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«¡Qué frío el de este invierno! Recuerda a aquel otro invierno que quedó grabado en la memoria de la gente de toda una generación. ¿Qué año fue? ¡Dios mío!: ¿dónde está la memoria que conserva aquello?» A no ser que aquel anciano corazón lo haya relegado al olvido… Es una parte del pasado cuyo recuerdo suscita lágrimas en lo más profundo… La época en que se levantaba temprano y se metía bajo la ducha sin reparar en el frío del invierno. Luego se llenaba el estómago y se lanzaba al mundo de los otros. El mundo del movimiento y de la libertad, del que hoy no conocía nada sino por lo que le contaban. Y parecía que hablaban de un mundo situado al otro extremo de la tierra. En aquel tiempo tenía la libertad y el poder de sentarse en el sofá de su cuarto o en la silla del balcón, oprimido por la prisión del hogar. Cuando tenía necesidad iba al baño público. O se cambiaba de ropa él mismo… Por todo esto maldecía el tener que quedarse en casa. Aunque disponía de un día a la semana en que podía salir, apoyándose en su bastón o subido a un coche de caballos, y podía ir a visitar el-Huseyn o la casa de alguno de sus amigos. Continuamente pedía a Dios que le librara del encierro en casa. Pero hoy no podía abandonar la cama… Los límites de su mundo no sobrepasaban ahora las cuatro esquinas del colchón. Hasta el baño venía a él por no poder ir al baño… Una desgracia que nunca había entrado en sus cálculos. La irritación acudía a sus labios y la amargura inundaba su saliva. Sobre aquel colchón reposaba de día, dormía de noche, tomaba las comidas y hacía sus necesidades… Él, que tenía a gala su proverbial elegancia y que andaba siempre anunciado por un exquisito perfume… Aquella casa sometida desde siempre y de forma absoluta a sus deseos se ponía a observarla ahora y no encontraba en ella más que miradas de compasión… Pedía algo y se lo daban como a los niños.

Sus amigos del alma se habían ido en un corto espacio de tiempo como si estuvieran previamente todos citados. Se fueron y lo dejaron solo… «¡Con Dios, Muhammad Effat…!» La última vez que lo vio fue en una velada, una noche de Ramadán, en el salámlik que daba al jardín. Se despidió de él y se alejó en medio de sus enormes risotadas, que podían oírse hasta en la entrada de la casa. Apenas se había retirado a su cuarto alguien llamó a la puerta. Era Redwán, que venía corriendo a decirle: «¡Ha muerto, ha muerto!». «¡Alabado sea Dios! ¿Cuándo?… ¿Cómo?… ¿No reíamos juntos hace un momento? Se había caído de bruces cuando iba camino de su dormitorio. Así terminó mi amigo de toda la vida… Ali Abd el-Rahim agonizó durante tres días completos. Una tos seca, cortante, que nos hizo pedir a Dios que le diera un final mejor y lo librara de aquel sufrimiento. De este modo salió de este mundo mi amigo del alma Ali Abd el-Rahim…» De estos dos compañeros se había despedido. Con Ibrahim Alfar no pudo hacerlo. Una fuerte recaída en su enfermedad lo había postrado en cama. Esto le impidió visitarlo. Tuvo que mandarle a su criado… Ni al funeral pudo acudir. Envió a Yasín y a Kamal en su nombre. «¡Dios tenga misericordia de ti, la mejor de todas las personas!» Antes de todo esto habían muerto Hamidu y el-Hamzawi, aparte de otra docena de conocidos y compañeros. Lo dejaban solo como si no conociese a nadie… Nadie venía a visitarlo. A su entierro no acudiría amigo alguno… Ahora ni podía rezar. No disfrutaba de sentirse limpio más que algunas horas después del baño que le concedían una vez al mes… Tenía vetado rezar cuando era la necesidad más acuciante que sentía: rezarle a Dios Misericordioso en medio de aquella angustiosa soledad.

Así pasaban los días… La radio sonaba y él escuchaba. Amina iba y venía. ¡Cómo había perdido su mujer las fuerzas…! Aunque ella nunca se quejaba. Era su enfermera… Lo que más temía era que el día de mañana necesitase que la cuidasen. Sólo la tenía a ella. Yasín y Kamal se quedaban una hora con él y luego se iban. Le gustaría que no se fuesen. Pero no podía decírselo a Amina, ni ellos complacerle… Amina era la única que no se cansaba de él. Si iba a visitar el-Huseyn era para pedir por él. Aparte de esto el mundo estaba vacío. El día que venía a visitarlo Jadiga también era digno de esperarlo… Llegaba en compañía de Ibrahim Sháwkat, de Abd el-Múnim y de Ahmad. Ellos llenaban el cuarto de vida y alejaban la tristeza. Lo poco que hablaba él, lo compensaban ellos con creces. A veces Ibrahim les decía: «Cansáis al señor con vuestra charla». Pero él le respondía, riñéndole: «Déjales que hablen… quiero oírlos». Y rogaba por la salud y la larga vida de su hija, su marido y sus hijos… Sabía que a ella le hubiera gustado vigilar por sí misma el descanso de su padre… Los ojos de Jadiga mostraban un cariño sin límites.

Un día le preguntó a Yasín, sonriendo pero interesado y deseoso:

—¿Dónde pasas las noches?

—Hoy —respondió él molesto— los ingleses están por todas partes, como en tiempos…

«En tiempos… Días de fuerza y ánimo, de risas que hacían temblar las paredes; las noches de el-Guriyya y de el-Gamaliyya; gentes de las que no quedan más que los nombres: Zubayda, Galila, Haniyya… ¿te acuerdas de tu madre, Yasín? Zannuba y Karima sentadas al lado de su padre… Siempre pedirás misericordia y perdón…»

—¿Quiénes quedan de los viejos conocidos en el Ministerio, Yasín?

—Todos se han jubilado. No he vuelto a saber nada de ellos…

«Y ellos no saben nada de nosotros. Los amigos del alma ya no están y preguntamos por los conocidos. ¡Qué bonita está Karima! Ha superado a su madre, tal como fue en tiempos. Y eso que no pasa de los catorce. Y Naíma, ¿no era también una maravilla de belleza?»

—Yasín, si puedes convencer a Aisha de que te haga una visita, hazlo. ¡Sacadla de su soledad! Temo por ella…

—La hemos invitado muchas veces a Qasr el-Shawq —contestó Zannuba—, pero… ¡Dios la proteja!

Una mirada sombría cubrió la vista del anciano. Luego le preguntó a Yasín:

—¿No te has cruzado con el sheyj Mitwali Abd el-Sámad?

—Algunas veces —respondió Yasín sonriente—. No reconoce a nadie. Pero no para de andar con sus fuertes piernas.

«¡Qué hombre! ¿Nunca habrá tenido ganas de venir a visitarme? O me ha olvidado como hicieron antes mis hijos…»

Cuando se fueron sus amigos inició una especie de amistad con Kamal, sorprendiendo a este. No era el padre que había conocido. Se había convertido en un amigo al que se confiaba, al que comunicaba sus secretos y decía apenado: «Un soltero de treinta y cuatro años que pasa la mayor parte de su vida entre los libros de su biblioteca, ¡Dios lo ampare!». No se consideraba responsable de lo que le había pasado a su hijo. Este, desde un principio, se había empeñado en hacerse a sí mismo. Y terminó por ser un maestro soltero encerrado y confinado en los límites de su cuarto… Rehuía ponerse pesado con el tema del matrimonio o con otros asuntos personales. A la vez que le pedía a Dios conservar su insignificante fortuna hasta el último aliento para no tener que depender de él.

Un día le preguntó:

—¿Qué te asombra más de esta época?

Kamal lanzó una sonrisa de desconcierto, dudando sobre la respuesta, y su padre continuó:

—La época de verdad fue la nuestra… Un tiempo de riqueza y comodidad, de salud y bienestar… Conocimos a Saad Zaglul, oímos a Si Abdu… ¿Qué es lo que tenéis hoy?

Kamal contestó, arrastrado por el contenido de las palabras:

—Cada época tiene sus más y sus menos…

El hombre movió la cabeza, apoyada en un almohadón doblado bajo su espalda:

—Eso es lo único que puedes decir…

Permaneció luego un rato en silencio y a continuación exclamó sin más preámbulo:

—La imposibilidad de rezar me parte el alma. La devoción es un consuelo para la soledad. Paso por raros momentos en los que olvido todas las formas de privación a las que me veo sometido: en la comida, la bebida, la libertad o el bienestar… Me entra una extraña tranquilidad con la que me parece llegar a los cielos. Entonces siento una felicidad desconocida que desprecia esta vida y todo lo que trae consigo…

—Prolongue Nuestro Señor tu vida y te conceda el bienestar —susurró Kamal.

—Este es un buen momento —aseguró, meneando otra vez la cabeza con resignación—. No siento molestias en el pecho; puedo respirar sin dificultad; la hinchazón de la pierna comienza a bajar y van a empezar en la radio con las peticiones de los oyentes…

En ese instante se oyó la voz de Amina:

—¿Está bien mi señor?

—Gracias a Dios…

—¿Le traigo la cena?

—¿La cena? No dejas de llamarla cena… Anda, tráeme el tazón de leche…