Karima llegó a el-Sukkariyya en coche, vestida de novia, acompañada de sus padres y su hermano. Aguardaban para recibirlos Ibrahim Sháwkat, Jadiga, Ahmad, su esposa Sawsan Hammad y Kamal. No había allí nada que diera a entender que se trataba de una boda, excepto unos ramos de rosas dispuestos alrededor de la sala. La estancia se encontraba llena de jóvenes barbudos, en medio de los cuales se hallaba situado el sheyj Ali el-Manufi. A pesar de que había transcurrido un año y medio desde el fallecimiento del señor, Amina no asistió a la boda, si bien había prometido estar presente después de la ceremonia para el momento de las enhorabuenas. Por su parte, Aisha, cuando Jadiga la invitó a asistir, discreta, junto a la entrada, rehusó asombrada, respondiendo con voz alterada:
—¡No asisto más que a velatorios!
Jadiga se sintió herida por sus palabras; sin embargo, ya se había habituado a actuar con indulgencia por lo que respectaba a Aisha.
Nuevamente, pues, en el segundo piso de el-Sukkariyya, había sido dispuesto el mobiliario de bodas. Yasín había preparado a su hija como era de esperar, y para conseguirlo había tenido que vender su última propiedad. De modo que no le quedó en su haber más que la casa de Qasr el-Shawq. Karima, que no se había convertido en casadera hasta la última semana de octubre, derrochaba un prodigio de belleza, pues gozaba de gran parecido con su madre en sus años floridos, sobre todo en sus cálidos ojos. Jadiga apareció feliz, como es natural en la madre del novio. Mas no sin antes haber aprovechado una ocasión para, a solas, acercarse a Kamal y decirle al oído:
—A pesar de todo, ella es la hija de Yasín, y pase lo que pase, ¡es mil veces mejor que una novia de baja estofa!
Un pequeño buffet había sido organizado en el salón comedor del domicilio familiar, y otro para los barbudos invitados por Abd el-Múnim, quien no se diferenciaba de ellos puesto que se había dejado crecer la barba del mismo modo. Hasta tal punto que aquel día le dijo Jadiga:
—La religión es algo hermoso; sin embargo, ¿qué necesidad hay de llevar esas barbas con las que te pareces a Muhammad el-Agami, el vendedor de alcuzcuz?
Todos los miembros de la familia se habían sentado en la sala de recibir excepto Abd el-Múnim, que se sentó con sus amigos, y Ahmad, que se quedó un rato con él para darles la bienvenida. Más tarde se trasladó a la sala de recibir, donde se unió al resto de la familia, mientras decía sonriente:
—¡La estancia se ha trasladado mil años hacia el pasado!
Y al oírlo Kamal, le preguntó:
—¿De qué están hablando?
—De la batalla de el-Alameyn. Las paredes de la estancia temblaban con sus voces…
—¿Qué sienten ellos ante la victoria de los ingleses?
—Ira, por supuesto. Son enemigos de los ingleses, de los alemanes y de los rusos, todos juntos. De modo que ni siquiera han felicitado al novio en su noche de bodas.
Mientras tanto, Yasín estaba sentado al lado de Zannuba, vestido con sus galas, que le hacían parecer diez años más joven que ella. Y dijo:
—¡Pues que se maten unos a otros, pero lejos de nosotros! Y demos gracias a Nuestro Señor por no haber convertido Egipto en un campo de batalla…
Y dijo Jadiga sonriente:
—¿Tal vez deseas la paz para dedicarte por entero a tus devaneos…?
Jadiga, con disimulo, clavó la vista en Zannuba, hasta que todo el mundo empezó a reír. Pues desde hacía algunos días se había venido propagando el rumor de que Yasín andaba tras una nueva vecina de la casa, y que Zannuba lo había pillado con las manos en la masa…, o casi. Con todo, él siguió con la vecina hasta que ella se vio forzada a echarla de la casa. Por lo que Yasín, disimulando su desconcierto, arguyó:
—¿Cómo voy a dedicarme por entero a mis devaneos, como tú dices, si mi casa está regida por la ley marcial?
Ante lo cual, Zannuba intervino alterada:
—¿No te avergüenzas…, delante de tu hija?
A lo que Yasín respondió congraciándose:
—Yo soy inocente. Y la pobre vecina, oprimida.
—¡Y yo soy la opresora! ¡Seré yo, seguramente, la que estuvo a punto de llamar a su puerta a mitad de la noche, y la que se excusó diciendo que se había confundido de puerta en la oscuridad!… ¿eh? ¡Cuarenta años viviendo en la misma casa para que ahora no sepas cuál es tu puerta!
Se oyeron risas hasta que Jadiga dijo sarcásticamente:
—¡Él es muy dado a equivocarse en la oscuridad…!
—Y en la claridad igualmente…
En esto, Ibrahim Sháwkat se dirigió a Redwán diciéndole:
—Y a ti, Redwán, ¿cómo te va con Muhammad Efendi Hasan?
—Muhammad Efendi «Leches» —exclamó Yasín.
Enojado, respondió Redwán:
—¡Ahora él está disfrutando de las posesiones que mi abuelo legó a mi madre!
—Una herencia —adujo Yasín protestando— nada despreciable. Con todo, cada vez que Redwán va a ver a su madre para pedirle algo, ya sea para diversiones, o para necesidades, el otro se le planta enfrente, y le pide cuentas.
Jadiga, dirigiéndose a Redwán, dijo:
—Tú eres su único hijo. ¡Y qué mejor para ella que verte disfrutar de su dinero en vida!… Y añadió a continuación: —Ha llegado el momento de que te cases, ¿no crees?
Seguidamente, Redwán se rio sin ganas, y dijo:
—Cuando se case mi tío Kamal.
—Tu tío Kamal es un caso perdido. De ningún modo debes seguir sus pasos.
Kamal prestó atención a lo que se decía a su alrededor con irritación, pero sin manifestar gesto alguno en su rostro. Pues ni ella esperaba ya nada de él, ni él mantenía esperanza alguna en sí mismo. Había dejado de deambular por la calle Ibn Zaydún, con lo cual manifestaba su sentimiento de culpa. Sin embargo, se paraba junto a la esquina de la estación para poder verla en su balcón sin que ella pudiese verlo a él. No podía resistir su deseo de verla, ni ignorar el amor que le profesaba. Pero tampoco podía dejar a un lado el espanto y el pavor que le producía la idea del matrimonio. Hasta tal punto que Riyad le había dicho que lo que le pasaba era que estaba enfermo y se negaba a curarse.
Entonces Ahmad Sháwkat interpeló a Redwán con tono intencionado:
—¿Te habría pedido cuentas Muhammad Hasan de haber estado los saadíes en el poder?
Redwán soltó una risa de furia, y dijo:
—No es él el único que me ha pedido cuentas en lo que va de jornada. ¡Pero paciencia! Se trata de días…, a lo sumo, semanas.
—¿Crees que los días del Wafd —le preguntó Sawsan Hammad— están contados, como van diciendo por ahí los de la oposición?
—Los días del Wafd dependen de la voluntad de los ingleses. De todos modos, la guerra no durará toda la vida… ¡Después llegará la hora de rendir cuentas!
Entonces Sawsan, ostensiblemente seria, exclamó:
—¡Los primeros responsables de la tragedia son los que apoyan a los fascistas para atacar a los ingleses por la espalda!
Jadiga clavaba los ojos en Sawsan dirigiéndole una mirada burlona y discrepante, asombrada por su actitud «varonil» en la conversación. No se contuvo de decir una ironía:
—¡Lo que no podemos negar es que estamos aquí, felices, conversando acerca de cuestiones muy apropiadas para la ocasión!
Sawsan se refugió en su silencio, sin enojarse. Al tiempo que Ahmad y Kamal intercambiaban una sonrisa. Por su parte, Ibrahim Sháwkat dijo sonriendo:
—Ellos se excusan diciendo que nuestras bodas ya no son como las de antes. Dios tenga misericordia del señor Ahmad, y lo acoja en su seno con generosidad.
—Tres veces me he casado —dijo Yasín afligido—. Sin embargo, ninguna de las tres he disfrutado de un cortejo nupcial.
Entonces Zannuba reprochó con amargura:
—¿Te acuerdas de ti mismo y olvidas a tu hija?
—¡Tendremos cortejo la cuarta vez, si Dios quiere! —añadió Yasín riendo.
Zannuba respondió sarcásticamente:
—¡Pues tendrás que aplazar esa cuarta vez hasta que se haya casado Redwán!
Redwán se enojó, pero no pronunció palabra alguna. «¡Dios os maldiga a todos y al matrimonio! ¿Es que no comprendéis que no me casaré nunca? ¡Mataré al próximo que se dirija a mí con esa cuestión!» Yasín cortó el breve silencio que se había producido:
—¡Ojalá pudiera quedarme en el buffet de las mujeres, para no tener que tratar con esos barbudos que me asustan!
Zannuba continuó diciéndole:
—¡Si conocieran tus acciones, te lapidarían!
Y Ahmad se mofó:
—Les tientas las barbas, y se lanzan a la batalla. ¿Y a mi tío Kamal le gustan los Hermanos?
—Al menos uno de ellos sí me gusta… —dijo Kamal sonriendo.
Sawsan se volvió hacia la novia, y le preguntó amistosamente:
—¿Y qué opina Karima sobre las barbas de su esposo?
Karima se dio media vuelta a la vez que reía levemente, y agachaba su cabeza adornada con el velo sin decir nada. Zannuba respondió por ella diciendo:
—Pocos de entre esos jóvenes profesan la religiosidad como Abd el-Múnim…
—A mi me gusta su religiosidad —dijo Jadiga—, pues forma parte del carácter de la sangre que corre por las venas de nuestra familia…, ¡pero no me gustan sus barbas!
—¡Confieso que mis dos hijos —repuso Ibrahim Sháwkat—, tanto el pío como el que se desvía del buen camino, están locos!
Yasín profirió una fuerte risa, y dijo:
—¡También la locura corre por las venas de nuestra familia!
Jadiga le clavó los ojos con mirada de protesta, y él la calmó antes de que pronunciara palabra, diciéndole:
—Es decir, que yo estoy loco e igualmente loco está Kamal. O si prefieres, ¡yo soy el único loco!
—¡Eso es! Sin más añadidura.
—¿Acaso es lógico que un hombre se obligue a sí mismo al celibato para dedicarse por entero a la lectura y a la escritura?
—Tarde o temprano acabará casándose. ¡Puesto que es un hombre muy sensato!
Entonces, Redwán se dirigió a su tío preguntándole:
—¿Por qué no te has casado aún, tío Kamal? Yo, por mi parte, en la medida de mis posibilidades, quisiera apoyarte en tu protesta, para así poder defenderme a mí mismo en caso de necesidad.
A lo que respondió Yasín:
—¿Pretendes renunciar al matrimonio? ¡No te lo permitiré mientras viva! ¡Ten paciencia, vuelve a considerar la decisión y después contrae un maravilloso matrimonio político!
—Si no hay nada que te lo impida —añadió Kamal—, contraerás matrimonio inmediatamente…
¡Qué joven más apuesto! ¡Un buen aspirante al prestigio y a la fortuna! Si Aida lo hubiese conocido en sus buenos tiempos, se habría enamorado perdidamente de él. Si hubiese prestado atención a Budur, aunque hubiese sido momentáneamente, se habría enamorado apasionadamente. Sin embargo, se dio media vuelta. Y mientras que el mundo seguía adelante, él continuaba preguntándose: «¿Me caso o no me caso?». La vida se mostraba desconcertante y confusa, de modo que no parecía brindarle una circunstancia favorable, ni desfavorable.
El amor no era más que un sentimiento adverso fundado en la disputa y el suplicio. ¡Ojalá ella se hubiese casado, librándolo así de su aflicción y su desgracia!
En ese instante, Abd el-Múnim, precedido de su barba, se dirigió a ellos diciéndoles:
—¡Pasad al buffet! ¡El festejo de hoy está reservado a los estómagos!