Sólo quedaba media hora para que se pronunciara la conferencia, y la sala Ewart estaba a punto de llenarse. Míster Roger —como decía Riyad Quldus— era un profesor importante, y parecía más importante de lo que era cuando hablaba de Shakespeare. Por supuesto, se decía que la conferencia no carecería, en definitiva, de cierto matiz de propaganda política; pero qué importaba eso mientras el conferenciante fuera Míster Roger y el tema fuera William Shakespeare. No obstante, Riyad estaba afligido y taciturno. Si no hubiera sido porque él había invitado a Kamal a asistir a la conferencia, no se habría contado entre los presentes. Estaba apenado como convenía a un hombre como él, al que la política tenía acaparado absolutamente. Con excitación exenta de miedo, susurró al oído de Kamal:
—¡Makram se separa del Wafd! ¡Cómo puede ocurrir este acontecimiento inaudito!
Ramal aún no había reaccionado ante una noticia como esa, por lo que meneó la cabeza consternado, sin pronunciar palabra.
—Es una catástrofe nacional, Kamal. Las cosas no debían haberse precipitado hasta este abismo…
—Sí, pero ¿quién es el responsable?
—¡El-Nahhás! Puede que Makram sea demasiado impulsivo, pero la corrupción que se infiltra en el gobierno es una cosa real, y no puede silenciarse.
—¡Dejemos la corrupción gubernamental! —dijo Kamal sonriente—. La revolución de Makram no fue tanto por la corrupción, como por la pérdida de su prestigio.
Riyad preguntó algo resignado:
—¿Es que Makram se ha vendido por un sentimiento pasajero?
Kamal no pudo dominar la risa, y dijo:
—¡Tú ya te has vendido por ese sentimiento pasajero!
Pero Riyad dijo sin reír:
—¡Respóndeme!
—¡Makram es impulsivo, poeta y cantor! El tiene que ser todo o no ser nada absolutamente. Se encontró con que su influyente poder había disminuido, y se rebeló. Luego, adoptó una postura de oposición en el Consejo de Ministros condenando públicamente la ley de las excepciones. El entendimiento y la cooperación fueron imposibles, ha sido una lástima que haya sucedido esto.
—¿Y el resultado?
—El Palacio está satisfecho sin duda de esta nueva escisión en el Wafd. Acogerá a Makram en su seno en el momento oportuno como lo hizo con otro anteriormente. Veremos a Makram de ahora en adelante representando su nuevo papel con las minorías políticas y los hombres del Palacio. Por otra parte, ya sea esto o que esté solo, ellos quizá lo aborrecen igual que aborrecen a el-Nahhás o incluso más. Entre ellos hay personas que odian al Wafd sólo porque Makram está en él, pero lo acogerán en su seno para destruir al partido. Respecto al destino después de esto, es imposible predecirlo…
Riyad frunció el ceño, y dijo:
—Un panorama repugnante. Se equivocaron los dos, el-Nahhás y Makram. Mi corazón no presagia nada bueno a este movimiento…
Luego, con voz mucho más baja:
—Los coptos se encontrarán sin refugio, o irán a refugiarse a la fortaleza de su enemigo mortal, «el rey». Pero será un refugio que no les dure mucho tiempo. Si el Wafd nos oprime como ahora lo hacen las minorías, entonces, ¿qué va a pasar?
—¿Por qué llevas la cuestión fuera de los límites naturales? —preguntó Kamal, fingiendo ignorancia—. Makram no es los coptos, ni los coptos son Makram. Él es una persona que se marcha, pero el principio nacional del Wafd no desparecerá…
Riyad meneó la cabeza con sarcástica tristeza, y dijo:
—Puede que sea lo que se escriba en los periódicos, pero la verdad es lo que yo estoy diciendo. Los coptos ya han sabido que ellos han sido expulsados del Wafd e imploran protección, pero me temo que nunca la consigan. La política me ha traído últimamente una nueva complicación, como la de la religión. Del mismo modo que mi razón rechaza la religión y mi corazón se inclina por ella en cuanto vínculo nacional; así mi corazón rechazará el Wafd y mi razón se inclinará por él. Si digo que soy wafdista, miento a mi corazón, y si digo que soy enemigo del Wafd, traiciono a mi razón. Es una situación horrible de la que no me había dado cuenta. Parece que se ha acabado para nosotros. Nosotros, los coptos, que siempre hemos vivido como personas con diferentes posturas, ¡si nuestra comunidad hubiera sido como un solo hombre, sus enemigos se hubieran vuelto locos!
Kamal notó su alteración y se apenó. En ese momento, le pareció como si unos grupos de hombres estuvieran representando una comedia de humor con final trágico. Luego, con voz que denotaba su incredulidad, dijo:
—Podría ser un problema hipotético, siempre que consideréis a Makram como un hombre político, y no como toda la comunidad copta.
—¿Los propios musulmanes lo ven de esa manera?
—¡Así lo veo yo!
Los labios de Riyad dibujaron una sonrisa a pesar de su desesperación, y repuso:
—Te estoy preguntando por los musulmanes. Tú, ¿qué tienes que ver?
—¿No es nuestra postura la misma, quiero decir, la tuya y la mía?
—Ciertamente, pero con una sencilla diferencia, y es que tú no eres de la minoría.
Luego, risueño:
—¡Si hubiera vivido en la época de las conquistas islámicas y el misterio divino me hubiera sido revelado, habría invitado a todos los coptos a convertirse a la religión de Dios!
Y a continuación añadió, protestando un poco:
—¡No prestas atención a…! ¡Sin duda alguna! Sus ojos apuntaban a la entrada de la sala. Riyad miró hacia donde él lo hacía y vio a una muchacha en la flor de la edad; llevaba una sencilla falda gris, de corte estudiantil. Estaba sentada en los asientos delanteros, reservados a las señoras.
—¿La conoces?
—No sé.
La ocasión para hablar se vio interrumpida cuando el profesor conferenciante apareció en la tribuna, y la sala retumbó por los entusiastas aplausos. Luego, reinó tal silencio, que una tos hubiera parecido un pecado vergonzoso. Tras presentarlo el director de la Universidad Americana con las palabras apropiadas, el hombre empezó a pronunciar su conferencia. Kamal permaneció la mayor parte del tiempo con los ojos dirigidos hacia la cabeza de la muchacha, con aire interrogante e interesado; su aspecto lo había sorprendido y había desviado irresistiblemente el curso de sus pensamientos. Estos, tras haberlo proyectado al pasado veinte años atrás, lo hicieron volver al presente, sofocado. Se había imaginado que era la primera vez que veía a Aida. Aunque ella no era Aida, indudablemente… Aquella muchacha no podía pasar de los veinte. No se le había concedido tiempo suficiente para examinar sus facciones, pero la suma de lo que había visto en ella le había bastado: la forma de su rostro, la estatura, el espíritu y la claridad de sus ojos. Sí, sólo había visto ojos como esos anteriormente en el rostro de Aida. ¿Sería su hermana? Eso fue lo primero que pensó: «Budur». Ahora ya no iba a olvidar este nombre. De pronto, recordó que ambos habían sido amigos en el pasado, pero era absolutamente incuestionable, si en realidad se trataba de ella, que se acordara de él. Lo importante era que su imagen había despertado su corazón, y le había devuelto, aunque fuera por un instante, algo de aquella vida afortunada y embriagadora que lo colmó un tiempo. Estaba inquieto. Escuchaba al profesor conferenciante durante unos minutos, para mirar luego la cabeza de la chica unos minutos más. Se sumergía en la ola de los recuerdos, experimentando con dulzura todos los sentimientos que combatían y forcejeaban en su conciencia. «Síguela para conocer su verdad; no espero nada, pero el aburrido es ardiente en la marcha. Suspiro por cualquier cosa que haga desaparecer la espesa herrumbre que cubre mi alma». Y él acechaba, intrigante, su proyecto. ¿Se alargaría la conferencia o quedaría poco? No lo sabía. Pero en cuanto esta finalizó, comunicó su intención a Riyad y, tras despedirse, siguió los pasos de la muchacha. Siguió con atención sus andares, andares elegantes y talla esbelta. No podía comparar entre ambos modos de andar, porque ya no estaba seguro del de Aida. En cuanto a la talla, lo más probable es que fuera la misma. El pelo de la otra era «a lo garçon», sin embargo, el de esta era abundante y recogido en una trenza; pero el color negro era el mismo en los dos casos, de esto no le cabía duda. Tampoco pudo examinar su rostro en la estación del tranvía, al aglomerarse ella con la muchedumbre. Ella subió al tranvía número 15 que iba a el-Ataba y se apretujó en el recinto femenino. Él subió tras ella al tranvía, preguntándose si ella iría camino de el-Abbasiyya, o si lo que creía no eran más que sospechas. Aida jamás había subido a un tranvía en su vida; disponía de dos coches bajo sus órdenes, pero esta, ¡la pobre!… Lo invadió la tristeza, semejante a la que sintió el día que oyó la historia de Shaddad Bey y su suicidio. El tranvía se descargó de la mayor parte de sus ocupantes en el-Ataba, eligiendo una parada no lejos del barrio, en el andén de la estación. Ella se puso a mirar hacia el lado por el que esperaba que llegara el tranvía, y él pudo ver su largo y delgado cuello. Aquel tiempo pasado… Observó que su tez era de color trigueño tirando a blanco. No tenía el color vino de la marchita imagen. En ese momento, sintió por primera vez tristeza desde que empezó a seguirla. Era como si lo hiciera para ver a la otra. Más tarde, llegó el tranvía de el-Abbasiyya, y ella se dispuso a subir. Al encontrarse el recinto femenino abarrotado, se montó en el vagón de segunda clase. Él no vaciló, y siguió sus pasos. Ella se sentó, y él lo hizo a su lado. Pronto se llenaron los asientos en las dos hileras, y después el espacio intermedio con personas que iban de pie. Sintió una inconmensurable satisfacción por su suerte al sentarse a su lado, aunque el que ella se sentara entre la multitud de la segunda clase lo apenó de nuevo. Tal vez fuera por las diferencias que ese hecho revelaba frente a las coincidencias entre ambas imágenes, la antigua sempiterna y la presente, allí a su lado. Su hombro rozaba el de ella ligeramente cada vez que el tranvía dejaba escapar un movimiento brusco, especialmente cuando paraba y cuando arrancaba. Siempre que le era posible, se ponía a observarla y a examinarla cuanto podía: Esos dulces ojos negros, esas cejas unidas, esa recta y elegante nariz y ese rostro de luna. Parecía que estuviera viendo a Aida. ¿Realmente era así? No. Existían divergencias en el color de la piel; algunos retoques aquí y allá; no recordaba si eran más o menos. Si bien las diferencias entre ellas eran escasas, sin embargo el observarlas era preciso, pues era como el único grado de temperatura que separa la salud de la enfermedad. Pero, en ese determinado momento, él se encontraba frente a la más próxima réplica de Aida que podía imaginarse, y que, a la luz de ese bonito rostro, le había hecho recordarla de forma más evidente que en cualquier otro tiempo pasado. El cuerpo, quizá fuera el mismo. ¡Cuánto se había preguntado por esa cuestión! Ahora puede que lo viera. Era esbelto y delgado. Su pecho, infinitamente sobrio y discreto; ¡no tenía relación con el perfecto cuerpo de Atiyya del que estaba enamorado! ¿Es que su gusto se había echado a perder con el paso de los días? ¿O es que su viejo amor se había rebelado contra sus ocultos instintos? Aunque fue un amor dichoso y soñador, el corazón se embriagó por el vértigo de los recuerdos. Sus intermitentes roces con ella habían acrecentado esta obnubilación, y lo habían sumergido en sus reflexiones. Nunca había rozado a Aida, siempre la había visto como algo imposible de conseguir. Sin embargo, esta pequeña caminaba por los zocos y se sentaba con humildad entre la multitud de la segunda clase. ¡Qué intensa era su melancolía! Y esa insignificante diferencia lo enojaba y lo decepcionaba; condenaba a su viejo amor a permanecer como un enigma para siempre. Llegó el cobrador gritando «¡Billetes y abonos!». Ella, entonces, abrió su bolso y extrajo el billete de su abono, esperando que llegara el hombre. Él miró furtivamente el billete hasta descubrir su nombre: «Budur Abd el-Hamid Shaddad… estudiante de la Facultad de Letras». «Ya no hay ninguna duda. Mi corazón late más deprisa de lo debido. ¡Si pudiera arrebatarle el abono! Con el fin de conservar la foto más próxima a Aida. ¡Ah, si pudiera hacer eso! ¿Un profesor de treinta y seis años robar a una estudiante de la Facultad de Letras? ¡Qué título sensacionalista le inventarían los periódicos, "Un filósofo fracasado en la frontera de los cuarenta"! ¿Cuál será la edad de Budur? En el año 1926, no pasaría de los cinco, así que tiene veintiún felices años. ¿Felices? Sin palacio, sin coche, sin criados ni servidumbre; no tendría menos de catorce años cuando la tragedia se abatió sobre su familia, una edad suficiente para comprender el significado de la desgracia y poder sentir dolor. La pobrecilla sufriría y se horrorizaría. La embargaría esa cruel sensación de la que yo ya tengo mucha experiencia. Con la diferencia del tiempo, el dolor nos une, lo mismo que nos une la vieja amistad olvidada». El cobrador llegó hasta ella y Kamal la oyó decir: «Tome usted», al entregarle el billete. La voz sonó en sus oídos como una vieja y amada melodía que el olvido tuvo oculta durante largo tiempo. Resucitó en sus oídos con toda su dulzura y todos sus recuerdos. Revivió un período celestial; sus oídos dieron vueltas en un reino de felicidad divina expuestos a los sueños de antaño; cálida y suave melodía, rebosante por la magia de la emoción. «Déjame escuchar tu voz, pero esa no es tu voz, mi vieja y desafortunada amiga, la afortunada es la auténtica dueña de esa voz que continúa gozando de su misma primera vida. La tristeza que había invadido a su familia no la había alcanzado en sus alturas; sin embargo, tú que has descendido hasta nosotros, la multitud de la segunda clase, ¿no te acuerdas de tu amigo, del que te colgabas del cuello dándole besos? ¿Cómo vives ahora, pequeña mía? ¿Vas a trabajar como yo, al final, como profesora en alguna escuela primaria?» El tranvía pasó por el emplazamiento del viejo palacio, en cuyo lugar se erigía un edificio nuevo y gigantesco. Lo había visto, antes de entonces, las escasas ocasiones en las que había visitado el-Abbasiyya desde su histórica ruptura con ella, especialmente la última época que él circulaba por la casa de Fuad Gamil el-Hamzawi. «El propio el-Abbasiyya ha cambiado, como vuestra casa, pequeña mía; han desaparecido los palacios y los jardines, antiguos testigos de mi amor y mi aflicción; y en su lugar, se han elevado edificios enormes repletos de habitantes, tabernas, cafés y cines. Que se alegre Ahmad de eso, fascinado por la lucha de clases, pero yo, ¿cómo alegrarme del mal del palacio y de su gente mientras mi corazón está enterrado entre sus escombros? Y, ¿cómo menospreciar a la maravillosa criatura que no ha experimentado la crueldad de la vida, ni la aglomeración del pueblo, sino imaginándolo como un bonito concepto, y por la que mi corazón está prosternado?»
Cuando el tranvía se detuvo en la siguiente estación del distrito de el-Wayli, ella se apeó. La siguió y se quedó en el andén de la estación vigilándola. La vio atravesar la carretera y dirigirse a la calle Ibn Zaydún que estaba frente a la estación en línea recta. Era una calle estrecha, a cuyos lados se alzaban algunas casas antiguas de clase media. Su pavimento de asfalto estaba cubierto de polvo, guijarros y hojas diseminadas. Ella entró en la tercera casa de la izquierda, una puerta estrecha contigua a la tienda de un planchador. Se detuvo, consternado y silencioso, mirando la calle y la casa, aquel lugar en el que ahora residía Saniyya hánem, esposa de Shaddad Bey. El alquiler de ese piso no pasaba de tres libras. Ojalá saliera Saniyya hánem al balcón para que él pudiera echarle una mirada y apreciar el cambio que ella habría sufrido, que sin duda era importante. Tal vez él aún no hubiera olvidado su precioso aspecto cuando dejó el salámlik cogida del brazo de su esposo hacia donde esperaba el coche; estaba increíblemente arrogante en su suave abrigo, lanzando a su alrededor miradas llenas de presunción y seguridad. No tiene el hombre un enemigo más destructivo que el tiempo. En aquel piso se instalaba Aida durante su estancia en El Cairo; quizá alguna tarde se sentara en aquel destartalado balcón; tal vez compartiera con su madre y su hermana la misma cama, de eso no había ninguna duda. «Ojalá yo hubiera sabido que ella estaba presente en el momento apropiado; ojalá la hubiera visto después de aquella larga historia. Yo debía verla, liberado ya de su tiranía, a fin de conocerla tal como era en realidad, y por consiguiente, conocerme a mí mismo; pero he perdido la ocasión oportuna…»