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Las punzadas del hambre
Cuando Honorato le trajo el desayuno a su tienda a la mañana siguiente, Natalie llevaba más de una hora despierta, sentada en el camastro con su bloc de dibujo y sus ceras. Solo había echado un par de libros en el equipaje, y no disponía de mucho más con lo que entretenerse en los momentos en que Francisco Pizarro no haraganeaba por su mente como un parásito bien cebado.
Afortunadamente, inspiración para dibujar no faltaba. Había llenado ya la mitad del bloc con dibujos: retratos de Azure, Abe y Honorato, así como toda una serie de paisajes un tanto toscos de las montañas circundantes. Pero a lo que más papel había dedicado, con diferencia, era a las macabras imágenes vislumbradas en los pensamientos de Pizarro. Calaveras humanas sin la mandíbula inferior hincadas sobre estacas de madera. Cadáveres con la piel apergaminada, encogidos en posición fetal como si les aterrara el paso a la otra vida. Y para terminar, el dibujo que había empezado a esbozar esa mañana: la boca de una cueva ante la que se alzaban, como afilados colmillos, aquellos monstruosos iconos, blancos y erosionados como maderas flotando a la deriva en el mar, con sus rostros de lechuza, tan inescrutables como maléficos.
En otro tiempo, Natalie había albergado la ilusión de convertir su pasión por el dibujo y la pintura en una profesión, algo que le permitiera servir de intermediaria para el espíritu de grandes maestros como Botticelli y Monet. Qué demonios, se habría conformado con Jackson Pollock o Andy Warhol. Sin embargo, después de ser rechazada por el Departamento de Arte del CCUN, la única labor artística que había desempeñado durante su paso por el Departamento de Criminología fueron esbozos de sospechosos de asesinato. Desde que dejara el Cuerpo, sus aptitudes artísticas se habían desarrollado solo como un mero pasatiempo, si bien es cierto que muy gratificante en tiempos de estrés.
Pero Natalie no había hecho aquellos dibujos buscando solaz, sino por una razón mucho más pragmática: para que la ayudaran a salir de Perú y escapar de Nathan Azure.
En las dos últimas semanas, Azure, inicialmente nervioso al ver que Pizarro se empeñaba en burlarse de su empeño, empezaba a dar muestras de desequilibrio. En una ocasión, Natalie había tenido que cancelar abruptamente una de aquellas sesiones cuando Azure, desquiciado por la actitud del marqués, lo agarró por el cuello de la camisa y echó el brazo hacia atrás dispuesto a abofetearle. Al reparar en que la violeta había expulsado a Pizarro de su mente con el mantra protector, el potentado la soltó sin una mera disculpa. Desde aquel día, la inquietud de Natalie por lo que aquel hombre pudiera hacerle, presa de un arrebato de ira contra el conquistador, había ido en aumento.
Los trazos de Natalie sobre el papel cobraron una repentina vehemencia mientras resaltaba la nariz aguileña de uno de aquellos tótems y deliberaba sobre su futuro proceder. Aquellas imágenes no significaban nada para ella, pero tal vez lograran templar el ánimo de Azure. ¿Revelarían la ubicación del tesoro, como él pretendía? ¿Y de ser así, estaría dispuesto entonces Azure a franquearle la salida a Estados Unidos? ¿O pretendía retenerla allí hasta haber puesto sus enguantadas manos sobre el botín? ¿Cuánto tiempo le llevaría eso? ¿Semanas? ¿Meses? ¿Más tiempo quizá? ¿Y cuándo dejarían de surtir efecto los sobornos de Abe a Bella y los demás matones del Cuerpo? ¿Cuánto tiempo tardarían en irse de la lengua y llevarse a Callie?
«No le dé al jefe “gringo” lo que busca hasta que le haya pagado y esté de vuelta en Estados Unidos», le había advertido Honorato. Pero ¿cómo podía ingeniárselas para que Azure la dejara irse si no le daba lo que quería?
En ese instante, como si el recuerdo de aquella advertencia le hubiera dado el pie, Honorato abrió la cremallera de la tienda y entró arrastrando los pies con la bandeja del desayuno.
Natalie cerró bruscamente el bloc.
—¡Hola! Vaya… el desayuno es tarde —dijo en español—. ¡Tengo hambre! O, no, un momento… me muero de hambre, ¿se dice así?
En la última semana, Honorato había soportado pacientemente sus torpes intentos por dirigirse a él en español; la corregía cuando cometía un error y repetía lentamente sus respuestas todas las veces que hiciera falta para que lo entendiera. Esa mañana, sin embargo, Honorato dejó la bandeja sobre la mesa sin mirarla siquiera y masculló un «Lo siento» seguido de una retahíla incomprensible de palabras.
—Perdone —dijo Natalie—. No he entendido. ¿Qué ha dicho?
Honorato mantuvo la cabeza gacha para que el ala del sombrero le tapara los ojos.
—Las provisiones escasean, ¿sabe? —le contestó en inglés—. Solo me han dejado traerle esto. Lo siento.
Natalie se disponía a disculparlo en español, pero Honorato no aguardó a su respuesta. Una vez se hubo marchado, comprendió el motivo de sus excusas: su desayuno se limitaba a una taza de agua tibia y un mendrugo de pan seco.
—Alfombra roja —masculló entre dientes.
Natalie arrancó unas migajas de pan reseco y las masticó hasta hacer una pasta con ellas, confiando en que el desayuno le cundiera algo más si comía lentamente.
Pero no fue así. Media hora más tarde, le rugían las tripas como el motor de un coche succionando los últimos sedimentos en el tanque de gasolina.
Para su sorpresa, Abe no pasó a recogerla para la acostumbrada invocación matutina de Pizarro en la tienda de Azure. No lo vio hasta mediodía, cuando le llevó en persona la comida a su tienda.
Sobre la bandeja que traía en las manos había otro mendrugo de pan y otra taza de agua.
Abe se dirigió a ella cabizbajo, tan abochornado como Honorato unas horas antes.
—Te he traído esto de extranjis —dijo, metiendo una mano en el bolsillo para sacar una barrita energética envuelta en papel de aluminio—. Veré si luego puedo conseguir alguna otra.
Al ver que Natalie no hacía ademán de cogerla, la arrojó a su camastro.
—No sabes cuánto lamento este contratiempo. Natalie, yo…
—¿Qué está pasando, Abe? —Natalie agarró el mendrugo de pan—. No puedo vivir solo de esto.
Abe depositó la bandeja sobre la mesa, tan parsimoniosamente como si también el hambre lo hubiese dejado sin fuerzas.
—Nuestros fondos han sufrido un revés. El señor Azure lleva gastadas cerca de treinta mil libras diarias en esta expedición, y un proveedor nos ha retenido una remesa a la espera de que nos concedan una nueva línea de crédito. Así que hemos tenido que racionar los víveres.
—Ah, ¿sí? —Natalie lo fulminó con la mirada—. ¿Y hasta cuándo se prolongará ese racionamiento?
—Pues nos concederían el crédito al momento si tuviéramos… una garantía que ofrecer a cambio.
—Te refieres al oro de Pizarro.
—Sí, sería de ayuda.
—¡Uf! ¿Se puede saber qué esperáis de mí?
El hambre le había dado tanto dolor de cabeza que era incapaz de pensar con claridad. De buena gana le habría hincado el diente al mendrugo en aquel instante, pero se reprimió y lo arrojó contra la pared de la tienda.
—Natalie, por favor. —Abe le agarró una mano y la condujo con suavidad hacia el camastro para que se sentara. En su voz había una urgencia inusitada—. Azure ha perdido los estribos, y la situación es apremiante. Si tienes alguna información… lo que sea, aunque no parezca importante…
Tras el cristal de sus gafas ovaladas, Abe la miró con los ojos de un perrito en la vitrina de una tienda de mascotas.
Natalie sacudió la cabeza.
—Abe, tengo que salir de aquí. Tengo que volver a casa. Si el Cuerpo decide ir a por Callie en mi ausencia…
—Lo sé. —Abe se llevó las manos a la cara, y la culpa ensombreció su rostro en un claroscuro de luces y sombras—. Ha sido todo culpa mía. Nunca debí traerte a este campamento.
Sin leña que la alimentara, la ira de Natalie se consumió sola.
—No es culpa tuya —dijo llevando una mano al hombro de Abe—. ¿Qué sabías tú? La culpa es de ese perturbado para el que trabajas.
—Lo sé, y no consentiré que te haga esto. Si al menos pudiéramos… tentarlo con algo.
—Si me apoyas, quizá podamos salir de aquí los dos. Juntos. —Natalie clavó los ojos en él hasta que Abe se atrevió a mirarla y asintió con aire cansado—. Ahora llévame con Azure.
• • •
Tal como Natalie le había pedido, Abe la condujo a las afueras del campamento y la llevó hasta un precipicio desde donde se divisaba una majestuosa vista de las montañas circundantes. Tras las recientes lluvias, el cielo lucía un límpido azul, pero una telaraña neblinosa flotaba todavía sobre la hondonada que se abría ante ellos. Enmarcada en aquellas cumbres parduzcas, la impecable figura de Nathan Azure resaltaba con la blancura de un albatros. Erguido a unos pasos del precipicio, con un palo de golf en la mano, sacudió con fuerza la pelota al ver que Natalie se acercaba, la lanzó a lo alto y la pelota cayó al vacío.
«¡Tac!».
Azure, con gesto decepcionado, observó cómo la pelota se esfumaba entre la neblina.
—Excesivo efecto a la derecha, creo.
Colocó otra pelota en el tee.
Abe guardó una distancia prudencial, mientras Natalie se acercaba furibunda a Azure y se encaraba con él.
—¿Se puede saber a qué juega?
—Al golf, como observará —respondió Azure—. Un deporte magnífico… Debería usted probarlo algún día.
Levantó el palo y lanzó la siguiente pelota al vacío.
—No se haga el gracioso. ¿Se puede saber qué pasa con la comida?
Azure se apoyó en el palo con elegante desenvoltura, como si fuera un bastón.
—Vaya. ¿Acaso está descontenta con nuestras atenciones?
—¿Atenciones? Sepa que la inanición no favorece la productividad.
—Discrepo. En mi opinión, el hambre a menudo aguza el ingenio. Motiva mucho.
La insolencia de Azure dejó a Natalie sin palabras por un instante.
—¿Cómo demonios pretende que siga invocando el espíritu de ese cretino si no puedo siquiera tenerme en pie?
—Quizá si usted colaborara un poco más en el empeño no tendríamos que molestarnos con nuestro querido marqués.
Azure se agachó para colocar otra pelota blanca en el tee.
Natalie, exasperada, sintió que la sangre se le subía a la cabeza y le enturbiaba la visión.
—No le puedo decir nada, porque no sé nada.
—¡Venga ya! Seguro que si se esfuerza un poco se le ocurre algo.
Natalie segó el aire con la mano.
—¡Esto es el colmo! Ya puede estar despidiéndose de su violeta… y de su arqueólogo.
—Ah, ¿sí? —Azure miró con sorna a Abe, que agachó la cabeza en silencio—. Los tortolitos se nos fugan juntos, ¿eh? Hacen una pareja estupenda.
—Tal vez no me haya expresado con claridad —replicó Natalie sarcástica y añadió, recalcando las palabras—: Métase el dinero donde le quepa. Abe y yo nos largamos.
—Adelante. Lima está a unos seiscientos y pico kilómetros en esa dirección, si no me equivoco —dijo, apuntando con el palo de golf hacia el sur.
La indignación hizo saltar como un resorte la tensión que Natalie venía reprimiendo. Sin pensarlo dos veces, echó atrás el cuerpo y, con todas sus fuerzas, le estampó una bofetada a Azure en la mejilla izquierda.
—¡Natalie… no! —exclamó Abe, abalanzándose sobre ella para impedírselo. Pero demasiado tarde.
En el instante en que la palma de Natalie tocó la piel de Azure, una intensa descarga eléctrica hizo vibrar todos los huesos de la violeta, como si acabara de tocar un cable de alta tensión. Una imagen espectral se grabó en relieve sobre la escena que se desarrollaba ante ella: Azure, con expresión altiva y desdeñosa sacaba una pistola y le disparaba a bocajarro en el pecho. Natalie levantaba la cabeza, lo miraba furibunda, las gafas ovaladas torcidas sobre la nariz, y expectoraba una flema sanguinolenta que escupía ya moribunda en el rostro de él a modo de maldición…
El impulso de la mano interrumpió la conexión. Natalie, con los ojos y la boca abiertos de par en par, se tambaleó y casi cae desplomada en el suelo.
Azure retrocedió dando un traspié, tiró al suelo el palo de golf y se llevó las enguantadas manos a la mejilla, como si acabaran de contagiarle la lepra.
—¡Apartadla de mí! ¡Apartadla!
Abe arrastró a Natalie hacia atrás como si interviniera en una reyerta, pero la violeta tenía los ojos clavados en Azure, que gritaba despavorido. El espíritu que se había apoderado de su mente un instante antes había dejado en ella un poso de rabia que endurecía gélidamente su rostro. Azure pareció reconocer aquel rostro, puesto que retrocedió unos pasos más, gritando cada vez más alterado:
—¡No dejen que esa mujer me ponga las manos encima! ¡Es él!
Abe la apartó con delicadeza de Azure.
—Vamos, Natalie.
Presa todavía de la estupefacción, Natalie se volvió a Abe y lo miró fijamente. Recordó haber visto aquel mismo rostro en el espejo de la habitación de Cajamarca, haber escrutado a través de aquellas mismas gafas ovaladas a Azure, el hombre que acababa de matarla de un tiro.
Pero eso era imposible. No podía ser Abe quien había intentado tomar posesión de su cuerpo aquella noche en Cajamarca. Abe estaba vivo.
«No —se dijo—. No puede ser…».
La temerosa mirada de soslayo que Abe le dirigió tampoco hizo nada por tranquilizarla. Parecía temerle más a ella que a Azure.
—¿Te… te encuentras bien? —le preguntó el doctor con ambigua inquietud.
«Eso depende. ¿Y tú, estás muerto?».
—Sí. Estoy bien —respondió Natalie.
Regresó al campamento, caminando con él al lado, conteniendo el horror que embargaba su corazón para que no le estallara en el semblante.
«Puede que no fuera él. Tengo que asegurarme», se dijo.
Todos los peones peruanos interrumpieron su simulacro de trabajo y clavaron los ojos en ella, hasta que solo quedó flotando en el ambiente la enérgica voz de la cantante folclórica peruana Anita Santivañez que salía por un aparato de música a pilas. Honorato le había descubierto la música de aquella mujer, y Natalie buscó el rostro de su amigo entre el gentío. Distinguió a un peón que llevaba un sombrero igual que el de Honorato, pero antes de que pudiera mirarlo a los ojos el indígena ya se había dado la vuelta.
Un hombre de barba rala y facciones como cinceladas en nogal esperaba a la puerta de la tienda de Natalie. Cuando se acercaron, los miró risueño, mostrando sus dientes manchados de masticar hojas de coca.
Abe frunció el ceño y quiso espantarlo como si fuera un perro callejero.
—¡Romoldo, váyase! —exclamó en español.
Pero Romoldo, haciendo oídos sordos, fue hacia ellos, y el doctor le interceptó el paso antes de que llegara hasta Natalie. Abe le abrió la puerta de la tienda y la hizo pasar al interior.
—Oye, quédate aquí mientras yo me ocupo de esto, ¿de acuerdo? —dijo en voz baja sin perder de vista a Romoldo—. Voy a ver si te encuentro algo de comer.
—Sí. ¿Qué tal una cena vegetariana en la intimidad? —replicó Natalie sin atisbo de sonrisa.
Abe salió de la tienda y cerró la cremallera sin atreverse a mirar a Natalie. Todavía visible a través de la loneta, la silueta del doctor desapareció a toda prisa, pero la de Romoldo allí seguía, montando guardia.
• • •
Aquella noche, Abe no regresó con la comida; ni Abe ni nadie. Las tripas se le retorcían de hambre, y devoró la barrita energética que Abe le había traído. Pero como no consiguió ni mucho menos saciar el vacío en sus entrañas, se puso de cuatro patas y rebuscó por el suelo de la tienda hasta encontrar el mendrugo de pan que había tirado al suelo por la tarde. Tenía ya la corteza más dura que un árbol, la miga dura como la piedra, y empezaba a oler a moho, pero aun así se lo zampó sin apenas masticarlo, con un ansia tal que casi se ahoga.
El acto de comer consumió tantas energías como le procuró. Luego, se acurrucó bajo las mantas del catre y no tardó en quedarse dormida.