—Quizás me haya equivocado al traer a mi mujer a El Cairo para dar a luz —dijo Ismail Latif—. Todas las noches suenan las sirenas de alarma. En Tanta no conocemos nada de los horrores de esta guerra.
—Son ataques simbólicos —exclamó Kamal—. Si quisieran hacernos daño, no habría fuerza que se lo impidiera.
Riyad Quldus se rio y dijo dirigiéndose a Ismail Latif, al que veía por segunda vez desde que se conocieron, hacia un año:
—Estás hablando con un hombre que no es consciente de sus responsabilidades como marido.
—¿Y tú eres consciente de ello? —le preguntó Ismail con ironía.
—Yo estoy soltero, como él, aunque no soy enemigo del matrimonio.
Paseaban por la calle Fuad I, al caer la noche, en medio de una oscuridad sólo atenuada por las débiles luces que salían de las puertas de los edificios públicos. A pesar de todo la calle estaba llena de mujeres, hombres y soldados británicos de todos los cuerpos. El otoño expandía una brisa húmeda, aunque la mayor parte de la gente llevaba vestidos de verano. Riyad Quldus miró hacia un grupo de soldados indios diciendo:
—Es triste que los hombres se alejen tanto de su país para luchar por la causa de otro.
—Me pregunto cómo tienen estos desgraciados ánimo para reírse —exclamó Ismail Latif.
—Lo mismo que reímos nosotros en este extraño mundo —respondió Kamal tristemente—: el vino, las drogas y la desesperación.
—Pasas por una crisis única. Todo a tu alrededor se ha zarandeado por los cuatro costados. Frivolidad e ilusiones de la mente, lucha dolorosa con los secretos de la vida y del espíritu, hastío y enfermedad… Te compadezco.
—Cásate —apostilló Ismail Latif con simpleza—. Yo pasé por este hastío antes de casarme.
—Díselo a él —respondió Riyad Quldus.
—El matrimonio es la última capitulación en este combate inútil… —exclamó Kamal como hablando consigo mismo.
«Ismail se equivoca en la comparación. Es un animal educado. Pero ¡cuidado!, quizás esto sea un espejismo. Tú yaces encima de un lecho de decepciones y de derrotas. Ismail no conoce nada del mundo de las ideas, sólo la felicidad que dan el trabajo, la esposa y los hijos. ¿Y no es esta una felicidad digna de burlarse del desprecio que tú le haces?»
—Si me decido un día a escribir una novela —dijo Riyad—, tú serás uno de los protagonistas.
Kamal se volvió hacia él con una curiosidad infantil y le preguntó:
—¿Qué papel me vas a dar?
—No sé. Pero conviene que te convenzas a ti mismo de no estar harto de todo. Muchos de los que se ven reflejados en mis relatos están hartos.
¿Por qué?
—Puede ser que cada persona tenga una idea de sí mismo creada por ella. Y si el novelista la analiza, se rebela y se enfada.
—¿Tienes alguna idea sobre mí que no desvelas? —preguntó Kamal inquieto.
—Por supuesto que no —aseguró con firmeza—. Pero el escritor puede partir de una persona concreta y luego olvidarla completamente para crear un tipo humano nuevo. Entre este y el original no existe más parentesco que el de la inspiración inicial. Tú me inspiras a mí la personalidad del hombre oriental indeciso entre Oriente y Occidente, dando vueltas continuamente alrededor de sí mismo hasta el vértigo.
«Habla de Oriente y Occidente pero ¿cómo podría él llegar a comprender a Aida? La desgracia tiene muchas variantes».
—Toda tu vida vas a estar creándote problemas —dijo Ismail Latif, con simpleza una vez más—. Los libros, creo yo, son la base de tus desdichas. ¿Por qué no intentas llevar una vida normal?
Llegaron caminando al cruce con la calle de Imad el-Din y torcieron por ella, evitando un grupo grande de ingleses que desfilaba ante ellos.
—¡Al infierno con ellos! —exclamó Ismail Latif—. ¿De dónde les vendrá esa confianza? ¿Crees que realmente la tienen?
—Me parece que el resultado de la guerra está ya previsto —dijo Kamal—. Acabará la próxima primavera.
—El nazismo es un movimiento reaccionario y en contra de la humanidad —afirmó Riyad Quldus con desprecio—. Las desgracias del mundo van a duplicarse bajo sus botas de hierro…
—Lo que haya de ser, será —contestó Ismail—. Lo importante es que veamos a los ingleses en la misma situación que ellos imponen a los pueblos débiles.
—Los alemanes no son mejores que los ingleses —comentó Kamal.
—Pero con los ingleses hemos terminado mal —dijo Riyad Quldus—. El imperialismo británico va entrando en la vejez y quizás se esté dulcificando con ciertos principios humanistas. Mañana nos las veremos con un imperialismo joven, seguro de sí mismo, ávido, rico, beligerante… ¿Y qué haremos entonces?
Kamal estalló en una carcajada que denotaba otro tono:
—Bebamos, pues, un par de vasos y soñemos con un mundo unificado y dirigido por un gobierno único y justo…
—Para eso necesitaremos sin remedio más de dos vasos.
Se encontraron delante de una nueva taberna que no habían visto nunca antes, muy posiblemente uno de esos endiablados lugares que hacen brotar como hongos las circunstancias de la guerra. Kamal miró hacia el interior y vio a una mujer blanca, con un cuerpo oriental, que se ocupaba de dirigir el local. De pronto plantó sus piernas y se quedó parado… O mejor no podía moverse. Sus dos acompañantes tuvieron que detener el paso y dirigir la vista hacia donde él estaba mirando… ¡Maryam!… ¡Era Maryam sin duda! ¡Maryam, la segunda mujer de Yasín!… Maryam, la vecina de toda la vida, en esta taberna, después de haber desaparecido un buen tiempo. Maryam, la que él creía que estaba con su madre.
—¿Quieres que nos sentemos aquí? Vamos, no hay más que cuatro soldados ingleses dentro.
Dudó un buen rato pero no tuvo el valor suficiente y dijo sin salir de su asombro:
—De ninguna manera…
Echó otra mirada a aquella mujer. Le recordaba a la madre de ella, al final de sus días. Luego siguieron su camino… ¿Cuándo la había visto por última vez? Hacía trece o catorce años por lo menos. Se trataba de uno de los recuerdos del pasado que no se le habían borrado… Sí, se trataba de su pasado…, de su propia historia…, de su mismo ser… Todos ellos eran una sola cosa. Ella lo había recibido en Qasr el-Shawq, durante su última visita a aquella casa antes del repudio. Él no dejaba de recordar cómo se le había quejado de la conducta irregular de su hermano y de su vuelta a la vida turbulenta y deshonesta. Quejas de las que no había previsto las consecuencias y que le habían llevado al papel que desempeñaba ahora en esa endiablada taberna. Antes de todo aquello era la honorable hija del señor Muhammad Redwán, su amiga y la inspiradora de las fantasías de su primera infancia. Aquel tiempo en el que veía la vieja casa repleta de alegrías y de paz. Maryam era entonces una rosa, como lo era Aisha; pero el tiempo es el peor enemigo de las rosas. Entraba dentro de lo posible que se hubiera tropezado con ella en una de esas casas como aquella en la que encontró a Sitt Galila. Y si esto hubiese llegado a ocurrir, se habría visto metido en un aprieto… ¡y de qué calibre!… Maryam había comenzado con los ingleses y terminaba con ellos…
—¿Conoces a esa mujer?
—Sí…
—¿Cómo?
—Es una mujer… de esas a olvidar… Quizás no se acuerde de mí.
—Sí…, las tabernas están llenas de ellas: viejas prostitutas y criadas lanzadas de variado pelaje…
—Sí… ¿Y por qué no has entrado? Quizás nos hubiera recibido mejor en tu honor.
—No se puede decir que sea joven… Disponemos de lugares más adecuados…
Con esto se fijaba él mismo la edad, sin darse cuenta. Andaba a mitad de la treintena y parecía como si ya hubiese consumido su cuota de felicidad. Si comparaba su actual desgracia con la del pasado, no sabía cuál de las dos era peor. Pero ¿qué importaba la edad si estaba harto de la vida? La verdad es que la muerte era la mayor delicia de la vida… Pero ¿qué era ese ruido?
—¡Un ataque! —¿Dónde vamos?
—Al refugio del Café Rex.
En el refugio no encontraron nada más que un lugar libre para sentarse y se quedaron de pie. Había allí una masa heterogénea de efendis, extranjeros, señoras y niños. Se hablaba en todas las lenguas y dialectos. Voces de miembros de la defensa civil gritaban en el exterior: «¡Apagad las luces!». El rostro de Riyad comenzó a palidecer. Odiaba el ruido de los cañones. Kamal le dijo en broma:
—No deberías haberme tomado a juego en tu novela…
Lanzó una sonrisa forzada y apuntó, señalando a la gente:
—La humanidad entera está representada en sus justas proporciones dentro de este refugio.
—Si se reúnen para lo bueno —contestó Kamal con ironía—, también lo hacen por el miedo.
—Ahora mi mujer —exclamó nervioso Ismail— estará bajando la escalera buscando a tientas el camino en la oscuridad. De veras que estoy pensando en volver a Tanta mañana.
—¡Si vivimos…!
—Realmente, ¡pobre la gente de Londres!
—Pero ellos son el origen de toda esta tribulación.
La palidez del rostro de Riyad Quldus aumentaba por momentos. Pero intentó disimular su agitación preguntándole a Kamal:
—Yo te he oído preguntar una vez: «¿Dónde está la parada de la muerte, que abandono el triste autobús de la vida…?» ¿Te daría igual que nos destrozase ahora una bomba?
Kamal sonrió. Estaba esperando cada vez con más angustia que de un momento a otro disparase un cañón, atronándole los oídos.
—De ningún modo —le contestó. Y añadió pensativo—: ¿Merece la pena el dolor del sufrimiento?
—¿No continúa golpeándote en tus entrañas una oscura esperanza en la vida?
«¿Por qué no se había suicidado? ¿No aparentaba externamente su vida que él estaba lleno de entusiasmo y fe? Durante mucho tiempo se había colocado a sí mismo entre dos extremos contradictorios: el nido de los placeres y el ascetismo. Pero no era alguien que soportara una vida dedicada a la calma y los placeres. Por otro lado había algo en su interior que lo alejaba de la pasividad y de la huida. Quizás esto mismo es lo que se interponía entre él y el suicidio. En algún momento su apego a la cuerda de la vida, agitándose entre sus manos, se oponía a la médula de la duda asesina. Todo se resumía en dos palabras: perplejidad y tormento».
Repentinamente sonó una lluvia de cañonazos que cortaron la respiración, desviaron las miradas y callaron las bocas. Pero el bombardeo no duró más de dos minutos, en espacio temporal. La gente esperó la odiada vuelta al ruido ensordecedor. El miedo se apoderó de los ánimos, pero se hizo un silencio duradero.
—Imagino la situación de mi mujer ahora —dijo Ismail Latif—. ¿Cuándo crees que acabará el ataque?
—¿Cuándo acabará la guerra? —preguntó Riyad Quldus—. No tardó en sonar el fin de la alerta y desde el refugio se elevó un profundo suspiro.
—No es más que una broma italiana —exclamó Kamal.
Dejaron el refugio en medio de la oscuridad, como murciélagos. Las puertas escupieron unas siluetas tras otras. Luego se fue haciendo una luz tenue desde las ventanas y el bullicio llenó todos los rincones.
—Parece que la vida, durante este momento fugaz y ciego, ha recordado a los negligentes su valor y que no tiene comparación con ninguna otra cosa en este mundo.