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Muerte en los andes

Como todas las mañanas, Nathan Azure se levantó al amanecer, se vistió y se afeitó entre las cuatro enmohecidas lonas de su tienda de campaña, escudriñando en un espejito de viaje la severidad aristocrática de su rostro de egregio londinense para cerciorarse de que no se dejaba ni un solo pelo y sus rubias guedejas estaban perfectamente en su sitio. A continuación abrió la caja de madera tallada que había junto a su camastro y escogió un par de guantes de piel de entre el amplio surtido que allí guardaba. Aunque Azure tenía costumbre de usar guantes a diario, aquella mañana se los enfundó con especial cuidado, como un cirujano previniendo una infección.

Nathan Azure no había tocado la piel de otro ser humano, ni permitido que nadie tocara la suya, desde hacía más de una década.

Sentado en el borde de aquel camastro, se entretuvo media hora ojeando el libro de William Prescott la Historia de la conquista de Perú, deteniéndose en pasajes aprendidos de memoria tiempo atrás: aquellos que detallaban la ingente cantidad de oro que el explorador español Francisco Pizarro y sus conquistadores habían arrebatado al pueblo inca, cuando este intentó en vano comprar la liberación de su jefe Atahualpa. Una auténtica fortuna.

Pero resultaba trabajoso pasar las páginas con los guantes puestos y no tardó en dejar a un lado el libro. Agarró su revólver del calibre 45, escondido bajo la almohada, cargó la recámara y se introdujo el arma en el hueco de la espalda, entre la cinturilla de los pantalones y la camisa de algodón. Luego se puso encima una chaqueta de lino color crema para tapar la culata del arma y salió de la tienda con paso resuelto.

En el exterior, la sequedad y el frío del aire andino le quemaron la tráquea, como si hubiera inhalado una bocanada de amianto. El sol aún no había asomado por la cercana cumbre al este, y el manto grisáceo del alba envolvía las montañas. El campamento, sin embargo, ya bullía de actividad. Había obreros peruanos trajinando de acá para allá con palas y cedazos, mientras otros hombres se afanaban limpiando con sumo cuidado el polvo a unos fragmentos de metal y piedra situados en las mesas de campaña dispuestas para esa función. Azure había escenificado la excavación con todo lujo de detalles, con la suficiente fidelidad como para engañar a cualquier experto. O, mejor dicho, a un experto en particular.

Todo era una farsa. Nathan había adquirido aquella utilería diseminada por la ladera en una subasta. En cuanto a la mano de obra local que supuestamente colaboraba en la excavación, en realidad estaba compuesta por mercenarios: unos, exterroristas de Sendero Luminoso; otros, gente que vivía del comercio de cocaína en el valle del Huallaga. Personas todas ellas cuya lealtad Azure podía comprar y cuyo silencio podía garantizar. Personas dispuestas a realizar cualquier trabajo, ya fuera como peón o asesino, con tal de que estuviera bien remunerado. No muy distintos en ese sentido de los propios conquistadores.

La función se estaba desarrollando según lo previsto, pero el público —el experto para quien Azure había creado aquella farsa de expedición— no se encontraba presente. Al parecer, al doctor Wilcox, el único arqueólogo auténtico en el equipo, se le habían pegado las sábanas.

Cuanto más cerca se encontraba Azure de obtener su recompensa, más le impacientaban los retrasos. Decidido a no demorar por más tiempo el clímax que la función de aquel día les deparaba, Azure descendió por el sendero que sus hombres habían abierto entre los densos zarzales que alfombraban la falda de la montaña. El campamento, distribuido desordenadamente aprovechando los rellanos en la pendiente, formaba un poblado escalonado de lonas y plásticos, con el espacioso refugio de Azure coronando la cima de la montaña. En su base se alzaba una tienda de tamaño medio, instalada al borde de un precipicio por el que la ladera se precipitaba abruptamente hacia el valle. Las nubes cubrían como una manta la hondonada, ocultando engañosamente el sobrecogedor despeñadero.

A la puerta de dicha tienda, sentado en una silla plegable, un hombre de unos treinta y tantos años, con barba, camisa de vestir arrugada y pantalones de algodón, leía con la cabeza inclinada sobre un libro y las piernas cruzadas, como un indolente caballero repantigado en un café parisino. Dicho caballero debió de percibir que Azure se acercaba, pues al momento cerró el libro y saltó de su asiento antes de que el inglés llegara a la puerta de la tienda. Aun siendo «gringo» al igual que su jefe, aquel hombre se diferenciaba de Azure prácticamente en casi todo lo demás: moreno de pelo y de tez, en lugar de rubio, el rostro ancho en lugar de afilado, y la actitud expansiva en lugar de calculada.

—Parece que hoy me he levantado antes que usted —dijo, mostrándole la cubierta del libro con una sonrisa. Trent sonreía mucho, como un mono apaciguando a un macho alfa—. He estado investigando mi papel. ¿Ve?

Conquistador y conquistado: Pizarro y Perú, así rezaba el título del libro, estampado sobre un fotomontaje de un rostro bifronte: mitad Pizarro, mitad Atahualpa, el jefe indio derrocado y ejecutado por el conquistador. Debajo del doble retrato figuraba el nombre de su autor: Dr. Abel Wilcox.

Nathan Azure no sonrió. Él nunca sonreía.

—Ya tendrá tiempo para eso durante el vuelo, Trent —replicó Azure con un alambicado acento inglés—. ¿Tiene la coraza?

Con alarde afectado, Trent chasqueó los dedos en dirección a uno de los peones que merodeaban por los alrededores, y este corrió hacia ellos trayendo consigo el peto de una coraza cubierto de barro y óxido. El equipo había conseguido reproducir admirablemente la pátina de cientos de años de exposición a la intemperie. La armadura, adquirida por Azure en un «anticuario» clandestino de Lima —de facto una tapadera para saqueadores de tumbas y ladrones de tesoros arqueológicos—, había sido pulida hasta adquirir un lustre digno de una pieza de museo.

Azure observó que sus hombres habían limpiado el centro del peto para sacar a la luz el recargado grabado de un escudo heráldico. Pero, por toda muestra de satisfacción, se limitó a no manifestar ningún reparo.

—¿Dónde está Wilcox?

Trent echó un vistazo a la tienda que tenía detrás y se encogió de hombros.

—Durmiendo todavía.

—Despiértelo.

Trent sonrió nuevamente y sacó a su vez unos guantes de piel del bolsillo trasero de los pantalones. Se los puso y se agachó para levantar la solapa de plástico negra que hacía las veces de puerta de la tienda. Un gruñido adormilado surgió del interior, seguido del ruido de unos pies arrastrándose y movimientos apresurados.

Minutos después, Trent salía de la tienda acompañado de un hombre que podría perfectamente haber sido su hermano. El hombre apenas le sacaba unos centímetros y carecía de su recia musculatura, pero ambos tenían los ojos almendrados, la frente despejada y el mismo pico de viuda en su centro marcando el arranque del pelo. Trent se había dejado crecer la barba para disimular el parecido, pero este no era en absoluto casual. Azure había escogido a Trent tanto por su aspecto físico como por sus dotes interpretativas, pero además se había empeñado en que el impostor realizara ciertos… «cambios» en su fisonomía. Trent demostró una entrega excepcional al oficio, documentándose con empeño para el papel durante los muchos meses que su rostro tardó en recuperarse de la intervención quirúrgica. Incluso esa mañana escudriñaba al doctor con avidez, no queriendo desaprovechar la última oportunidad de poder observar a su personaje.

—Buenos días, doctor Wilcox —saludó Azure—. Veo que ha dormido usted bien.

—Hasta ahora, sí.

La barba de la noche ensombrecía el rostro del arqueólogo; llevaba la bragueta de los tejanos medio abierta, y los cordones desatados de las botas le arrastraban por el suelo. Se puso unas gafitas ovaladas y miró a Azure con gesto hosco.

—Supongo que si me ha despertado a estas horas será para algo que merezca la pena.

—Es posible.

Azure pensó en la toda la retahíla de dagas, espadas, monedas y demás restos inútiles que le había ido presentando a Wilcox a lo largo del último mes, como un rastro de migas de pan con el que atraerlo poco a poco hasta aquellas remotas cumbres andinas.

—Acabamos de encontrar esta pieza, y parece que promete… y mucho. Naturalmente, no podía esperar por más tiempo a conocer su experta opinión.

Azure tendió la mano enguantada hacia la coraza, que el impasible peón sostenía aún en la mano. Wilcox, receloso, arrugó la nariz y echó un vistazo al peto como quien pasa revista a los titulares del periódico de la mañana. Pero en cuanto la tuvo cerca y reparó en el blasón grabado en ella, mudó el semblante con ilusión contenida, como un buscador de oro temeroso de que la veta madre recién descubierta pudiera resultar falsa.

—¿Dónde lo han encontrado? —dijo, levantando la mirada hacia Azure.

El semblante de Azure se mantuvo tan inalterable como un bajorrelieve. Lo suyo era hacer preguntas, no contestarlas.

—¿Es auténtico? —respondió.

Wilcox se subió las gafas al caballete de la nariz, se inclinó sobre el escudo heráldico de la armadura y lo inspeccionó detenidamente.

—¿Y bien? ¿Cree que pudo ser suya? —preguntó Azure.

El silencio del arqueólogo empezaba a exasperarlo. Azure sabía casi tanto sobre la historia de Perú como aquel erudito académico atrapado en su torre de marfil, no obstante… ¿y si lo habían estafado con aquella coraza? ¿Y si había despilfarrado un millón de libras por una buena falsificación? Si no hubiera deseado cerciorarse por completo de la autenticidad de aquella coraza, no habría aguantado a Wilcox tanto tiempo. Aunque Nathan Azure nunca lo reconocería, necesitaba apropiarse de los conocimientos de aquel hombre tanto como de su identidad.

El arqueólogo, en lugar de responder directamente a las preguntas de Azure, señaló el peto de la armadura y dijo, mascullando para sí:

—El escudo de armas familiar… pero con el águila negra y las dos columnas gemelas de las insignias reales. Y aquí: una ciudad indígena y una llama. El blasón que Carlos V le concedió por la conquista de Perú.

—Pero ¿es su coraza o no? —insistió Azure—. ¿Pudo haberla llevado alguno de sus hombres?

Wilcox negó con la cabeza y respondió con voz trémula:

—Pizarro no habría permitido que nadie más la llevara.

—Entonces ¿la podemos usar para invocarlo?

—Sí. —El arqueólogo enderezó el cuerpo—. ¿Disponen ya de algún violeta?

El semblante de Azure retomó su adusta compostura, la máxima expresión de placer que era capaz de demostrar.

—Hemos pensado en alguien, sí.

—Tenía entendido que todos los médiums estaban bajo el control del CCUN —replicó Wilcox, empleando el acrónimo con el que popularmente se hacía referencia al Cuerpo de Comunicaciones Ultraterrenas Norteamericano.

—No todos.

Azure recordó las fotos que había obtenido de Natalie Lindstrom, el aspecto cadavérico que aquel cuero cabelludo confería a la clásica conformación de su rostro, que ella llevaba siempre afeitado a fin de que los electrodos que se conectaban a su cráneo detectaran la presencia de los espíritus que se instalaban en su cerebro. Como buena intermediaria del mundo de los espíritus, Lindstrom tenía el iris de los ojos violeta, y una mirada cansada pero intensa.

Nathan Azure no había encontrado a ningún otro violeta que no trabajara para algún gobierno, y lo fundamental era no atraer la atención de ningún gobierno. Él sabía que el CCUN tenía vigilada incluso a Lindstrom, pero, una vez desapareciera del país, el Cuerpo tardaría un tiempo en descubrir su paradero; el suficiente para sus propósitos. Para no perder tiempo, Azure había decidido no trasladarla a Perú hasta que la expedición hubiera encontrado un fetiche auténtico con el que poder invocar a Pizarro. Ahora que lo había conseguido, sabía que Lindstrom se avendría a colaborar. Sobre todo después de que el pobre doctor Wilcox lo ayudara a atraerla a aquellas remotas cumbres peruanas. Lástima que el arqueólogo nunca fuera a conocer a aquella violeta… al menos hasta que Azure hubiera terminado con ella.

—Si está en lo cierto respecto a lo del oro de Pizarro, este podría ser el mayor hallazgo desde lo de Tutankamón.

Las palabras de Wilcox dejaban traslucir el peso de una especie de codicia. El doctor no parecía haber reparado en la presencia a sus espaldas de aquellos dos peones peruanos, con los puños apretados y enfundados en unos guantes.

—Todo el mundo querrá su parte. La oficina de Aduanas, el gobierno peruano… todo el mundo.

—Cierto. Razón por la cual no deben enterarse —dijo Azure y desplazó rápidamente la mirada, dando la indicación a sus peones, que agarraron al arqueólogo por los brazos.

Wilcox intentó zafarse de ellos, más por asombro que por temor, y luego soltó una risotada.

—¿No irá en serio? —Al ver que Azure no sonreía, el arqueólogo mudó el risueño semblante—. Mi ausencia tendrá repercusiones. Si yo muero, ellos me traerán de vuelta a este mundo. Los pondré sobre aviso.

Azure resopló desdeñoso.

—Está usted muy equivocado si cree que eso ha de importarme.

Extrajo entonces el revólver que llevaba a la espalda y lo descargó a bocajarro en el pecho de Wilcox.

El impacto de los disparos tiró del arqueólogo hacia atrás, pero la pareja que lo sujetaba impidió que cayera al suelo. Wilcox levantó la cabeza, borboteando y tosiendo entre espasmos como si tratara de proferir una última maldición.

—Ave María Purísima —masculló supersticiosamente uno de los dos peruanos que lo sostenían.

Un instante antes de que lo soltaran, Wilcox escupió a Nathan Azure en la cara.

—¡Cabrón!

Azure retrocedió, soltó la pistola y se limpió a manotazos el viscoso esputo de la mejilla. Al ver la película de mucosidad rojiza que manchaba la palma de su guante, se lo arrancó bruscamente y lo arrojó al suelo, con el cuerpo casi doblado por las náuseas. Había hecho todo lo posible por evitar establecer un vínculo cuántico con el doctor, pero ahora el espíritu de aquel hombre se adheriría a él con la tenacidad de un liquen. Tendría que evitar que Natalie Lindstrom lo tocara, de lo contrario el espíritu del doctor Wilcox lo echaría todo a perder.

Mientras los dos peruanos tendían en el suelo el cuerpo ensangrentado del arqueólogo, Trent se precipitó hacia Azure para posar una mano enguantada sobre su hombro.

—¿Se encuentra bien, jefe?

Azure le apartó la mano bruscamente.

—¡No me toque! —Señaló al arqueólogo muerto—. Busque su pasaporte. Luego deshágase de él y de todo lo que hayan tocado sus manos. Levantaremos el campamento antes de que caiga la noche.

Trent forzó una sonrisa, pero, pese a sus buenas dotes de actor, no logró disimular su inquietud. Azure se apartó de él tambaleándose, mientras se frotaba compulsivamente la mejilla contaminada.

Tal como les habían ordenado, entre Trent y los dos peruanos recogieron todo aquello con lo que Abel Wilcox había entrado en contacto: su tienda, su petate, sus libros y notas, sus utensilios de cocina… y lo arrojaron todo por el precipicio. Por último, lanzaron también el cadáver. Antes de desaparecer bajo la masa de nubes, las extremidades del arqueólogo se abrieron en el aire como las alas de un águila alzando el vuelo.

No llegaron a oír el impacto del cuerpo al estrellarse contra el suelo.