10
El campamento en las nubes
Abe no había mencionado en ningún momento que hubiera que montar a caballo, Natalie estaba segura de ello. Porque, de ser así, dudaba de que ni todo el dinero del mundo la hubiera convencido para montar a lomos de un animal que, en el momento menos pensado, podría tirarla al suelo y destrozarle los sesos a coces con sus herraduras metálicas.
—Lamento decirte que al lugar a donde vamos no se puede acceder de otra manera —respondió Wilcox al oír sus quejas. El doctor palmeó la grupa de su montura blanca y negra, y el animal resopló y sacudió los correajes—. Pero no te preocupes. Son caballos muy entrenados, y dóciles a más no poder. Pierde cuidado, de verdad. Honorato estará pendiente para que no te pase nada.
Abe le hizo una señal a Natalie y luego se dirigió a Honorato en español, y el peruano la miró y asintió con la cabeza, infundiéndole confianza.
Natalie tendió la vista por la escarpada pista de tierra que habían dejado atrás e hizo de tripas corazón. Tras varias horas de trayecto en todoterreno desde Cajamarca, habían recalado en un pequeño asentamiento entre Celendín y Chachapoyas formado por una serie de cabañas de piedra diseminadas por el monte. Durante el ascenso, atravesaron la capa de nubes y pasaron de los 2750 metros de altura sobre el nivel del mar hasta casi cuatro mil. En aquellas altitudes no crecían los árboles, solo secos matorrales y maleza. El dolor de cabeza de Natalie rugía de nuevo con la furia de un tigre hambriento, y sintió deseos de volverse por aquella escarpada pista, aunque fuera a dedo, antes que seguir adentrándose en la estratosfera con Abe y Honorato.
A su derecha, el hombre a quien Abe había alquilado los caballos tapaba ya el Range Rover con una lona impermeable. Evidentemente, el doctor le había pagado por el privilegio de aparcar el todoterreno junto a su choza, no más grande que la de un hobbit. Al ver el vehículo desaparecer bajo aquella mortaja plastificada, sus esperanzas de volverse por donde había venido se fueron al traste.
—Está bien —rezongó—. ¿Cómo se monta uno en esto?
Cargaron el equipaje en las albardas de las tres caballerías, y le cedieron la más pequeña a Natalie, una dócil yegua de color gris no más grande que una mula. Tampoco eso facilitó mucho las cosas. Siguiendo las instrucciones de Abe, Natalie intentó varias veces meter el pie en el estribo izquierdo, auparse y levantar la pierna derecha sobre la montura para introducir el otro pie en el estribo. Pero el estribo se balanceaba y ella resbalaba por el lomo del animal, que resoplaba y respingaba bajo su peso. Intento tras intento, Natalie, asustada, acababa saltando al suelo de nuevo.
Finalmente, mientras Abe sujetaba a la yegua por las riendas y calmaba al animal, Honorato agarró a Natalie por la cintura y la aupó a la silla. Una vez la tuvo montada a horcajadas sobre el lomo del caballo, le metió los pies en los estribos, le apretó las rodillas contra los flancos de la yegua y le puso las riendas en la mano. Luego ató una cuerda a las bridas del animal y la llevó hasta la silla de su montura, un caballo castrado de color castaño, formando una pequeña recua.
Abe espoleó a su caballo y se colocó en cabeza, seguido por Honorato. La cuerda se tensó, y la yegua se puso en marcha lentamente. Con el movimiento de los potentes ijares del caballo, las tripas de Natalie se retorcían como una medusa varada en la playa. Y sus rodillas acusaban todos y cada uno de los bufidos del animal.
No pudo evitar preguntarse si Dan podría verla desde su atalaya en el más allá. De ser así, estaría disfrutando de lo lindo a su costa, después del trabajo que le había costado engatusarla aquella vez simplemente para que montara en un caballito de feria hecho de fibra de vidrio. Aterrorizada, se aferró tanto a la perilla como a las riendas por temor a perder el equilibrio, pensando que ojalá aquella yegua dispusiera también de una barra de latón a la que sujetarse.
Ascendieron con penosa lentitud por la ladera de la montaña, a través de un angosto y escarpado sendero apenas lo bastante ancho para los caballos. Los tres jinetes estaban sin aliento y sin ganas de hablar. Natalie avanzaba con la vista fija en la cabeza bamboleante de Honorato, evitando mirar hacia la orilla del camino, por donde la ladera se desplomaba precipicio abajo. Los caballos avanzaban con cautela, y el pulso de Natalie temblaba cada vez que los cascos de su yegua resbalaban en los pedruscos. En algunos tramos, la senda era tan pedregosa y traicionera que los asustadizos caballos se detenían en seco, y Honorato y Abe tenían que fustigarlos para que continuaran remontando la pendiente.
Si el ascenso alteró los nervios de Natalie, el descenso consiguió hacérselos pedazos. Al coronar la montaña y bajar por la otra vertiente, su cuerpo quedó inclinado sobre la silla, forzado a una postura que tan pronto le machacaba el cóccix como le dejaba escocida la entrepierna. Para colmo de males, no podía evitar la contemplación de la imponente panorámica que se tendía ante ella, con sus verdes cumbres flotando entre hilachas de vaporosa neblina. La fuerza de la gravedad tiraba de su cuerpo hacia delante, provocando una permanente sensación de caída, y los caballos encorvaban sus cuartos traseros para frenar el empuje y no acabar rodando pendiente abajo. Sin embargo, cada vez que Natalie, presa del pánico, se encontraba a un paso de la hiperventilación, Abe le lanzaba una sonrisa por encima del hombro, infundiéndole la confianza y la calma necesarias para seguir consciente y alerta.
Al rato, el pavor de Natalie se tornó en tedio debido a la forzada lentitud del trayecto, de manera que decidió ocupar la mente haciendo listas de lo que podría hacer con el dinero que obtuviera de aquel suplicio. Antes que nada, se tomaría unas largas, larguísimas, vacaciones con Callie, se hospedarían en hoteles cómodos y modernos y evitarían entrar en cualquier edificio construido antes de 1960.
Ya casi al atardecer, la senda comenzó a arrellanarse y desembocaron en un inclinado balcón desde donde se dominaba el valle que separaba aquella montaña del resto de la cordillera. Un pequeño asentamiento de endebles tiendas de campaña, con las lonas flameando al viento, se extendía por el declive. La magnitud de la cadena de montañas circundantes hacía que el campamento pareciera un circo de pulgas, con motitas diminutas revoloteando entre sus entramados como ácaros.
A medida que los caballos se aproximaron al campamento, aquellos ácaros tomaron forma de hombres, cada uno enfrascado en su labor: unos excavando en fosas acordonadas, otros tamizando cubos de tierra. La indolente desgana con la que se ocupaban en sus faenas le trajo a las mientes a Natalie el aparente trajín observado en ciertos peones camineros de su país, que hacían lo menos posible pero procuraban aparentar estar tremendamente ocupados hasta el final de la jornada. Cuando entró al trote en el poblado por detrás de Abe y Honorato, todos hicieron un alto en sus quehaceres y la miraron boquiabiertos. Natalie se sintió como Lady Godiva entrando desnuda en Coventry. No solo era una bruja, sino que al parecer también la única mujer a la vista.
No sería la única en advertir el súbito silencio que se apoderó del lugar. En cuanto cesó la actividad en el campamento, un hombre de cabellos rubios vestido con un blazer azul marino y pantalones y zapatos de un blanco deslumbrante salió de la tienda más espaciosa de todas y se plantó a la espera en mitad del campamento con el porte de un anfitrión esperando a sus invitados a cenar.
—Por fin han llegado —masculló en dirección a Abe en un oficioso acento inglés, después de que el doctor detuviera su caballería y desmontara frente a él—. He estado a punto de enviar a Romoldo para que fuera en su busca.
Entumecido por el viaje, el arqueólogo se acercó a él renqueando y le sonrió forzadamente.
—Perdone que le hayamos hecho esperar, señor Azure. Pero usted sabe muy bien que soy hombre de palabra.
Natalie tenía la cara interna de los muslos tan dolorida que cuando Honorato la ayudó a desmontar de la yegua apenas podía enderezar las piernas. El menor movimiento era un suplicio, pero apenas dispuso de un instante para recuperar el equilibrio, pues Abe la condujo enseguida hasta el caballero rubio, mientras Honorato descargaba los caballos.
—Natalie, permíteme que te presente a nuestro patrón, el señor Nathan Azure.
—Encantada de conocerlo, señor Azure.
En el momento de tenderle la mano, Natalie miró por primera vez a los ojos de Azure. Una instantánea repulsión le hizo retirar el brazo de inmediato. Era el mismo individuo de cabellos rubios que se le había aparecido en la bañera del hotel de Cajamarca. El odio asociado a aquel recuerdo la embargó de una irracional aversión por Azure, un hombre al que de nada conocía.
El patrón no pareció ofenderse por el desplante y mantuvo las manos entrelazadas delante, enguantadas como si acabara de soltar el volante de un Jaguar y apearse del vehículo. A modo de saludo le hizo una rígida y marcial reverencia.
—Señorita Lindstrom, el placer es mío. —Azure, sin embargo, parecía más bien enojado. Un tic contrajo su mejilla izquierda y se sacudió la cara con la mano enguantada como quien espanta a un mosquito—. Procuraremos que su estancia aquí sea lo más grata posible. Le pediré a uno de mis hombres que le prepare de inmediato algo de cenar.
—Ah… gracias.
Durante el trayecto por la montaña, el temor a un desastre inminente había embargado hasta tal punto la mente de Natalie que se había olvidado por completo de la comida. Pero, en cuanto Azure mencionó la cena, se dio cuenta de que en verdad estaba hambrienta, sí, pero a la vez demasiado exhausta para probar bocado.
—Mientras espera a que le sirvan esa cena, tal vez desee informarse un poco más sobre los motivos por los que está aquí. Si es tan amable de acompañarme…
Y Natalie, pese a que en realidad no estaba de humor como para otra lección de historia, acompañó a Azure hasta su vecina y espaciosa tienda.
Para su sorpresa, cuando se agachó para entrar por la baja abertura de la tienda que daba acceso al oscuro interior, Abe no siguió sus pasos. La luz atenuada del atardecer se filtraba a través de la lona como rayos X, iluminando los palos que sostenían la estructura pero dejando en penumbra el resto del espacio.
—Tengo entendido que su familia se dedica a la industria minera —dijo Natalie, procurando compensar su anterior desplante—. Ha de haber métodos más fáciles de encontrar oro que este.
—Nos dedicamos a la extracción de bórax —contestó Azure con sequedad—. A desinfectar los retretes del mundo para beneficio del prójimo.
El potentado se colocó detrás de una mesita y se alzó imponente sobre la única fuente de luz que iluminaba la tienda, una lamparita halógena que él había girado para que enfocara su rostro desde abajo, como un mago ante las candilejas del teatro. Un objeto descansaba sobre la mesa, pero en la penumbra Natalie solo distinguió el contorno difuso de un rostro humano con unas desmesuradas orejas y una prominente barbilla. Como no podía verle los ojos ni el semblante, tuvo la inquietante impresión de que había una tercera persona en la estancia participando de su conversación.
Azure la miró con ojos escrutadores sobre la lámpara.
—No sé hasta qué punto el fiel doctor Wilcox la habrá puesto al corriente sobre Pizarro y el Inca…
—Llegamos hasta la parte en que Pizarro mata a Atahualpa después de esquilmarle —resumió Natalie.
—¡Magnífico! Entonces ya se hará una idea de la ingente fortuna que nos ocupa: casi ochenta y ocho metros cúbicos de oro, y dos veces esa misma cantidad en plata. Pero no solo estamos hablando de oro y plata, sino de tesoros de una belleza sin límites y de un valor incalculable, reliquias irreemplazables de una civilización y una cultura tan avanzadas y refinadas como cualquiera de las que surgieron en Europa. Tesoros como este.
Azure giró la bombilla de la lámpara hacia abajo para iluminar el objeto que descansaba sobre la mesa. Dispuesto verticalmente en un soporte de alambre, aquel rostro de oro labrado irradió el interior de la tienda con su esplendor. La faz resplandecía con un lustre como de lava líquida, y la impenetrabilidad de sus labios cerrados evocaba la ferocidad contenida de una deidad volcánica. El arco de su tocado así como sus grandes y redondas orejas estaban adornados con incrustaciones de brillante turquesa, mientras que los estilizados ojos asiáticos fulminaban con sendos discos de índigo lapislázuli.
Natalie se olvidó del hambre y del cansancio. La mayor cantidad de oro que había visto de primera mano en su vida era la alianza de casado en el dedo de su padre.
Con la boca seca, alzó la mano hacia el brillo de la bruñida superficie de la máscara.
—¿Puedo…?
—Preferiría que no, la verdad —dijo Azure.
Natalie retiró la mano, avergonzada.
Como un guía de museo, Azure esperó a tener toda su atención para proseguir.
—Los conquistadores desdeñaron obras maestras como estas por considerarlas muestras de idolatría pagana y no tuvieron el menor reparo en obligar a los orfebres indígenas a fundir sus propias obras de arte y transformarlas en lingotes que luego se enviaban a España. Los iconos del Templo del Sol terminaron dorando los altares de las iglesias católicas. Pizarro saqueó Perú tan concienzudamente que apenas se conserva un puñado de reliquias de oro de la civilización precolombina. Yo pagué más de un millón de libras esterlinas por esta máscara funeraria en Sotheby’s.
«A mí con eso me bastaría para jubilarme», pensó Natalie, mirando con ojos codiciosos la pieza en vista de que no se le permitía tocarla.
—¿Qué le hace pensar que los españoles dejaron aquí olvidadas como si tal cosa estas reliquias?
—La codicia de Pizarro era insaciable, y su capacidad para la traición no conocía límites, incluso si ello significaba robar a sus propios hombres.
Azure cogió un grueso tomo posado sobre la mesa junto a la máscara, lo abrió por una página seleccionada con un marcador y leyó el texto como si citara las Sagradas Escrituras:
—«A cambio del patrocinio de Carlos V, los conquistadores solían pagar al rey el veinte por ciento, o una quinta parte, de su botín de guerra; lo que se denominaba el “quinto real”.
»Pero en el reparto del rescate de Atahualpa, Pizarro apartó más de tres cuartas partes de aquel botín para el rey, un inmenso tributo, aparentemente con la intención de ganar el favor de Su Majestad. Era tal la cantidad de oro que aunque Pizarro se hubiera embolsado una pequeña parte del botín y la hubiera puesto a buen recaudo en algún escondrijo, ni el rey ni los conquistadores se habrían dado cuenta».
—Quizá eso hizo —dijo Natalie—. Y luego quizá se lo gastó.
Nathan Azure dejó a un lado el libro, negando con la cabeza.
—Pizarro solo pudo haber escondido el tesoro en esta zona antes de continuar la conquista del sur. Y nunca regresó a la parte norte de la cordillera porque sus antiguos camaradas lo asesinaron en Lima en 1541. Estoy seguro de que ese botín sigue aquí. Y, con la ayuda de usted, él mismo nos indicará dónde está.
«Eso no puedo garantizárselo», quiso replicar Natalie, pero no se atrevió.
—¿Y qué será de todos esos tesoros si los encontramos?
—Si los encontramos, yo me encargaré de que sean preservados debidamente para la posteridad. —Azure se apartó de la mesa—. No es una cuestión de dinero, señorita Lindstrom. Los metales preciosos tenían carácter sagrado para los incas: el oro se consideraba el sudor del sol; la plata, las lágrimas de la luna. Transformar sus ídolos en lingotes era un sacrilegio. Si alguna de sus reliquias ha sobrevivido, es nuestro deber rescatarlas.
La mirada de Azure gravitó hacia la máscara.
—Según tengo entendido, usted se considera una artista. ¿Sería capaz acaso de lavarse las manos y permitir que una obra maestra como esta se perdiera para siempre?
Natalie observó la dorada máscara con sus ojos color índigo; inspiraba temor pero también un respeto reverencial.
—No —respondió finalmente.
—Entonces pondremos manos a la obra mañana a primera hora, en cuanto se haya repuesto un poco del viaje. Imagino que su cena ya estará casi lista. Seguro que el doctor Wilcox no tendrá inconveniente en enseñarle sus aposentos.
Azure descorrió la lona de la puerta franqueándole la salida.
—Sí. Hasta mañana.
Agradecida porque la despachara tan pronto, Natalie se agachó y salió al campamento para buscar al doctor Wilcox.
• • •
Con la respiración cada vez más agitada, Nathan Azure aguardó hasta que la violeta se hubo marchado para quedarse a solas con su máscara funeraria. Luego, se desabrochó la tira del guante derecho y se desprendió de él para poder acariciar el tacto de aquel rostro con los dedos desnudos.
Oro. No existía ningún material comparable en el universo. Suave al tacto como miel líquida, pero con una maleabilidad orgánica de la que otros metales de baja ley carecían. No era de extrañar que los incas vieran en él una esencia divina digna de veneración.
Nathan Azure lo había arriesgado todo para obtenerlo.
En ese instante sintió el mismo estremecimiento de deseo que el día en que, con siete años, contempló maravillado una de las estatuillas expuestas tras las blindadas vitrinas de la sección de egiptología del Museo Británico, y el sudor frío empapó su uniforme de la exclusiva y prestigiosa Eton School. Aquel día Nathan se propuso ser el próximo Howard Carter y no permitir que nada ni nadie le impidiera desenterrar los tesoros más preciados de la historia de la humanidad.
«Tonterías, muchacho —le dijo su padre cuando le comunicó que ambicionaba ser arqueólogo—. Sacamos mucho más dinero con los detergentes del que tú obtendrás nunca excavando suelos».
Cuando su padre lo obligó a cursar la carrera de Económicas en la Universidad de Cambridge, Nathan no opuso resistencia, si bien continuó estudiando por su cuenta sobre las lenguas y civilizaciones de la antigüedad. Cuando terminó la carrera, con las más altas calificaciones, ocupó su puesto en el consejo de administración de la empresa familiar, como buen hijo consciente de sus deberes filiales. Pero, en menos de diez años, ya había conseguido acumular el poder necesario para obligar a su padre y a sus tres hermanos a abandonar la empresa.
Sin nadie para hacerle sombra, Azure pudo disponer libremente de los beneficios obtenidos con la producción de detergentes y dedicarse a su verdadera pasión. Sin embargo, las riquezas de los monarcas de la antigüedad y las civilizaciones perdidas resultaron más esquivas de lo que había imaginado. Azure financió diversas excavaciones infructuosas en África y el Sureste Asiático, dilapidó millones en expediciones para localizar restos de naufragios en el Caribe y el Pacífico Sur. Incluso supervisó personalmente las últimas inmersiones submarinas y obligó a sus buzos a implacables búsquedas que se prolongaban día y noche, manteniéndolos en el agua hasta el límite que sus bombonas de oxígeno permitían.
Dos de ellos fallecieron, y uno sufrió lesiones permanentes a consecuencia de una descompresión de urgencia.
Todos y cada uno de aquellos fracasos no hicieron sino espolear la resolución de Azure, empeñado en demostrar quién era a su padre, a su familia y al mundo entero. Pero sus enemigos estrechaban el círculo sobre él. La junta de accionistas de Azure S. A. empezaba a impacientarse con su desinterés por el negocio y la caída constante de ingresos, y su hermana Jane se había confabulado con una empresa rival para presentar una oferta de compra.
Nathan Azure no permitiría que se interpusieran en su destino. Las acciones que todavía tenía en la empresa las había invertido en la financiación de aquella expedición peruana. Sabía positivamente que Francisco Pizarro había escondido un botín en oro de valor incalculable en algún lugar de aquellas montañas dejadas de la mano de Dios, y lo encontraría. Natalie Lindstrom se encargaría de ello.
Un espasmo sacudió su mejilla y se la frotó con la enguantada mano izquierda, maldiciendo de nuevo a Wilcox. La idea de haberse transformado en fetiche para el espíritu de aquel timorato académico lo sacaba de quicio, sobre todo después de haber extremado las medidas para evitar que ni él ni ninguno de sus hombres tocara con las manos desnudas al doctor. Y ahora, por culpa de las babas de aquel muerto, Lindstrom podría utilizar al propio Azure para invocar su espíritu… si alguna vez le ponía las manos encima. Tenía que asegurarse de que eso no sucediera, al menos mientras necesitara de ella.
A fin de templar sus ánimos, Azure acarició de nuevo el bruñido oro de aquella máscara con las yemas desnudas de los dedos. Conseguiría su propósito, esta vez no fracasaría. Había sacrificado demasiado para llegar hasta allí. No le quedaba otra opción.
Ni tampoco a la violeta.