El ambiente era muy frío, y el húmedo Jan el-Jalili no era el lugar ideal para el invierno. A pesar de ello, aquella tarde, el mismo Riyad Quldus sugirió ir al café de Jan el-Jalili que se erigía en lugar del café de Ahmad Abdu sobre la superficie del suelo. También dijo: «Kamal me lo enseñó en los últimos tiempos en que aún era aficionado a las cosas extravagantes». El café era pequeño; su puerta se abría al barrio de el-Huseyn y se extendía a continuación a lo largo de un pseudopasillo, con las mesas alineadas a sus lados; terminaba en un balcón de madera que se asomaba al nuevo Jan el-Jalili. Los amigos se sentaron en el ala derecha del balcón. Sorbían te y fumaban el narguile por turnos. Ismail Latif decía:
—Estoy en trámites para conseguir el certificado de aptitud. Luego, partiré…
Kamal, en tono apenado, preguntó:
—¿Te vas a ausentar de nosotros tres años?
—Sí, la aventura es inexorable, y además un sueldo magnífico que no me imaginaría conseguir aquí un día. Y además, Irak es un país árabe que no se diferencia mucho de Egipto…
Dejaría en su lugar la nostalgia. No era un amigo del alma, pero sí un amigo de toda la vida.
—¿No necesitará Irak dos traductores? —preguntó riendo Riyad Quldus.
—¿Te irías si se te presentara una oportunidad como la de Ismail? —le preguntó Kamal.
—Si me hubiera sucedido en el pasado, no habría dudado. En cambio hoy, no…
—¿Cuál es la diferencia entre el pasado y el presente?
—Por lo que a ti respecta, ninguna —contestó riendo Riyad Quldus—, pero para mí, todas. ¡Me parece que pronto voy a ingresar en el club de los casados!
Kamal se quedó pasmado ante la noticia, que se había abatido sobre él sin preámbulos. Lo invadió una angustia cuya naturaleza no pudo comprender.
—¿De verdad? No habías comentado esto antes.
—Claro que no; llegó de improviso. En nuestro último encuentro aún no había nada en mente.
Ismail Latif se rio en tono de triunfo. Kamal, en cambio, preguntó, intentando sonreír:
—¿Cómo ha sido?
—¡Cómo! Como ocurre todos los días; una profesora vino para visitar a tu hermano en el servicio de traducción y me gustó. Entonces, tanteé su opinión y encontré a alguien diciéndome «siéntate»…
Ismail arrebató a Kamal el tubo flexible de goma del narguile.
—¿Cuándo pensáis que este —preguntó señalando a Kamal, sonriendo— va a tantear la opinión de alguna chica?
Así era, Ismail nunca dejaba escapar una ocasión para plantear el tan reiterado tema. Pero había asuntos más importantes que este. Todos sus amigos casados decían que el matrimonio era una «celda». Era muy probable que no viera a Riyad —cuando se casara— salvo muy raramente. Quizá se transformara y cambiara. Se convertiría en un amigo por correspondencia. Era tranquilo y agradable. ¡Qué fácil era llevarlo! Pero ¿cómo iba a transcurrir la vida sin él? Cuando el matrimonio lo convirtiera en una nueva persona como Ismail, ¡adiós a todas las alegrías de la vida!
—¿Cuándo te casas? —preguntó.
—El próximo invierno, según las más inverosímiles suposiciones…
Parecía que estaba predestinado a perder siempre los amigos, por su alma torturada.
—Así pues, serás otro Riyad Quldus.
—¿Por qué?… Estás muy equivocado…
—¿Equivocado? —dijo, disimulando su angustia con una sonrisa—. El Riyad de hoy es una persona de espíritu insaciable, cuyos bolsillos se contentan con nada; en cambio, el marido nunca satisfará su bolsillo, ni encontrará una ocasión para disfrutar del espíritu…
—¡Qué definición más injuriosa del matrimonio! Pero no estoy de acuerdo contigo.
—Como Ismail, que se ve obligado a emigrar a Irak. No bromeo en estas cosas. Es natural, además del hecho de que supone valor, pero al mismo tiempo es horrible. Imagínate hundido hasta lo más alto de tu cabeza en las preocupaciones diarias de la vida, sin pensar más que en los problemas de la subsistencia, que tu tiempo se mida en piastras y millimes, que el aliento poético de la vida se convierta en una pérdida de tiempo.
Riyad dijo con desdén:
—¡Conjeturas fruto del miedo!
—¡Ay, si supieras lo que es el matrimonio y la paternidad! Has dejado pasar hasta hoy sin saber lo que es la verdad de la vida.
No era imposible que su opinión fuera la correcta. Incluso si eso fuera cierto, su vida sería un drama estúpido; pero ¿qué es la felicidad? ¿Qué quería exactamente? Aunque lo que ahora lo afligía era estar amenazado otra vez por la terrible soledad como la que sufrió tras la desaparición de Huseyn Shaddad de su vida. ¡Si fuera posible encontrar una esposa que tuviera un cuerpo como el de Atiyya y un espíritu como el de Riyad! Eso es lo que anhelaba verdaderamente, un cuerpo como el de Atiyya y un espíritu como el de Riyad juntos en una misma persona. Se casaría con ella, y entonces los sentimientos de soledad no lo amenazarían hasta la muerte. Este era el problema. De improviso, Riyad dijo aburrido:
—¡Dejemos de hablar del matrimonio! Yo ya había acabado y empezaste tú, a pesar de haber hoy sucesos políticos importantes que deben acaparar nuestra atención.
Kamal compartía con él estos sentimientos, aunque aún no había podido reponerse de la sorpresa. Recibió, pues, la invitación del otro con evidente apatía, y no pronunció palabra. Ismail Latif dijo sonriendo:
—El-Nahhás supo vengarse de la destitución de diciembre del año 1937. ¡Entró en Abdín a la cabeza de los tanques británicos!
Riyad aguardó un poco para darle ocasión a Kamal de responder, mas este no pronunció palabra. Entonces, repuso en tono severo:
—¿Una venganza? Ciertamente tu imaginación te pinta la cuestión de manera muy alejada a lo que fue en realidad.
—¿Y cuál es la realidad?
Riyad lanzó una mirada hacia Kamal como incitándolo a hablar. Pero como este no reaccionó, prosiguió diciendo:
—El-Nahhás no es un hombre que conspire con los ingleses para conseguir volver al poder.
Ahmad Máher es un loco. Él fue quien traicionó al pueblo y se unió al rey. Luego quiso reforzar su debilitado puesto con la insensata declaración que hizo ante los periodistas…
Miró después a Kamal como pidiéndole su opinión. La conversación sobre política había atraído finalmente parte de su atención, aunque sintió el deseo de oponerse un tanto a Riyad. Así pues, dijo:
—Indiscutiblemente, el-Nahhás ha salvado la situación. No dudo de su intachable patriotismo. El hombre, a esa edad, no se convierte en un traidor para acceder a un puesto del que ya se ha hecho cargo cinco o seis veces anteriormente. Pero, su proceder, ¿ha sido el correcto?
—Eres un escéptico. Tus recelos no tienen fin. ¿Cuál hubiera sido la actitud correcta?
—Insistir en rechazar el Ministerio para no someterse a la advertencia británica, pasara lo que pasase. —¿Aunque se hubiera destronado al rey y se hubiera hecho cargo del país el gobernador militar británico?
—¡Aun así!
Riyad suspiró enfadado y dijo:
—Nosotros nos entretenemos hablando ante el narguile, pero el político tiene ante él una grave responsabilidad. En estas críticas circunstancias de guerra, ¿cómo podía acceder el-Nahhás a que se destituyera al rey y a que un militar británico gobernara el país? Y si los aliados ganaran —pues debemos considerar también esto— estaríamos en las filas de los enemigos derrotados. La política no es una poesía idealizada, sino una firme realidad.
—Continúo teniendo fe en el-Nahhás, pero tal vez se equivocara. No digo que él conspirara ni traicionara…
—La responsabilidad recae en los impíos que colaboraron con los fascistas a espaldas de los ingleses, como si los fascistas fueran a respetar nuestra independencia. ¿No hubo entre nosotros y los ingleses un pacto? ¿No nos obliga el honor a respetar nuestra palabra? Y finalmente, ¿no somos demócratas interesados en que la democracia triunfe sobre el nazismo, que nos sitúa en la posición más degradada en una escala de naciones y razas, y que suscita el odio racial, étnico y sectario?
—Estoy contigo en todo esto, ¡pero someterse a la advertencia británica hace de nuestra independencia una fantasía!
—El hombre no tenía más que protestar, y los ingleses aceptarían su punto de vista.
Ismail se rio en voz alta y dijo:
—¡Qué suerte que haya una protesta anglo-egipcia!
No obstante, dijo en tono serio:
—Yo apruebo lo que hizo, y si hubiera estado en su lugar, lo habría hecho. Un hombre que fue apartado y humillado a pesar de tener mayoría, supo cómo vengarse a sí mismo, y la realidad es que aquí no hay ni independencia ni nada. Por cualquier motivo se derrocará al rey, y nos gobernará un militar inglés.
El rostro de Riyad se enfurruñó más aún, mientras Kamal sonreía diciendo con una tranquilidad que parecía extraña:
—Los demás se equivocaron y el-Nahhás cargó con las consecuencias del error. No hay duda de que él salvó la situación, salvó el trono y el país, y luego, la importancia del resultado final. Cuando los ingleses mencionen su obra tras la guerra, nadie recordará el 4 de febrero…
Ismail, socarrón, dio palmas pidiendo brasas para el narguile:
—¡Cuando mencionen los ingleses su obra! ¡Pues yo te digo a ti desde ahora que ellos lo derrocarán antes de que eso ocurra!
—El hombre se ofreció para cargar con la mayor responsabilidad en las más críticas circunstancias —dijo Riyad convencido.
—¡Igual que tú te ofrecerás para cargar con la mayor responsabilidad de tu vida! —repuso Kamal risueño.
Riyad se rio; luego se levantó diciendo «con vuestro permiso», y se encaminó al cuarto de baño. En ese momento, Ismail se inclinó hacia Kamal y le dijo sonriendo:
—La semana pasada mi madre fue a visitar a un «grupo» que no hay duda que recuerdas.
Kamal lo miró con curiosidad y preguntó:
—¿Quién?
El otro respondió con una sonrisa significativa:
—¡Aida!
El nombre cayó en sus oídos de una manera insólita. La singularidad de esta situación cubrió todas las sensaciones que posiblemente se le habían suscitado, y por un tiempo pareció como si el nombre procediera de sus entrañas y no de la boca de su amigo. Todo era previsible salvo esto. Pasaron unos momentos como si su nombre no tuviera para él ningún significado, ¿quién es Aida? ¡Ah, aquella fecha! ¿Cuántos años habían pasado sin que ese nombre sonara en sus oídos? ¿Desde 1926 o 1927? Dieciséis años, ¡la edad de un joven adolescente completamente formado, que quizá amó y experimentó el fracaso! En efecto, ha envejecido. ¿Aida? ¿Qué le suscita este recuerdo? ¡Nada! Excepto un interés sentimental mezclado con cierta emoción, como si con su mano rozara el lugar de una operación quirúrgica cicatrizada desde hace tiempo, y recordara las graves circunstancias que lo envolvieron, situación que pasó y acabó.
—¿Aida? —balbuceó de modo interrogante.
—Sí, Aida Shaddad. ¿Es que no la recuerdas? ¡La hermana de Huseyn Shaddad!
Notó una desazón tras los ojos de Ismail, por lo que dijo en tono evasivo:
—¡Huseyn! Me pregunto qué será de él.
—¡Quién sabe!
Se dio cuenta de la estupidez de su evasiva, pero ¿qué podía haber hecho si sintió su rostro acalorarse a pesar del violento frío de febrero? El amor le pareció curiosamente semejante a algo… ¡a la comida! Sentimos su fuerza mientras está en la mesa, luego en el estómago, a continuación en la sangre de otra forma, hasta que se transforma en células. Estas células se renuevan con el paso del tiempo sin que queden huellas de las mismas. Pero, tal vez, permanezca un eco en las entrañas, eco que llamamos olvido, una vieja «voz» se presenta al hombre, y empuja al olvido hasta cerca de la zona de la conciencia. Entonces se oye de algún modo el eco. De otro modo, ¿qué es este desasosiego? O puede que sea nostalgia de Aida; no tanto como la persona amada que fue, aquello terminó definitivamente, sino como un símbolo de amor, cuya larga ausencia muchas veces entristece. Un simple símbolo como las ruinas abandonadas que despiertan los numerosos recuerdos históricos.
Ismail volvió a hablar:
—Hablamos largo rato —yo, Aida, mi madre y mi esposa—. Ella nos contó cómo huyeron, ella y su esposo, y también todos los representantes políticos de la nación ante los ejércitos alemanes hasta que se refugiaron en España. Ellos se trasladaron finalmente a Irán; luego, regresamos a los días del pasado y reímos mucho…
Poco importaba que el amor hubiera muerto; su corazón desprendía una añoranza que lo aturdía. Las cuerdas de sus entrañas que se desgarraban empezaron a emitir unos sonidos con expresión apagada y triste:
—¿Cómo es ahora su aspecto?
—Puede que tenga cuarenta. No, yo soy mayor que ella dos años; Aida tiene treinta y siete. Está un poco más llenita de lo que era, pero sigue conservando su esbeltez. Su rostro es el mismo, salvo la mirada de sus ojos, que ahora sugieren seriedad y aplomo. Me comentó que tenía un hijo de catorce años y una hija de diez…
«Así pues, esta es Aida. No fue un sueño. Su historia no fue una ilusión. Puede que hayan transcurrido unos momentos, pero ese pasado parece que no hubiera existido. Ella es esposa y madre; recuerda el pasado y se ríe mucho, pero ¿cuál es la realidad de su imagen? ¿Y qué queda de esa realidad en la memoria? ¡Cuánto había cambiado de aspecto mientras él la conservaba en su recuerdo!» Él deseaba echar una mirada resuelta a esta criatura humana; tal vez descubriera el secreto que le permitió en otro tiempo realizar maravillas.
Riyad regresó a la reunión, y Kamal temió que Ismail interrumpiera su conversación. Sin embargo, continuó:
—¡Me preguntaron por ti!
Riyad los miró a los dos y se dio cuenta de que entre ellos se desarrollaba una conversación privada. Así pues, se apartó, cogiendo el narguile. Kamal sintió cómo la frase «preguntaron por ti» estuvo a punto de aniquilar su fuerte resistencia como si se tratara del más destructivo microbio. Y, demostrando lo menos posible la vehemencia que lo dominaba para que pareciera natural, preguntó:
—¿A propósito de qué?
—Preguntaron acerca de fulano y mengano, de los amigos de antes. Y luego, preguntaron por ti. Yo les dije: Es profesor en la escuela de el-Salihdar y un gran filósofo que publica artículos que no comprendo en la revista el-Fikr, que no hojeo. Ellos se rieron y después me preguntaron: «¿Se ha casado?». Yo les respondí que no…
—¿Qué dijeron? —se encontró a sí mismo preguntando.
—No recuerdo qué nos desvió de esa conversación.
La enfermedad emboscada amenaza con estallar, y el que hace tiempo enfermó de tuberculosis debe guardarse del frío. La frase «preguntaron por ti», ¡qué semejante le parecía a los tonos de Saba, por su estilo ingenuo y su vivo poder de penetración en el alma! Había ocurrido algo que hizo que su alma experimentara una olvidada sensación con toda su fuerza anterior y que luego se interrumpió… Como la lluvia a destiempo, sintió, en ese momento pasajero, que había vuelto a ser el antiguo enamorado, y que sufría el amor de forma viva, con todos sus arrebatos de alegría y tristeza. Mas el peligro no lo había amenazado gravemente, pues era como el inquieto soñador que se ve abordado por la fresca sensación de no distinguir el sueño de la realidad; pero él deseó en aquel instante que ocurriera un milagro del cielo, y encontrarse con Aida, y que por unos cuantos minutos, ella le confesara que compartió sus sentimientos uno o más días, y que la diferencia de edad u otra causa fue lo que se interpuso entre ellos. Si hubiera sucedido este milagro lo habría consolado de todos sus sufrimientos, viejos y nuevos, su alma se habría contado entre los felices de la creación y la vida no habría pasado en vano. Aunque todo ello sería una luz engañosa como la luz de la muerte. Lo más conveniente para él era contentarse con olvidar, que ya es un triunfo, aun cuando se retirara derrotado. Que su resignación fuera el pensar que no era el único humano que había conocido el fracaso de la vida.
—¿Cuándo se marchan a Irán? —preguntó.
—Se fueron ayer, esto es lo que ella me dijo en su visita…
—¿Cómo ha recibido el drama de su familia?
—Naturalmente, evitó esta conversación, y ella ni siquiera la mencionó.
De pronto, Riyad Quldus exclamó señalando delante de él: «¡Mirad!». Miraron hacia el ala izquierda de la terraza y vieron a una mujer de extraño aspecto. Tenía unos setenta años, el cuerpo flaco, los pies descalzos, vestía un guilbab de los que llevan los hombres, sobre su cabeza tenía una táqiya bajo cuyo borde no aparecía ningún rastro de cabello, pues sería calva o tiñosa. Su rostro, completamente embadurnado por las pinturas del maquillaje, parecía miserable y grotesco a la vez. No tenía un solo diente. Mientras tanto, sus ojos se pusieron a lanzar en todas direcciones miradas de ternura y de sonriente afecto.
—¿Una mendiga? —preguntó interesado Riyad.
—Una loca, seguramente —contestó Ismail.
Permaneció de pie mirando los asientos vacíos del ala izquierda hasta que eligió uno para sentarse. Al hacerlo, notó los ojos de los que la miraban clavados en ella, y con una amplia sonrisa dijo:
—¡Buenas tardes, señores!
Riyad respondió calurosamente a su saludo:
—¡Buenas tardes, hagga! Ella dejó escapar una carcajada que recordó a Ismail —según sus propias palabras— el-Ezbekiyya en su esplendor, y dijo a continuación:
—¡Hagga! Sí, yo también, ¡si te refieres a la mezquita del pecado!
Los tres rieron, cosa que la envalentonó, y dijo con descaro:
—Pedidme un té y el narguile, y Dios os recompensará…
Riyad dio palmas con energía para pedirle lo que ella quería, e inclinándose sobre el oído de Kamal, susurró: «Así es como empiezan algunas historias». La vieja, mientras tanto, se reía alegremente y decía:
—¡Esta es la generosidad de los días de antaño!… ¿Ricos de guerra, niños míos?
—Somos pobres de guerra, es decir, funcionarios, hagga —respondió Kamal risueño.
—¿Cuál es tu ilustre nombre? —le preguntó Riyad.
Ella levantó la cabeza con divertido orgullo y contestó:
—La Sultana Zubayda, conocida de uno y de todos.
—¿La Sultana?
—Sí…
Y luego, riéndose:
—¡Pero mis súbditos han muerto!
—¡Que Dios tenga piedad de ellos!
—Que Dios tenga piedad de los vivos, pues a los muertos les basta con estar en presencia de Dios… ¿Me decís quiénes sois vosotros?
El camarero, sonriendo, trajo el narguile y el té. Luego, se aproximó al grupo de amigos y les preguntó:
—¿La conocéis?
—¿Quién es?
—Es Zubayda, la cantora, la más famosa cantora en sus tiempos. Después, la edad y la cocaína acabaron con ella, ¡ya la veis!
Kamal creyó que no había oído ese nombre por primera vez. Por su parte, el interés de Riyad Quldus había llegado al punto más alto, por lo que empezó a incitar a sus compañeros para que se presentaran ellos mismos como ella les había pedido; de esa manera, ella les abriría su corazón. Ismail dijo presentándose:
—Ismail Latif.
—Encantada, aunque es un nombre que no tiene sentido en sí mismo.
Todos rieron, y en aquel momento Ismail la insultó con voz inaudible. Su amigo se presentó:
—Riyad Quldus.
—¿No eres musulmán? Uno de vosotros se enamoró de mí. Era un comerciante de el-Muski. Su nombre es Yúsuf Gattás. Para mí fue muy importante. Yo lo retenía en el lecho hasta que amanecía.
Compartió con ellos su risa, y la dicha brilló en su rostro, luego dirigió su vista a Kamal, que dijo:
—Kamal Ahmad Abd el-Gawwad.
Ella estaba acercando el vaso de té a su boca, cuando detuvo su mano de forma imprevista y alarmada. Clavó los ojos abiertos en el rostro de Kamal y dijo, interrogando:
—¿Qué has dicho?
Riyad Quldus respondió por él:
—Kamal Ahmad Abd el-Gawwad.
Inhaló una bocanada del narguile, y dijo como si hablara para sí:
—¡Ahmad Abd el-Gawwad! ¡Pero cuántos nombres! ¡Cómo las piastras en el pasado!
A continuación, se dirigió a Kamal:
—¿Tu padre es comerciante en el-Nahhasín?
Kamal se quedó pasmado y contestó:
—Sí.
Se levantó de su asiento y se fue acercando a ellos hasta detenerse ante Kamal. Luego, soltó una gran carcajada, tan fuerte que no se diría propia de su cuerpo y de su edad, y exclamó:
—¡Eres el hijo de Abd el-Gawwad! ¡Ah, el hijo del querido compañero! Pero no te pareces a él. Desde luego, esta es su nariz, pero él era como la luna en la noche. Sólo tienes que mencionarle a la Sultana Zubayda y te hablará de mí más que suficiente.
Riyad e Ismail estallaron en carcajadas, mientras que Kamal sonreía, tratando de vencer la confusión que lo dominaba. En ese momento, solamente recordaba la conversación con Yasín en otro tiempo, mejor dicho, las charlas sobre su padre y Zubayda la cantora. Ella volvió a preguntarle:
—¿Cómo está el señor? Hace tiempo que me desligué de vuestro barrio, que me expulsó; yo, ahora soy del barrio del imán; pero siento nostalgia de el-Huseyn, y por eso lo sigo visitando de vez en cuando. Estuve enferma, y mi enfermedad fue tan larga que los vecinos me rechazaban. Si no hubiera sido por su miedo a ser insultados, me habrían arrojado viva a la tumba. ¿Cómo está el señor?
—Murió hace cuatro meses —contestó Kamal con cierta tristeza.
Ella frunció un poco el ceño, y dijo:
—¡Descanse en paz! ¡Qué desgracia! No era un hombre como los demás…
A continuación, regresó a su asiento. De improviso, dio una fuerte carcajada. El dueño del café no tardó en aparecer en la entrada de la terraza, y le dijo en tono de advertencia:
—Ya está bien de risas, les das la mano y te toman el brazo; Dios bendiga a estos beys que tienen deferencia contigo, pero si vuelves a alborotar, la puerta está ahí…
Estuvo callada hasta que se marchó el hombre. Después, los miró risueña, y preguntó a Kamal:
—Y tú, ¿eres como tu padre o no…?
Con la mano, hizo un movimiento singular que produjo la risa de los amigos.
—¡Aún no se ha casado! —dijo Ismail.
—¡Al parecer, eres hijo de un engaño! —dijo en tono suspicaz y burlón.
Todos rieron. Luego, se levantó Riyad, se acercó a ella, y se sentó a su lado diciendo:
—¡Tu dignidad nos ha sorprendido, Sultana! Pero me gustaría oírte hablar de los días de la Sultana.