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A menudo Jadiga se sentía sola. Y ello a pesar de que Ibrahim Sháwkat —sobre todo desde que rondaba los setenta— no salía de la casa durante los días de invierno. Con todo, ni él podía disipar su tristeza, ni ella era capaz de mover su cuerpo para llevar a cabo los quehaceres propios de la casa; aunque el tiempo que tuviese que emplear en dichos trabajos fuera menor que el que le duraban su vitalidad y su actividad. Pues si bien había sobrepasado los cuarenta y seis, aún conservaba cierta fuerza y vivacidad; y su gordura no solo no había disminuido, sino que iba a más. Peor aún que todo eso, era que su tarea como madre había llegado a su fin, al tiempo que su papel como suegra ni había comenzado ni comenzaría, según se presentaban las cosas. Una de las dos esposas era la hija de su hermana; y la otra, una funcionaría con la que apenas había coincidido en contadas ocasiones, exceptuando aquellas en las que su encuentro resultaba inevitable. Mientras tanto, su angustiado corazón encontraba sosiego cuando estaba con su marido, envuelto en su manto de lana…

—¡Ha pasado más de un año desde que se casaron nuestros hijos, y aún no hemos encendido una sola vela!

El hombre se encogió de hombros, indiferente, sin hacer comentario alguno. Y ella continuó diciendo:

—¡Tal vez Abd el-Múnim y Ahmad consideren el tener hijos algo pasado de moda, como la obediencia a los padres…!

El hombre respondió enojado:

—¡No te inquietes más por esa cuestión! ¡Ellos son felices y a nosotros nos basta con eso!

—Si no quedan preñadas ni conciben hijos —insistió ella—, ¿para qué sirven?

—Quizá tus hijos no estén de acuerdo con esa opinión…

—¡Ellos nunca han estado de acuerdo conmigo en nada! ¡Estoy cansada y ya no me quedan esperanzas!

—¿Te apena no ser abuela?

A lo que ella respondió con mayor alteración aún:

—¡Me apeno por ellos, no por mí!

—Abd el-Múnim ha llevado a Karima a que la vea el médico, y este le ha dado esperanzas…

—El pobre mío se está arruinando en médicos… ¡y aún se arruinará más! ¡Las esposas de hoy resultan tan caras como los tomates o la carne!

El hombre se rio sin hacer comentario alguno, y ella prosiguió:

—Y la otra… ¡Qué mi señor el-Mitwali me ayude…!

—¡No negarás que sus palabras son como la miel…!

—Ardid y argucia. ¿Qué se va a esperar de una mujer de baja estofa?

—¡No seas tan cruel, mujer…!

—¿Cuándo irá «el profesor» a llevarla al médico?

—Ya no van a ir. Han desistido.

—Claro, como ella es funcionaria… ¿De dónde van a sacar el tiempo para traer hijos al mundo…?

—Ellos son felices así, de eso no hay duda alguna.

—Una mujer que trabaja fuera de su casa, no puede ser una buena esposa. Y él se dará cuenta cuando ya sea tarde…

—Él es un hombre, y eso no va a perjudicarle…

—No hay en todo el barrio dos muchachos como mis hijos… ¡Qué lástima!

***

El carácter y las tendencias de Abd el-Múnim se habían consolidado definitivamente. Con lo cual se confirmaba como un funcionario eficaz y un Hermano activo. Pues acababa de serle confiada la dirección de la sección de el-Gamaliyya, para la que había sido nombrado asesor jurídico. Asimismo, colaboraba en la redacción de la revista, y a veces pronunciaba sermones en las mezquitas populares. Había convertido su casa en un lugar de reunión para sus Hermanos, en compañía de los cuales, y a la cabeza de ellos, el sheyj Ali el-Manufi pasaba algún que otro rato cada noche. El joven era un gran entusiasta y de natural disposición para dirigir todo su esfuerzo, su dinero y su inteligencia al servicio del mensaje, que esperaba con todo su corazón —según expresión del guía supremo— fuese una llamada a la reforma, a la tradición ortodoxa y a la verdad ascética; con carácter de fisonomía política, de congregación lúdica, de asociación científica y cultural, de compañía económica y de preocupación por la sociedad. El sheyj Ali el-Manufi decía:

—Las enseñanzas del Islam y sus preceptos contribuyen al equilibrio de la naturaleza humana en este y en el otro mundo. Los que creen que estas enseñanzas se refieren exclusivamente a los asuntos espirituales o a la devoción, sin abarcar las demás facetas humanas, se equivocan. Pues el Islam es mucho más que un conjunto de dogmas y devociones; es, además, patria, nación, religión, imperio, glorificación, libro sagrado, espada…

Dicho lo cual, intervino uno de los más jóvenes asistentes a la reunión para decir:

—Esa es nuestra religión. Sin embargo, nosotros permanecemos inmóviles, mientras que el infiel nos juzga con sus cánones y según sus tradiciones y costumbres.

Y corroboró el sheyj Ali:

—No tenemos más remedio que predicar y difundir el Islam, y fundar apoyos a los combatientes, hasta que llegue el momento de la acción…

—¿Y a qué esperamos?

—Esperamos a que termine la guerra. Tenemos el campo preparado para lanzar nuestro mensaje. La gente ya no mantiene su confianza en los partidos. Y cuando el encargado de pronunciar la llamada alce su voz en el momento oportuno, cada uno de los Hermanos se pondrá en marcha provisto de su Corán y su arma…

Ante lo cual, el ánimo de Abd el-Múnim se enardeció y, con su voz fuerte y profunda, exclamó:

—¡Preparemos, pues, las armas para una larga guerra santa! ¡Nuestro mensaje no va dirigido sola y exclusivamente a Egipto, sino a la totalidad de los musulmanes del mundo! ¡El éxito no será seguro hasta que Egipto y las demás naciones musulmanas se hayan aunado en los principios coránicos! ¡Y no enfundaremos las armas hasta ver el Corán como constitución de todos los musulmanes…!

Dicho esto, el sheyj Ali el-Manufi retomó la palabra:

—Os anuncio que nuestro mensaje está siendo difundido, por la gracia de Dios, a través de todos los ámbitos; y a partir de hoy, será implantado en todos los pueblos. Pues es el mensaje de Dios, y Dios no deja desamparado a ningún pueblo que haya defendido Su nombre.

Al mismo tiempo, pero en el piso inferior, tenía lugar otra actividad. Esta se diferenciaba de la anterior en el objetivo y en el menor número de participantes: Ahmad y Sawsan se reunían muchas noches con un reducido número de amigos de diferente credo y religión, muchos de los cuales pertenecían al mundo del periodismo. Una noche los visitó el profesor Adli Karim, quien estaba perfectamente enterado de las disquisiciones especulativas que tenían lugar entre ellos. Y les dijo:

—Bien está que estudiéis el marxismo, sin embargo debéis tener presente que, en verdad, aunque sea una necesidad histórica, su determinismo no es como el determinismo de los fenómenos astrológicos. Además, solamente existirá por la voluntad de los hombres y con su esfuerzo. Nuestro deber más importante no consiste en filosofar y filosofar, sino en inculcar en la conciencia del proletariado el significado del papel histórico que les ha tocado en suerte desempeñar, para que él y el resto del mundo sigan adelante…

—Nosotros —intervino Ahmad— traducimos los libros en los que se encuentra esa filosofía para la élite culta, pero además también pronunciamos discursos enardecidos, dirigidos a los trabajadores y a los combatientes. Ambos procedimientos son necesarios, y no podemos prescindir de ninguno de los dos.

—Sin embargo —repuso el profesor—, esta corrompida sociedad no evolucionará si no es con la ayuda del proletariado. Y una vez que su conciencia se haya impregnado de la nueva, fe y todo el pueblo sea un solo bloque de voluntad, entonces dejaremos de encontrar en nuestro camino leyes bárbaras y cañones…

—Todos confiamos en ello. Si bien ganarse el apoyo de los intelectuales significa dejar el control en manos de la clase aspirante a los honores y al poder.

Entonces dijo Ahmad:

—Señor profesor, hay una cuestión que quisiera considerar: sé por experiencia que ya no es fácil convencer a los intelectuales diciéndoles que la religión es una superstición, y que lo oculto conlleva el atolondramiento e induce al error. Sin embargo, es muy peligroso hablar al pueblo en esos términos y de esos conceptos, tanto más cuanto que la mayor calumnia que utilizan nuestros enemigos es acusar a nuestro movimiento de hereje e impío…

—Nuestro primer deber es combatir el espíritu de conformidad y acatamiento, de indolencia y resignación. Por otra parte, no será posible imponer la religión si no es con la ayuda de un gobierno libre, y ese gobierno, a su vez, no se hará realidad si no es por medio de un golpe de estado. Por lo general, la necesidad es más fuerte que la fe; y es de sabios dirigirse siempre a la gente teniendo en cuenta sus posibilidades de entendimiento…

El profesor miró a Sawsan sonriendo, y dijo:

—¿Tú dices creer en la acción, y vas a seguir conformándote con discusiones matrimoniales…?

Ella comprendió que se trataba de una broma, y que él no quería decir lo que dijo. Con todo, respondió seriamente:

—Mi esposo habla a los trabajadores a la salida de las obras, mientras que yo, por mi parte, no dejo de distribuir las octavillas.

Seguidamente intervino Ahmad inoportunamente:

—El único defecto de nuestro movimiento radica en que ha atraído un gran número de oportunistas desleales, que se encuentran tanto entre los que trabajan exclusivamente por el dinero, como entre los que trabajan por el interés del partido.

A lo que el profesor Adli Karim, moviendo su cabeza con notable desprecio, contestó:

—Sé perfectamente que eso es verdad. Sin embargo, también sé que los Omeyas heredaron el Islam y, aunque no creían en él, lo difundieron por gran parte del mundo incluida España. Así pues, nosotros tenemos derecho a servirnos de esos elementos, del mismo modo que tenemos el deber de prevenirles en este preciso instante. Además, no olvidéis que el tiempo corre a nuestro favor con la condición de que hagamos todo lo posible por esforzarnos y sacrificarnos…

—¿Y qué me dice de los Hermanos, profesor? Pensamos que son una considerable cuesta que remontar en nuestro camino.

—No lo ignoro. Sin embargo, no suponen tanto peligro como el que imaginas. ¿No te das cuenta de que ellos utilizan nuestro mismo lenguaje y hablan de socialismo del Islam? Ni siquiera los reaccionarios han tomado en serio un ápice del uso que ellos hacen de nuestros conceptos. E incluso aunque nos adelantasen en la revolución, todo lo que conseguirían sería hacer realidad algunos de nuestros principios; si bien solamente obtendrían éxito en algunos detalles insignificantes. Sin embargo, no podrán detener el fluir del tiempo, que se dirige inexorablemente hacia su objetivo. ¡Y finalmente, la difusión de la ciencia será la garantía de su expulsión; del mismo modo que la luz repele a los murciélagos!

***

Jadiga, estupefacta, a la vez que colérica e irritada, observaba las manifestaciones de esta extraña actividad. Hasta que un día dijo a su esposo:

—¡Jamás he visto una casa como esta! ¡Abd el-Múnim y Ahmad tal vez son los nombres de dos cafés, y yo aún no me he enterado! No ha llegado la tarde cuando ya se ha llenado la calle de visitantes, entre barbudos, extranjeros y comerciantes… ¡No he oído nada parecido en mi vida…!

El hombre movió la cabeza diciendo:

—Pues ya es hora de que lo comprendas… A lo que ella respondió con un arrebato de cólera:

—¡Su contribución no es suficiente ni para pagar el café que les ofreces…!

—¿Acaso te han presentado alguna queja?

—Y la gente… ¿Qué dirá la gente al ver entrar y salir a toda esta caterva?

—¡Todo el mundo es libre para hacer lo que desee en su propia casa…!

Ante lo cual, ella enrojeció de soberbia, y exclamó:

—¡A veces, las voces de sus interminables conversaciones llegan a oírse hasta en la calle…!

—¡Pues que se oigan en la calle y se eleven hasta el cielo!

Jadiga suspiró desde el fondo de sus entrañas, golpeándose con furia una mano contra la otra…