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Instalados en el campamento

Cuando Natalie salió de la tienda de campaña de Azure, observó que al oeste del campamento las montañas ya habían engullido el sol. Las pocas energías que le quedaban se diluyeron de golpe con la coloración entre naranja y ambarina del crepúsculo.

—¡Natalie! ¡Aquí!

Abe le dio una voz desde la puerta de una de las tiendas más pequeñas del campamento y agitó la mano. Su camisa blanca adquirió un aire fantasmal a la luz del atardecer. Con las piernas todavía doloridas, Natalie cubrió trabajosamente los veintitantos pasos que la separaban de él, y Abe descorrió la lona de la tienda franqueándole la entrada con ademán teatral.

—¡Bienvenida a casa!

«Qué más quisiera…», pensó Natalie.

—Me encantaría cenar contigo —le dijo—, pero estoy tan cansada que no me tengo en pie.

Abe asintió comprensivo.

—Lo entiendo. Descansa, mañana por la mañana nos vemos.

—Gracias.

Natalie entró en su nuevo alojamiento y enseguida se puso a deshacer el equipaje, que habían dejado en el suelo, para no caer desplomada en la cama vencida por el sueño.

Iluminada por una sibilante lamparita de propano que colgaba del armazón de la tienda, colocó en su sitio el cepillo de dientes, el dentífrico y el resto del contenido de su neceser, además de toda una serie de enseres, aparte de la ropa, que había traído para el viaje: su reproductor de cedés, el libro de Abe sobre Pizarro, una novela, un bloc de dibujo sin estrenar y una caja de ceras con la que esperaba dibujar aquellos parajes, si disponía de tiempo. Esos artículos los colocó sobre la minúscula mesita de trabajo que estaba a la entrada.

Aparte de aquella mesa, en el interior de la tienda no había más que un camastro, una silla plegable de lona, un barril con agua colocado sobre una banqueta y un inodoro portátil en un rincón, con un rollo de papel higiénico esperando sobre la tapa. Natalie, que no había hecho de vientre en todo el día, gruñó para sus adentros al ver la cubeta de plástico negro insertada bajo la taza ovalada del retrete.

—¿Dónde me he metido, nenita? —dijo tras un suspiro, contemplando la foto enmarcada de Callie que había extraído del equipaje.

—Pues los nuestros son peores —dijo en inglés detrás de ella una voz grave, con marcado acento extranjero—. Al menos el suyo es de uso particular, ¿no?

Natalie se sobresaltó, abochornada de que la hubieran pillado haciendo ascos a aquel improvisado orinal. Su sorpresa todavía fue mayor al ver a Honorato en el umbral con una bandeja de comida en la mano. «¡Pero si habla inglés!», estuvo a punto de exclamar, pero se contuvo. Ya había hecho bastante mal papel, no quería quedar como una norteamericana tontorrona.

—¡Hola! —lo saludó Natalie en español, pero enseguida se pasó al inglés—. No le había visto.

Natalie dejó la foto sobre la mesita y le tendió la mano.

—Gracias por su ayuda hoy.

—De nada. —Honorato depositó la bandeja junto a la foto y le estrechó la mano. También él llevaba las manos enfundadas en unos gruesos guantes de piel, como todos en aquel campamento—. ¿Es su hijita?

—Sí. —Natalie sonrió, contenta con que se le ofreciera la ocasión de hablar de su familia—. La foto fue tomada el año pasado en su fiesta de cumpleaños.

Callie sonreía feliz a la cámara, con un pastel de cumpleaños en forma de elefante Horton debajo y el dedo untado de azúcar glas. Natalie le tendió la foto a Honorato, que cabeceó con admiración.

—Muy linda. Mi esposa se moriría de envidia si la viera —dijo devolviéndole la foto—. En casa tenemos cuatro varones, pero ella no se cansa de intentarlo, ¿sabe?

Natalie se rio.

—¡Cuidado con lo que se desea! Una niña puede ser tan de armas tomar como cuatro niños juntos. —Apoyó el marco sobre la mesa—. Esta, por ejemplo, me matará si no estoy de vuelta en casa antes de junio para celebrar su cumpleaños.

Honorato no sonrió.

—La niña… está con su padre, ¿no?

Al pensar en Dan, el buen talante de Natalie se esfumó.

—No… su padre murió.

El semblante sombrío de Honorato se ensombreció aún más si cabe.

—Lo siento mucho.

Natalie echó un vistazo a la cena, que despedía un fuerte olor a chile, y se preguntó si sería capaz de probar bocado.

—Habla usted muy bien inglés —dijo, consciente de su mirada fija en ella—. ¿Dónde lo ha aprendido?

—En Wyoming. Trabajé allí seis años como pastor de ovejas para poder costearme los estudios universitarios en Ayacucho, ¿sabe? —Honorato levantó seis dedos para recalcar sus palabras—. Luego pasé diez años leyendo a Marx y a Mao y luchando por el pueblo, solo para ver cómo Fujimori y sus secuaces nos llevaban a la ruina a todos. Ahora lo único que busco es hacer dinero y marcharme a vivir a Estados Unidos con mi familia.

Natalie no estaba muy informada sobre la situación política peruana, pero recordaba haber leído en Los Angeles Times que el presidente Fujimori se había visto forzado al exilio para eludir ser juzgado por corrupción.

—Le comprendo. Yo también he venido aquí con el propósito de hacer dinero para mi familia.

Honorato la observó un momento y luego bajó la voz.

—Quiere estar de vuelta en casa para el cumpleaños de su hijita, ¿no?

—Sí…

—Pues entonces no le dé al jefe «gringo» lo que busca hasta que le haya pagado y esté de vuelta en Estados Unidos. Me entiende, ¿verdad?

La premura en el tono de voz de Honorato al ofrecerle tan sensata advertencia le hizo pensar si lo entendía de verdad; en cualquier caso, asintió con la cabeza.

A Honorato no pareció satisfacerle la respuesta.

—Recuerde bien lo que le he dicho. No vaya a acabar como el doctor.

Honorato no le explicó qué quería decir con eso, pero Natalie dedujo que era un aviso para que no terminara tan obligada laboralmente a Azure como había hecho Abe.

El semblante de Honorato retomó entonces su acostumbrada gravedad.

—Espero que le guste la comida. La he preparado yo mismo.

—Gracias —le dijo Natalie en español—. Seguro que está riquísima.

Arrimó la silla plegable a la mesa y tomó asiento para empezar a comer.

Honorato hizo ademán de marcharse pero, en el último momento, ya en el umbral de la tienda, se detuvo.

—Y no le cuente a los «gringos» que hablo inglés. Bastante trabajo me dan ya, ¿sabe?

Natalie rio entre dientes.

—De acuerdo.

Cuando Honorato se hubo marchado, Natalie atacó lo que le habían traído en la bandeja. La cena, aunque sencilla, estaba sabrosa —un picante estofado de pollo, con maíz, patatas y zanahorias—, pero el peso del tenedor aumentaba con cada bocado que daba. Y Natalie, fanática en lo tocante a higiene dental, se saltó cepillarse los dientes y conservó las pocas energías restantes para hacer uso del retrete portátil.

Seguidamente, sin desvestirse ni quitarse la peluca o las botas siquiera, apagó la lámpara, se tumbó a oscuras en su camastro y se tapó hasta la barbilla con la gruesa manta de lana gris. Los ojos se le cerraron al instante, y luego no recordaría ni el momento de caer dormida ni ningún sueño que pudiera haber tenido esa noche.