12

Una copa con el marqués

A la mañana siguiente, la lluvia repicaba sobre el techo de loneta de la tienda como un millar de dedos tamborileando impacientes. Natalie percibió el ruido pero no tenía ánimos para moverse o abrir los ojos siquiera. Siguió remoloneando en la cama, deseando en vano estar de vuelta en Lakeport, con Callie, en la casa de los Atwater.

—Tiene que desayunar rápido —dijo la voz de Honorato, arrancándola bruscamente de su duermevela—. El jefe «gringo» quiere que vaya ahora mismo.

Refunfuñando, Natalie se dio media vuelta en la cama, incómoda por ir vestida todavía con la ropa sucia del día anterior.

—Ese hombre no pierde el tiempo, ¿eh?

Junto a la mesa de trabajo, Honorato prendió una cerilla y encendió la lámpara.

—Ese es el problema, que ya cree haberlo perdido demasiado.

Al girar la válvula del gas, la amarillenta luz puso de manifiesto que Honorato ya había reemplazado la bandeja con la cena del día anterior por un plato de huevos revueltos con tostadas. Honorato corrió la lona de la puerta para salir e hizo un gesto señalando al aguacero que estaba cayendo.

—Si se apura, puede darse una buena ducha fuera, ¿no?

Dicho lo cual se marchó, dejando a Natalie a solas con su desayuno y su malhumor. Le picaban los brazos, y al ir a rascarse notó que estaban plagados de picaduras de pulga. De poco habían servido los intentos de Abe por protegerla de los parásitos peruanos. Con fantasmas o sin ellos, descubrió que incluso echaba de menos el agua caliente de los Baños del Inca.

Aunque no se duchó a la intemperie como le había propuesto Honorato, se mudó de ropa y se cepilló los dientes, tras lo cual se sintió bastante mejor. Al salir, pensó en la gran suerte de que aquella indígena le hubiera regalado su sombrero en Cajamarca, pues con su copa cilíndrica y su amplia ala levantada consiguió que apenas se mojara mientras seguía a Abe en dirección a la tienda más pequeña del campamento, dispuesta a modo de sala de interrogatorios para la invocación de los espíritus. Nathan Azure levantó la lona de la puerta franqueándole la entrada, encorvado para no rozar con la cabeza el techo de la tienda.

—¡Señorita Lindstrom! Buenos días. Parece que ha dormido usted mejor que yo. —A continuación la condujo hasta una mesa cubierta por un mantel blanco y le señaló la silla plegable desocupada enfrente de la suya—. Bueno, si le parece, ya podemos empezar.

—Perdone que le haya hecho esperar —se disculpó Natalie, tomando asiento.

Natalie oyó a Abe a sus espaldas, subiendo la cremallera de la puerta de lona, y sintió como si sellaran una de esas grandes bolsas negras en las que se transportan los cadáveres.

Azure hizo un ademán con la mano enguantada, como restándole importancia al retraso.

—No se preocupe. Perdone que la haya despertado a una hora tan temprana, pero cuanto antes empecemos, antes podrá regresar con su encantadora hijita.

—Sí. Gracias.

La lámpara colgada sobre la mesa iluminaba un voluminoso objeto de forma oblonga tapado con un paño de raso. Debajo seguramente se escondía el fetiche que Azure se había procurado para que Natalie invocara a Pizarro, y al verlo se sintió embargada por la misma ansiedad que solía asaltarla antes de que un espíritu tomara posesión de ella. Pero lo que inquietó más si cabe fue una ausencia: no veía el SoulScan por ninguna parte.

Natalie se había desprendido ya del sombrero y de la peluca antes de reparar en la ausencia del aparato. Con creciente angustia, recorrió el interior de la tienda con la mirada.

Azure arqueó las cejas.

—¿Algún problema?

—¿No desea… verificación? —respondió ella, dándose unos palmaditas en el cuero cabelludo para atraer la atención sobre los puntos nodales tatuados en él.

—No será necesario. —El potentado se recostó tranquilamente en la loneta de su silla—. Confío plenamente en usted.

Natalie, nerviosa, jugueteó con la peluca, que había dejado sobre el regazo. Por mucho que detestara el dichoso electroencefalógrafo, y aborreciera aquellos electrodos que se adherían como tentáculos a su cráneo, lo añoró con la congoja de una niña privada de su mantita protectora. De pronto le vino a la memoria el furibundo rostro de Pizarro, rojo como la grana, en el retrato del Cuarto del Rescate e imaginó a aquella bestia sojuzgándola violentamente. Natalie sabía por experiencia que la descarga eléctrica del SoulScan al pulsar el botón del pánico provocaba un dolor lacerante, pero siempre era mejor que verse sometida a la psicosis de otro espíritu.

«Podrías fingir —oyó a una voz decir en su interior—. Basta con que pronuncies tu mantra protector y luego pretendas no haber conseguido establecer comunicación con ese bárbaro conquistador. Azure no notará la diferencia, se limitará a poner el grito en el cielo, te mandará de vuelta a casa, y te evitarás todas estas penalidades».

Sentado frente a ella, Nathan Azure destapó el objeto que descansaba sobre la mesa y puso al descubierto el oxidado peto de una armadura, grabado con un desvaído blasón. Lo acercó a ella.

—Creo que esto valdrá.

En ese instante, sintió un abrumador deseo de suspender la invocación sin informar a Azure. Le traía sin cuidado suscitar la ira de aquel millonario o perder el dinero prometido con tal de poder regresar a la seguridad y la comodidad de su casa y estar otra vez con Callie.

Pero se resistía a reconocer su equivocación, a admitir que se había expuesto a aquella aventura, y de paso había expuesto también a su familia, para nada. Y eso la impulsó a seguir. Se las vería con Pizarro. Era otro sociópata más; ya había bregado con individuos semejantes en otras ocasiones. En el Departamento de Criminología, los sujetos como él eran el pan de cada día. No podía dejarse intimidar, sobre todo si pensaba en la necesidad que tenía Callie de seguir con su terapia y en la deficiente cobertura del seguro médico de su padre.

Mientras dejaba fluir su conciencia adaptándose al patrón circular del mantra de espectadora, Natalie posó la mano sobre el escudo grabado en el peto de la armadura.

Rema, rema, rema en tu barca río abajo. ¡Alegre, alegre, alegre, alegre! La vida no es más que un sueño…

Un espasmódico movimiento le sacudió el diafragma y sus pulmones se hundieron como perforados por las espadas cruzadas en la caja de un mago. No era la primera vez que se enfrentaba a espíritus que revivían el momento de su muerte al ser invocados, pero nunca había tenido que sufrir más de una muerte a un tiempo. De pronto se vio asaltada por una avalancha de puñales, disparos, lanzas, manos que la estrangulaban, la golpeaban y la hacían saltar por los aires, todo simultáneamente. Las sensaciones de centenares de hombres y mujeres, atrapados en una salvaje agonía, se fundieron en la mente de Natalie formando una sola y atroz fuga de aniquilación.

Francisco Pizarro padecía el recuerdo de muchas otras muertes violentas aparte de la suya.

Natalie se dobló en dos y la endeble silla plegable en la que estaba sentada se tambaleó; el mantra quedaba olvidado, sus pensamientos sofocados por la avalancha de agonías. Sus percepciones estallaron con el intenso brillo de una supernova, pasando del blanco al negro hasta apagarse por completo.

• • •

Nathan Azure contemplaba el cuerpo desfallecido de Natalie Lindstrom con las manos cruzadas, ignorando el tiempo que la posesión de aquel espíritu debía prolongarse. Transcurridos unos minutos, se levantó para examinar el cuerpo de la violeta, que se había desplomado hacia delante formando un desmañado arco entre la silla y la mesa. La inquietud acentuó más si cabe la característica arruga de su entrecejo, pero no era aquella mujer lo que le importaba sino las catastróficas consecuencias para la expedición que su prematura muerte pudiera acarrearle.

Acercó cautelosamente la mano al delicado cuello de Lindstrom, confiando en encontrarle el pulso en la carótida sin necesidad de desprenderse del guante. Pero el brusco respingo del cuerpo de la violeta le evitó el trauma de tener que tocarlo.

Los ojos violeta de Lindstrom, que parecían haberse hundido en sus cuencas, recorrieron el interior de la tienda con el fiero y fútil recelo de una pantera en su agonía.

—¿Qué nuevo infierno es este? —saltó de pronto en español, con voz áspera.

Nathan Azure mudó de inmediato el semblante con expresión ufana y satisfecha. Regresó a su asiento y, dirigiéndose a la violeta, remedó el acento extremeño de Francisco Pizarro:

—Bienvenido, señor marqués.

Tal era el título que ostentaba el conquistador en el momento de su asesinato, y Pizarro respondió a él volviendo los ojos de Lindstrom hacia Azure con una mirada tan torva como intrigada.

—Se diría que me conoce, caballero. ¿Debería yo conocerlo a usted?

—Considéreme un amigo —contestó Azure—. Así como un admirador.

—Quienes me dieron muerte también eran amigos y admiradores.

Pizarro bajó la mirada hacia la menuda feminidad del cuerpo de la violeta.

—¿Y esto… esta es la bruja a la que recurre para sacarme del Averno?

—Podría denominarla así.

Pizarro no mostró sorpresa alguna.

—Conozco a las brujas. En mi mocedad, cuando los tiempos de la Inquisición, las oía hablar con las voces de los muertos. Entonces las quemaban en la hoguera, pero supongo que no existe suficiente leña en el mundo para librarnos de todos los siervos del demonio. ¿Con qué motivo me ha traído aquí?

—Deseaba tomar una copa con usted.

Azure sacó las dos copas de oro y la botella de exquisito vino español que había escondido bajo la mesa tapada con el mantel. Apartó el peto de la armadura, descorchó la botella y escanció el vino en las dos copas.

—Creo que la cosecha será de su agrado —dijo, alzando su copa en un brindis—. A su salud, señor marqués.

El conquistador, sin embargo, no hizo ademán de beber. Su mirada se había desplazado no hacia la copa, sino hacia el peto de aquella armadura grabado con el blasón real.

—Sepa que no es usted el primero. Otros antes que usted han recurrido a las brujas para invocar al gran Pizarro y sacarlo de la tumba para que contara su historia. Todo el mundo desea saber cómo un simple porquero se las ingenió para burlar a un rey, ¿no es cierto?

Pizarro dio unos golpecitos con el dedo sobre la insignia de los Andes, aquellas montañas que había conquistado en nombre de la corona española.

—A un rey, no, a dos. Atahualpa… y Carlos V —corrigió Azure.

Luego dio otro sorbo del vino y miró a Pizarro, sin pestañear, sobre el borde de la copa.

El viejo guerrero cuadró los hombros de Lindstrom con marcial orgullo.

—Fui un siervo leal a la corona.

—En efecto, y dicha lealtad merece ser recompensada. ¿Por qué iba a importarle al rey que su quinto real no fuera tan abundante al llegar a España que cuando se recaudó en Perú?

—¿Qué insinúa, caballero? —replicó Pizarro con tono ofendido, aunque el modo en que inclinó la cabeza de Lindstrom denotaba curiosidad; incluso se diría que encontraba la pregunta divertida.

—Insinúo que usted, Francisco Pizarro, como conquistador de Perú, en justicia le correspondía una parte mayor del rescate de Atahualpa que a cualquiera de sus compatriotas… incluso que al rey mismo. ¿No es cierto, señor marqués?

Pizarro dio un resoplido, lo que en un hombre de su circunspección podía considerarse tanto como una risotada.

—¿Y qué, si así fuera? Ni todo el oro del mundo podría salvarme ya.

—Pero podría devolver a su nombre la gloria que merece. Señor marqués, el mundo prácticamente ha olvidado ya su persona. Pero cuando contemplen de nuevo los frutos de su victoria, todos aclamarán el valor y la astucia de Pizarro.

—¿Aclamarán dice usted? —Pizarro se inclinó hacia Azure, y el pálido rostro de Natalie Lindstrom fosilizó su semblante transformándose en el de una calavera—. Luché toda mi vida por el honor de Dios y de la patria. Maté con mis propias manos a cientos de paganos. Llené las arcas del Sacro Imperio Romano y entregué miles de almas a la Iglesia. ¿Y cuál fue mi recompensa? Unos hombres a quienes había tratado como hermanos me cosieron de arriba abajo a estocadas, y ahora que ya estoy muerto, ese Dios al que serví envía a los espíritus de los malditos salvajes incas a que claven en mí su aguijón como un enjambre de abejas. El propio Atahualpa goza en compartir conmigo lo que sintió cuando el beso del garrote le estrechó el cuello. —Pizarro llevó las manos a la tráquea de Natalie y las apretó en torno a ella para recalcar sus palabras—. Solo hallo descanso cuando algún necio como usted me saca de las simas del Averno para que lo entretenga con mis hazañas. Dígame, pues, caballero… ¿de qué habría de servirme esa gloria de la que usted habla?

La mejilla izquierda de Azure se contrajo con un espasmo al posar la copa sobre la mesa.

—Si el oro ya de nada ha de servirle, tampoco perderá nada por revelar dónde lo escondió.

Pizarro resopló de nuevo.

—No, siempre que en verdad lo hubiere escondido, como usted dice.

Azure descargó el puño sobre la mesa y las copas traquetearon.

—Tengo la certeza de que dejó abandonada una fortuna en estas montañas, ¡porquero miserable! ¡Dígame dónde se encuentra!

Ante tales exabruptos, Francisco Pizarro sonrió de oreja a oreja, con una sonrisa tan antinatural y grotesca como la de un mastín con tres cabezas.

—Me agrada usted, caballero. Nos parecemos. Tal vez lo ayude a encontrar mi oro… si consigo recordar dónde se encuentra.

El rostro de Azure recobró su fría compostura.

—¿Cómo no iba a recordarlo?

El conquistador encogió los hombros y se dio unos golpecitos en la sien de Lindstrom.

—Tengo para mí que, con el correr de los siglos, los recuerdos pueden desvanecerse, ¿no cree usted? ¡Pero no tema! Tal vez mañana me venga a la memoria, o pasado mañana. Es solo cuestión de tiempo, ¿verdad, caballero?

Conocido en vida por su abstinencia, Pizarro alzó la copa brindando con sorna por Nathan Azure, y se bebió su contenido de un trago.

• • •

La embriaguez sacudió a Natalie del aturdido estado de semiconsciencia en el que se hallaba sumida bajo la posesión del espíritu de Pizarro. La parte posterior de la garganta le quemaba y un hormigueo le recorría la cara y el interior de los oídos, pero, como era abstemia, no podía reconocer aquellos síntomas. Solo supo reconocer en ellos el indicativo de un peligro como nunca había percibido antes.

«Rema, rema, rema en tu barca río abajo», recitó. Pero, no, un momento…, pensó, ese no era el mantra apropiado. Si quería extirpar a Pizarro de su mente, tenía que recurrir al mantra protector.

«El señor es mi pastor; nada me falta. Adonde brota agua…».

No, eso venía después. «Fortalece mi alma…». ¿Era así como seguía?

Ya fuera por la confusión inicial producto de la embriaguez o por el pánico que la embargaba, Natalie, cada vez más aturullada, intentó recomponer las frases de aquel salmo que había repetido infinidad de veces desde su infancia. La leve percepción de su cuerpo, que apenas empezaba a regresar, se desvaneció nuevamente, y de buena gana habría recibido la descarga eléctrica del botón del pánico o incluso un rayo, cualquier cosa que despejara su mente.

Se forzó entonces a hacer una pausa y concentrarse.

«El Señor es mi pastor; nada me falta. En verdes pastos me hace reposar…».

Mientras su conciencia se imponía a la de Pizarro en el interior de su cabeza, Natalie captó retazos de los pensamientos de aquel hombre, como si mirara desde la ventanilla de un tren hacia los vagones de una locomotora circulando en dirección contraria. Extraños tótems humanos con cuerpos planos en forma de lápidas y cabezas en forma de escudos plantados ante la boca de una cueva, rostros humanos descarnados, como esculpidas manzanas resecas, calaveras descoloridas por el sol…

Las percepciones de su cuerpo la devolvieron abruptamente a la conciencia con la violencia de un portazo, y las visiones se esfumaron. Con el estómago revuelto por las náuseas, vio ante sí dos imágenes de Nathan Azure, tremolando y sobreponiéndose una a otra.

—¿Señorita Lindstrom? —dijeron los dos Azure al unísono—. ¿Es usted? ¿Qué ha visto en la mente de ese hombre?

«Le agradezco su interés por mí», pensó con sorna y bizqueó hasta que la doble imagen se transformó en un único y estereoscópico Azure. Cuando la visión de la tienda dejó de vibrar, Natalie reparó en la botella y las copas que estaban sobre la mesa.

—¿No le habrá dado de esto? —inquirió con enfado, señalando el vino.

La pregunta pareció causar una sincera perplejidad en Azure.

—Sí. Pensé que podría soltarle la lengua. ¿Pasa algo?

—¡Pues que podría haberme matado, eso pasa! —exclamó, saltando de la silla, y agarró la peluca y el sombrero—. Un violeta tiene que mantener el control absoluto de la mente mientras el espíritu se posesiona de su cuerpo. Borracha quizá no pudiera retomar ese control a tiempo.

Azure le interceptó el paso en el umbral de la tienda.

—Lo… lo siento mucho. Ha sido un descuido imperdonable, no volverá a ocurrir. Pero no ha sido nada, ¿verdad? Y ahora, dígame, ¿qué ha visto en los pensamientos de ese hombre?

Un dolor punzante atenazaba las sienes de Natalie. Lo único que deseaba era volverse a la cama, y con tal de apaciguar a Azure a punto estuvo de ofrecerle una descripción de aquellas absurdas imágenes de los iconos con la frente inclinada y los rostros momificados que había visto discurrir fugazmente por la memoria de Pizarro. Pero, en ese momento, el rostro de Azure tembló como la tapadera de un puchero a punto de desbordarse, y Natalie recordó la severa advertencia de Honorato.

«No le dé al jefe “gringo” lo que busca hasta que le haya pagado y esté de vuelta en Estados Unidos».

—¿En qué estaba pensando Pizarro? —insistió Azure.

—No lo sé —respondió ella—. Pensaba en español.

Azure expulsó un breve y furioso resoplido, como una olla a presión a punto de reventar.

—Entonces habrá que volver a intentarlo más tarde.

Se hizo a un lado y Natalie se apresuró a salir, pero la cremallera de la puerta se quedó atrancada a la mitad. Se agachó para poder pasar por la baja abertura, salió al aguacero y corrió de vuelta a su tienda.

• • •

Una vez Natalie se hubo marchado, Nathan Azure barrió la mesa con un violento revés del brazo, y las copas y el vino saltaron por los aires y fueron a estrellarse contra la pared de la tienda en una explosión de rojo.