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Ese era el Parque del Té. Su cielo lo formaban copas y ramas hermosas; el pato que nadaba en la laguna esmeralda y la gruta que había detrás, atraían las miradas. Ese día era la fiesta de la revista El Hombre Nuevo, y allí estaba Sawsan Hammad, deslumbradora con su ligero vestido azul que dejaba al descubierto sus morenos brazos. Llevaba sus galas con elegancia y discreción. Los dos eran compañeros desde hacía un año; se sentaron frente a frente, los rostros iluminados por una sonrisa de complicidad; entre ellos había una mesa y sobre ella una jarra de agua y una copa de helado en las que apenas quedaba un resto de leche rosada a causa de las fresas. «Ella es lo que más quiero en este mundo, le debo todas mis alegrías y además es el horizonte de mis esperanzas. Somos amigos sinceros; entre nosotros no se habla de amor, pero estoy seguro de que nos amamos; nos hemos apoyado mutuamente como tiene que ser dentro de la más perfecta cooperación; empezamos como camaradas en el campo de la libertad, y nos hemos hecho un solo brazo; ambos somos candidatos para ir a la cárcel. Cada vez que alabo su belleza, mira mi rostro con los ojos muy abiertos, protestando y me reprende malhumorada, como si el amor fuera algo indigno de nosotros; yo, entonces, sonrío y vuelvo a lo que estábamos haciendo. Un día le dije: "Te quiero… te amo… así que tú, haz lo que te parezca". Ella me contestó: "Esta vida es muy seria, y tú te la tomas a broma". Le respondí: "Yo, como tú, considero que el capitalismo se encuentra en una fase de agonía, que ha agotado todos sus principios; pienso que la clase obrera debe tener una firme voluntad para accionar la máquina del desarrollo, dado que la producción no decaerá sola, y que nosotros debemos crear la conciencia, pero por encima de todo esto, te quiero". Ella frunció el ceño con un poco de afectación, y dijo: "Insistes en hacerme oír lo que no quiero". La habitación vacía de la secretaría me dio ánimos, y repentinamente me incliné hacia su rostro y besé su mejilla. Ella me miró duramente y se dedicó a traducir lo que quedaba del capítulo octavo del libro sobre la organización familiar en la Unión Soviética, que estábamos traduciendo juntos».

—¡Qué calor este de junio! ¿Cómo será cuando lleguen julio y agosto, querida?

—Al parecer, Alejandría no fue creada para gente como nosotros.

—Pero Alejandría ya no es un lugar de veraneo —dijo él riéndose—. Era así antes de la guerra, pero ahora los rumores la han convertido en una ciudad desolada…

El profesor Adli Karim asegura que la mayoría de sus habitantes la han abandonado, y que sus caminos están llenos de gatos vagabundos.

—Así es; dentro de poco Rommel entrará en ella con su ejército…

Después, tras un corto silencio:

—Y se reunirá en Suez con el ejército japones que avanza en Asia. ¡La era fascista volverá de nuevo, como si estuviéramos en la Edad de Piedra!

Sawsan repuso algo excitada:

—Rusia no será derrotada. Las esperanzas de la gente honesta están tras los Montes Urales…

—¡Sí, pero los alemanes están a las puertas de Alejandría!

—¿Por qué los egipcios quieren a los alemanes? —preguntó ella con un bufido.

—Por odio a los ingleses, pero los aborrecerán en un mañana próximo. Hoy, el rey parece prisionero, pero saldrá de su cárcel para recibir a Rommel. Luego beberán juntos a la salud del enterramiento de la joven democracia en nuestro país; ¡y lo más gracioso es que los campesinos creen que Rommel va a distribuir la tierra entre ellos!

—Nuestros enemigos son numerosos; los alemanes, en el exterior, y los Hermanos Musulmanes y los reaccionarios, en el interior; ambos son una misma cosa…

—Si te hubiera oído mi hermano Abd el-Múnim, se habría indignado por tu manera de pensar. Considera que los Hermanos Musulmanes tienen un pensamiento progresista que desprecia el socialismo materialista…

—Tal vez en el Islam hay socialismo, pero es un socialismo utópico como el que predicaron Tomás Moro, Louis-Blanc y Saint-Simón. Ese socialismo busca la solución a la injusticia social en la conciencia humana, cuando la solución está presente en la propia evolución de la sociedad; no considera a las clases sociales, sino a sus individuos, y naturalmente, no existe en él ningún fundamento de socialismo científico. Además de todo esto, las doctrinas del Islam se basan en una metafísica mitológica en la que los ángeles desempeñan un papel importante. No debemos buscar soluciones a los problemas de nuestro presente en el pasado remoto. Di eso a tu hermano. Ahmad se rio con valiente alegría, y dijo:

—Mi hermano es un joven culto y entendido en leyes. ¡Me extraña que personas como él sean ardientes defensores de los Hermanos Musulmanes!

—Los Hermanos utilizan una terrible maniobra engañosa —dijo ella con desprecio—. Ante la gente culta presentan el Islam de una manera moderna; en cambio, ante la gente sencilla hablan del paraíso y del infierno, y se propagan en nombre del socialismo, el nacionalismo y la democracia.

«Querida, no te cansas hablando de sus principios. ¿He dicho querida? Sí, desde aquel beso que le robé, tomé la costumbre de llamarla querida; ella protestaba, unas veces con palabras, y otras con gestos; luego, empezó a ignorarlo intencionadamente, como si hubiera renunciado a corregirme. Cuando le dije que suspiraba por oír palabras de amor de sus labios, tan ocupados en el socialismo, me dijo entre dientes con desprecio: "La visión burguesa y anticuada de la mujer, ¿eh?". Yo le contesté angustiado: "Te respeto por encima de todas las palabras y reconozco que he sido tu discípulo en lo más noble que he hecho en mi vida, pero te quiero, y no hay mal en ello". Presentí que su irritación había desaparecido, aunque veía que continuaba manteniendo la misma postura. Me aproximé a ella con el propósito de besarla, pero no sé cómo adivinó mi intención, pues me rechazó en mi primer intento; no obstante, a pesar de esto y con la amenaza presente, la besé en la mejilla —ella habría podido impedirlo realmente—, presumí, pues, que estaba satisfecha, y que era un ser maravilloso y bello que poseía a la vez inteligencia y cuerpo, a pesar de su absorción por la política. Cuando la invité a dar un paseo por el parque, me dijo "con la condición de que nos llevemos con nosotros el libro para continuar la traducción". Yo entonces le contesté que, por el contrario, iríamos a distraernos y hacernos confidencias, y que de otro modo renegaría del socialismo por completo. Quizá lo que más me molesta de mí mismo, impregnado de el-Sukkariyya, es que continúo considerando a veces a la mujer con una visión tradicionalista y burguesa. En ciertos momentos de abandono y debilidad yo pensaba que el socialismo en la mujer progresista no era más que una especie de encanto, como el tocar el piano o el maquillaje. Pero también es indiscutible que el año que he sido compañero de Sawsan me ha cambiado mucho y me ha purificado en un grado considerable de la burguesía arraigada en mis entrañas».

—¡Es lamentable que nuestros compañeros sean detenidos indiscriminadamente!

—Sí, querida, las detenciones son una moda que se hace general por igual cuando hay guerras y gobiernos absolutistas, aunque la ley no ve mal adoptar cualquier principio siempre que no conlleve incitación a la violencia…

Ahmad sonrió y dijo:

—A nosotros nos detendrán tarde o temprano a menos que…

Ella clavó sus ojos en él con una mirada interrogante, y él continuó diciendo:

—¡A menos que nos corrija el matrimonio!

Ella agitó sus hombros con desdén y añadió:

—¿Cómo puedes saber que voy a estar de acuerdo en casarme con un hombre tan falso como tú?

—¿Falso?

Se quedó un poco pensativa, y a continuación dijo con seria gravedad:

—¡No eres como yo, de la clase obrera! Los dos luchamos contra un mismo enemigo, pero tú no lo conoces como yo. He sufrido la pobreza durante largo tiempo, y he palpado sus desagradables efectos en mi familia. Una hermana mía luchó contra ella hasta que esta la venció y murió; sin embargo, tú no eres… ¡no perteneces a la clase obrera! Engels no era de esta clase…

Soltó una pequeña carcajada que reanimó su feminidad y dijo:

—¿Cómo te llamo? ¿Príncipe Ahmadov? Escucha, no censuro tus principios, pero existen en ti sólidos restos burgueses; creo que a veces te alegras de formar parte de la familia Sháwkat.

Él, entonces, dijo en un tono no exento de agudeza:

—¡Ah, tirana, estás equivocada! No me avergüenza lo que he heredado. Igual que la pobreza no te avergüenza a ti, a mi tampoco me avergüenza la riqueza, es decir, los escasos ingresos con los que nuestra familia vivió una vida holgada; no es una vergüenza haber nacido burgués. Nada hay más vergonzoso que anquilosarse y quedarse atrás del espíritu de la época…

—No te enfades —dijo ella sonriendo—; somos un fenómeno natural y científico; no nos preguntemos acerca de la situación en que hemos nacido; sólo somos responsables de la causa que abrazamos y por la que trabajamos. Te pido disculpas, Engels, pero dime si estás dispuesto a continuar pronunciando discursos a los obreros, sean cuales sean las consecuencias.

—¡Hasta ayer, he pronunciado cinco discursos —dijo con dignidad—; he redactado importantes manifiestos, he distribuido decenas de panfletos! El gobierno tiene una deuda con mi cabeza de más de dos años de cárcel.

—¡Y con la mía, del doble!

Resueltamente, alargó su mano y la colocó sobre la de ella, morena y delicada, con ternura y admiración. Sí, él la quería, pero no se precipitaba temerariamente en nombre del amor. ¿No se mostraba ella a veces como si desconfiara de él? ¿Era acaso un juego, o miedo a la burguesía que ella creía emboscada en él? Creía firmemente en la causa, tanto como estaba enamorado de ella; no podía pasarse sin una cosa ni la otra. «¿No consiste la felicidad en lograr comprender y ser comprendido por alguien perfectamente, sin que exista entre los dos ninguna clase de engaño? La adoro cuando dice "he sufrido la pobreza durante mucho tiempo"; esta manifestación tan sincera la eleva por encima de todas las hijas de su sexo y la hace fundirse con mi alma. No obstante, somos unos enamorados inconscientes. La cárcel nos aguarda. Podemos casarnos y eludir las penalidades, contentarnos con el placer de la vida; pero sería una vida sin alma. ¡Cuán a menudo me ha parecido a veces la causa una maldición que el destino y la fatalidad han enviado sobre nosotros! La causa es mi sangre y mi espíritu, como si yo fuera el primer responsable de toda la humanidad…»

—Te quiero…

—¿A qué viene esto?

—¡Viene a cuento de todo y de nada!

—¡Hablas de luchar, pero tu corazón sólo tiene necesidad de tranquilidad!

—Hacer diferencias entre estas dos cosas es una estupidez como hacer diferencias entre tú y yo…

—¿No significa acaso el amor tranquilidad, estabilidad y aversión a la cárcel?

—¿No has oído hablar del Profeta que luchó noche y día, sin que eso le impidiera casarse nueve veces?

Ella hizo crujir sus dedos exclamando:

—¡Ahí está! Tu hermano te ha prestado su boca. ¿Qué Profeta es ese?

—¡El Profeta de los musulmanes! —dijo riendo.

—Déjame que te hable de Carlos Marx, que se consagró a componer El Capital, dejando a su mujer y a sus hijos en la necesidad y el oprobio.

—En cualquier caso, estaba casado…

«El agua del estanque es como zumo de esmeralda; esa suave brisa que de improviso revolotea en junio; el pato nada dirigiendo su pico hacia las migajas de pan. Eres muy feliz, y tu testaruda amada es más dulce que la naturaleza. Creo que su rostro se ha sonrosado, puede que haya olvidado un poco la política y haya empezado a pensar en…»

—Tenía la esperanza, mi querida compañera, de que disfrutáramos de una conversación más amena en este parque…

—¿Más ameno que lo que estamos hablando?

—¡Quiero decir de nuestro amor!

—¿Nuestro amor?

—¡Sí, y tú lo sabes!

El silencio reinó un buen rato hasta que ella, bajando sus ojos preguntó:

—¿Qué quieres?

—¡Dime que queremos lo mismo!

Ella le contestó como por obedecerlo:

—Sí, pero ¿qué es?

—¡Ya hemos dado bastantes evasivas!

Ella parecía reflexionar. «¡Qué difícil resulta la espera aunque sea corta!» De pronto dijo:

—Puesto que todo está claro, ¿por qué me martirizas?

Él suspiró con profunda satisfacción y dijo:

—¡Ay, qué delicioso es mi amor!

El silencio volvió a reinar de nuevo, como el estribillo entre una melodía y otra. A continuación, ella repuso:

—¡Una sola cosa me preocupa!

—¿Qué, efendi?

—¡Mi dignidad!

—¡Tu dignidad y la mía son iguales! —exclamó molesto.

—¡Ya conoces las tradiciones de tu gente! —dijo ella alterada—. Vas a oír hablar mucho sobre el linaje y la familia…

—¡Tonterías! ¿Crees que soy un niño?

Ella vaciló un poco antes de contestar:

—¡Sólo una cosa nos amenaza, «la mentalidad burguesa»!

Con una vehemencia que en aquel momento le hizo parecerse a su hermano Abd el-Múnim, dijo:

—¡No es la mía de ninguna manera!

—¿Te das cuenta de la importancia de tus palabras?… Me refiero a asuntos concernientes a las relaciones personales entre un hombre y una mujer, tanto a nivel de pareja como de la sociedad.

—Por supuesto que lo comprendo…

—Necesitarás de un nuevo diccionario para descubrir palabras proverbiales como amor, matrimonio, celos, fidelidad, pasado…

—¡Sí!

Tal vez eso no quisiera decir nada, y quisiera decirlo todo. ¡Cuántas veces lo había pensado! Pero la situación requería un enorme coraje. Qué era eso sino una prueba para su mentalidad, enteramente heredada y adquirida. Una horrible prueba. Creía comprender a lo que ella se refería; tal vez ella sólo lo estuviera poniendo a prueba. Pero incluso habiéndose dado cuenta, ya no se iba a echar para atrás. El dolor se apoderaba de él, y en su más profundo interior se habían insinuado los celos, pero él no retrocedería.

—Reconozco lo que estás diciendo. ¡Pero déjame que te diga francamente que tenía la esperanza de encontrar una chica cariñosa, sin ideas preconcebidas ni quisquillosas!

Sus ojos seguían al pato que nadaba, en el momento que preguntó:

—¿Qué te diga que te quiere y que acepta casarse contigo?

—¡Sí!

—¿Crees acaso que voy a meterme en detalles con los que no estoy de acuerdo en principio? —dijo ella risueña.

Él oprimió su mano con ternura, mientras ella añadió:

—¡Lo sabes todo, pero quieres oírlo!

—¡Y no me canso de oírlo!