Poco antes de despuntar el día, el almuédano entonaba su llamada a la oración. Esta se propagaba a través del silencio envolvente cuando el comisario de el-Gamaliyya requirió la presencia de Abd el-Múnim y Ahmad en su despacho. Ante su mesa, se presentaron custodiados por un soldado armado al que el comisario ordenó que se retirase. Entonces, circunspecto, comenzó a examinarlos. Enseguida, fijó su mirada en Abd el-Múnim y le preguntó:
—¿Nombre, edad, ocupación?
A lo que Abd el-Múnim respondió tranquila y pausadamente:
—Abd el-Múnim Ibrahim Sháwkat, veinticinco años, empleado en la Dirección de encuestas del Ministerio de Instrucción Pública.
—¿Cómo puedes transgredir las leyes del Estado, siendo como eres un hombre de leyes?
—No he transgredido ninguna ley. Nosotros realizamos nuestro trabajo a la luz del día. Escribimos en periódicos y predicamos en las mezquitas. Los que invocan a Dios no tienen nada que ocultar.
—¿Acaso no han tenido lugar en tu casa reuniones clandestinas?
—En absoluto. Únicamente reuniones como las que tienen lugar habitualmente entre amigos para intercambiar opiniones, puntos de vista y reflexiones sobre la religión…
—¿Y se incluyen entre tus aficiones la incitación a la hostilidad contra los países aliados?
—¿Se refiere a Gran Bretaña, señor? Ese es un enemigo traicionero. La nación que humilla nuestro honor con carros blindados no puede ser un país aliado…
—Sin duda eres un hombre instruido. ¡Por tanto, sería de esperar que alcanzaras a comprender que en tiempos de guerra se dan circunstancias que legalizan lo prohibido!
—Lo que yo alcanzo a comprender es que Gran Bretaña es nuestro mayor enemigo en el mundo.
Oído lo cual, el comisario se volvió hacia Ahmad preguntándole:
—¿Y tú?
Ahmad dejaba entrever una sonrisa al responder:
—Ahmad Ibrahim Sháwkat, veinticuatro años, redactor de la revista El Hombre Nuevo…
—Tenemos graves informes acerca de tus artículos radicales. Y eso por no hablar de la mala fama de tu revista entre los musulmanes…
—Mis artículos tienen como único objetivo la defensa de los principios de la justicia social…
—¿Eres comunista?
—Soy socialista. Y numerosos diputados hacen propaganda del socialismo. Las mismas leyes, no censuran el comunismo en sí mismo mientras no sea defendido por medio de la violencia…
—¿Tenemos que esperar que las reuniones que se celebran en tu casa todas las noches produzcan la violencia?
Él se preguntó para sus adentros si tal vez habría sido informado del secreto de los panfletos y las charlas nocturnas… Y respondió:
—Yo no reúno en mi casa más que a amigos muy allegados, y el número de mis visitantes nunca ha excedido las cuatro o cinco personas. No hay nada más lejos de nuestros pensamientos que la violencia…
El comisario los miró alternativamente, y tras vacilar un segundo le dijo:
—Sois cultos y… muy educados. Y casados, ¿no es así? Bien. ¿No sería mejor para vosotros que os ocuparais de vuestros propios asuntos, y alejarais de vosotros la perdición…?
Abd el-Múnim respondió con voz potente:
—Le doy las gracias por sus consejos. Aunque no creo que vaya a seguirlos…
No obstante, el comisario dejó escapar una breve explosión de risa. Y luego dijo:
—Durante el registro he sabido que sois nietos del fallecido Ahmad Abd el-Gawwad, y que vuestro tío fue el difunto Fahmi, íntimo amigo mío. Por otra parte, supongo que sois conscientes de que la muerte le sobrevino en la primavera de su vida, mientras que sus compañeros continuaron viviendo y asumieron los más altos cargos…
Ante lo cual, Ahmad, descubriendo así el secreto de la amabilidad del comisario, cosa que le había dejado atónito, dijo:
—Permítame preguntarle, señor, en qué condiciones se encontraría ahora Egipto de no haber sido por el sacrificio de mi tío y de tantos como él…
El hombre movió la cabeza, y dijo:
—Pensad detenidamente en el consejo que os he dado, y apartaos de esa filosofía perniciosa.
Seguidamente, levantándose de su asiento:
—Permaneceréis como huéspedes en nuestras celdas, hasta que seáis llamados para el interrogatorio. Os deseo muy buena suerte…
Ambos salieron del despacho flanqueados por un sargento y dos soldados armados, y se marcharon todos hacia la planta baja. Seguidamente, se dirigieron hacia una galería oscura y con mucha humedad. Caminaron por ella durante unos momentos hasta que fueron recibidos por el carcelero quien, con un farol en la mano, hacía el ademán de guiarlos hacia la celda. El hombre los hizo entrar. Y a continuación, apuntó con la luz hacia el interior mostrándoles a cada uno su estera. Entonces, la luz iluminó el lugar, que apareció de mediano tamaño, de techo alto y con una ventana pequeña elevada en el muro, con una reja de hierro. El lugar estaba lleno de «huéspedes»: dos jóvenes con trazas de estudiantes y tres hombres descalzos, de aspecto rudo y deformes. La puerta no tardó en cerrarse, e imperó la oscuridad. Sin embargo, la luz y el movimiento de los recién llegados habían despertado a los que dormían.
Ahmad murmuró a su hermano:
—No me sentaré, o la humedad no tardará en matarme. ¡Esperaremos en pie hasta que amanezca!
—Tarde o temprano tendremos que sentarnos. ¿Sabes acaso cuándo saldremos de esta cárcel?
Entonces una voz, que espontáneamente identificaron con la de uno de los jóvenes, dijo:
—No os queda más remedio que sentaros. No es muy agradable, pero es preferible a permanecer de pie durante días.
—¿Lleváis aquí mucho tiempo?
—Desde hace tres días…
El silencio reinó de nuevo, hasta que la voz volvió a preguntar:
—¿Por qué os han detenido?
Abd el-Múnim respondió concisamente:
—Por cuestiones políticas, según parece…
A lo que la voz añadió riendo:
—Últimamente, los políticos han llegado a ser mayoría en esta prisión. Antes de recibir el honor de vuestra visita éramos minoría…
—Y vosotros, ¿de qué habéis sido acusados? —preguntó Ahmad.
—Hablad vosotros primero, pues sois los últimos en llegar. Si bien no hay razón para preguntar, después de haber visto la barba de uno de vosotros al estilo de la de los Hermanos…
Ahmad le preguntó sonriendo en la oscuridad:
—¿Y vosotros?
—Los dos somos estudiantes de Derecho, y fuimos acusados de distribuir panfletos «subversivos», como ellos dicen…
Ahmad se levantó, y preguntó:
—¿Es que os cogieron con las manos en la masa…?
—Sí.
—¿Y de qué trataban los panfletos?
—Eran una recomendación de que la producción agrícola fuese distribuida en Egipto.
—Eso es precisamente sobre lo que hablaban los periódicos, incluso bajo la mismísima ley marcial…
—A ello se unía un poco de propaganda entusiasta…
Ahmad sonrió una vez más en la oscuridad, librándose de su temor por primera vez, mientras que la voz continuaba diciendo:
—Nosotros no tememos a la ley tanto como tememos al encarcelamiento…
—Sin duda, la situación presagia un cambio radical.
—Sin embargo, nosotros seguiremos siendo el blanco en todas las épocas.
Entonces, una voz tosca se alzó con rudeza diciendo:
—¡Callaos ya y dejadnos dormir!
Al oír el grito, otro de los compañeros de celda se despertó, y bostezó, preguntando:
—¿Ha amanecido ya…?
Y respondió el primero burlándose:
—¡Qué va! Sólo que nuestros amigos creen que están en un fumadero…
Suspiró Abd el-Múnim, y susurró algo que sólo Ahmad pudo oír:
—¿Me han arrastrado a este lugar sólo por ser siervo de Dios?
A lo que Ahmad le respondió sonriendo, y susurrándole al oído:
—¿Y cuál ha sido mi pecado si yo no soy creyente…?
A partir de entonces, nadie quiso alzar la voz. Ahmad empezó a preguntarse a sí mismo sobre las causas que habrían dado con los otros en la cárcel. ¿Hurto, disturbios, embriaguez, alboroto…? ¡Cuántas veces había escrito acerca de sus semejantes, bien abrigado en su estupendo despacho! ¡Ahí estaban sus semejantes! Unos maldiciendo, y otros inmersos en el sueño… Y esa sombría y mísera existencia que había visto durante unos instantes a la luz del farol, ese hombre que se rascaba la cabeza y debajo de los brazos, cuyos piojos, probablemente, se movilizarían contra él y su hermano…
¿Este era el pueblo a cuyo servicio habías vivido hasta ahora…? ¿Cómo era posible angustiarse al pensar tan sólo en tocarlo? ¿No sería más conveniente que este hombre responsable de la liberación de la humanidad dejara de resoplar y tomara su posición en la Historia para comenzar a salvar el mundo? «En realidad, la condición de la humanidad es una sola, la que nos une, a pesar de nuestras diferentes formas de pensar, en este lugar sombrío y húmedo. El Hermano, el comunista, el borracho, el ladrón… Todos somos iguales ante la muerte, ante el poder del destino inexorable. ¿Por qué no te ocupas de tus propios asuntos…?, como dijo el comisario. Pues tengo una esposa querida y abundantes bienes. La verdad es que el hombre es feliz en tanto que esposo, funcionario, padre, hijo… Sin embargo, está condenado al cansancio y a la muerte misma en tanto que hombre. Y tanto si es condenado a prisión como si es puesto en libertad, la puerta gruesa y severa de la celda oscura es lo que ha reflejado en sus ojos el horizonte de la vida». Y se preguntó una vez más: «¿Qué me ha conducido por este peligroso y cegador camino? ¿Acaso ya no soy ese hombre oculto en mis entrañas, ese hombre consciente de su ser, conocedor de su circunstancia, y hombre de su tiempo…? En verdad, lo que distingue al hombre del resto de las criaturas del mundo es que puede condenarse a muerte a sí mismo, por propia iniciativa y placer…»
Sintió entonces que la humedad penetraba en sus piernas, y que la extenuación se extendía por sus articulaciones. Los ronquidos resonaban por los rincones con ritmo ininterrumpido. En ese instante, débiles y tenues atisbos de luz brillaron a través de los barrotes del ventanuco…