A Ahmad no le costó gran trabajo encontrar la villa de Mr. Forster, profesor de Sociología, en el-Maadi. Desde el momento de su entrada en la casa, se dio cuenta de que había llegado algo tarde. Un buen número de estudiantes, invitados como él a la fiesta que daba el profesor con motivo de su viaje a Inglaterra, se encontraba ya en el lugar. Mr. Forster, acompañado de su esposa, lo recibió, presentándolo como uno de los mejores estudiantes del Departamento. Luego el joven se dirigió hacia la terraza, donde se habían sentado sus compañeros. Estaba todo el Departamento de Sociología al completo. Ahmad formaba parte de la minoría de alumnos del último curso, con los que compartía ese sentimiento de distinción y superioridad. Algunas estudiantes no se encontraban allí todavía, aunque él estaba seguro de que vendrían… Al menos su «amiga», que vivía también en el-Maadi. Echó una ojeada al jardín y vio una mesa larga, en medio de una explanada de césped rodeada de sauces y palmeras. Encima de la mesa, en perfecto orden, jarras de té, recipientes con leche y bandejas de dulces. Se oyó entonces a un estudiante que preguntaba:
—¿Respetamos las buenas maneras inglesas, o nos lanzamos sobre la mesa como buitres?
—¡Si no estuviera Lady Forster…! —respondió otro aparentando un tono de pena.
Era el atardecer aunque el ambiente resultaba agradable a pesar del bochorno típico de junio… No tardó en aparecer el grupo esperado de chicas en la entrada de la villa. Venían juntas como si se hubiesen puesto de acuerdo. Eran cuatro: todas las estudiantes del Departamento. Alawiyya Sabri apareció contoneándose dentro de un ondulante vestido de un blanco resplandeciente. El vestido y ella parecían fundidos en un solo ser, que contrastaba con sus cabellos negro azabache. En ese momento Ahmad sintió un codo que le hacía en el suyo una señal de complicidad, como advirtiéndole algo de lo que ya él, necesariamente, se había dado cuenta… Su secreto había sido revelado hacía tiempo… Las siguió con la mirada hasta que estuvieron en el rincón de la terraza reservado para ellas. Mr. Forster y su esposa se acercaron. Ella se dirigió a los estudiantes, mientras señalaba hacia las alumnas:
—¿Necesitáis que os las presente?
Todos rieron. El Profesor era hombre de ánimo vivo, a pesar de estar próximo a los cincuenta:
—¡Es a mí a quien deberías presentarme a ellos!
Estallaron de nuevo las risas, hasta que Forster volvió a decir:
—Todos los años por esta época nos vamos de Egipto para pasar las vacaciones en Inglaterra. Sólo esta vez no sabemos si volveremos de nuevo o no.
—Ni si vamos a ver Inglaterra —apuntó su esposa.
Todos se dieron cuenta de que se refería al peligro de los submarinos. Más de una voz le respondió:
—¡Buena suerte, señora!
—Llevaré conmigo —dijo su marido— los mejores recuerdos de nuestra vida en común en la Facultad de Letras y de este precioso y tranquilo lugar de el-Maadi. Aparte de vosotros, de quienes me enorgullezco a pesar de vuestros disparates.
—Su recuerdo permanecerá en nuestros corazones para siempre —dijo cortésmente Ahmad— y se irá engrandeciendo con nuestro entendimiento.
—Gracias —y añadió dirigiéndose sonriente a su mujer:
Ahmad es un joven universitario de verdad. Aunque tenga opiniones que provocan normalmente dificultades en su país.
—Quiere decir que es comunista —apostilló uno de sus compañeros como aclaración.
La señora levantó las cejas, sonriendo. Forster prosiguió, en un tono cargado de significado:
—Ha sido su compañero el que lo ha dicho, no yo.
El profesor se levantó, diciendo:
—Es la hora del té. No la dejemos pasar. Luego tendremos tiempo sobrado de charlar y divertirnos.
Los empleados de Groppi habían preparado la mesa y estaban listos para servirla… Lady Forster se colocó en mitad de la mesa, al lado de las alumnas, mientras su marido se sentaba frente a ella. Este dijo, acerca de la disposición de los invitados:
—Hubiéramos deseado que estuvierais más distribuidas, pero queríamos respetar las costumbres orientales, ¿no?
—Desgraciadamente es lo que hemos observado, señor —respondió un estudiante sin vacilar.
Un sirviente repartió el té y la leche y comenzó el convite. Ahmad observaba de reojo cómo Alawiyya Sabri era la más distinguida de sus compañeras, por sus elegantes maneras, y la menos cohibida de todas ellas. Se la notaba acostumbrada a la vida social: parecía como si estuviese en su casa. Ahmad sentía que mirarla comer los dulces era más apetitoso que los dulces mismos. Era una buena amiga a la que le unía una amistad y un afecto compartidos, sin que esto lo empujase a sobrepasar los límites de ambos. «Si no aprovecho la oportunidad que hoy se me brinda —pensaba para sus adentros— todo acabará para mí…» Lady Forster elevó la voz para decir:
—Veo que las restricciones de la guerra no llegan a vuestra afición por los dulces.
—Es una suerte que la censura no haya caído por el momento sobre el té —le comentó un estudiante.
Forster se inclinó hacia Ahmad, a cuyo lado estaba sentado, y le preguntó:
—¿Cómo vas a pasar las vacaciones? Quiero decir, ¿qué vas a leer?
—Bastante de economía, algo de política… y escribiré algunos artículos para revistas.
—Te aconsejo que hagas la memoria de licenciatura después de graduarte.
—Lo haré más tarde, quizás —le contestó Ahmad después de beber un trago de té—. Comenzaré por trabajar de periodista. Es una vieja idea que tengo.
—¡Bien!
«Tu querida amiga habla fluidamente con Lady Forster. ¡Qué rápido se ha soltado en inglés! Las rosas y las flores resplandecen en rojo y otros colores, como brilla el corazón con el amor. En un mundo de libertad el amor brota como las flores. El amor no es un sentimiento claro y natural nada más que en un país comunista».
—Lamento no haber completado mis estudios de lengua árabe —continuó Forster—. Me hubiera gustado leer Magnún y Layla sin la ayuda de alguno de vosotros…
—Lo lamentable sería que dejara de estudiarla…
—A menos que las circunstancias lo permitan después de que…
«Puede ser que te veas forzado a saber alemán. ¿No sería divertido ver en Londres manifestaciones pidiendo que vinieran y luego otras para que se fueran? El carácter inglés, individualmente, resulta increíble. Como lo es el de tu querida amiga, que no existe otro igual al suyo… Dentro de poco se ocultará el sol y nos reunirá la noche en un mismo lugar por primera vez… Si no aprovecho la oportunidad que hoy se me brinda, todo acabará para mí…»
Le preguntó a su profesor:
—¿Qué va a hacer a su vuelta a Londres?
—Me han ofrecido trabajo en la radio.
—Así no dejaremos de oír su voz…
«Un cumplido excusable en esta reunión realzada por tu amiga. Aquí no escuchamos más que la radio alemana… Nuestro pueblo ama a los alemanes aunque sólo sea como medio de oponerse a los ingleses. El imperialismo es la forma superior del capitalismo. Esta reunión con nuestro profesor crea una situación digna de tenerse en cuenta. La aceptamos por espíritu científico, pero existe una especie de contradicción entre el cariño a nuestro profesor y nuestra animadversión hacia su país. Lo ideal sería que la guerra acabase con el nazismo y el colonialismo al mismo tiempo. Entonces me dedicaré solamente al amor».
Más tarde volvieron todos a reunirse en la terraza, donde habían encendido las luces. Lady Forster no tardó en decir:
—El piano está a vuestra disposición por si alguien quiere tocar algo.
—Toque usted algo para nosotros —respondió un estudiante.
Ella se levantó con la agilidad de una juventud que hacía años había abandonado. Se sentó al piano, abrió la tapa y se puso a tocar una melodía. Ninguno de ellos conocía la música occidental, ni les gustaba. Pero escucharon atentamente y en silencio por educación y cortesía. Ahmad intentó sacar de su amor una fuerza mágica para abrir con ella las notas de la música. Pero olvidó hasta la melodía que sonaba mientras miraba el rostro de Alawiyya. Sus ojos se cruzaron una vez, intercambiando una sonrisa que no pasó inadvertida a muchos de los presentes. En medio del arrebato de aquella alegría se dijo para sus adentros: «Está claro que si no aprovecho la oportunidad que hoy se me brinda, todo acabará para mí». Al final de la interpretación de Lady Forster, un estudiante se puso a tocar una canción oriental.
Después todos se enfrascaron en una larga conversación. Hacia las ocho de la tarde los estudiantes se despidieron de su profesor y comenzaron a marcharse.
Ahmad se paró en un recodo de la calle. Hacia una noche realmente hermosa y agradable, bajo el frescor de los árboles. Cuando la vio avanzar, ella sola, camino de su casa, se plantó delante de ella cortándole el paso. Ella se detuvo, asombrada:
—¿No te has ido con los otros?
Lanzó una especie de suspiro como para aligerar su pecho de la efervescencia que lo embargaba y le dijo con tranquilidad:
—He dejado la caravana para verte.
—¿Qué crees que van a pensar con tu abandono?
—Eso es asunto suyo —le respondió sin darle importancia al tema.
Ella se puso a andar lentamente y él a caminar a su lado. La paciencia daba resultado al cabo del tiempo. Le dijo:
—Quisiera preguntarte algo antes de irme. ¿Me permites que te haga una pregunta?
Ella levantó su hermosa cabeza, impulsada por la sorpresa. Sin embargo no emitió una sola palabra como si no encontrara nada que decir. La calle estaba vacía. La luz de las farolas se ocultaba tras la pintura azul de la defensa antiaérea. Él volvió a preguntarle:
—¿Me lo permites?
Ella le respondió con una voz débil no exenta de reproche:
—¡Vaya manera que tienes de decir las cosas! Me dejas asombrada.
—¡Perdona! —le contestó él con una leve sonrisa—. Teniendo en cuenta la larga historia de nuestra amistad, no debe haber sorpresa alguna en mis palabras.
—Dirás de nuestra amistad y nuestra colaboración intelectual ¿no?
Estas palabras no lo tranquilizaron:
—Quiero decir mi sentimiento no oculto que ha tomado la forma de amistad y colaboración intelectual, como acabas de llamarlo.
—¿Tu sentimiento no oculto? —inquirió ella con una expresión sonriente aunque agitada.
—Quiero decir mi amor —contestó él con firmeza y sinceridad—. El amor que no puede ocultarse. Tenemos por costumbre no hablar para declararlo, aunque seamos felices al hacerlo explícito.
—Todo esto me sorprende —exclamó ella para ganar tiempo y recuperar la calma.
—Lamento oír eso.
—¿Por qué te lamentas? La verdad es que no sé qué decir…
—Dime: «Te lo permito» —dijo él riendo— y deja el resto para mí…
—Pero…, pero…, no sé…, perdona… Somos amigos, es verdad, pero nunca me has hablado de… quiero decir que las circunstancias no han permitido que me hablaras de ti a nivel personal…
—¿No me conoces?
—Te conozco, desde luego… Pero existen otras cosas que es necesario conocer…
«¿Se refiere a los asuntos de costumbre? Cuestiones propias de un corazón que no está prisionero del amor…» Esto lo irritó, pero no abandonó su firmeza:
—Cada cosa a su tiempo…
—¿No ha llegado ya el momento? —le preguntó ella, recuperada ya su tranquilidad.
—Tienes razón —respondió Ahmad con una tibia sonrisa—. ¿Te refieres al futuro?
—¡Por supuesto!
Esta última expresión lo irritó. Esperaba oír música y escuchaba un tono académico. Pero era necesario que no le fallase la confianza en sí mismo, pasara lo que pasara. Ella no sabía hasta qué punto lo hacía feliz aquella frialdad:
—Después de graduarme, tendré un trabajo…
Y añadió, tras una pausa:
—Y un día tendré una renta que no está mal…
—Vagas palabras —exclamó ella con pudor.
—Mi sueldo estará dentro de los límites normales —apuntó él, disimulando su dolor con la serenidad—. La renta alcanzará las diez libras aproximadamente.
Calló. Quizás ella estuviera sopesando el asunto y dándole vueltas. Era el aspecto material del amor. ¿Dónde estaba ahora el soñador de las más hermosas locuras? Este es un país extraño. Se lanzaba a la política siguiendo sus sentimientos y en el amor seguía la precisión del contable. Al final volvió aquella tierna voz:
—Dejemos la renta a un lado. No está bien que organices tu vida basándote en la posibilidad de que desaparezcan tus seres queridos.
—Quería decirte que mi padre tiene propiedades.
—Seamos realistas —exclamó ella con una fuerza que confirmaba el momento de alteración que acababa de pasar.
—He dicho que tendré un trabajo. Tú por tu parte encontrarás un trabajo también.
—No, yo no trabajaré —dijo ella con una extraña risa—. No he ido a la Universidad para encontrar un puesto de trabajo como mis compañeras…
—El trabajo no es un defecto.
—Por supuesto, pero mi padre… Lo cierto es que todos estamos de acuerdo en esto: yo no trabajaré.
Esto calmaba sus sentimientos y acababa con el asunto:
—Está bien, trabajaré yo.
Ella le contestó con una voz en la que parecía querer poner una dulzura por encima de lo normal:
—Profesor Ahmad, dejemos el tema para más adelante. Dame tiempo para pensarlo.
—Hemos considerado el asunto desde todos los puntos de vista —apuntó él con una leve sonrisa—. Tú necesitas tiempo para meditar tu negativa.
—Es necesario que hable con mi padre —exclamó ella en un tono vivo.
—Eso es evidente. Pero es posible que lleguemos a tener una opinión antes…
—Un tiempo, aunque sea breve…
—Estamos en junio. Vamos a irnos de vacaciones. No nos veremos hasta octubre próximo en la Facultad.
—Necesito un tiempo para pensarlo y pedir consejo —dijo ella con insistencia.
—No quieres decirme nada…
Entonces ella detuvo de pronto su marcha y dijo de buenas maneras y al mismo tiempo con decisión:
—Ahmad, pretendes empujarme a que hable… Te pido pues que tomes mis palabras con espíritu de benevolencia… Antes de esto he pensado mucho en el tema del matrimonio. No por ti sino de forma general… Y he llegado a la conclusión, y en ella coincide mi padre, de que mi vida no estaría bien enfocada y que no mantendría mi nivel si no dispusiera al menos de cincuenta libras al mes.
Tuvo que tragarse una enorme decepción que no esperaba ni en el peor de los casos que llegara a ser tan amarga.
—¿Existe un funcionario —le preguntó—, es decir, alguno en edad de casarse, que tenga tal sueldo?
Ella no abrió la boca. Ahmad insistió:
—¡Lo que pretendes es un marido rico!
—Lo siento mucho, pero tú me has forzado a manifestarte mi opinión.
—Más vale así en cualquier caso —le contestó él con voz grave.
—Lo siento —volvió a balbucear ella.
A Ahmad lo sublevó la ira. Pero hizo un sincero esfuerzo para no sobrepasar los límites de la buena educación. Le preguntó:
—¿Me permites que te diga lo que pienso?
—De ningún modo —se apresuró ella a decir—. Conozco ya bastante tus opiniones. Te pido que sigamos siendo amigos, como antes.
A pesar de su enfado, sintió pena de ella. Se trataba de la cruda realidad antes de que el amor la dulcificase. Alguien que huyera con su criado sería una mujer normal, pero aparecería a los ojos de la tradición como una perturbada. En una sociedad basada en el engaño lo sano se presenta como enfermo y viceversa. Estaba enfadado, pero su abatimiento era mayor que su ira. De todas formas ella intuyó su pensamiento y en aquel momento era un consuelo. Alawiyya extendió su mano para despedirse. Ahmad la estrechó con la suya y permaneció así hasta que tuvo fuerzas para decir:
—Me has dicho que no has ido a la universidad para tener un puesto de trabajo. Parecen bonitas palabras, pero ¿hasta qué punto te ha sido de provecho la Universidad?
Ella levantó la barbilla, como queriendo preguntarle algo. Pero él se adelantó en un tono no desprovisto de ironía:
—Perdona mi estupidez. Quizás la cuestión esté en que nunca has amado… ¡Hasta la vista!
Giró sobre sus talones y se alejó rápidamente.