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Ahmad Abd el-Gawwad abandonó su casa con paso lento, apoyado en su bastón. Los días del ayer ya no volverían. Desde que liquidó su tienda, sólo dejaba la casa una vez al día para librarse dentro de lo posible del esfuerzo al que sometía a su corazón cada vez que subía la escalera. Y aunque septiembre aún no había pasado, tuvo a bien ponerse ropa de lana, pues su cuerpo delgado ya no toleraba el agradable tiempo con el que aquel otro de antaño, grueso y recio, disfrutaba. Su bastón, que fue su compañero desde su juventud, como símbolo de virilidad y muestra de elegancia, se había convertido en el apoyo de su lento caminar, que su corazón sólo soportaba con dificultad y esfuerzo. Sin embargo, le quedaban aún encanto y elegancia. Seguía gustándole seleccionar los trajes lujosos y usar fragantes perfumes, gozando con la belleza y la dignidad de la vejez.

Al irse acercando a la tienda, sus ojos se dirigieron hacia ella con un gesto involuntario. La muestra que durante tantos años había llevado su nombre y el de su padre, había sido eliminada. El aspecto de la tienda había cambiado, así como su función. Se había transformado en una tienda para vender y planchar tarbushes, y en la parte delantera presentaba el aparato de vapor y los moldes. Ante él se apareció una muestra imaginaria, que sólo sus ojos podían ver, anunciándole que su tiempo ya se había ido. El tiempo de la energía, de la lucha y de las alegrías. Y ahí estaba él, retirado en el rincón de los jubilados, volviendo la espalda al mundo de las esperanzas y dando la bienvenida al de la vejez, al de la enfermedad y al de la espera, así como a la debilidad del corazón. Corazón que tanto tiempo, y aun ahora, había estado tan enamorado del mundo y de sus alegrías, que la propia fe no era, a su modo de ver, nada más que uno de sus gozos, un impulso para refugiarse en ella. Hasta ahora nunca había conocido la devoción ascética que te hace dejar el mundo y te eleva hacia el más allá. La tienda ya no era suya, pero ¿cómo borrar los recuerdos de su mente, siendo como había sido el centro de la actividad, la atracción de todas las miradas, punto de encuentro de los amigos y de los seres queridos, fuente de orgullo y de dignidad? «Tienes que estar orgulloso de ti mismo y decir: "hemos casado a las chicas, educado a los muchachos. Hemos visto a los nietos, tenemos dinero abundante que nos cubrirá hasta la muerte, y hemos probado lo dulce del mundo durante años. ¿Años verdaderamente? Demos ahora las gracias; es necesario dar gracias a Dios por siempre y para siempre, pero ¡oh!, ¡qué nostalgia! ¡Y perdone Dios al tiempo, al tiempo cuya mera existencia —que no se detiene ni un momento— es un engaño, y qué engaño para el hombre!". Si las piedras hablaran, yo les pediría a estos lugares que me hablasen del pasado, que me dijeran si es verdad que este cuerpo destrozaba las montañas, si este corazón enfermo, no cesaba de palpitar, y esta boca de reír. Si estos sentimientos no conocían el dolor, y si esta imagen no era un adorno para cada corazón. Una vez más, ¡que Dios perdone al tiempo!»

Cuando su paso cansino lo condujo a la mezquita de el-Huseyn, se quitó el calzado, y entró recitando la Fátiha. Se dirigió hacia el almimbar donde encontró esperándole a Muhammad Effat y a Ibrahim Alfar, e hicieron juntos la oración de la puesta del sol. Luego abandonaron la mezquita, dirigiéndose hacia el-Tombakshiyya para visitar a Ali Abd el-Rahim. Los tres se habían retirado del trabajo para ocuparse exclusivamente de hacer frente a las enfermedades, aunque cada uno de ellos gozaba de más salud que Ali Abd el-Rahim, el cual ni siquiera podía abandonar la casa.

—Me parece que bien pronto no voy a poder venir a la mezquita como no sea en coche —dijo el señor Ahmad suspirando.

—Eso nos pasa a todos…

—¡Cuánto temo —volvió a decir el hombre angustiado— verme obligado a permanecer en la cama como el señor Ali! Yo le pido a Dios que me conceda la gracia de morir antes de verme imposibilitado…

—¡Nuestro Señor te libre a ti y a nosotros de todo mal!

—Gunáyyim Hamidu permaneció paralizado en la cama alrededor de un año, y Sadiq el-Mawardi padeció este tormento durante meses —dijo el señor con temor—. ¡Que Dios se apiade de nosotros con un rápido final cuando llegue la hora!

—¡Si te pueden las ideas negras —dijo Muhammad Effat riendo— es que te has convertido en una mujer! ¡Proclama que Dios es Único, hermano!

Cuando llegaron a la casa de Ali Abd el-Rahim, fueron introducidos en la habitación, y tan pronto como este los vio, dijo tristemente:

—¡Venís más tarde que de costumbre! ¡Que Dios os perdone!

Sus ojos traslucían la irritabilidad del postrado. Ya sólo sabía sonreír cuando se reunía con sus amigos.

—No tengo otra cosa que hacer en todo el día que escuchar la radio. ¿Qué haría yo si aún no existiese en Egipto? Todo lo que dice me parece bien, hasta las conferencias que no entiendo. Sin embargo, no somos tan viejos como para merecer este sufrimiento. ¡Nuestros abuelos se casaban a la edad que tenemos nosotros!

Ahmad Abd el-Gawwad sintió deseos de bromear, y dijo:

—¡Qué idea! ¿Qué os parece casarnos de nuevo? ¡Quizás eso nos rejuveneciera y diera al traste con nuestras enfermedades!

Ali Abd el-Rahim sonrió —no debía reír pues le acometía la crisis de tos, y el corazón sufría.

—¡Estoy con vosotros! —dijo—. Escógeme una novia; pero decidle claramente que el novio no puede moverse: ¡ella tiene que echar el resto!

En esto, Alfar se dirigió a él como recordando algo de repente:

—Ahmad Abd el-Gawwad te va a tomar la delantera en ver nacer su bisnieta. ¡Que nuestro Señor alargue su vida!

—¡Enhorabuena anticipada, hijo de Abd el-Gawwad!

Pero el señor Ahmad dijo sombrío:

—Naíma está encinta, es cierto; pero yo no estoy tranquilo. No dejo de recordar lo que dijeron de su corazón cuando nació. Muchas veces he intentado olvidarlo, pero en vano…

—¡Qué mal creyente eres! ¿Desde cuándo te fías de los diagnósticos de los médicos?

—Desde que el bocado que tomo —dijo el señor Ahmad riendo— en contra de sus consejos, me impide dormir hasta ser de día…

—¿Y la misericordia de nuestro Señor? —preguntó Ali Abd el-Rahim.

—¡Gloria a Dios Señor de los mundos! Yo no dejo a un lado la misericordia de Dios —dijo rectificando—. Pero el temor provoca temor. Y lo cierto, Ali, es que Naíma no me preocupa en la medida que me preocupa Aisha. Aisha es una fuente de angustia en mi vida. ¡La pobrecita! ¡Cuando la deje se quedará sola en el mundo!

—Nuestro Señor está presente —añadió Ibrahim Alfar—. ¡Él es el Supremo Pastor!

Por un instante se hizo el silencio, hasta que la voz de Ali Abd el-Rahim lo cortó diciendo:

—Y después de ti me llegará a mí el turno de ver a mi bisnieto.

—¡Dios perdone a las muchachas! —exclamó el señor Ahmad riendo—. ¡Ellas hacen vieja a la familia antes de tiempo!

—¡Vejestorio! —replicó Muhammad Effat—. ¡Reconoce la vejez, y no seas orgulloso!

—¡No levantes la voz, no sea que mi corazón te oiga y dé un viraje; se ha convertido en un niño mimado!

—¡Bueno! —dijo Ibrahim Alfar agitando la cabeza tristemente—. ¡Eso fue el año pasado! Para todos nosotros fue duro. Ninguno de nosotros quedó a salvo. ¡Es como si nos hubiésemos dado cita todos!

—Como diría Abd el-Wahhab, «¡vivamos juntos y muramos juntos!».

Todos rieron al unísono, y entonces Ali Abd el-Rahim, cambiando de tono, preguntó en serio:

—¿Está bien? Quiero decir lo que ha hecho el-Nuqrashi…

El rostro de Ahmad Abd el-Gawwad se ensombreció, y dijo:

—¡Habíamos deseado tanto que las aguas volvieran a su cauce! ¡Pido perdón a Dios Todopoderoso!

—¡La fraternidad de la lucha y de toda una vida desvanecida en el aire!

—¡Y este tiempo, todo lo bueno esfumado!

Ahmad Abd el-Gawwad volvió a decir:

—Nada me ha causado tanta pena como la salida de el-Nuqrashi. La falta de acuerdo no debió llevarlo a ese extremo…

—Bueno, y ¿qué final esperas?

—El final es inevitable. ¿Dónde están el-Bássil y el-Shamsi? El combatiente se ha autoexterminado, y ha arrastrado a Ahmad Máher.

En este instante Muhammad Effat dijo nerviosísimo:

—¡Dejemos ese camino! ¡Estoy a punto de repudiar la política!

A Alfar se le ocurrió una idea, y preguntó sonriendo:

—Si nos viésemos obligados —no lo permita Dios— a permanecer en la cama paralizados como el señor Ali, ¿cómo nos las arreglaremos para encontrarnos y hablar?

—¡No nombres miserias…! —farfulló Muhammad Effat. Ahmad Abd el-Gawwad se echó a reír, y dijo:

—Si ocurre lo peor, nos hablaremos por la radio como habla «papá Carbón» dirigiéndose a los niños…

Todos se rieron, mientras Muhammad Effat sacaba su reloj y miraba la hora. Pero Ali Abd el-Rahim se puso triste.

—¡Os quedáis conmigo —dijo— hasta que venga el médico, para que oigáis lo que dice…! ¡Maldito sea su padre… y el padre de su época!