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—¿De verdad puedes gozar del esplendor de la naturaleza a pesar de que sólo quedan unos días para los exámenes?

El que interrogaba era un estudiante, como lo era también el interrogado, en un grupo de alumnos sentados tranquilamente en semicírculo sobre el césped, en lo alto de un verde montículo coronado por un kiosco de madera que ocupaban otros condiscípulos. Hasta donde alcanzaba la vista, se podían contemplar grupos de palmeras y parterres de flores atravesados por avenidas de mosaicos.

—Del mismo modo que Abd el-Múnim Sháwkat goza de la vida de casado a pesar de la proximidad de los exámenes —repuso el interrogado.

Abd el-Múnim Sháwkat, que estaba sentado en el semicírculo, como su hermano Ahmad, repuso:

—El matrimonio, a diferencia de lo que vosotros pensáis, ofrece al estudiante la mejor oportunidad para el éxito.

—¡Eso cuando el marido es de los Hermanos Musulmanes! —repuso Hilmi Ezzat que estaba sentado junto a Redwán Yasín, en el extremo del semicírculo.

Redwán se echó a reír mostrando sus nacarados dientes, a pesar de la ansiedad que la conversación le había provocado. En efecto, el asunto del matrimonio suscitaba su angustia, pues no sabía si algún día se lanzaría o no a esta aventura. Una aventura tan aterradora como necesaria, pero tan lejos de su alma y de su cuerpo.

—¿Y quiénes son los Hermanos Musulmanes? —inquirió un estudiante.

—Un grupo religioso que tiene como objetivo la revitalización del Islam desde el punto de vista teórico y práctico —respondió Hilmi Ezzat—. ¿No has oído hablar de sus secciones, que empiezan ya a estar por todos los barrios?

—¿Distintos de los Jóvenes Musulmanes?

—Sí… —¿Cuál es la diferencia?

—Pregúntaselo al Hermano… —respondió señalando a Abd el-Múnim Sháwkat.

—Nosotros —dijo Abd el-Múnim, elevando la voz— no somos solamente un grupo para instruir y reforzar. Nosotros intentamos comprender el Islam tal como Dios lo ha creado, espiritual y temporalmente, ley y sistema de gobierno…

—¿Se puede hablar así en pleno siglo veinte?

—Y en el siglo ciento veinte —repuso la sonora voz.

—¡Por Dios! Nos debatimos confusos entre la democracia, el fascismo y el comunismo; este es un nuevo suplicio…

—¡Pero un suplicio divino! —exclamó Ahmad riendo.

Se alzó un clamor de risas. Abd el-Múnim lo traspasó con una mirada de enojo, y a Redwán Yasín le chocó la expresión.

—Suplicio —dijo— es una expresión muy poco afortunada.

—¿Lapidáis a la gente cuando os lleva la contraria? —volvió a preguntar el estudiante a Abd el-Múnim.

—A los jóvenes les amenaza la desviación de la fe y la desintegración de la moral. No es la lapidación el más duro castigo que merecen. Nosotros no lapidamos; sólo guiamos e instruimos con la exhortación y el buen ejemplo. La prueba de eso es que yo tengo un hermano que merecería ser lapidado, y ahí lo tenéis tan contento entre nosotros tratando con insolencia a su Creador, alabado sea…

Ahmad se echó a reír, e Hilmi Ezzat se dirigió a él diciéndole:

—Si te sientes en peligro con tu hermano, te invito a mi casa en Darb el-Ahmar…

—¿No sois vosotros como ellos?

—Ni hablar, nosotros los wafdistas somos gente tolerante. El primer consejero de nuestro líder es copto. Nosotros somos así…

—¿Cómo recurrís a estas paparruchadas el mismo mes en el que se han abolido los privilegios extranjeros? —volvió a preguntar el estudiante que había hablado en primer lugar.

—¿Vamos a considerar abolida nuestra religión en honor a los extranjeros? —repuso Abd el-Múnim inquisitivamente.

Aquí Redwán Yasín saltó como si estuviera en otro planeta:

—¿Han abolido los privilegios extranjeros? ¡Deja que se expresen los que han criticado el tratado…!

—Esos detractores —repuso Hilmi Ezzat— no son sinceros. Hay de por medio aversión y envidia. La verdadera y total independencia sólo se conseguirá con la guerra: ¿cómo pueden pretender conseguir por las palabras más de lo que hemos conseguido?

—¡Preguntémonos entonces por el porvenir! —saltó una voz irritada.

—¡El porvenir no se busca en el mes de mayo con los exámenes a las puertas! ¡Dejadnos en paz…! A partir de hoy no vendré a la Facultad para tener tiempo de estudiar…

—¡Despacio! ¡No nos espera ningún empleo! ¿Qué porvenir hay en el derecho o en las letras…? El paro o los puestos de chupatintas… ¡Preguntaos por el porvenir si os apetece!

—¡Pero si se han abolido los privilegios, las puertas se abrirán…!

—¡Las puertas! ¡Hay más gente que puertas…!

—¡Escuchad! El-Nahhás hizo entrar a los estudiantes en la Universidad cuando las puertas estaban cerradas, y les garantizó el éxito cuando los bloqueó un sistema opresor. ¿Será incapaz de procurarnos trabajo?

En el fondo del jardín apareció un grupo que hizo que se les trabara la lengua a todos y que las cabezas se volvieran. Estaba formado por cuatro muchachas que venían de la Universidad y se dirigían a la prefectura de Guiza. Apenas se las distinguía, pero avanzaban lentamente, produciendo la esperanza de que pronto serían vistas de cerca, ya que la avenida por la que ellas iban a torcer hacia el norte pasaba por delante de donde estaba sentado el grupo de amigos. Cuando se las pudo distinguir, sus nombres y los de sus Facultades corrieron de boca en boca: una era de Derecho, y las otras tres de Letras. Ahmad se dijo, mirando a una de ellas: «Alawiyya Sabri». El solo nombre lo cautivó. Era una muchacha de una belleza turcoegipcia, proporcionada y esbelta. Tenía la piel blanca y un cabello negro como el carbón; los ojos también negros y rasgados, con una mirada abierta, y las cejas unidas. Era de porte aristocrático y de gestos exquisitos, y además de todo eso, compañera suya en el curso preparatorio. Ahmad había sabido —el que busca consigue información— que estaba matriculada —como él mismo— en sociología, pero nunca se le había ofrecido la oportunidad de intercambiar con ella ni una sola palabra, aunque había atraído su interés desde la primera mirada. A menudo había contemplado con admiración las facciones de Naíma pero no habían llegado a estremecerlo del todo. Esta muchacha tenía algo. Presagiaba una afinidad de espíritu, pero ¿y el corazón…?

—¡Dentro de poco la Facultad de Letras será toda de chicas! —dijo Hilmi Ezzat tan pronto como el grupo desapareció de la vista.

A lo que Redwán Yasín replicó, mientras paseaba la mirada entre los estudiantes de Letras que había en el semicírculo:

—¡Desconfiad de la amistad de los estudiantes de Derecho, que prodigan sus visitas a vuestra Facultad entre clase y clase! ¡El objetivo es evidente!

Luego se rio en voz alta, aunque no era feliz en aquel momento. El hablar de chicas le producía confusión y pena.

—¿Por qué las chicas van todas a la Facultad de Letras?

—Porque ese tipo de enseñanza tiene más salidas para ellas.

—Esto de una parte —intervino Hilmi Ezzat— y de otra, los estudios de Letras siempre han sido estudios de mujeres. La barra de labios, la manicura, el kohl, la poesía y la narrativa son todo lo mismo…

Todos se rieron, incluso Ahmad y el resto de los alumnos de Letras, a pesar de su deseo de protestar.

—Este juicio injusto —dijo Ahmad— es bueno para medicina. Hace tiempo que las mujeres son enfermeras. Pero hay algo cierto que aún no se ha consolidado en vuestro espíritu: el hecho de creer en la igualdad entre la mujer y el hombre.

A lo que Abd el-Múnim repuso sonriendo:

—¡No sé si es halagüeño o censurable decir que las mujeres son iguales que nosotros!

—Si te refieres a la cuestión de los derechos y deberes, entonces es halagüeño…

—El Islam —intervino Abd el-Múnim— establece la igualdad entre el hombre y la mujer, excepto en lo que concierne a la herencia.

—¡Hasta en la esclavitud los iguala! —repuso Ahmad sarcástico.

—No conocéis vuestra religión —continuó Abd el-Múnim—. ¡Esa es la tragedia!

Hilmi Ezzat se volvió hacia Redwán Yasín y le preguntó sonriendo:

—¿Qué sabes del Islam?

—¿Y qué sabes tú? —replicó el otro en el mismo tono.

—Y tú —dijo Abd el-Múnim dirigiéndose a su hermano Ahmad—, ¿qué sabes de él para ponderar lo que no conoces?

—Sé que es una religión —contestó Ahmad con tranquilidad—. Eso me basta; yo no creo en las religiones…

—¿Tienes alguna prueba de que las religiones sean falsas? —inquirió Abd el-Múnim desafiante.

—¿La tienes tú de que sean verdaderas?

—¡Sí, la tengo! —saltó Abd el-Múnim alzando la voz de tal modo, que el muchacho que estaba sentado entre los dos hermanos volvió hacia ellos la cabeza alarmado—. ¡La tengo y la tiene todo el que cree! ¡Pero permíteme en primer lugar que te pregunte cómo vives!

—Con mi propia fe. Mi fe en la ciencia, en la humanidad y en el mañana, y con los deberes que yo me creo para al final preparar la tierra y construir de nuevo…

—Tú destruyes todo aquello por lo que el hombre es hombre…

—Di mejor que la supervivencia de una fe de hace más de mil años es una prueba no de su fuerza, sino de la decadencia de una parte de la humanidad. Eso va en contra del sentido de renovación. Lo que me conviene siendo niño es necesario cambiarlo cuando soy un hombre. ¡Durante mucho tiempo el ser humano ha sido esclavo de la naturaleza y del propio hombre! El combate de la esclavitud del hombre por la ideología progresista. Si no fuera por eso el hombre seria una especie de freno que oprimiría la rueda libre de la humanidad.

—La herejía es fácil —dijo Abd el-Múnim, que en aquel momento aborrecía la idea de que Ahmad fuera hermano suyo—. Una fácil solución para escapar, escapar de los deberes que el creyente se impone ante su Señor, ante sí mismo y ante la gente. Ninguna demostración de la herejía puede ser más fuerte que la demostración de la fe. No elegimos esto o aquello tanto por nuestra inteligencia como por nuestra moral…

—No cedáis a la violencia de la discusión —terció Redwán—. Sería mejor que, como hermanos que sois, fuerais del mismo partido…

De pronto Hilmi Ezzat, presa de una especie de recóndita indignación que a veces lo asaltaba, dijo:

—¡La fe… la humanidad… el mañana! ¡Tonterías! El sistema basado en la ciencia es el único, y ello es la extirpación de la debilidad humana en todos sus aspectos, por muy dura que parezca nuestra ciencia; eso hará llegar a la humanidad a un ideal fuerte y puro.

—¿Son estos los nuevos fundamentos del Wafd a raíz del tratado?

Hilmi Ezzat se rio de un modo que lo devolvió a su estado natural, mientras Redwán decía:

—¡Se ve que es un wafdista! ¡Pero a veces lo rondan unas ideas extrañas y raras que lo inducen a la masacre general! ¡Quizás eso sea la prueba de que ayer no durmió bien!

La intensidad de la discusión tuvo su contrapunto, y reinó el silencio, cosa que alegró a Redwán. Este dejó vagar su mirada en derredor, siguiendo a una bandada de milanos por el cielo, o contemplando los grupos de palmeras. Todo expresaba su opinión, aunque con ello atacara a su creador. Pero él no podía hacer otra cosa que ocultar lo que le quemaba en lo más profundo de su alma. Seguiría siendo un terrible secreto que lo amenazaba. Era como un perseguido, como un extraño. ¿Quién ha dividido los seres humanos en normales y anormales? ¿Cómo se puede ser juicio y parte? ¿Por qué nos burlamos tanto de los desgraciados?

—No te enfades —dijo Redwán dirigiéndose a Abd el-Múnim—. La religión tiene un Señor que la protege. Por lo que a ti respecta, dentro de nueve meses como mucho, serás padre…

—¡Es verdad!

Y para borrar las últimas huellas de violencia, Ahmad le dijo a su hermano en tono de broma:

—¡Es más fácil arrostrar la ira de Dios que la tuya!

Luego se dijo para sus adentros: «Con ira o sin ella, encontrará cuando vuelva a el-Sukkariyya un pecho acogedor. ¿Sería imposible que un día yo volviera y encontrara a Alawiyya Sabri en el primer piso de el-Sukkariyya?».

Se le escapó una carcajada, pero nadie se preguntó la causa de su risa…