13
Punto muerto
Abstemia como era, Natalie no toleraba el vino, y el alcohol no consiguió sino exacerbar los efectos del soroche. El resto del día lo pasó tumbada en el catre de su tienda, si bien la implacable y taladrante jaqueca le impidió conciliar el sueño hasta la caída del sol.
Al día siguiente, Nathan Azure no se mostró tan complaciente. Insistió en que invocara a Francisco Pizarro mañana y tarde. Y al día siguiente, le exigió que se llevaran a cabo tres sesiones, aunque todas resultaron en vano. Antes de que terminara la semana, la mente de Natalie pasaba la mayor parte del día en posesión del conquistador, y empezaba a tener la inquietante y ajena sensación de que era una intrusa en su propio cuerpo, una observadora muda, incapaz de impedir que el difunto conquistador se apropiara de su cuerpo. Azure, sin embargo, no había recibido todavía información alguna sobre el paradero del oro de Pizarro.
Y no porque Pizarro se mostrara reacio a comunicarse. El viejo guerrero estaba encantado de poder explayarse sobre sus hazañas de antaño, y Azure rabiaba en silencio. El conquistador se refocilaba tentando al inglés con las historias sobre las fabulosas riquezas que había ido acumulando a lo largo de sus campañas.
—Ay, el Templo del Sol en Cuzco, ¡tendría que haberlo visto, caballero! —exclamó un día enardecido—. Con las momias de los monarcas incas, cada una sentada en su propio trono. Y sus muros revestidos todos de oro, tanto oro que cegaba los ojos. Nosotros arrancamos el metal de la piedra, arramblamos con todo.
»Cuando repartimos el botín, mis hombres se encontraron con tanto dinero en las manos que se jugaban fortunas a los dados. Uno de aquellos soldados de caballería, Leguizano, perdió un disco de oro así de grande, —Pizarro extendió los brazos de Natalie hacia los lados—, grabado con la imagen de la divinidad solar de los paganos. A partir de entonces, los hombres se desafiaban a “jugarse el sol antes de que salga”. —Emitió un sonido como de risotada—. Lástima que no pueda usted sentarse a una mesa con ellos y jugar una partida de dobladilla, ¿verdad, caballero?
Otras veces, Pizarro provocaba a Azure dejando caer referencias sobre el tesoro escondido.
—Escogí a un grupo de salvajes para que me ayudara a trasladar el oro —recordó mientras daba cuenta de una comida que el potentado había mandado preparar para él—. No podía recurrir a mis hombres sin ofrecerles a cambio una parte del tesoro, como usted se figurará. Veinte salvajes y diez mulas precisé para poner a buen recaudo todas aquellas riquezas. El escondite fue idea de un infiel de aquellos; debía ser un lugar que ningún indígena pudiera mancillar y ningún hombre blanco fuera capaz de localizar. A nuestro regreso, mandé ejecutar a aquel hombre y a sus acompañantes para preservar el secreto.
Pizarro pinchó el tenedor en un pedazo de patata y la entresacó del estofado.
—He de decir que de todos los alimentos que descubrimos en Perú, estos sencillos tubérculos son mis favoritos —declaró y, tras meter el bocado de patata en la boca de Natalie, la masticó con fruición y se relamió de gusto.
Entretanto, frente a él en la mesa, Nathan Azure se reconcomía en silencio, con el rostro lívido de ira y los labios blancos.
Al término de cada una de aquellas infructuosas conversaciones, Azure acribillaba a Natalie para sonsacarle lo que había averiguado mientras su mente estaba en posesión del espíritu de Pizarro.
—Nada que yo pudiera entender —respondía ella una y otra vez.
Azure la presionaba para que repitiera las palabras en español recogidas a través de los pensamientos del conquistador, pero ella farfullaba incoherencias mal pronunciadas que no sonaban a español ni a ninguna otra lengua humana inteligible. Exasperado, Azure amenazó con atarla a una silla y enseñarle personalmente la lengua del conquistador.
Pero Natalie sabía que Pizarro no le daba largas a Azure por divertirse sino con el triste propósito de postergar su infernal condena. Nunca había percibido un anhelo tal de paz —de inexistencia incluso— en ningún otro espíritu, pero sus víctimas nunca dejarían de acosarle y en el más allá tenía prohibida la entrada. Cada vez que Natalie sacaba del limbo al espíritu de Pizarro, atisbaba el suplicio de los recuerdos infligidos en él por los incas a quienes el conquistador había asesinado salvajemente en vida. Por cada muesca marcada en la empuñadura de su espada, Pizarro sufría el dolor de la misma hoja multiplicado por mil. Peor aún, se veía obligado a contemplar su propio semblante furibundo desde la perspectiva de la víctima, a sentir sus extremidades despedazadas y sus entrañas abiertas. Después de someterse al recuerdo sensorial de millares de víctimas durante aquellas breves si bien terribles manifestaciones de Pizarro, Natalie temblaba de pensar en lo que significaría soportar ese tormento durante siglos, sin tregua, sabiéndote el único culpable de tanto padecimiento.
Sin embargo, la más cruel de aquellas estocadas para Pizarro era el recuerdo de su propio asesinato. «¡Muerte al tirano!» exclamaban sus otrora compañeros de armas, convertidos ya en conspiradores dispuestos a arrebatarle el control del país. Diez contra uno, lo asaltaron de improviso en la alcoba de su palacio y embistieron contra él sin permitirle siquiera abrocharse la coraza. Pese a su avanzada edad, Pizarro aún manejaba con destreza la espada y los traidores tuvieron que recurrir a otros diez cómplices para aplastarlo. Por fin, uno de los mestizos le segó el cuello y Pizarro, con la respiración entrecortada, apenas pudo farfullar una última confesión cuando ya su garganta se anegaba en sangre. Natalie participó de su rencor al recordar cómo, no pudiendo recibir los últimos sacramentos, mojó los dedos en su propia sangre y trazó con ellos la señal de la cruz en el suelo. Luego, haciendo acopio de fuerzas, besó el símbolo como un último acto de devoción por Dios, a quien creía haber servido con rectitud inquebrantable. Un Dios que parecía haberlo condenado a un purgatorio de eternos reproches y lamentos.
Obligada a identificarse mental y emocionalmente con el anciano conquistador, Natalie casi sentía lástima por él. En el libro de Abe se decía que, a la edad de sesenta y ocho años, el viejo guerrero, ya cansado de luchar, había iniciado una nueva vida como hombre de Estado y patrocinador de obras públicas. Al parecer jugaba a pelota con sus sirvientes y en una ocasión se lanzó al río para salvar a un indígena de morir ahogado. Fundó importantes ciudades en las tierras conquistadas: Trujillo, nombrada así en honor a la ciudad española de su innoble cuna, y la Ciudad de los Reyes, joya de la corona, que más tarde pasaría a ser Lima, la capital de Perú.
No habiendo entablado nunca relaciones afectivas con sus semejantes, Pizarro hizo de la construcción la pasión monotemática de sus últimos años, como si quisiera compensar su anterior afán por destruir con un fanatismo parejo por crear. Incluso en aquel campamento, mientras haraganeaba en la mente de Natalie, sus únicos recuerdos felices estaban ligados no a las personas sino a los edificios: a sus miradores, sus iglesias y a su espléndido palacio del gobernador, con el patio repleto de naranjos. Cuál no sería su desilusión, pensó Natalie, si se enterara de que todos y cada uno de aquellos edificios habían sido presa del tiempo, los terremotos o la modernidad.
• • •
Mayo dio paso a junio sin que Natalie tuviera conciencia precisa de cuándo, pues la tediosa monotonía de los días le había hecho perder la noción del tiempo. Sesión tras sesión, el abrumador hastío de Pizarro acabó por minar su ánimo, como si estuviera obligada a compartir la psique de un suicida. Aplastada por la desesperanza del conquistador y el volcánico temperamento de Azure, si no hubiera sido por Abe, habría caído en una depresión. Las visitas del doctor eran el mejor momento del día y, a menudo, su única alegría.
Azure, por lo general, acababa dándose por vencido y la dejaba libre hacia las cuatro de la tarde, y Abe se la llevaba a pasear por el camino que habían tomado para llegar al campamento. Allí se entretenían hasta disfrutar de las rosáceas tonalidades de la puesta de sol en los Andes, que bañaba las laderas occidentales de naranja y las orientales de una púrpura penumbra. Natalie ya estaba más informada sobre Pizarro de lo que nunca habría deseado, por lo que Abe la distraía con amables relatos sobre la mitología inca mientras volvían al campamento, donde luego cenaban juntos en la tienda de ella.
—Manco Capac fue el primer monarca inca —le dijo en una de aquellas excursiones, a finales de la segunda semana de su estancia allí—. Dicen que él y su mujer, Mama Ocllo, emergieron de las aguas del lago Titicaca. Antes de que ellos llegaran, los seres humanos vivían como animales, pero Manco Capac enseñó a los hombres a arar la tierra y a construir viviendas, mientras Mama Ocllo enseñaba a las mujeres a tejer, cocinar y cuidar de sus hijos.
Natalie sonrió con burlona suficiencia.
—Cada sexo a lo suyo, ¿no? ¿Crees que si Mama Ocllo regresara hoy día nos enseñaría a ser astrofísicas o a hacer operaciones a corazón abierto?
Abe se rio.
—Sin duda.
A solo unos pasos del borde del precipicio, Natalie contempló los afilados picos de las cumbres que se alzaban ante ellos y respiró el aire frío que soplaba ladera arriba. Aclimatada ya a aquellas altitudes, los dolores de cabeza propios del soroche habían desaparecido y el aire pobre en oxígeno resultaba embriagador, limpio y estimulante.
—¿Y tú, Abe? —le preguntó con desenfado—. ¿Tienes planes de buscarte algún día una Mama Ocllo y sentar la cabeza? ¿O tener hijos quizá?
Natalie se volvió hacia él para observar su reacción ante la última pregunta.
—Solo si el niño es tan listo como Callie —saltó Abe enseguida—. O la «Mama» es tan encantadora como tú.
Natalie cruzó los brazos y exclamó, falsamente escandalizada:
—¡Doctor Wilcox! ¿Le parece a usted que esas son maneras de dirigirse a una compañera de trabajo? Podría pensar que insinúa usted otra cosa.
—Descuide, señorita Lindstrom. Mi cerebro es incapaz de procesar nada posterior al siglo dieciséis.
—Pues es una lástima.
Las sonrisas de ambos se desvanecieron, y Natalie tendió nuevamente la vista hacia el paisaje evitando mirarle a los ojos.
—¿Y qué planes tienes para después de esta expedición?
Wilcox se encogió de hombros.
—Catalogar el hallazgo, documentarlo. Escribir un libro sobre él. Procurar que esos objetos vayan a parar a los museos más apropiados. Aburrir a mis alumnos con mi periplo sabático. —Sonrió—. Tal vez pedirle a esa compañera de faenas a la que le tengo echado el ojo si quiere salir conmigo… una vez terminado el trabajo.
Natalie torció el gesto, pensando que tal vez la carrera profesional de Abe dependiera de la información que ella le cicateaba a Azure: aquellas extrañas imágenes vislumbradas en los recuerdos de Pizarro.
—Y en el supuesto de que no localizáramos ese tesoro, ¿qué harías entonces?
—Pues… podría pedirle a esa compañera que saliera conmigo de todos modos.
—Seguro que estaría encantada… una vez terminado el trabajo.
Fue tal el rubor que encendió las mejillas de Natalie que ni siquiera el viento pudo enfriarlo.
Abe se acercó a ella, y Natalie resistió el impulso de apartarse.
—Natalie, yo… —le dijo, llevando una mano a su sien.
Natalie, abrumada por la situación, agarró aquella mano entre las suyas y la retiró, pero sin soltarla.
—Todavía no —le dijo.
Abe hizo un mohín de disgusto, pero sonrió y asintió.
Natalie le apretó la mano antes de soltarla. Luego regresaron al campamento caminando en silencio el uno al lado del otro, pero menos separados que en el camino de ida.
• • •
«Todavía no». Aquellas palabras dieron esperanzas al hombre antes conocido como August Trent.
Aquel nombre había quedado ya tan relegado al olvido para él como la fantasía de su triunfal regreso a Hollywood. Eran otras las fantasías con que su mente se entretenía para matar las largas y ociosas horas en el campamento cuando no tenía a Natalie para conversar. Acostumbrado al rostro que el espejo le devolvía cada mañana al afeitarse, ya solo atendía por el nombre del difunto a quien tanto se parecía. ¿Por qué, pensaba, no podré ser de verdad Abel Wilcox, afable doctor en arqueología? Al fin y al cabo, ese era el hombre que a Natalie le gustaba, no el actor fracasado que a ella nunca le dejaría entrever. Podría desprenderse de su pasado —de Trent, de Nick—, soltarlo como la serpiente suelta su piel reseca y marchita, y empezar una nueva vida, una vida mejor que cualquiera de las que había tenido anteriormente.
No podría ir a dar clases en Stanford, eso por descontado. Allí era muy posible que advirtieran su impostura, que detectaran la diferencia de voz, las lagunas en sus conocimientos y su memoria. Pero ¿y si renunciaba a aquel cargo en la universidad y se quedaba en Perú, donde todo el mundo lo aceptaría como Abel Wilcox siempre que dispusiera de su pasaporte para acreditarlo? ¿Quién iba a percatarse del fraude? Pero, antes que nada… ¿estaría Natalie dispuesta a quedarse en Perú con él?
Wilcox fantaseaba con todo lujo de detalles sobre el modo de hacer realidad su ilusión. Con el dinero que recibiera de Azure, podría comprar una magnífica hacienda a las afueras de Lima en la que instalarse con Natalie. Y mandar a la niña, Callie, a los mejores colegios privados del país, y viajar juntos, en familia, por todo el globo, sin tener que ensuciarse nunca más las manos ni el alma con las duras componendas a las que se veían obligados quienes habían de trabajar para vivir.
La conciencia de que aquel sueño estaba condenado al fracaso no hacía sino exacerbar el fervor con que procuraba preservarlo, como ese niño que se afana por mantener en pie su castillo de arena pese a que la marea socava ya sus cimientos. Una vez Azure hubiera localizado el tesoro, se decía Trent, intercedería por Natalie. Al fin y al cabo, ella no se atrevería a denunciar al potentado si estaba casada con su principal cómplice, ¿verdad?
Aquel cuento de la lechera hacía que la sonrisa aflorara en sus labios, una sonrisa para sí mismo, no para la galería.
Aparte de las visitas a Natalie y las fantasías con su nueva vida en común, Trent pasaba gran parte del tiempo libre documentándose para su papel, releyendo los libros del doctor Wilcox por enésima vez, memorizando datos y anécdotas con los que deleitar a Natalie en su próximo encuentro. Un día, reunido con Azure en la tienda del patrón, estaba tan abstraído en el estudio de uno de aquellos volúmenes, que no prestó atención a lo que su alterado jefe le estaba diciendo.
—Nos está dando largas.
Trent apoyó la yema del dedo en la página para no perder el punto.
—¿Qué?
—La violeta. Sabe perfectamente dónde escondió el oro Pizarro.
El tic de Azure se había hecho crónico, y tenía la mejilla enrojecida de tanto frotársela.
—Qué va —dijo Trent—. Conozco a Natalie, está haciendo todo lo que puede.
—¿Natalie? —saltó Azure, fulminándolo con la mirada.
—Sí… la señorita Lindstrom. —Trent bajó de nuevo la vista hacia el libro para no encontrarse con su mirada—. Es ese maldito conquistador quien nos está dando largas.
—Puede ser. O puede que esa Natalie crea poder dar con el tesoro por su cuenta.
—¡Qué absurdo! Aunque así fuera, ¿qué iba a hacer con él? Ni siquiera podría moverlo del sitio.
—Cualquiera estaría dispuesto a pagar una fortuna por una información como esa.
Trent suspiró.
—Mire, si quiere, le ofrezco más dinero y vemos cómo reacciona.
—No. Quiero que le retire la manutención, a partir de ahora la tendremos a pan y agua. A ver si el hambre la azuza y nos suelta algo.
Azure se abalanzó violentamente sobre el libro que Trent sostenía, se lo arrebató de las manos, le arrancó un puñado de páginas y arrojó al suelo el arrugado papel.
—Y si vuelve a hacerse el sordo, haré lo mismo con usted. ¿Entendido?
Trent solo se atrevió a mirar de soslayo hacia el destripado libro antes de asentir, con una amplia si bien temblorosa sonrisa.