El-Sukkariyya, o por ser más exactos, el piso de Abd el-Múnim Sháwkat, estaba manga por hombro. En el dormitorio se habían reunido alrededor de la cama de Naíma, Amina, Jadiga, Aisha, Zannuba y la doctora, mientras que en el salón de recibir se encontraban sentados con Abd el-Múnim su padre Ibrahim, su hermano Ahmad, Yasín y Kamal. Yasín bromeaba con su sobrino, diciéndole:
—¡Echa tus cuentas para que el próximo nacimiento caiga fuera del tiempo de exámenes…!
Estaban a finales de abril, y Abd el-Múnim se sentía tan agobiado como feliz, y tan feliz como angustiado. Un agudo grito había atravesado la puerta cerrada cargado con todo el dolor de engendrar que pudiera imaginarse. ¡Era como si no le quedara ni una gota de sangre en el rostro…!
Yasín eructó satisfecho. Luego dijo:
—Esas son cosas normales. Son todas igual…
—No he dejado de recordar el nacimiento de Naíma; fue un nacimiento difícil. Aisha soportó lo suyo. Yo sufría también. Estaba de pie en este mismo sitio con el difunto Jalil…
—¿He de comprender, por tanto, que la dificultad de dar a luz es hereditaria? —le preguntó Abd el-Múnim.
—Suya es la facilidad —dijo Yasín señalando hacia arriba con el índice.
—Hemos traído a una doctora afamada en todo el barrio —replicó Abd el-Múnim—. Mi madre hubiera preferido la presencia de la comadrona que nos trajo al mundo; pero yo he insistido en la doctora. Ella es más limpia y más experta, sin duda.
—Naturalmente —afirmó Yasín—. Aunque todo nacimiento es obra de Dios y de su providencia.
—El dolor le sobrevino esta mañana temprano —dijo Ibrahim Sháwkat encendiendo un cigarrillo—. Y ya son cerca de las cinco de la tarde. ¡Pobrecita! Está translúcida como una aparición. ¡Nuestro Señor la tenga en su mano!
Luego, paseando sus lánguidos ojos entre los que estaban allí sentados, y especialmente entre sus dos hijos, Abd el-Múnim y Ahmad, dijo:
—¡Oh! ¡Si se recordaran los dolores que soporta una madre!
—¡Papá! —exclamó Ahmad riendo—. ¿Cómo pedir a un recién nacido que recuerde?
—Si quieres ser generoso, no tienes que basarte sólo en el recuerdo —replicó el hombre en tono de reproche.
Los gritos cesaron. En la habitación cerrada reinó el silencio. Las cabezas se volvieron hacia ella; pasó un instante y la paciencia de Abd el-Múnim llegó al límite. Se levantó, dirigiéndose a la puerta, y llamó. Esta se abrió dejando ver el grueso rostro de Jadiga. La contempló con ojos inquisidores intentando introducir la cabeza, pero ella lo empujó con las palmas de las manos diciendo:
—Dios no le ha permitido aún el reposo…
—¡Qué tiempo tan largo! ¿No será una falsa alarma?
—La doctora sabe más de eso que nosotros. Estate tranquilo y tengamos todos tranquilidad.
Jadiga cerró la puerta, y el joven volvió a sentarse junto a su padre, que comentó su angustia diciendo:
—¡Perdonadlo, pues es nuevo en esto de los partos!
Deseoso de consolarlo, Kamal sacó del bolsillo, donde lo tenía doblado, el periódico el-Balag y se puso a hojearlo.
—La radio ha anunciado —dijo Ahmad— los últimos resultados de la batalla electoral…
Luego, sonriendo irónicamente, dijo:
—¡Son unos resultados de risa!
—¿Cuántos wafdistas habrán salido? —se preguntó su padre distraído.
—Trece, creo recordar.
Luego Ahmad se dirigió a su tío Yasín, diciéndole:
—¡Quizá tú te alegres, tío, en honor a la alegría de Redwán!
—Él no es ni ministro ni diputado —repuso Yasín alzando los hombros desdeñoso—. ¿Qué se me da a mí de todo ese asunto?
—¡Los wafdistas —dijo Ibrahim Sháwkat riendo— piensan que la era de las elecciones amañadas ha terminado!
—¡Es evidente que la excepción hace la regla en Egipto! —exclamó Ahmad con resentimiento.
—Hasta el-Nahhás y Makram han caído en las elecciones; ¿no es esto una broma?
Aquí Ibrahim Sháwkat dijo con cierta vehemencia:
—Pero nadie niega que ambos han actuado de forma incorrecta con el rey. ¡Los reyes tienen su rango, y no se llevan los asuntos de esa forma…!
—Nuestro país —repuso Ahmad— necesita fuertes dosis de mala educación con los reyes, para recuperarse de su larga inconsciencia…
—Pero los perros —argumentó Kamal— vuelven al poder absoluto bajo la cubierta de un parlamento espúreo. Al final de la experiencia nos encontramos a Faruq con la misma fuerza y despotismo que Fuad, o más. Todo esto perpetrado por algunos hijos de la patria…
Yasín se echó a reír, y dijo a modo de explicación y de comentario:
—Kamal, como en su infancia fue partidario de los ingleses igual que Shahín, Adli, Zárwat y Haydn, se ha vuelto wafdista, después de eso…
—Unas elecciones amañadas —continuó Kamal en serio mientras miraba a Ahmad especialmente—. Todo el mundo en el país sabe que han sido amañadas. Pero a pesar de ello las reconocerán oficialmente y gobernarán al pueblo con ellas. Es decir, esto es lo que se ha establecido en la conciencia popular: que sus representantes son unos ladrones que han robado sus escaños, y que sus ministros, en consecuencia, son otros ladrones que han robado sus puestos, y cuya autoridad y gobierno son falsos y nulos; donde el robo, la impostura y la decepción están legitimados oficialmente. ¿No es entonces digno de perdón el hombre corriente, cuando reniega de los principios y de la moral para creer en la falsedad y en el oportunismo?
—¡Déjalos que gobiernen! —dijo Ahmad entusiasmado—. En toda calamidad hay un lado bueno. Es preferible para nuestro pueblo sufrir la humillación antes que estar adormecido por un gobierno al que aceptara, en el que pusiera su confianza sin que tal gobierno mereciese sus verdaderas esperanzas. Yo he pensado largamente en esto para acabar dando la bienvenida al gobierno de tiranos tales como Muhammad Mahmud e Ismail Sidqi…
Kamal observó que Abd el-Múnim no se incorporaba a la conversación como solía hacer, y quiso empujarlo a ella diciendo:
—¿Por qué no nos dices tu opinión?
Abd el-Múnim sonrió forzadamente, y dijo:
—Déjame hoy que escuche…
—¡Tranquilo! —exclamó Yasín riendo—. Que el recién nacido no te encuentre deprimido y decida volverse allá de donde él viene…
Yasín hizo un gesto del que Kamal dedujo que le iba a formular una excusa para marcharse. Así era; había llegado la hora del café, y nada por su parte podía cambiar la regla de la «velada». Kamal pensó salir con él siempre que no hubiera necesidad de su presencia. Se puso a la espera, cuando un grito penetrante y desgarrador se alzó desde el cuarto de Naíma, llevando en sus ecos todas las cadencias de la miseria humana. Otros se sucedieron con igual violencia, mientras los ojos se alzaban hacia la puerta de la habitación. El silencio se adueñó de ellos hasta que Ibrahim murmuró esperanzado:
—Quizá sean los últimos dolores, si Dios quiere… ¿Realmente? Pero aquello continuaba sumiéndolos en la tristeza. Abd el-Múnim se puso pálido. Reinó de nuevo el silencio, aunque por poco tiempo.
Los gritos volvieron, pero eran desmayados, procedentes de una laringe rota y de un pecho hundido como si estuviera agonizando. Era el momento de animar a Abd el-Múnim, y Yasín dijo:
—Todo lo que oyes son intentos normales en un parto difícil.
—¡Difícil! ¡Difícil! —exclamó Abd el-Múnim con voz trémula—. Pero ¿por qué es difícil?
La puerta se abrió, y salió Zannuba cerrando tras de sí. Todos se dirigieron hacia ella, que se paró delante de Yasín diciendo:
—Todo va bien, sólo que la doctora, para más precaución, quiere que venga el doctor Sayid Muhammad…
—No hay duda de que la situación exige su presencia —dijo Abd el-Múnim levantándose—. ¡Dime qué tiene!
—Todo va bien —dijo Zannuba con voz tranquila y sosegada—. Pero si quieres aumentar nuestra tranquilidad, date prisa en traer al médico.
Abd el-Múnim no perdió tiempo, y se dirigió a su habitación para acabar de vestirse. Ahmad lo siguió, y ambos salieron para traer al doctor…
Inmediatamente Yasín le preguntó:
—¿Qué ocurre?
—La pobre está cansada —dijo Zannuba, cuyo rostro, por vez primera, expresaba angustia—. ¡Que Dios la ayude! Dice —replicó sonriendo— que quiere que venga el doctor…
Zannuba volvió a la habitación, dejando tras de sí una densa sombra de angustia.
—¿Este médico está lejos? —preguntó Yasín.
—En el edificio donde está tu café en el-Ataba —repuso Ibrahim Sháwkat.
Sonó un grito. Las lenguas enmudecieron. ¿Otra vez el doctor? ¿Cuándo llegaría el médico? Volvió a sonar el grito otra vez, y aumentó la tensión. Entonces Yasín exclamó alarmado:
—¡Esa voz es la de Aisha!
Prestaron oído y reconocieron su voz. Ibrahim se levantó hacia la habitación, y llamó a la puerta. Zannuba abrió con la palidez en el rostro. Él le preguntó ansioso:
—¿Qué os pasa? ¿Qué tiene Aisha hánem? ¿No sería mejor que se fuera de la habitación?
—No… —dijo Zannuba tragando saliva—, la situación es muy grave, Si Ibrahim…
—¿Qué es lo que pasa?
—De repente… ella… mira…
En menos de un segundo, los tres hombres estaban en la puerta de la habitación mirando. Naíma estaba cubierta hasta el pecho. Su tía, su abuela y la doctora rodeaban la cama. Su madre estaba de pie en medio de la habitación, mirando a su hija desde lejos con la mirada perdida como inconsciente. Naíma tenía los ojos cerrados, el pecho se elevaba y descendía como si estuviera liberado del resto del cuerpo inerte. Su rostro estaba blanco, pálido como la muerte. La doctora exclamó: «¡El médico!» Mientras Amina gemía: «¡Señor!». Jadiga llamaba alarmada: «¡Naíma… contéstame!» En cuanto a Aisha, no articulaba palabra, como si aquello no fuera con ella. Kamal se preguntó: «¿Qué pasa aquí?», y se lo preguntó también a su hermano con estupor; pero él no contestó… ¡Qué parto tan difícil! Kamal paseaba su mirada de Aisha a Ibrahim y a Yasín. Su corazón le dio un vuelco en el pecho. Aquello no tenía nada más que un sentido…
Entraron todos en la habitación. Ya no era la habitación del parto; si no, ellos no habrían entrado. Aisha estaba en una situación límite, pero nadie le decía nada. Naíma abrió los ojos. Estaban nublados. Intentó moverse como si quisiera sentarse. Su abuela la incorporó, y la atrajo hacia su pecho. La muchacha suspiró, dejando escapar un profundo gemido. De repente exclamó como si pidiera ayuda:
—¡Mamá… me voy… me voy…!
Luego dejó caer la cabeza sobre el pecho de su abuela. La habitación se llenó de voces. Jadiga golpeaba las mejillas de la muchacha mientras Amina pronunciaba la Shahada sobre su rostro. Aisha, entre tanto, se puso a mirar desde la ventana que daba a el-Sukkariyya fijándola en el vacío. Luego su voz repitió como en un estertor:
—¿Qué es esto, Señor? ¿Qué es lo que haces? ¿Por qué? Quiero comprender…
Ibrahim Sháwkat se acercó a ella con la mano extendida, pero Aisha se alejó con un movimiento brusco, mientras decía:
—¡Que no me toque ninguno de vosotros! ¡Dejadme! ¡Dejadme!
Luego paseó la mirada entre ellos diciendo:
—Salid, por favor. No me habléis. ¿Tenéis alguna palabra útil? No me servirán las palabras. Ya no me queda nada en este mundo… ¡Marchaos, por favor…!
***
Era noche cerrada cuando Yasín y Kamal se dirigían hacia Bayn el-Qasrayn. Yasín iba diciendo:
—¡Qué duro es darle la noticia a nuestro padre!
—Sí… —respondió Kamal secándose los ojos.
—No llores, mis nervios ya no lo soportan…
—La quería mucho —repuso Kamal sollozando—. Estoy muy triste, hermano. ¡Y la pobre Aisha!
—¡Eso sí que es un desastre! ¡Aisha! Olvidaremos todos menos ella.
«¡Olvidaremos todos! No sé. Su rostro no se borrará de mi memoria en toda la vida. Y aunque yo tengo con el olvido una experiencia singular, es un gran beneficio. Pero ¿cuándo esparcirá su bálsamo?»
—Fui pesimista cuando se casó, ¿sabes? —volvió a decir Yasín—. El día de su nacimiento el doctor le predijo que el corazón no soportaría la vida de más de veinticinco años… Tu padre lo recordará probablemente…
—No sabía nada. ¿Estaba Aisha enterada?
—Claro que no. Es una antigua historia. Nadie escapa a los designios de Dios…
—¡Pobre Aisha!
—Sí, ¡pobre Aisha!