Al final de la noche, Kamal condujo a los visitantes a la puerta de salida. Apenas había llegado al comienzo de la escalera, cuando desde arriba llegó a sus oídos un ruido sospechoso. Sus nervios seguían estando tensos, y la desolación lo invadió. Subió las escaleras a saltos.
Encontró la sala vacía y la habitación del padre cerrada. Se apresuró hacia la habitación, empujó la puerta y entró. Había sucedido algo malo que en su interior se negaba a admitir. La voz ronca de la madre gritaba «mi señor», Aisha llamaba insistentemente «papá», mientras Umm Hánafi permanecía en la cabecera de la cama balbuceando palabras ininteligibles. Kamal alargó su mirada hasta la cama, y se sintió invadido por una sensación de temor, desesperación y triste resignación; vio la mitad inferior de su padre echada sobre la cama, y la parte superior apoyada en el pecho de la madre, sentada con las piernas cruzadas, detrás de su espalda. El pecho del anciano, del que escapaba un extraño e inhumano estertor, subía y bajaba con movimientos mecánicos, sus ojos estaban abiertos con una mirada tenebrosa y nueva que ni veía, ni comprendía, ni podía expresar lo que se agitaba tras ella. Los pies de Kamal permanecieron clavados a los pies del lecho, perdió el habla, sus ojos quedaron petrificados, sin saber qué decir ni qué hacer, experimentó una sensación abrumadora por su absoluta impotencia, desesperación e insignificancia. Habría perdido el conocimiento de no ser consciente de que su padre se despedía de la vida. Aisha exclamó, tras lanzar una delirante mirada al rostro de su padre y al de Kamal:
—¡Padre! ¡Aquí está Kamal que quiere hablarte!
Umm Hánafi abandonó su continuo balbuceo y dijo, de forma desgarradora:
—¡Haced venir al médico!
—¿Qué médico, loca? —gimió la madre con triste enfado.
Un poco después, el padre se movió como si intentara reincorporarse. El pecho aumentó sus contracciones y convulsiones, extendió su índice derecho y luego el izquierdo. Al verlo, el rostro de la madre se contrajo por el dolor, e inclinándose sobre su oído, empezó a pronunciar la Shahada con voz perceptible, repitiéndola hasta que las manos de él se quedaron inmóviles.
Kamal comprendió que su padre ya no podía hablar, por lo que había pedido a su madre que la recitara en su lugar; entendió que el momento culminante de esta última hora permanecería en secreto para siempre; y que describir aquel momento con palabras como dolor, miedo o inconsciencia, sería una simple suposición. Pero en cualquier caso, no debía prolongarse, era lo suficientemente grave e importante como para no ser trivializada. A la vista de aquello, sus nervios se desplomaron. Sintió vergüenza de sí mismo cuando se evadió durante unos momentos analizando y estudiando la situación, como si la agonía de su padre fuera un medio y un tema que permitieran la reflexión y el estudio; esto duplicó su tristeza y su dolor. Los movimientos de su pecho se intensificaron y sus estertores se hicieron más fuertes. «¿Qué es esto? ¿Es que piensa levantarse? ¿Intenta hablar? ¿Habla con algo desconocido? ¿Sufre? ¿Tiene miedo?… ¡Ay!»
El padre emitió un profundo estertor, tras lo cual inclinó su cabeza sobre el pecho.
Aisha, desde sus entrañas, gritó: «¡Papá!… ¡Naíma!… ¡Uzmán!… ¡Muhammad!». Umm Hánafi se apresuró y empujándola con dulzura hacia delante, la condujo fuera. La madre alzó su pálido rostro hacia Kamal, señalándole la salida, pero él no se movió. Entonces, ella balbuceó con pesar:
—Déjame cumplir mis últimos deberes para con tu padre…
Kamal desistió de su postura y salió afuera. Aisha estaba echada sobre un sillón, llorando; él se encaminó hacia el que estaba frente a ella y se sentó. Umm Hánafi, a su vez, entró en la habitación para ayudar a su señora, cerrando la puerta tras ella. Kamal no podía soportar más el llanto de Aisha. Se puso en pie, y comenzó a atravesar la sala yendo y viniendo, sin dirigirle la palabra. De vez en cuando lanzaba una mirada hacia la puerta cerrada de la habitación, y luego, apretaba con fuerza sus labios. Se preguntaba: ¿Por qué la muerte nos parece tan insólita? Cada vez que concentraba su pensamiento para reflexionar, este se desvanecía y la emoción lo vencía. El padre —incluso tras su retiro— había llenado esta vida. No sería extraño, pues, si mañana encontrara un hogar distinto al que conocía, y una vida diferente a la que estaba acostumbrado; aún más, desde aquel instante, debía prepararse para un nuevo período. Su inquietud se intensificó con los sollozos de Aisha y pensó por un momento en hacerla callar, pero no lo hizo. Se preguntaba asombrado de dónde podían venirle esos sentimientos, cuando ella mostraba una curiosa indiferencia ante todo. Volvió de nuevo a meditar sobre la desaparición de su padre de esta vida, pero imaginarlo fue demasiado para él. Recordó más tarde sus últimos momentos, y la tristeza consumió lo más profundo de su corazón. Recordó también su antigua imagen, presente en su pensamiento, cuando él estaba en todo su esplendor y grandeza. Sintió una profunda compasión por todas las criaturas. Pero ¿cuándo iba a dejar de sollozar Aisha?… ¿Es que no podía llorar como él, sin lágrimas?
La puerta de la habitación se abrió, y salió Umm Hánafi. Antes de que se cerrara la puerta, Kamal pudo oír los sollozos de su madre. Comprendió, pues, que ella ya había acabado de cumplir sus deberes y era libre para llorar. Umm Hánafi se acercó a Aisha y le dijo en tono severo:
—Ya está bien de llorar, mi señora.
Luego, volviéndose hacia él:
—Señor, la aurora comienza a clarear. Duerme aunque sea un poco, pues mañana te espera un día difícil.
El llanto sofocó sus palabras y abandonó el lugar, diciendo con voz llorosa:
—Voy a ir a el-Sukkariyya y a Qasr el-Shawq a comunicar esta triste noticia.
***
Yasín llegó rápidamente seguido de Zannuba y de Redwán. Desde la calle silenciosa les llegaron los gritos de Jadiga. Con la llegada de Jadiga, el fuego se expandió por toda la casa; se mezclaron gritos, lamentos y sollozos. Les fue imposible permanecer en el primer piso; así pues, subieron hasta el despacho del piso superior, y se sentaron abatidos. El silencio y la consternación les embargaron hasta que Ibrahim Sháwkat exclamó:
—¡No hay fuerza ni poder sino en Dios! El ataque ha acabado con él. ¡Descanse en paz! ¡Que Dios se apiade de él! ¡No era un hombre como los demás!
Yasín no pudo contenerse, y se echó a llorar. Kamal, a la vista de aquello, prorrumpió en sollozos a su vez.
—¡Dad gracias a Dios! Él ha muerto, pero vosotros ya sois unos hombres —volvió a decir Ibrahim Sháwkat.
Redwán, Abd el-Múnim y Ahmad lloraban, mirando a los dos hombres, tristes, desolados y un poco aturdidos. De improviso, los dos hombres secaron sus lágrimas, refugiándose en el silencio.
—La mañana está próxima —dijo Ibrahim Sháwkat—. Pensemos lo que debemos hacer.
—Esto no es nuevo —contestó triste y de modo tajante Yasín—. Ya hemos pasado por lo mismo otras veces.
—Debe ser un funeral digno de su posición —dijo Ibrahim Sháwkat.
—¡Es lo mínimo que se debe hacer! —afirmó Yasín convencido.
Ante estas palabras, Redwán dijo:
—La calle que hay frente a la casa es estrecha, no es espaciosa para el pabellón funerario apropiado. Levantémoslo en los terrenos de Bayt el-Qadi…
—¿Pero lo tradicional no es que se levante el pabellón frente a la casa del fallecido? —preguntó Ibrahim Sháwkat.
—Pero este lugar no tiene la suficiente importancia —aclaró Redwán—, ¡especialmente cuando van a presidir el pabellón ministros, notables y diputados!
Los que escucharon, comprendieron que aludía a sus propios conocidos. Entonces Yasín, indiferente, dijo:
—Lo levantaremos allí…
Ahmad pensaba en realizar algo al alcance de sus posibilidades, por eso dijo:
—No podremos difundir la noticia del fallecimiento en los periódicos matutinos.
—Los periódicos de la tarde salen alrededor de las tres; pongamos la hora del funeral a las cinco —dijo Kamal.
—Así sea, de todas formas, el cementerio de el-Qarafa está cerca.
Kamal reflexionó sobre el curso de la conversación con cierta incredulidad. Su padre había estado a las cinco de ese día en su cama, siguiendo la radio, y en cambio, ¡a esa misma hora al día siguiente…!, estaría al lado de Fahmi y el hijito de Yasín. ¿Qué quedaría de Fahmi? La edad nunca había disminuido su viejo deseo de curiosear en el interior de la tumba. ¿Realmente el padre habría deseado decir algo como si ya estuviera preparado? ¿Qué habría querido decir?
—¿Has presenciado la agonía? —preguntó Yasín, volviéndose hacia él.
—Sí, inmediatamente tras tu partida.
—¿Ha sufrido?
—No lo sé, ¿quién lo sabe, hermano? Pero no duró más de cinco minutos.
Yasín suspiró, y luego preguntó:
—¿No dijo nada?
—No, lo más probable es que perdiera el habla.
—¿No recitó la Shahada?
Kamal contestó, bajando sus ojos para disimular su emoción:
—Fue mamá quien lo hizo en su lugar.
—¡Dios tenga piedad de él!
—Amén.
El silencio reinó largo tiempo, hasta que Redwán lo rompió:
—El pabellón funerario debe ser grande y espacioso, para los que vengan a dar el pésame.
—Por supuesto —contestó Yasín—, nuestros amigos son muchos. Luego, mirando a Abd el-Múnim:
¡Y hay una sección de los Hermanos Musulmanes! —Finalmente, suspiró—: ¡Si estuvieran sus amigos vivos, ellos llevarían las parihuelas sobre sus hombros!
***
El funeral transcurrió como habían acordado. Los amigos de Abd el-Múnim eran los más numerosos, mientras que los de Redwán eran los de más elevada posición. Un grupo de ellos concentraba las miradas, al ser personas conocidas por los que leían los periódicos y las revistas. Redwán se sentía orgulloso de ellos, hasta el punto que su vanidad casi disimulaba su tristeza. La noticia se difundió entre la gente del barrio, «vecinos de toda la vida», incluso entre aquellos que no habían tenido ninguna ocasión de conocerlo personalmente. Nadie faltó al funeral, salvo los amigos del propio difunto que le habían precedido a la morada postrera. En la Puerta de la Victoria apareció el sheyj Mitwali Abd el-Sámad por el camino. Se tambaleaba a causa de su avanzada edad. Levantó la cabeza hacia las parihuelas, y tras cerrar sus ojos, dijo:
—¿Quién es?
—El difunto señor Ahmad Abd el-Gawwad —le respondió un hombre del barrio.
El rostro del hombre comenzó a agitarse tembloroso de derecha a izquierda, mientras sus rasgos preguntaban desconcertados. De pronto, se atrevió:
—¿De dónde es?
El hombre le contestó meneando su cabeza con cierta tristeza:
—De este barrio, ¡cómo no lo conoces! ¿Es que no recuerdas al señor Ahmad Abd el-Gawwad?
Pero él no parecía acordarse de nada. Arrojó otra mirada a las parihuelas, y siguió su camino…