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La vieja casa había adquirido con el paso del tiempo una imagen nueva, denotando cierta descomposición y los síntomas de la edad. Su armonía se había disuelto y el ambiente familiar estaba deteriorándose. Ambos elementos constituyeron en tiempos el alma de la casa. Al comienzo de la mañana Kamal desaparecía para ir a la escuela; Amina salía para su gira espiritual a el Huseyn y Sayyida Zaynab; Umm Hánafi bajaba a la habitación del horno; el señor se echaba sobre el sofá en su cuarto, o se sentaba en el balcón en una silla; Aisha vagaba a su aire entre la azotea y su dormitorio; la radio sonaba solitaria en el salón. Al atardecer Amina y Umm Hánafi se reunían allí, mientras que Aisha permanecía en su cuarto o pasaba con ellas dos algunos ratos. El señor Ahmad no dejaba sus habitaciones. Kamal, si regresaba temprano, era para encerrarse en su biblioteca, en el piso alto. Al principió el aislamiento del señor fue causa de tristeza; más tarde se convirtió en una costumbre, para él y para los demás. Lo mismo que la tristeza de Aisha había sido dolorosa y luego pasó a ser algo normal para ella y para los otros. Amina nunca dejó de ser la primera en levantarse. A su vez ella despertaba a Umm Hánafi, hacía sus abluciones y rezaba. Una vez despierta, Umm Hánafi, sin duda la más sana de todos ellos, iba a la habitación del horno, mientras Aisha abría pesadamente sus ojos. Luego tomaba varias tazas de café seguidas, se fumaba varios cigarrillos, uno tras otro, y más tarde, durante el desayuno, probaba sólo algún bocado… Se había apagado completamente. No era nada más que un impresionante esqueleto cubierto de una pálida piel. Sus cabellos habían empezado a caerse, hasta el punto de tener que acudir al médico antes de quedarse calva. Ella misma se había precipitado a toda clase de enfermedades e infecciones, de tal manera que el médico le aconsejó quitarse la dentadura. De su antigua persona no quedaba más que el nombre. Sin embargo, no había abandonado la costumbre de mirarse al espejo, no para acicalarse sino para responder a un antiguo hábito, por un lado; y para superar su tristeza, por otro. A veces parecía como si se conformase con los designios del destino de buena gana y se pasaba largos ratos sentada con su madre. Entonces participaba activamente en la conversación, incluso dejaba escapar una sonrisa de sus labios mustios. O iba a ver a su padre para preguntarle por su salud. O paseaba por el jardín de la azotea echándoles de comer a las gallinas. Su madre le decía esperanzada:

—¡Qué alegría me das, Aisha! ¡Ay si te viera siempre así!

Mientras que Umm Hánafi se secaba las lágrimas y le proponía:

—Vamos al cuarto del horno a preparar algún buen plato.

Pero en una ocasión, a media noche, a su madre la despertaron unos sollozos que salían de la habitación de Aisha. Fue hacia allí después de comprobar que su marido dormía. La encontró sentada en la oscuridad y llorando. Cuando sintió a su madre, se echó sobre ella diciendo:

—¡Si al menos me hubiera dejado lo que llevaba en su vientre como herencia…! ¡Mis manos están vacías! ¡No tengo nada en este mundo…!

—Comprendo perfectamente tu tristeza —le contestó su madre abrazándola—. Una tristeza que no admite consuelo. ¡Ojalá hubiera podido cambiarme por ti! Pero Dios Altísimo sabe lo que hace. ¿Para qué sirve la tristeza, pobrecita mía?

—En cuanto me duermo sueño con ellos, o en la vida que llevaba antes…

—¡Confía en Dios! He pasado mucho tiempo con el sufrimiento que tú soportas ahora. ¿Has olvidado acaso a Fahmi?… Pero el creyente debe ser fuerte ante las pruebas que le vienen… ¿Dónde está tu fe?

—¡Mi fe…! —exclamó Aisha irritada.

—Sí… Recobra tu fe… Reza a tu Señor… Él te enviará Su misericordia de donde menos esperes…

—¡La misericordia! ¿Dónde está la misericordia…?

—Su misericordia está en todas las cosas. ¡Hazme caso y ven conmigo a el-Huseyn! Pon la mano en su mausoleo y recita la Fátiha. El fuego que sientes se convertirá en frescor y paz, como el fuego de Nuestro Señor Abraham.

Su postura hacia su salud no era menos contradictoria que todo esto. Cuando acudía a los médicos con cierta constancia y asiduidad, hasta parecía que volvía a aferrarse a esta vida. Pero otras veces se abandonaba a sí misma y despreciaba cualquier consejo de un modo suicida. Las visitas al cementerio constituían la única costumbre que no había abandonado ni en una sola ocasión. En esto se agotaba toda su generosidad. Con el mejor de los ánimos dedicaba a ello todo lo que tenía de la herencia de su marido y de su hija. Así, los alrededores de las tumbas se convirtieron en un florido jardín cuajado de flores y arrayanes. El día que le vino Ibrahim Sháwkat para arreglar los trámites de la herencia, estalló en una carcajada de locura y le dijo a su madre:

—¡Felicítame por la herencia que me ha dejado Naíma!

Kamal venía a verla siempre que percibía en ella algo de estabilidad. Se sentaba a su lado largos ratos mimándola y cuidándola. La contemplaba despacio y en silencio… Venía a su mente con tristeza su antigua imagen, abandonada hoy por Dios, y examinaba la ruina a la que ella había llegado. No estaba delgada solamente, ni únicamente enferma. Estaba triste, en todo el sentido de la palabra. No se le ocultaba a Kamal la similitud de los destinos que ambos encaraban: ella había perdido su descendencia, él sus esperanzas… Ella había terminado en la nada, él también… Aunque los hijos de Aisha fueran de carne y sangre y sus esperanzas de engaños y fantasías.

Un día él les dijo:

—¿No sería mejor que fueseis al refugio si suena la sirena de alarma?

—Yo no abandono mi cuarto —respondió Aisha.

—Son ataques sin peligro y bombas como cohetes de feria —contestó la madre.

—Si tuviera fuerzas para ir al refugio —exclamó por su parte el padre, desde el fondo de la habitación— iría a la mezquita o a casa de Muhammad Effat.

En otra ocasión, Aisha vino desde la azotea agitada y jadeante, diciéndole a su madre:

—¡Ha ocurrido algo extraordinario!

Su madre la miró con una curiosidad teñida de esperanza. Ella continuó sin dejar de jadear:

—Estaba en la azotea mirando la puesta de sol, en un estado de desesperación como nunca antes había sentido. De pronto se ha abierto en el cielo una ventana con una luz resplandeciente y yo he gritado en voz alta: «¡Señor!».

La madre abrió los ojos sorprendida. ¿Era una muestra de la misericordia divina o un nuevo abismo de tristezas?

—Quizás sea la misericordia de Nuestro Señor, hija mía —balbuceó Amina.

—Sí —respondió ella con el rostro resplandeciente de alegría—. Yo grité: «¡Señor!». Y la luz llenó todo el mundo.

Todos se pusieron a darle vueltas al asunto, observándolo con una tremenda angustia. Aisha se pasaba las horas inmóvil, en la azotea, esperando que surgiese la luz otra vez. Hasta tal extremo que Kamal se decía para sus adentros: «¿Es este el final a cuyo lado la muerte tiene poca importancia?». Pero por suerte, por suerte para todos, ella olvidó el asunto con el tiempo y no volvió a mencionarlo. Luego no paró de meterse cada vez más en el mundo propio que se había creado para ella. En él vivía sola, tanto si estaba aislada en su cuarto como si se sentaba con el resto de la familia. Excepto algunos momentos, muy de vez en cuando, en los que volvía en sí como si regresara de un largo viaje. Luego no tardaba en reemprender la marcha. En aquel tiempo se aferró a una nueva costumbre: hablar consigo misma. Especialmente cuando estaba sola. Esto produjo nuevas angustias. Menos mal que ella se dirigía a los difuntos, perfectamente consciente de que estaban muertos, sin crearse fantasías o fantasmas. Ahí estaba el consuelo de los que la rodeaban…