52

En el profundo silencio de la noche llamaron a la puerta de la casa de los Sháwkat, en el-Sukkariyya. Los golpes no cesaron hasta que todos estuvieron despiertos. Tan pronto como una criada abrió la puerta, unos pies pesados, dando pasos violentos, entraron a tropel hasta el fondo de la vivienda, y se dividieron por el patio y la escalera apoderándose de los tres pisos. Ibrahim Sháwkat salió al salón, desorientado por el sueño y fatigado a causa de su avanzada edad, y vio a un oficial superior en medio de un grupo de soldados y policías. Entonces, el hombre se sintió confundido y preguntó turbado:

—¿Qué está pasando? ¡Dios nos ampare de todo mal!

El oficial le preguntó bronco:

—¿Es usted el padre de Ahmad y Abd el-Múnim Ibrahim Sháwkat, que viven en esta casa?

El hombre respondió demudado:

—Así es.

—Tenemos órdenes de registrar toda la casa…

—¿Por qué razón, señor comisario?

Sin prestarle la menor atención, se volvió hacia sus acompañantes ordenándoles:

—¡Registren…!

Los hombres se dirigieron hacia las habitaciones para ejecutar la orden al mismo tiempo que Ibrahim Sháwkat preguntaba:

—¿Por qué registran mi casa?

Pero el comisario le hacia caso omiso… En ese instante, Jadiga fue obligada a salir del dormitorio, en el que habían irrumpido los policías, cubriéndose con un chal negro y exclamando irritada:

—¿Es que las mujeres no somos dignas de respeto? ¿Acaso somos ladrones, señor comisario?

Ella lo miraba fijamente a la cara, furiosa. Entonces, de pronto, sintió que había visto ese rostro con anterioridad, o más exactamente, que había visto su imagen por primera vez cuando aún era niña. Pero… ¿cuándo?…, ¿dónde?… ¡Señor…! ¡Era el mismo, sin duda! Apenas había cambiado. Pero… ¿y su nombre? Dijo sin vacilación:

—Señor, usted fue oficial en la comisaría de el-Gamaliyya hace veinte años, o pensándolo bien, treinta años; no recuerdo la fecha exacta…

El comisario, sorprendido, alzó sus ojos hacia ella, al mismo tiempo que Ibrahim Sháwkat la miraba con igual incertidumbre. Entonces ella continuó:

—Su nombre es Hasan Ibrahim, ¿no es cierto?

—¿Usted me conoce, señora?

A lo que ella respondió suplicante:

—Yo soy la hija del señor Ahmad Abd el-Gawwad y hermana de Fahmi Ahmad, el que mataron los ingleses cuando la Revolución. ¿No se acuerda?

La confusión se mostró de modo ostensible en los ojos del comisario, quien cortésmente, balbució por primera vez:

—¡Dios lo tenga en su santa gloria!

Y ella añadió implorante:

—¡Soy su hermana! ¿Acaso va a permitir este ultraje a mi casa?

El comisario apartó de ella su rostro, diciendo a modo de excusa:

—Nosotros nos limitamos a cumplir órdenes, señora.

—Pero ¿por qué razón, señor comisario? ¡Nosotros somos gente honrada!

—¡Sin duda! —exclamó el comisario amablemente—. Pero sus dos hijos no lo son.

Entonces Jadiga exclamó nerviosa:

—¡Ellos son los hijos de la hermana de su antiguo amigo!

El comisario respondió sin dirigirles la mirada:

—Nosotros nos limitamos a cumplir órdenes del ministerio del Interior.

—Ellos no han podido hacer ningún daño, no son más que dos buenos muchachos… ¡Se lo juro…!

En ese momento, los soldados y los policías regresaron al salón sin haber hallado nada, y el comisario les ordenó que abandonasen la habitación. A continuación, se volvió hacia los dos esposos que, mientras tanto, habían permanecido ante él inmóviles, y dijo:

—Hemos tenido noticia de reuniones sospechosas llevadas a cabo en los pisos de ambos.

—¡Eso es falso, señor comisario!

—Me gustaría que fuese así. Sin embargo, en este momento tengo la obligación de detenerlos para que permanezcan con nosotros al objeto de completar la investigación; y… ¡quizá todo termine bien!

Jadiga exclamó con voz temblorosa, brotándole las lágrimas:

—¿Realmente los va a llevar usted a la comisaría? ¡Esto es inconcebible…! ¡Perdónelos, por la vida de sus hijos!

—Hacer eso no está en mis manos. Tengo órdenes expresas de arrestarlos. ¡Buenas noches!

El hombre salió de la casa. Inmediatamente después salió Jadiga, y tras ella su esposo. Ambos bajaron la escalera sin detenerse ante nada. Karima, que se encontraba de pie ante la puerta de su casa, los vio y gritó desesperadamente:

—¡Lo han cogido, tía; lo han cogido y lo llevan preso…!

Jadiga, petrificada, recorrió la casa con la mirada. Como una exhalación, bajó al primer piso, donde se cruzó con Sawsan, en la puerta, corriendo en dirección al patio, sin expresión en el rostro. Y al mirar vio a los policías rodeando a Abd el-Múnim y a Ahmad, conduciéndolos hacia fuera. No pudo contener un grito, que le salió de las entrañas. Habría luchado para que los soltaran inmediatamente, de no haber sido porque Sawsan la detuvo. Encolerizada, volvió su rostro hacia ella; mas esta, tranquila y triste, le dijo:

—¡Cálmate! No han encontrado nada sospechoso y no podrán probar nada en su contra. ¡En nombre de la dignidad de Abd el-Múnim y Ahmad…, no corras tras ellos!

—¡Envidio tu calma! —gritó Jadiga.

Y continuó Sawsan, reposada y paciente:

—Tranquila…, volverán a casa sanos y salvos…

—¿Quién te lo ha dicho? —preguntó ella impetuosamente.

—Estoy segura…

Sin mostrar interés alguno por sus palabras, se volvió hacia su esposo, golpeándose las palmas de las manos y diciendo:

—¡Ya no existe la lealtad! Le digo que son los hijos de la hermana de Fahmi, y me responde que él se limita a cumplir órdenes. ¿Por qué Nuestro Señor se lleva a los honrados y deja a los canallas?

Sawsan se dirigió a Ibrahim y dijo:

—¡Registrarán la casa de la familia en Bayn el-Qasrayn! Oí a uno de los policías decir al comisario que conocía la casa de su abuelo en Bayn el-Qasrayn, y el oficial adjunto le propuso registrarla cumpliendo así las órdenes de cautela ante la posibilidad de que ocultasen allí los panfletos.

—¡Voy a casa de mi madre! —gritó Jadiga—. Quizá Kamal pueda hacer algo. ¡Oh, Dios mío, qué desesperación!

Tras lo cual cogió su abrigo, y salió de el-Sukkariyya a pasos ininterrumpidos y nerviosos. El ambiente era frío y oscuro, casi espeso. Un gallo cantaba sin parar. Corrió atravesando el-Guriyya, pasando por el-Saga, hasta llegar a el-Nahhasín. Y, junto a la puerta de la casa, encontró a un policía; y en el patio, a otro. Seguidamente, subió las escaleras jadeando, sin aliento…

La familia se acababa de despertar desconcertada por el sonido de la campanilla. Umm Hánafi exclamó estupefacta: «¡Es la policía!». Kamal se apresuró hacia el patio donde se encontró con el comisario. Y preguntó turbado:

—¿Qué sucede?

Entonces el comisario preguntó:

—¿Conoce usted a Abd el-Múnim Ibrahim y a Ahmad Ibrahim?

—¡Soy su tío!

—¿Profesión?

—Profesor en la Escuela Primaria de el-Salihdar.

—¡Tenemos órdenes de registrar la casa!

—Pero… ¿por qué? ¿De qué se les acusa?

—Buscamos unos panfletos atribuidos a ambos jóvenes. Posiblemente los tengan aquí escondidos.

—Le aseguro, señor, que en nuestra casa no hay panfleto alguno. Pero, si insiste en su deseo de registrar, ¡adelante!

Kamal se apercibió de la orden de tomar la escalera y la azotea, que el comisario había dado a los policías, quedándose a solas con él. No se trató de un registro en el que toda la casa hubiese sido puesta cabeza abajo, sino que el comisario se conformó con visitar las habitaciones y echar un vistazo por encima al despacho y las estanterías de los libros. Recobró el aliento y, dado que comenzó a sentir una cierta familiaridad hacia él, pudo preguntarle:

—¿Han registrado sus casas?

—Por supuesto…

Y tras unos segundos:

—Ahora mismo están en el calabozo de la comisaría.

Kamal se inquietó y preguntó:

—¿Han encontrado alguna prueba contra ellos?

A lo que el comisario respondió con una delicadeza inusual entre los de su posición:

—Espero que la cuestión no llegue a esos límites. Sin embargo, la investigación queda en manos de la fiscalía.

—¡Le agradecemos la benevolencia!

—¡Y no olvides que no he dejado la casa en desorden! —dijo el comisario tranquilo y sonriente.

—Sí, señor. No sé cómo darle las gracias.

Entonces se volvió para preguntarle:

—¿Eres hermano del difunto Fahmi?

Kamal, atónito, abrió los ojos de par en par, y respondió:

—Sí… ¿Lo conoció usted?

—Fuimos amigos. ¡Qué en gloria esté…!

—¡Feliz casualidad! —dijo Kamal esperanzado—. Y, extendiéndole su mano:

—Kamal Ahmad Abd el-Gawwad…

El hombre le correspondió:

—¡Hasan Ibrahim, comisario de el-Gamaliyya! Empecé allí como subteniente, y tras el último caso volví como comisario…

Seguidamente, moviendo su cabeza:

—Las instrucciones fueron claras. Espero que no se demuestre el delito que se les atribuye.

En esto se oyó la voz de Jadiga que, llorando, contaba a su madre y a Aisha lo que había ocurrido. Y dijo el comisario:

—¡Ahí está su madre! Ella me reconoció gracias a su prodigiosa memoria y me hizo recordar al difunto, si bien lo hizo después de que el minucioso registro hubiese tenido lugar. ¡Tranquilízala todo cuanto puedas!

A continuación bajaron la escalera, uno junto al otro. Y cuando hubieron pasado la segunda planta, Aisha corrió hacia la puerta, presa de un arrebato de cólera, clavó en el comisario una mirada implacable, y gritó:

—¿Por qué apresáis a muchachos jóvenes sin causa alguna? ¿Es que no oye usted el llanto de su madre?

En ese momento, el comisario, sorprendido, dirigió su mirada hacia ella. Y a continuación, bajó la vista cortésmente diciendo:

—Serán puestos en libertad muy pronto, si Dios quiere…

Luego, después de que ambos hubieron pasado la entrada de la segunda planta, preguntó a Kamal:

—¿Tu madre?

—Mi hermana. Aún no ha pasado de los cuarenta y cuatro. Pero, desafortunadamente, ha sufrido muchas desgracias…

El comisario, estupefacto, se volvió hacia él. Kamal pensó que iba a formularle alguna pregunta. Sin embargo, vaciló por unos instantes y al momento perdió el interés por lo que pudiera querer saber. Se dieron la mano en el patio de la entrada, y antes de que el hombre se dispusiera a marcharse, Kamal le preguntó:

—¿Es posible visitarlos en la prisión?

—Sí…

—¡Gracias…!

Kamal volvió a la sala, se acercó a su madre y a su hermana, y les dijo:

—Los visitaré mañana. No tengáis miedo, serán puestos en libertad después de que les hayan tomado declaración.

Jadiga continuaba sin poder contener el llanto, y Aisha gritaba dominada por los nervios:

—¡No llores, ya hemos tenido bastantes llantos en esta casa! ¡Volverán con nosotros! ¿No has oído?

Jadiga gemía desesperanzada:

—¿Y cómo…, cómo sé yo que eso es verdad…? ¡Ah, mis hijos en la cárcel!

Amina permanecía en silencio, como si la tristeza la hubiese dejado muda. Entonces dijo Kamal con tono tranquilizador:

—El comisario nos conoce, fue amigo del difunto Fahmi. Y en el registro ha sido más benevolente de lo que os podéis imaginar. Sin duda tratará a tus hijos con magnanimidad.

Amina, espantada, levantó la cabeza, mientras que Jadiga, colérica, decía:

—¡Hasan Ibrahim! ¿No te acuerdas de él, madre? Le dije que yo era la hermana de Fahmi, y no fue capaz de decir más que: «Yo me limito a cumplir órdenes, señora». ¡Al diablo con sus órdenes!

La madre dirigió la mirada hacia Aisha, pero esta parecía no recordar nada de lo sucedido… Seguidamente, Amina se acercó a Kamal, notablemente nerviosa, se sentó a su lado y comenzó a decirle:

—No comprendo nada, hijo mío. ¿Por qué los han detenido?

Kamal reflexionó sobre lo que debía responderle, y luego dijo:

—El gobierno cree, erróneamente, que ellos actúan en su contra.

Ella, turbada y confusa, movió la cabeza y dijo:

—Tu hermana dice que han detenido a Abd el-Múnim porque es miembro de los Hermanos Musulmanes. ¿Por qué apresan a los musulmanes?

—El gobierno cree que actúan en su contra…

—Y Ahmad… Ella ha dicho que él era… He olvidado la palabra, hijo…

—¿Comunista? Los comunistas son como los Hermanos en opinión del gobierno…

—¿Comunistas? ¿Los seguidores de Sayyidna Ali?

Kamal dibujó una sonrisa y respondió:

—Los comunistas, no los shiíes… Son un partido contrario al gobierno y a los ingleses.

La mujer se puso en pie irritada y confundida, y preguntó:

—¿Cuándo los dejarán libres? ¡Mira a tu pobre hermana! ¿Es que el gobierno y los ingleses no han encontrado más casa que la de nuestra desgraciada familia?