36

Kamal dejó la casa de Galila a las dos y media de la mañana; todo estaba sumergido en tinieblas, y las tinieblas, inmersas en el silencio. Caminó despacio hacia la Nueva Avenida, y luego se desvió hacia el-Huseyn. ¿Hasta cuándo iba a vivir en este bendito barrio al que ya no le unía ningún lazo? Sonrió débilmente. Del vino sólo le quedaba la resaca; los ardores de su cuerpo se habían calmado, y sus pasos lo llevaban con fatiga y pereza. Normalmente, en tales momentos de calma, algo gritaba en sus entrañas —no era ni el arrepentimiento ni el pesar— buscando la purificación, implorando liberarse de la esclavitud de las pasiones para siempre, como si la fogosidad de sus pasiones pusiera al desnudo las rocas que lo cercaban por entero. Alzó su cabeza hacia el cielo, como queriendo intimar con las estrellas, cuando una sirena de alarma quebró el silencio. Su corazón latió con violencia, y sus ojos soñolientos se abrieron; luego, movido por un impulso instintivo, se inclinó hacia el muro más próximo y caminó paralelo a él. De nuevo miró al cielo y vio las luces de los reflectores, cuyos destellos se rozaban a gran velocidad, encontrándose unas veces para dispersarse luego con furia. Al sentirse angustiado por su soledad, apretó el paso sin separarse del muro. ¡Parecía que sobre la superficie de la tierra existiera sólo él! De improviso, un silbido ronco, que antes no había llegado a sus oídos, se abatió, seguido de una violenta explosión que hizo estremecer el suelo bajo sus pies. ¿Fue cerca de allí o lejos? Apenas tuvo tiempo para repasar mentalmente sus datos sobre los refugios, pues las explosiones se sucedían con una rapidez que cortaba la respiración; los cañones enemigos disparaban por ráfagas, y la atmósfera estaba iluminada por luces, brillantes como el rayo, de origen y sustancia desconocidos. Le parecía que la tierra volaba en pedazos. Empezó a correr velozmente, sin que le importara todo aquello un bledo, hacia el adarve Qírmiz, con el fin de encontrar refugio en su histórico subterráneo. Los cañones disparaban con frenética violencia, las bombas arrasaban completamente allí donde caían, y la tierra temblaba. Tras unos segundos de terror, alcanzó el subterráneo. La gran concentración de personas que había espesaba aún más las tinieblas. Se introdujo entre ellas, sin aliento. Su atmósfera estaba dominada por el espanto e invadida por murmullos de temor, en una tenebrosa oscuridad. Sin embargo, la entrada y la salida del subterráneo se iluminaba de tiempo en tiempo por los reflejos de las irradiaciones que explotaban en el vacío. Ya habían cesado de caer las bombas, o esto es lo que pensaban.

Pero la furia de los cañones no se había debilitado. Estos afectaban a los espíritus tanto como las bombas. En las voces se entremezclaban los gritos, los llantos, las regañinas y las reprimendas procedentes de mujeres, niños y hombres.

—Este es un nuevo ataque, y no es como los anteriores…

—Y este viejo barrio, ¿podrá soportar nuevos ataques?

—Dejaos de esa charla y decid ¡oh, Señor!

—Todos nosotros decimos ¡oh, Señor!

—¡Callad… callad! ¡Que Dios tenga piedad de vosotros!

Kamal observaba la luz que iluminaba la salida del subterráneo, cuando vio llegar un nuevo grupo de personas, y creyó vislumbrar entre ellas la figura de su padre. Su corazón palpitó. ¿Era realmente su padre? ¿Cómo había podido atravesar la calle hasta el subterráneo? Es más, ¿cómo había podido levantarse de la cama? Se abrió paso hasta el final del subterráneo, atravesando la inquieta multitud humana, y reconoció al resplandor de la luz a toda su familia, su padre, su madre, Aisha y Umm Hánafi. Se encaminó a ellos hasta alcanzarlos, y susurró:

—¡Soy Kamal! ¿Estáis todos bien?

Su padre no contestó. Estaba apoyado sobre su espalda, extenuado, en el muro del subterráneo, entre la madre y Aisha. Fue la madre quien respondió:

—¿Kamal? ¡Gracias a Dios! ¡Qué horror, hijito! Esta vez no ha sido como las demás, creíamos que la casa se iba a derrumbar sobre nuestras cabezas. El Señor dio fuerzas a tu padre y se levantó; lo trajimos entre todos; no sé cómo pudo llegar él ni cómo pudimos llegar nosotros.

Umm Hánafi balbuceó:

—Él es compasivo. ¡Qué espanto! ¡Que Nuestro Señor sea benevolente con nosotros!

Repentinamente, Aisha gritó:

—¿Cuándo van a callarse esos cañones?

Kamal creyó notar en su voz que tenía los nervios destrozados; así pues, se acercó a ella y tomó sus manos entre las suyas. Parecía que había recobrado algo de su perdida conciencia al encontrarse frente a quienes necesitaban de su ánimo. Los cañones continuaban disparando con su frenética furia, aunque su violencia empezaba a debilitarse de modo imperceptible. Kamal se inclinó hacia su padre, y le preguntó:

—¿Cómo estás, padre?

Su voz le llegó en un débil murmullo:

—¿Dónde estabas, Kamal? ¿Dónde estabas cuando tuvo lugar el ataque?

Tranquilizándolo, respondió:

—Estaba cerca del subterráneo. ¿Cómo te encuentras tú?

Con voz entrecortada, contestó:

—¡Sólo Dios sabe cómo pude levantarme de la cama y correr en el camino! ¡Sólo Dios sabe! No me di cuenta de nada. ¿Cuándo volverá la situación a la tranquilidad?

—¿Me quito la chaqueta para que te sientes sobre ella?

—No, puedo permanecer de pie, pero ¿cuándo volverá a estar todo en calma?

—Los ataques han acabado, según parece, pero tu sorprendente mejoría al levantarte, ¡que no se venga abajo! Realmente, las sorpresas producen milagros muchas veces con los enfermos.

Apenas había acabado de hablar cuando la tierra se estremeció a causa de tres explosiones sucesivas. La violencia de los cañones enemigos arreció de nuevo, y el subterráneo se conmocionó por el griterío.

—¡Es sobre nuestras cabezas!

—Dios es Único…

—¡Haced callar a ese pájaro de mal agüero!

Kamal soltó las manos de Aisha para coger las de su padre entre las suyas. Era la primera vez en su vida que lo hacía. Las manos del hombre temblaban, y las de Kamal también. Umm Hánafi se había tendido de bruces en el suelo, y gemía. Una voz nerviosa volvió a gritar agitada:

—¡Guardaos de gritar! ¡Mataré al que grite!

Los gritos se elevaron, los disparos de los cañones continuaron, y el nerviosismo aumentó al producirse un nuevo temblor; no obstante, solamente los cañones siguieron disparando, y nuevas explosiones, que inquietaban los espíritus, ocurrieron.

—¡Han acabado las bombas!

—No se van, pero luego explotan…

—Caen lejos. Si cayeran cerca, las casas de nuestro alrededor no se librarían.

—¡Pero si han caído en el-Nahhasín!

—Eso es lo que tú crees. Quizá ha sido en el polvorín.

—¡Escuchad, por amor de Dios! ¿No han disminuido los cañonazos?

Ciertamente sus disparos habían disminuido. Después no volvieron a escucharse más que de lejos; luego, entrecortados; un poco después, distanciados; más tarde, pasó un minuto completo entre un disparo y otro; y finalmente, sobrevino el silencio, que se extendió, largo y profundo. Muchos comenzaron a recordar cosas y cosas, a vivir de nuevo, a lamentarse, en un ambiente de cauta tranquilidad entremezclada de compasión. Kamal trató en vano de ver el rostro de su padre al comenzar de nuevo los fugaces resplandores de luz; y la oscuridad reinó otra vez.

—Padre, la situación volverá a estar tranquila.

El hombre no respondió, sólo movió sus manos entre las de su hijo como para convencerlo de que continuaba vivo…

—¿Estás bien?

Él movió de nuevo sus manos. Kamal se sintió desolado y estuvo a punto de ponerse a llorar.

La sirena de alarma sonó para indicar que había pasado el ataque.

Se sucedieron tras ella los gritos de júbilo de todos los rincones, como los gritos de los niños tras los cañones de las fiestas. El lugar y cuanto lo rodeaba bulló con una actividad sin igual. Abrir y cerrar de puertas y ventanas, vocerío nervioso, seguido de la salida de los congregados en el subterráneo. Kamal dijo con un suspiro:

—Nos vamos…

El padre puso un brazo sobre el hombro de Kamal y el otro sobre el de la madre, y empezó a caminar entre ellos paso a paso. Ellos se preguntaban sobre el hombre, cómo estaría y cómo le habría afectado su peligrosa hazaña. A todo esto, el padre detuvo su marcha, y dijo con voz débil:

—Creo que debo sentarme.

Kamal le sugirió:

—Deja que yo te lleve.

—No vas a poder —contestó fatigosamente.

Pero Kamal lo rodeó con un brazo por detrás de su espalda, colocó el otro por debajo de sus piernas y lo levantó. No era una carga ligera pero, en cualquier caso, lo que quedaba de su padre era llevadero. Caminó muy despacio, mientras los demás lo seguían compasivos. Aisha repentinamente sollozó. Entonces, el padre dijo con voz cansada:

—¡No provoques un escándalo!

Ella se tapó la boca con la mano. Cuando llegaron a la casa, Umm Hánafi ayudó a transportar al señor; lo subieron por la escalera lentamente y con cuidado. Estaba como resignado, pero sus continuos murmullos de disculpa revelaban su tristeza y su pesar. Lo tendieron cuidadosamente en su cama. Cuando encendieron la luz de la habitación, el rostro del padre mostraba una intensa palidez como si el esfuerzo hubiera consumido su sangre; su pecho se elevaba y descendía con violencia. Cerró sus ojos pesadamente, tras lo cual empezó a quejarse una y otra vez, pero luchó contra su dolor hasta que pudo encontrar al fin refugio en el silencio. Todos estaban en pie, alineados ante su cama, observándolo con temor y compasión. Finalmente, Amina le preguntó con voz trémula:

—¿Mi señor, te encuentras bien?

Él abrió sus ojos, y miró los rostros durante largo rato. Durante unos instantes, pareció no reconocerlos, luego suspiró y dijo con voz casi inaudible:

—Gracias a Dios…

—Duerme, mi señor, duerme para que descanses…

El sonido de la campana exterior les llegó y Umm Hánafi fue a abrir la puerta. Se intercambiaron miradas interrogantes, y Kamal dijo:

—Quizá sea alguien de el-Sukkariyya o de Qasr el-Shawq, que viene para tranquilizarse por nosotros.

Su suposición fue correcta, pues no tardaron en entrar en la habitación Abd el-Múnim y Ahmad, seguidos por Yasín y Redwán. Se acercaron a la cama del padre, saludando a los presentes. El hombre les dirigió unas débiles miradas, y como no pudo ayudarse con las palabras, se contentó con alzar una mano enflaquecida a modo de saludo. Kamal les relató brevemente lo que su padre había soportado aquella perturbadora noche. Posteriormente, Amina añadió en un susurro:

—Una noche horrible. ¡Que Nuestro Señor no repita…!

Umm Hánafi dijo:

—La agitación lo ha fatigado un poco, pero descansando, recobrará su vitalidad.

Yasín se inclinó sobre su padre, diciéndole:

—Necesitas reposo, ¿cómo te encuentras ahora?

El hombre lo miró con ternura, con ojos apagados, y masculló:

—Bien, gracias a Dios… Siento una molestia en el costado izquierdo…

—¿Te ha visto el médico? —le preguntó Yasín.

Murmuró disgustado, haciendo señas con la mano:

—No. Lo mejor es que duerma…

Yasín indicó a los presentes que salieran, pero él se quedó un poco atrás. El padre volvió a levantar su delgada mano. Uno tras otro, abandonaron la habitación, quedándose sólo Amina con el padre. Cuando se reunieron en la sala, Abd el-Múnim preguntó a su tío Kamal:

—¿Qué hicisteis? Nosotros corrimos hacia el recibidor del patio.

—Y nosotros bajamos al apartamento de nuestros vecinos en la planta baja —añadió Yasín.

Kamal, angustiado, intervino:

—Pero el cansancio ha agotado las fuerzas de papá…

—Pronto recuperará su buena forma con el reposo del sueño —contestó Yasín.

—¿Y qué haremos con él si hay una nueva incursión?

Nadie supo qué responder. Reinó un pesado silencio hasta que Ahmad habló:

—Nuestras casas son antiguas y no soportarán los ataques…

Al oír esto, Kamal quiso disipar unas oscuras nubes que amenazaban con destrozar sus nervios. Así pues, dijo, eliminando cualquier sonrisa de sus labios:

—Si se desploman nuestras casas, será suficiente honor que su destrucción haya sido a causa de los más novedosos métodos de la ciencia moderna…