisas por allí esparcidas, como un náufrago sobre un bote salvavidas. Temiendo tocar nada, levantó la esquina de un libro que estaba a sus pies, pero enseguida lo soltó. Inspirando profundamente para eludir la creciente sensación de inutilidad que la embargaba, se obligó a concentrarse. ¿Qué llevaba puesto «Abe» en el aeropuerto aquel día, al pasar por el control de pasaportes? ¿La chaqueta de tweed con las coderas de cuero, quizá? Tal vez el pasaporte estuviera todavía en su bolsillo interior.
En el extremo izquierdo de la tienda, cerca de la base de la letrina portátil, vio que entre los restos del naufragio asomaba la manga de una chaqueta. Se abrió camino de puntillas por aquel desbarajuste, encogiendo el cuerpo cada vez que algo enterrado allí debajo crujía bajo sus pies, y levantó la chaqueta del suelo por la manga.
De pronto recordó que el espíritu del difunto doctor había intentado tomar posesión de su cuerpo nada más estamparle la bofetada a Azure, y pronunció el mantra protector por si acaso. No podía arriesgarse a que el auténtico Wilcox se manifestara antes de que estuviera preparada para hablar con él… en privado. Con el pulso acelerado, llevó la mano al bolsillo interior de la chaqueta y palpó la funda de piel sintética que protegía el pasaporte.
Mientras los versos del salmo 32 se desovillaban en su cabeza, se metió el pasaporte bajo la cinturilla de los pantalones para que quedara oculto por el faldón de la camiseta y dejó la chaqueta de tweed en el lugar exacto donde la había encontrado. Luego, sorteó el desbarajuste circundante y llegó a la entrada de la tienda justo en el momento en que Abe descorría la lona.
—¿Puedo ayudarte en algo? —dijo Abe, mirándola con recelo.
Esta vez fue ella quien le dirigió una sonrisa dubitativa.
—Perdona, pero es que no soporto el sol. A esta altitud, me achicharra la piel. No te importa que haya entrado en tu tienda, ¿verdad?
—Ah, no… por supuesto que no. Pero me avergüenza que veas lo desastre que soy para las tareas domésticas.
Con una risita nerviosa, Abe levantó la lona de la puerta dándole paso, mientras registraba la tienda con la mirada como haciendo inventario de todos y cada uno de sus calcetines sucios y envoltorios de chocolatina.
Cuando salieron al exterior, Natalie lo miró expectante.
—¿Y bien?
—Prometen mucho, pero necesitamos datos más concretos. —Abe la condujo de nuevo a su tienda, lo que indicaba que el arresto domiciliario continuaba—. Sigue intentándolo, y si es preciso invocaremos de nuevo a Pizarro. Por el momento, ya has conseguido impresionar a Azure y te has ganado una comida caliente.
—Que ya es mucho.
Natalie se tironeó los bajos de la camiseta temiendo que se le subiera. Debajo, el sudor de su cintura se pegaba a la funda del pasaporte, y sintió una especie de picores y pinchazos que partían del abdomen y se le extendían por todo el cuerpo.
«Me has preparado un banquete ante los ojos de mis enemigos», continuó recitando Natalie mentalmente, rezando para que el mantra ahuyentara al espíritu hasta que estuviera a solas.
—Mmm… ¿te apetece ir a dar un paseo más tarde?
—Hoy no, Abe. Me gustaría aprovechar que por fin he sacado algo en claro y ver si puedo dar con algo más. Pero gracias de todos modos.
Natalie entró en su tienda y subió la cremallera desde dentro. Cuando se hubo cerciorado de que Abe se había ido, sacó el pasaporte de la cinturilla del pantalón y lo escondió bajo el jergón del camastro.
Se le hacía la boca agua solo con oler la comida. Seguramente habría sido Honorato quien había dejado aquella bandeja sobre la mesa. Era pollo con una salsa amarillenta y huevo duro cortado encima. Recordó entonces aquel plato que en los restaurantes de comida rápida de su país los cocineros y camareros denominaban popularmente «encuentro de madre e hijo». Ironías de la vida, pensó, pues no tenía idea de cuándo volvería a ver a Callie.
Devoró el plato en menos de diez minutos, sin dejar ni una miga: piel, grasa, yema, todo se lo comió. Le habían puesto también una manzana, pero contuvo las ganas de hincarle el diente de inmediato y la escondió en el fondo de la maleta, entre la ropa. Presentía que iba a necesitar toda la comida de la que pudiera hacer acopio. Toda la que pudiera llevar a cuestas.
• • •
No se atrevió a recuperar el pasaporte hasta última hora de la noche, cuando todo el campamento quedó a oscuras. Aun así, dejó su lámpara de propano apagada. Nunca antes había invocado a un espíritu sin iluminación de algún tipo —la sola idea la aterrorizaba—, pero pensó que sería mucho menos arriesgado que atraer la atención de Azure y sus compinches y que irrumpieran en la invocación clandestina que estaba a punto de comenzar. Dadas las circunstancias, los muertos le inspiraban bastante menos temor que los vivos.
Se tumbó sobre el jergón, completamente vestida aún, y se tapó con las mantas hasta la barbilla. Sus labios pronunciaron en silencio el mantra de espectadora mientras sacaba el pasaporte de su escondite. Si a alguien se le ocurría entrar a espiarla, pensaría que las contorsiones provocadas por el espíritu ocupante no eran sino la agitación propia de una pesadilla.
Rema, rema, remaen tu barca río abajo…
La funda del pasaporte se dobló y arrugó entre las manos de Natalie, curvadas en torno a ella hasta acoplarse como si se tratase de enganches ferroviarios. Cuando el espíritu tomó posesión de su cuerpo, la habitual sensación de entumecimiento y hormigueo le recorrió la piel. Embargada por una cólera ajena a ella, se dio media vuelta en la cama con tanto ímpetu que los muelles de su desvencijado camastro traquetearon y Natalie casi se cae al suelo.
Imágenes de Nathan Azure giraban por su mente, acompañadas por la constante letanía «cabrón, cabrón, cabrón, cabrón». El odio que aquellos exabruptos destilaban la atrapó en su vorágine, pero Natalie logró controlar la respiración y retomar el mantra, dispuesta a no ceder el control de su cuerpo.
¡Alegre, alegre, alegre, alegre! La vida no es más que un sueño…
La sarta de insultos cesó de inmediato, pero sintió que el espíritu bullía colérico en su interior, como un borracho farfullando en el rincón de un bar.
¿Quién es usted?, le espetó secamente. ¿Está muerta? ¿Estamos en el infierno?
—No. Me llamo Natalie, y estamos en Perú —susurró ella, como por inercia, puesto que podría haberse comunicado con él mentalmente sin necesidad de hablar.
La ira del espíritu se apaciguó.
Es la violeta, ¿verdad? La que Azure habló de contratar.
—Oh, Dios mío. Y usted, Abel Wilcox, ¿no es cierto? —dijo Natalie, llevándose las manos a la boca al pensar en «Abe».
¿Trabaja para Azure?
—Trabajaba. Hasta que descubrí que Azure lo había matado.
Entonces ya lo sabe.
—Solo sé que el hombre que decía ser el doctor Abel Wilcox miente. ¿Quién es ese hombre?
Un actor secundario llamado Trent. No sé si es su nombre o su apellido, pero cuando vuelva a verlo le arrancaré la piel de la cara a tiras por haberse atrevido a usurpar mi identidad.
—Pero fue Azure quien le disparó, ¿verdad?
Sí. ¿Por qué me ha traído otra vez aquí? ¿Sigue órdenes suyas?
—No. Quería averiguar qué pasó de verdad, porque temo que también pretende matarme a mí.
Descuide, que eso hará en cuanto haya puesto sus cobardes manos en el oro de Pizarro. Aunque, si está viva, deduzco que Azure no ha conseguido todavía su propósito.
—No, todavía no. ¿Puede ayudarme a huir de él?
¿Cómo quiere que la ayude? Estoy muerto, como ya sabrá.
—Pero conoce a Azure y a… Trent mejor que yo. Y lo más importante, conoce Perú. Yo apenas sé hablar español.
El espíritu de Wilcox se serenó y guardó silencio en su interior, pero Natalie sospechó que rechazaba su súplica e intentaba retirarse al vacío nuevamente.
Siento que se haya visto involucrada en este feo asunto, dijo por fin el doctor. Cuénteme todo lo ocurrido desde que Azure se puso en contacto con usted por primera vez.
Tan rápidamente como le fue posible, Natalie le explicó que Trent había usurpado la identidad y el prestigio de Wilcox para engatusarla y llevarla hasta aquel campamento en los Andes. No mencionó, sin embargo, la atracción mutua que existía entre ellos. Le habló también de la actitud evasiva y recelosa de Pizarro durante las invocaciones y del castigo que le había impuesto Azure al ver que no le proporcionaba las pistas deseadas para localizar aquel legendario tesoro.
Al oírla mencionar los esbozos inspirados en los pensamientos de Pizarro, Wilcox la interrumpió. Súbitamente, la ira cedió paso a una vehemente curiosidad.
Esos dibujos… ¿todavía los conserva? ¿Podría enseñármelos?
—¿Ahora? —preguntó ella—. Si enciendo la lámpara, podrían pillarnos.
Ya se le ocurrirá alguna excusa. Se lo ruego, es importante.
Maldiciendo en voz baja, Natalie se levantó a regañadientes de la cama y palpó a tientas el suelo buscando la caja de cerillas. Cuando la encontró, encendió una y sacó el bloc de dibujo escondido bajo el jergón. Acurrucada en el suelo, sostuvo la parpadeante llamita sobre el bloc y pasó rápidamente las hojas, para que Wilcox viera a través de sus ojos los dibujos. En cuanto llegó a la imagen de la cueva ante cuya boca se alzaban los hieráticos ídolos, Natalie sintió que la agitación del difunto arqueólogo aceleraba su pulso.
Chachapoyas, dijo en su interior la voz del doctor.
Natalie reconoció la palabra: era el nombre de un poblado cercano que había visto en el mapa.
La cerilla le estaba quemando los dedos y sacudió la mano para apagarla.
—¿Es suficiente? —masculló Natalie en la súbita oscuridad.
Sí… La ayudaré, musitó Wilcox. Y tal vez usted pueda ayudarme a mí también.
—¿Yo? ¿Cómo quiere que lo ayude?
No permitiendo que Azure ponga sus sucias manos en el tesoro de Pizarro. ¿Lo hará?
El cuerpo de Natalie se puso en tensión. Sabía muy bien el peligro que conllevaba hacer tratos con un difunto movido únicamente por sus propios y oscuros intereses. Lyman Pearsall, una violeta que había llegado a un pacto similar con Vincent Thresher, el asesino en serie, terminó convertida en una mera marioneta de aquel espíritu, que utilizó su cuerpo para seguir cometiendo atrocidades.
—Haré lo que esté en mi mano —respondió, confiando en que Wilcox no le exigiera nada en concreto.
Trato hecho, dijo Wilcox, sellando el acuerdo como quien cierra de golpe una maleta. Bien, antes que nada, necesitaremos provisiones…
Natalie se deslizó sigilosamente bajo las mantas de su camastro otra vez. Pero no pegó ojo en toda la noche, farfullando en una especie de delirio hasta poco antes del amanecer.