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¡Maldita incertidumbre! Como si se tratase de una enfermedad crónica, la confusión embargaba sus sentidos, y todas las ideas que pasaban por su mente se volvían contradictorias, unas veces, y coordinadas, otras; siendo casi imposible adoptar una postura definitiva. Insistía una y otra vez sobre aquellas cuestiones metafísicas frente a las vivencias apacibles de la vida cotidiana. Contra viento y marea la confusión y la indecisión se abrían paso: ¿se casaría, o no? Era necesario atajar la situación y tomar una decisión firme. Pero él continuaba dándole vueltas y más vueltas a la cabeza hasta que se mareaba, perdía el equilibrio, el conocimiento y los sentidos. Luego, el torbellino se alejaba, pero nada había cambiado; el interrogante se mantenía sin respuesta mientras él continuaba preguntándose si se casaba o no. Unas veces, se sentía harto de ser libre, y le torturaba el sentimiento de soledad; mientras que otras veces se aburría acompañado por sombras vacías, y anhelaba una compañía íntima, gimiendo en su interior los instintos familiares y amorosos con un ansia por aflorar comparable a la angustia por la necesidad de aire que siente el que se está ahogando. A continuación se imaginaba ser un hombre casado que, de pronto, se ha visto curado de su introversión dejando que sus fantasmas se disipen. Si bien, en ese instante, quedaba absorto en la visión de los hijos, abstraído pensando en el modo de conseguirles el sustento y procurarles la educación; agolpándosele en la mente los problemas de la vida diaria. Entonces se inquietaba sobremanera y optaba por abstenerse y abandonar, por mucho que lo intimidaran la soledad y el sufrimiento. Pero no le satisfacía tal determinación, y no tardaba en volver al interrogante una y otra vez… ¿Dónde estaba, pues, la solución? Por otra parte, Budur era una joven excelente, de actitud irreprochable, pues nació y se crio en ese paraíso digno de ángeles, que antaño arrebatara su corazón. Era como una estrella fugaz, de excepcional hermosura, educación y finura. Además, no tenía un carácter rebelde, sino el de una esposa abnegada en todos los sentidos de la palabra, en el caso de que él se lo pidiera, ¡pues no tenía más que pedírselo! Con todo, él no podía sino reconocer en su abnegación la causa principal de sus preocupaciones. Pues ella era la última imagen con la que conciliaba el sueño, y la primera con la que amanecía. Luego, al cabo del día, cuando había dejado a un lado sus fantasías y apenas lograba verla, su corazón se estremecía incontenible, reiterando palpitaciones patéticas por sus venas oxidadas. Entonces su mundo, un mundo de confusión, suplicio y aislamiento, constituido por almas desprovistas de la savia de la vida, había cambiado. Si no era eso el amor… ¿qué era entonces?

Durante los dos últimos meses, la calle Ibn Zaydún se había convertido en su objetivo de cada atardecer. La recorría despacio, dirigiendo sus ojos al balcón hasta que se encontraban con los de ella. Seguidamente, como suele hacerse entre camaradas, brotaba una sonrisa como si de una coincidencia se tratara. Luego, él repetía su acción adrede, sin poder parar; en tanto que ella, sentada en el balcón, leía un libro o le regalaba una mirada. Estaba seguro de que lo esperaba. Pues si ella hubiera querido borrar esa idea de su cabeza, lo habría conseguido simplemente alejándose del balcón durante unos minutos cada tarde. Sin embargo, ¿qué significaban para ella sus paseos, sus sonrisas y sus saludos?

Poco a poco, pues los instintos no se equivocan, cada uno de ellos deseaba encontrarse con su pareja. E inmediatamente, la pasión y la alegría sacaban a Kamal de sus cabales, llenándose su alma de un sentimiento de vida no experimentado por él con anterioridad. Sin embargo, todo este bienestar no tenía lugar sin que la turbación lo estropeara. ¡Cómo iba a ser de otro modo si él aún no se había resuelto a tomar una decisión, ni veía claro el camino que debía seguir! Aun así, se dejó arrastrar por aquella corriente, sin ser consciente de su cauce ni de su puerto. Unos segundos de reflexión le hicieron reconsiderar la situación, mas la euforia de la vida no le dejaba ver la realidad. Aun sin prescindir del nerviosismo, se embriagó de alegría al recordar las palabras de Riyad: «¡Atrévete. Esta es tu oportunidad!». Pues Riyad, desde que se había colocado el anillo de compromiso, hablaba del matrimonio como si ese fuera el primer y último objetivo del hombre en esta vida. Con orgullo decía que se lanzaría a esa experiencia única y arriesgada, y que así tendría la posibilidad de entender la vida de un modo nuevo y verdadero, y abrir así sus escritos a la vida matrimonial y familiar. «¿Acaso no es esa la verdadera vida, eh, filósofo absorto más allá de la vida?» A lo que Kamal respondió con una evasiva: «Hoy nos hemos convertido en oponentes, pues eres la última persona a la que consideraría de opinión cabal. ¡Echaré de menos tu consejo leal!».

Él consideraba el amor desde otro punto de vista, semejante al de una «dictadura», pues la vida política en Egipto le había enseñado a odiar al dictador con toda su alma. En casa de su tía Galila entregaba su cuerpo a Atiyya, pero de pronto, se retraía, y era como si lo ocurrido no hubiese tenido lugar. Por su parte, aquella joven, empequeñecida tras su timidez, no se contentaría sino con su total entrega en cuerpo y alma, para siempre, mientras que él no encontraba más señal por la que dejarse guiar que la constante lucha para ganarse la vida y el sustento de la familia, extraño devenir que convierte la vida llena de comodidades en un único camino hacia el logro del sustento diario. De modo que, si bien a veces el faquir hindú es considerado mentecato y simple, sin embargo, es mil veces más listo que el que se sumerge hasta las orejas para ganarse el pan. «¡Goza con este amor de cuya ausencia te lamentabas y, por el que tanto has penado!… ¡Ahí está, vivo en tu corazón, arrastrando tras él las penalidades!» Riyad le había dicho: «¿Crees que es lógico que amándola y pudiéndote casar con ella, rehúses el matrimonio?». A lo que él respondió que la amaba, pero que no quería casarse. Y Riyad, protestando, exclamó: «¡El amor conduce al matrimonio, de modo que si no deseas casarte, como dices, es porque no la amas lo suficiente!» Insistió Kamal obstinado: «Sin embargo, aunque detesto el matrimonio, a ella la amo». Añadió el otro: «Quizá temes la responsabilidad». Y enfurecido: «¡Yo soporto el peso de las responsabilidades de mi casa y de mi trabajo, con las que tú no tienes que cumplir!». «¡Quizá seas más egoísta de lo que suponía!» —exclamó el otro—. A lo que él respondió mofándose: «¿Acaso el hombre se casa de otro modo que no sea empujado por su egoísmo, ya sea declarado o tácito?». Y sonriendo concluyó Riyad: «Puede que estés enfermo. ¡Ve al psicólogo y quizás él te dé alguna solución!». Y dijo él: «Es curioso que mi próximo artículo en la revista el-Fikr se titule "¿Cómo autoanalizarse?"» «¡Te aseguro que me dejas perplejo!» respondió Riyad. «¡Al contrario, soy yo el que siempre se queda perplejo!»

Una vez, mientras paseaba, como era su costumbre, por la calle Ibn Zaydún, se encontró casualmente por el camino con la madre de su amada, que se dirigía hacia la casa. La reconoció a primera vista, a pesar de que no la había vuelto a ver desde hacía diez años por lo menos. ¡No era la señora que él había conocido antaño…! Sus ojos se habían vuelto tristes y apagados, y la vejez se había adueñado de ella, adelantándose al tiempo. ¡Nunca se habría imaginado que aquella mujer, de aspecto famélico, fuera la misma señora, colmo de belleza y elegancia, que se contoneaba por el jardín del palacio! A pesar de todo, el aspecto de su cabeza le recordó a Aida, y la situación le partía el corazón. Afortunadamente, al verla, se encontraba intercambiando una sonrisa con Budur, pues de lo contrario habría sido demasiado para él… Mas de pronto, se acordó de Aisha. Y recordó cómo, aquella mañana, se había desencadenado el huracán de la crueldad en su propia casa mientras ella buscaba su dentadura postiza, pues había olvidado dónde la había colocado antes de irse a dormir.

Dos días antes había visto a Budur en el balcón, de pie, actitud inusual en ella. Enseguida comprendió que estaba lista para salir, y se preguntó si saldría sola. Ella no tardó en desaparecer del balcón, y él continuó su camino calmado y pensativo. Sin duda, si ella viniera sola, se dirigiría hacia él, ¡victoria embriagadora con la que tal vez saldaría la afrenta que venía sufriendo desde hacía años! Sin embargo, ¿habría hecho Aida algo así aunque la Luna se hubiese rajado por la mitad? Cuando hubo llegado al centro de la calle, volvió la cabeza para mirar hacia atrás y la vio caminando… sola. Creyó que los latidos de su corazón llegarían a los oídos de los demás transeúntes. De pronto, fue tal la sensación de peligro que experimentó ante la rapidez con la que se sucedían los hechos, que comenzó a luchar consigo mismo por huir. Momentos antes habían intercambiado una sonrisa inocente, pero el encuentro sería para él todo un acontecimiento, ¡y qué acontecimiento!: responsabilidad, riesgos, educación de los hijos… ¡Y teniendo la posibilidad de cortar con todo eso! Si hubiese huido en ese momento, se habría permitido prolongar su reflexión. Sin embargo, no huyó, sino que solamente aligeró su paso, estupefacto, sin poder reaccionar; hasta que ella le dio alcance en la esquina del camino hacia la calle de el-Galal y, al volverse, sus ojos se encontraron en una sonrisa:

—Buenas tardes…

—Buenas tardes…

Mientras, en su interior, aumentaba la sensación de peligro y preguntó:

—¿A dónde vas?

—A casa de una amiga, por allá, en esa dirección… —respondió ella señalando la calle Reina Nazli.

Entonces exclamó él, impetuoso:

—¡Yo también llevo ese camino! ¿Permites que vayamos juntos?

—¡Adelante…! —respondió ella, simulando una sonrisa.

Y caminaron uno junto al otro. Ella no se había puesto esa bonita falda solamente para ir a ver a una amiga, sino para encontrarse con él, cuyo corazón la recibía ahora con emoción y ternura. Sin embargo, ¿qué debía hacer? Quizás ella se enojaría si no hablaban, y se limitaría a emplazarlo para una nueva ocasión. Lo mismo aprovechaba el momento para agasajarla que la ignoraba, perdiéndola para siempre. Siempre…, palabra que suele decirse como si tal cosa.

Quien la pronuncia se busca la ruina para toda la vida, y quien la calla o la evita, se arrepiente hasta el fin de sus días. Y así, sin saberlo, se introdujo en un callejón sin salida. «Ahora llega una bifurcación en el camino, y tal vez ella aguarde». Mientras, ella se mostraba complaciente y atenta, como si le estuviese diciendo «héme aquí», como si no perteneciera a los Shaddad. En absoluto era portadora del aire de los Shaddad. El tiempo de los Shaddad había transcurrido. «Quien te acompaña no es más que una joven desafortunada». Y volviéndose sonriente, ella le dijo:

—¡Encantada de verte!

—¡Gracias!

¿Y luego qué? Parecía que ella esperara que él diera un paso más. El final del camino se acercaba. Había que tomar una decisión. O el valor, o el adiós. Quizá ella nunca se habría imaginado que se separarían tan fácilmente. Aunque sólo hubiera sido una palabra de esperanza… La bifurcación del camino estaba a unos pasos. Él experimentaba un sentimiento doloroso, causado por la profunda decepción. El deseo se acrecentaba, pero su lengua se negaba a pronunciar una sola palabra… «¡Que sea lo que Dios quiera!» Dejando ver la confusión en su sonrisa, ella se detuvo, dando a entender que había llegado el momento de despedirse. Él se sintió extremadamente nervioso. Entonces ella le tendió su mano, que se encontró con la de él, quien, tras un intervalo de espantoso silencio, murmuró:

—¡Adiós…!

Ella retiró su mano, y a continuación se dirigió hacia la otra esquina. Estuvo a punto de llamarla. Ella caminaba con pasos entrecortados a causa de la frustración y la vergüenza, como si de una tragedia insoportable se tratara. Él se lamentó al darse cuenta del paso inseguro con el que ella se marchaba, pero su lengua se mantenía trabada. ¿Dónde había quedado la corte que le había dedicado durante los últimos dos meses? «¿Es justo que la dejes ir habiendo sido ella quien se ha dignado acercarse a ti? ¿Se merece que la trates del mismo modo que antaño te tratara su hermana? ¿Y dices que la amas? ¿Han sido sus noches, como las tuyas, el hogar encendido que iluminaba la oscuridad del pasado con un dolor incandescente?»

Prosiguió su camino preguntándose si, verdaderamente, lo que deseaba era seguir siendo soltero para ser filósofo, o si acaso deseaba ser filósofo para continuar siendo soltero… «¡Es algo increíble —le dijo Riyad—, y te arrepentirás!» Y pensó él: «Sin duda es algo increíble, pero… ¿también tendré que arrepentirme?».

«¿Cómo puedes cortar la relación tan fácilmente si acabas de hablar de ella como si se tratara de la mujer de tus sueños…?» No era la mujer de sus sueños… La mujer de sus sueños no se dirigiría a él. Y finalmente dijo: «Estás al borde de cumplir los treinta y siete años, y aun así, todavía no estás preparado para el matrimonio». Se irritó a causa de sus palabras, y la desolación se adueñó de él…