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—¿Es verdad, amigo mío, que van a cerrar las tabernas? —preguntó Jalu, el dueño de la taberna «La Estrella».

A lo que Yasín respondió con esperanza y tranquilidad:

—¡No lo quiera Dios, Jalu! Los diputados acostumbran parlotear a la vista del presupuesto.

También es normal para el gobierno reconsiderar la realización de los deseos de los diputados a la primera ocasión. Igualmente, es costumbre que esa ocasión no llegue jamás.

En la taberna de Muhammad Ali, el círculo de amigos de Yasín suscitó algunos comentarios acerca del rumor. Entonces dijo el jefe de personal:

—Por mucho que vivan, seguirán prometiendo que los ingleses se marcharán, que se abrirá una nueva Universidad, y que se ensanchará la calle el-Jalig. ¿Se ha realizado algo de eso, eh, Jalu?

Tras lo cual intervino el decano de los jubilados:

—Quizás el diputado que ha presentado la propuesta ha bebido el vino asqueroso de la guerra, y quiere vengarse proponiéndonos sus «sugerencias»…

—Pase lo que pase —concluyó el abogado—, los bares de las calles europeas no serán tocados. ¿Qué harás, eh, Jalu, si nos llega la ruina? A menos que te coloques en algunos de esos bares… pues a fin de cuentas, los taberneros son como las plantas de un edificio, que cada una se apoya sobre la anterior.

En esto intervino el primer secretario del Ministerio de Bienes Religiosos:

—Si los ingleses han dirigido sus ataques hacia el Palacio Abdín con una finalidad tan banal como la de restituir el gobierno de el-Nahhás, ¿te los imaginas callados ante el cierre de los garitos?

En el salón, junto al círculo de Yasín, había un grupo de comerciantes acomodados, pero, a pesar de todo, el secretario propuso que añadieran a su embriaguez un poco de cante:

—¡Vamos a cantar «Cautivo del amor»!

Jalu se apresuró a volver a su lugar, detrás de la barra, y los amigos empezaron a entonar «¡Al cautivo del amor, cuántas veces lo ahoga la desgracia!». En su embriaguez, les pareció que sus voces eran el más dulce canto, hasta que en los rostros de los presentes aparecieron signos de burla. De cualquier modo, la canción no duró mucho. Fue Yasín el primero en dejar de cantar, y el resto de los presentes no tardó en hacer lo propio. Solamente el secretario completó la tonada. A continuación reinó el silencio, interrumpido de vez en cuando por los tragos, los chasquidos de la lengua al saborear el vino o las palmadas para pedir una copa o un aperitivo. Entonces dijo Yasín:

—¿Es que no hay ningún modo de estimular el embarazo?

Y el anciano funcionario objetó:

—¿Es que no vas a dejar de dar la murga con esa cuestión? ¡Ten paciencia, hermano!

Tras lo cual, el primer secretario intentó aliviar su preocupación:

—No hay razón para que te angusties, Yasín Efendi, porque tu hija se demore en traer familia.

—¡Ella es una novia como una rosa! —respondió Yasín—. La más hermosa del barrio de el-Sukkariyya. Pero es la primera muchacha de nuestra familia que después de un año de matrimonio no se ha quedado embarazada. Eso es por lo que su madre se preocupa.

—¡Y su padre, al parecer…!

—Lo que preocupa a la esposa —respondió Yasín con una sonrisa amable—, también preocupa al marido…

—¡Si las personas pensaran en los disgustos que dan los hijos, aborrecerían tenerlos…!

—Aun así, normalmente la gente se casa para tener descendencia…

—¡Y tienen razón! Si no fuera por los hijos, nadie soportaría la vida matrimonial…

Yasín bebía el contenido de su vaso, mientras decía:

—Temo que el hijo de mi hermano no se haga partícipe de esta opinión…

—Algunos hombres hacen hijos con el único fin de mantener ocupadas a sus mujeres, para, de este modo, recuperar gran parte de su libertad perdida.

—¡Ni mucho menos! —interpuso Yasín—. La mujer, al mismo tiempo que da de mamar a un hijo, acuna al otro, sin quitar el ojo de encima a su esposo. ¿Es que estás ciego? ¡Cualquiera diría que acabas de nacer ayer! Es más, ni los sabios han podido cambiar ese sistema de vida.

—¿Y qué les impide hacerlo?

—¡Que ellos también están casados! Y no les ha dado tiempo de reflexionar sobre la cuestión…

—¡No te preocupes, Yasín Efendi! Tu yerno no podrá olvidar el favor que tu hijo le ha hecho al colocarlo…

—¡Todo acaba por olvidarse!

Mientras reía, se dio cuenta de que el vino se le había subido a la cabeza:

—¡Además, el «protegido» está fuera del gobierno…!

—¡Ah! Al parecer, esta vez el Wafd prosperará…

En ese momento intervino el abogado con aires de orador:

—¡Si en Egipto las cosas siguieran su curso natural, el Wafd gobernaría para siempre…!

A lo que respondió Yasín riendo:

—Sus palabras serían dignas de crédito, si no fuera porque mi hijo ya no está dentro del Wafd.

—¡No olvidéis lo que ocurrió en el-Qassasin! Si muere el rey, ¡vayan con Dios los enemigos del Wafd!

—¡El rey goza de perfecta salud…!

—El príncipe Muhammad Ali prepara el traje de ceremonias. Él ha sido toda su vida fiel al Wafd.

—El que se sienta en el trono, sea cual sea su nombre, es enemigo del Wafd por principio; del mismo modo que resulta incompatible el whisky con lo dulce.

Se rio Yasín, dejando escapar efluvios de alcohol, y dijo:

—Tal vez tengáis razón. Pues «¡el que en edad te adelanta un día, un año te adelanta en sabiduría!». ¡Y más aún, encontrándose entre vosotros quienes habéis llegado a la decrepitud, y quienes estáis a un paso de ella!

—¡Que Dios te proteja… cuarentón de siete años!

—De cualquier modo, yo soy más joven que vosotros…

A continuación, castañeteó los dedos pavoneándose y luciendo su embriaguez y su arrogancia… Y prosiguió:

—La verdadera vida no debería contarse en años, sino que debería medirse según las veces que uno se emborracha; pues, el vino, en tiempos de guerra, aunque pierde su calidad y su paladar, sin embargo mantiene su efecto. Y al despertar al día siguiente, la jaqueca te martillea la cabeza, sientes como si te abrieran los ojos con tenazas, y eructas alcohol… A pesar de todo, os digo que por medio de la bebida, cualquier pena se alivia. Muchos se preguntarán: «¿Y la salud?». La salud ya no es lo que era, ni cuando se llega a los cuarenta y siete se mantienen las facultades de la juventud. Con lo cual, queda demostrado que con la guerra todas las cosas han subido desorbitadamente su valor, excepto la vida, pues la vida no tiene precio. Antiguamente, no era extraño que un hombre se casara a los sesenta años. Hoy, en cambio, en estos tiempos traicioneros, el que ha cumplido los cuarenta va al médico a pedirle recetas reconstituyentes. ¡Incluso el novio, a veces, en su luna de miel, se ahoga en un vaso de agua…!

—¡Ay, la juventud…! ¡Todo el mundo se pregunta por aquellos tiempos!

Los efectos del vino habían empezado a hacer eco en la voz de Yasín, que volvió a decir:

—¡Ay, aquellos tiempos! ¡Dios mío, bendice a mi padre! ¡Con qué severidad se encarnizaba conmigo prohibiéndome participar con mi sangre en la revolución! Pero el que no teme los bombardeos de los ingleses, tampoco teme el castigo. En aquel entonces, nos reuníamos en el café de Ahmad Abdu para organizar las manifestaciones y lanzar las granadas…

—¡Otra vez la misma canción! Dime, Yasín Efendi, cuando la guerra, ¿estabas tan de buen año como estás ahora?

—¡Y de mejor aún! Pero en los tiempos de mayor gravedad, estuve tan delgado como una abeja. El día de la gran batalla, mi hermano, primer mártir del Movimiento Nacional, y yo, marchábamos a la cabeza de la manifestación. Entonces oí el silbido de una bala que pasó rozándome la oreja, yendo a alojarse en el cuerpo de mi hermano. ¡Menudo recuerdo! Si él siguiera vivo ahora, con toda seguridad habría llegado a alcanzar el puesto de ministro combatiente.

—¡Tú sí continúas vivo aún!

—Sí. Pero yo no pude llegar a ministro con los estudios primarios. Además, en nuestros combates, esperábamos la muerte, no el llegar a convertirnos en celebridades. Sin embargo, tenía que morir la gente, y luego alzarse algunos con los grandes cargos. En el cortejo fúnebre de mi hermano marchaba Saad Zaglul, a quien fui presentado por el delegado de los estudiantes. ¡Ese es otro gran recuerdo…!

—Pero…, en esa guerra tuya, ¡no encontrarías un instante para reposar del tumulto y el fervor, sino a duras penas!

—¡Óyeme! ¿Acaso esos soldados que yacían con las mujeres en los caminos, no eran los que hicieron que Rommel se diera media vuelta? Si tuvierais conciencia de lo que significa el espíritu de heroísmo, sabríais que la guerra no está reñida con la diversión ni con el vino, y que el combatiente y el bebedor son hermanos.

—¿Es que Saad Zaglul no te dijo nada en el entierro de tu hermano?

En su lugar respondió el abogado:

—Le dijo: ¡ojalá hubieses sido tú el mártir!

En el estado en que se encontraban, todos se echaron a reír, y así permanecieron hasta que se preguntaron por la causa. Con ellos se rio Yasín franca y generosamente; y a continuación, prosiguió su conversación rectificando:

—No fue eso exactamente lo que dijo. Él era, Dios lo tenga en su gloria, un hombre refinado, no como usted. También era dichoso, y por ello, era una persona de mente muy abierta. Era político, combatiente, letrado, filósofo y jurista. ¡Una palabra suya podía hacer vivir o morir!

—¡Dios lo tenga en su gloria!

—¡Y a todos! Todos los caídos son merecedores de misericordia; basta con el hecho de haber perdido la vida. Incluso la prostituta y la alcahueta. ¡Y hasta la madre que envía a su hijo tras su propio amante para que lo conduzca de nuevo a su lado!

—¿Pero es posible encontrar en el mundo una madre así?

—¡En el mundo existe todo lo que puedas imaginar, y aun lo que no seas capaz de creer!

—¿No tenía esa mujer nadie de quien echar mano, antes que de su hijo?

—¿Y quién mejor protector de una madre que su propio hijo? Además, ¡todos vosotros habéis venido al mundo por el mismo camino!

—¡Pero legalmente!

—¡Esos no son más que formulismos! La realidad es una sola. Yo he conocido a prostitutas miserables, cuyas camas permanecían frías durante una semana o incluso más. ¡Señaladme de entre vuestras madres a una que haya permanecido tal período de tiempo lejos de su compañero!

—¡No conozco otro pueblo que sea tan aficionado a burlarse del honor de las madres como el egipcio…!

—Somos un pueblo maleducado.

—El tiempo nos ha enseñado más de lo necesario —dijo Yasín riendo.

—Y las cosas, cuando sobrepasan sus límites, se convierten en su contrario. Esa es la razón por la que nosotros somos maleducados. Sin embargo, y a pesar de ello, somos un pueblo bastante bueno. Tanto, que generalmente acabamos por arrepentimos…

—¡Pues yo…, aquí estoy; retirado, y aún no me he arrepentido!

—El arrepentimiento no se contempla en el talante de los funcionarios… De todos modos, no haces nada malo. Solamente bebes unas horas cada noche… No hay nada malo en ello. ¡Ya llegará el día en que la enfermedad o el médico, o ambos a la vez, se encargarán de prohibirte que bebas…! Pues los hombres somos débiles por naturaleza. Si no fuera porque el vino nos acompaña fielmente, no podríamos sobrellevar la vida matrimonial… Además, con el paso del tiempo, crece nuestra debilidad, si bien nuestros deseos no tienen límites en absoluto. Sufrimos, y por eso nos emborrachamos una vez más. Pues mientras nuestra cabeza se vuelve cana, nuestros vicios nos van abandonando… Hasta que llega un buen día en que un cretino se atreve a oponerse a nuestro modo de vivir, diciendo: «¡Vergüenza debería daros perseguir a las mujeres a vuestra edad!». ¡Alabado sea Dios! Joven o viejo, qué vas a hacer: ¿ir tras una mujer o perseguir una acémila? Incluso llegas a pensar que la gente conspira con tu esposa en tu contra. A todo lo cual hay que añadir el coqueteo, con todo lo que conlleva, y al policía con su porra. Y hasta la sirvienta desvía tu atención con sus insinuaciones en la verdulería. De modo que te encuentras en un mundo de sinsabores en el que no tienes más amigo que la copa. Más tarde llega el turno de los médicos de pago, que te dicen con toda la tranquilidad del mundo: «¡No bebas!».

—Y aun así, ¿crees que no amamos la vida con toda nuestra alma…?

—¡Con toda nuestra alma! Ni siquiera el mismísimo mal se encuentra desprovisto de algún bien. ¡Hasta los ingleses tienen algo de bondad! Yo los he conocido de cerca en los tiempos de la revolución y algunos de ellos fueron amigos míos.

Entonces exclamó el abogado:

—¡Sin embargo, luchaste contra ellos…! ¿Lo has olvidado?

—Sí…, sí. De cualquier modo era lo que había que hacer. Pero en una ocasión, estando en la mezquita de el-Huseyn, me habrían confundido con un espía de no haber sido porque el delegado de los estudiantes corrió hacia mí en el momento oportuno, e hizo ver a todos quién era yo realmente. ¡Y me vitorearon!

—¡Viva Yasín…! ¡Viva Yasín…!

—Pero ¿qué diantre hacías en la mezquita de el-Huseyn?

—¡Responde! Esa es una cuestión muy importante…

Yasín se rio, y luego respondió:

—Cumplíamos con la oración del viernes. Mi padre tenía la costumbre de llevarnos a orar con él los viernes… ¿Es que no me creéis? ¡Preguntad a la gente de el-Huseyn!

—¿Rezabas por complacer a tu padre?

—¡Por Dios! ¡No pienses mal de nosotros! Nuestra familia siempre ha sido una familia religiosa. Es verdad que todos somos bebedores empedernidos y libertinos, pero al final, nos espera el arrepentimiento…

Entonces el abogado suspiró y dijo:

—¿No os parece bien que cantemos un poco más?

—Ayer salí de la taberna cantando —interrumpió Yasín— y un policía me paró y me llamó la atención gritando: «¡Eh, efendi!». Y yo le pregunté: «¿Es que no tengo derecho a cantar?». «¡Está prohibido dar voces a partir de las doce!», respondió él. Entonces yo insistí argumentando: «¡Pero yo estaba cantando!» Y él respondió encolerizado: «¡Para la ley, todo eso es vocerío!». «Y las bombas que estallan después de las doce… —le pregunté yo—, ¿no son consideradas vocerío por la ley?» «Parece ser que deseas pasar la noche en comisaría…», respondió amenazador. Entonces me aparté diciendo: «¡Pensándolo mejor…, prefiero pasarla en mi casa!». Así pues, ¿cómo vamos a ser una nación civilizada si son los policías los que nos juzgan? Y para rematar la cuestión, al llegar a casa te encuentras a tu mujer al acecho, y en el trabajo a tu jefe… Incluso en el cementerio, te reciben dos ángeles con sus respectivas porras…

Entonces intervino de nuevo el abogado:

—¡Vamos a animarnos con un poco más de cante!

Carraspeó el decano de los jubilados, y empezó a cantar:

Mi esposo ha tomado esposa en segundos esponsales,

fresca aún la alheña en mis manos cual arras matrimoniales.

Y cuando él la trajo a casa —¿quién podrá contar mis males?

un fuego abrasó mi pecho, malherido de puñales.

Enseguida repitieron el preludio con exagerado entusiasmo. Mientras tanto, Yasín lloraba de risa sin poderse contener…