Al día siguiente, Aisha se fue de visita a El-Sukkariyya. A lo largo de los últimos nueve años sólo había abandonado la vieja casa para visitar el cementerio, aparte de las contadas visitas a Qasr el-Shawq a raíz de la muerte de los dos hijos pequeños de Yasín. Se detuvo un instante a la entrada de el-Sukkariyya recorriéndola con la mirada, hasta que las lágrimas arrasaron sus ojos. La tierra, ante la entrada de la casa, que los pies de Uzmán y Muhammad habían colmado de carreras y juegos. El patio que había sido adornado en su día para la espléndida fiesta de su boda. El mirador en el que se sentaba Jalil a fumar su narguile, y a jugar al tric-trac y al dominó. Aquello era la fragancia del pasado, el perfume saturado con la ternura y el amor de los que se fueron. Ella era feliz; una felicidad que llegó a ser proverbial, hasta el punto de que se dijera de ella «la risueña, la que está siempre cantando, que no se ocupa de otra cosa que de reírle al espejo y ocuparse de su arreglo». El marido que cuchicheaba, los niños que saltaban. Aquello era tiempo pasado… Se secó los ojos para que la recién casada no la encontrara llorando, aquellos ojos que seguían siendo azules tras la caída de sus pestañas y el encanecimiento de sus cejas. Se encontró con que en el piso habían sido renovadas las instalaciones y pintadas las paredes. Parecía abrirse sonriente sobre el ajuar de la novia en el que se había gastado dinero sin reparo. La recibió Naíma con un delicado vestido blanco. Se había soltado el dorado cabello que le llegaba hasta rozarle las corvas, pura, dulce, luminosa, emanando un encantador perfume. Se dieron un largo y cálido abrazo, hasta que Abd el-Múnim, que esperaba su turno para saludar, con un robe de chambre verdegrís sobre su guaba de seda, exclamó:
—¡Ya está bien! ¡No es necesario tanto saludo para esta supuesta separación!
Luego abrazó a su tía, y la condujo a una confortable butaca mientras le decía:
—Estábamos hablando de ti, tía, pues hemos decidido pedirte que vivas con nosotros.
—Eso ni hablar —dijo Aisha sonriente—. Os haré una visita todos los días, y será una oportunidad para pasear, pues necesito moverme…
—Naíma me ha dicho —repuso Abd el-Múnim con su tradicional franqueza— que tú no soportarías vivir aquí por miedo a que los recuerdos te asalten. Los malos recuerdos no asaltan al creyente. Es el decreto divino; ya ha transcurrido largo tiempo y nosotros somos tus hijos, Dios te ha recompensado.
«Este joven es bueno y franco, pero no se da cuenta de que sus palabras van a caer en un corazón herido».
—Naturalmente, Abd el-Múnim, pero yo estoy contenta en mi casa. Es lo mejor…
En ese instante, Jadiga, Ibrahim y Ahmad entraron y saludaron a Aisha. Luego Jadiga le dijo:
—¡Si hubiera sabido que esto era lo que te haría volver a visitarnos, los habría casado antes de su mayoría legal!
Aisha se echó a reír y dijo, recordándole a Jadiga el pasado lejano:
—¿La cocina es común, o por el contrario, la novia reclama independizarse de su suegra?
Jadiga e Ibrahim rieron al unísono y esta dijo con un tono no exento de sentido:
—¡La novia, como su madre; no entiende de banalidades…!
Ibrahim intervino para explicar a sus dos hijos la alusión de Aisha:
—Las hostilidades entre vuestra madre y la mía comenzaron por el problema de la cocina, de la que mi madre tenía el monopolio, y la reivindicación por parte de la vuestra de independizarse de ella.
—Mamá, ¿tú te peleabas por la cocina? —exclamó el novio asombrado.
—¿Acaso el motivo de los conflictos mundiales es por otras razones? —repuso Ahmad riendo.
—Vuestra madre —añadió Ibrahim irónico— es fuerte como Inglaterra y la mía, Dios la tenga en su gloria…
Kamal llegó vistiendo un elegante traje blanco. El rostro compuesto por sus rasgos ya característicos: la frente prominente, la nariz enorme, las gafas de montura dorada y el espeso y recortado bigote. Llevaba en la mano un gran paquete que daba la sensación de un magnífico regalo.
—¡Cuidado, hermano! —dijo Jadiga sonriendo mientras examinaba el regalo—. Si no te decides a casarte, te vas a pasar la vida haciendo regalos sin que haya ocasión de corresponder a tu gentileza. Ahora van Redwán y Karima; decídete tú también por lo mejor.
Ahmad le preguntó:
—¿Han empezado ya las vacaciones escolares, tío?
—Sólo quedan unos días para corregir y revisar en primaria —repuso Kamal quitándose el tarbúsh y contemplando a la preciosa novia.
Naíma salió para volver de nuevo con una bandeja de plata repleta de toda clase de dulces de colores y perfumes variados. Transcurrió un instante durante el cual sólo se oía el ruido al saborearlos. Luego Ibrahim se puso a contar los recuerdos de su boda, de la fiesta, del cantor y de la cantora. Aisha lo seguía con el rostro sonriente y el corazón entristecido, así como Kamal, que lo oía apasionado como si reviviera algunas imágenes que habían permanecido relegadas en su memoria, recordando parte de ellas y ansiando conocer las que se le habían escapado.
—El señor Ahmad —dijo Ibrahim riendo— era como es hoy o peor, pero mi madre, que en paz descanse, dijo enérgicamente: «¡Que este señor haga lo que quiera en su casa; pero en la nuestra nos alegramos como nos place!» Y así fue. El señor llegó el día de la fiesta junto con sus amigos, Dios les depare a todos lo mejor. Recuerdo de entre ellos al señor Muhammad Effat, el abuelo de Redwán. Se sentaron juntos en el pabellón, lejos del ruido…
—Animó la reunión Galila, la cantora más célebre de Egipto —dijo Jadiga.
Kamal se enterneció al recordar a la vieja «patrona» que aún seguía evocando la época de su padre…
—Y teníamos nuestra cantora particular para los de casa —dijo Ibrahim mirando de reojo a Aisha—. Sólo que su voz era aún más bonita que la de la cantora profesional. Nos recordaba a la de Muñirá el-Mahdiyya por su gran calidad.
Aisha se ruborizó, y dijo con calma:
—Su voz se ha callado desde hace mucho tiempo… Hasta ha olvidado cantar…
—Naíma también canta —dijo Kamal—. ¿No la habéis oído?
—He oído hablar de ello —repuso Ibrahim—, pero no la he escuchado nunca. La verdad es que la conocemos como devota y no como cantora. Ayer le dije: «Tu marido es el sheyj de los creyentes, pero debes guardar la oración y la devoción para después…».
Todos se rieron, y Ahmad dijo dirigiéndose a su hermano:
—Sólo le faltaba a tu mujer unirse contigo al grupo del sheyj Ali el-Manufi…
—Nuestro sheyj —repuso el novio— es el primero que me ha animado al matrimonio…
—¡Seguramente los Hermanos consideran el matrimonio como la base de su estatuto político! —dijo Ahmad dirigiéndose a su hermano.
—En cuanto a ti —dijo Ibrahim volviéndose hacia Kamal—, es decir, cuando me casé, eras pequeño. Tu cabello era abundante, no como ahora. Nos acusabas de que te robábamos a tus hermanas, y eso no nos lo has perdonado nunca…
«Era una plaza vacía en la que nunca había tenido lugar una batalla. Hablan de la felicidad del matrimonio. ¡Si supieran lo que hablan de él los esposos desilusionados! Naíma me es demasiado querida para pensar que nadie se canse de ella. ¿Qué cosa no es decepción en esta vida?»
—¡Creíamos que era por cariño hacia nosotras —dijo Jadiga retomando las palabras de su marido—. Pero con el paso de los días se ha demostrado que no era nada más que una animadversión contra el matrimonio que ha llevado consigo desde pequeño!
Kamal se echó a reír y todos lo hicieron. Amaba a Jadiga, y su cariño aumentaba al saber todo lo que ella lo quería. En cuanto al fanatismo del recién casado, le inquietaba mucho, pero, por otra parte, le gustaba Ahmad, del que se sentía orgulloso.
En verdad Kamal huía del matrimonio, pero le parecía bien que Jadiga se lo mencionase en cualquier ocasión. Se emocionaba en aquel ambiente matrimonial, tanto, que se le embriagaban el corazón y los sentidos. Sentía nostalgia, aunque fuera sin objeto, preguntándose luego como si lo hiciera por primera vez: «¿Qué es lo que me impide casarme…? ¿El mundo de las ideas, como pretendía yo en el pasado…? Hoy dudo de las ideas y del pensador a la vez. ¿Es miedo, venganza o deseo de sufrir? ¿Es la consecuencia que se deriva del antiguo amor? En mi vida hay una buena razón para cada una de estas causas…».
—¿Sabes por qué siento que estés soltero? —le preguntó Ibrahim Sháwkat.
—¿Por qué?
—Porque estoy seguro de que serías un marido modelo si te casaras. Eres un hombre hogareño por naturaleza, ordenado, recto, funcionario respetado, y no cabe duda de que encontrarías una muchacha en algún lugar de la tierra que te mereciera ¡y tú no le das la oportunidad!
«Hasta los simples hablan a veces con juicio. Una muchacha en algún lugar de la tierra, pero ¿dónde? En cuanto a la rectitud por la que tanto interés siento, no es otra cosa que infidelidad, vicio, borrachera e hipocresía… Una muchacha en algún lugar de la tierra. A lo mejor en casa de Galila, en el callejón de el-Gawhari… Estas penas que se entrechocan en mi corazón, ¿qué las motiva? ¡La confusión que sólo desaparece con el vino y las pasiones! Ellos dicen: "¡Cásate para procrear y perpetuarte!"» Él, que había aspirado con todas sus fuerzas a la eternidad en sus diversas formas y matices, ¿iba a claudicar desesperado ante ese medio natural y ordinario? Cabía la esperanza de que la muerte llegara sin dolor para desfigurar su descanso eterno. ¡Qué aterradora y sin sentido le parecía la muerte! Pero, ya que la vida había perdido todo su significado, aparecería como el verdadero placer de la existencia. ¡Qué maravilla, los que se aferran a la ciencia en sus laboratorios! ¡Qué maravilla, los líderes que se ponen en peligro en aras de la Constitución! En cuanto a los que giran en torno de sí mismos perplejos y confundidos, ¡que Dios los ampare!
Fijó la mirada alternativamente en Ahmad y en Abd el-Múnim con mezcla de admiración y felicidad. La nueva generación seguía su duro camino hacia un objetivo claro sin duda ni confusión. ¿Cuál era, pues, el secreto de la perniciosa enfermedad?
—Voy a invitar a los novios, a mis padres y a mi tía a un palco en el-Rihani para el próximo jueves —dijo Ahmad.
—¿El-Rihani? —preguntó Jadiga.
—¡Kishkish Bey! —le aclaró Ibrahim.
Ella se echó a reír, y dijo:
—¡Yasín estuvo a punto de ser expulsado de casa una noche de recién casado por llevar a la madre de Redwán a Kishkish Bey!
—Eran otros tiempos y otra represión —exclamó Ahmad desdeñoso—. ¡Mi abuelo ahora no le impediría a mi abuela ir a Kishkish Bey!
—Lleva a los novios y a tu padre —dijo Jadiga—. A mí me basta con la radio…
—Yo tengo también bastante con estar en vuestra casa —añadió Aisha.
Jadiga se puso a contar la historia de Yasín y el Kishkish Bey, hasta que Kamal miró su reloj recordando la cita con Riyad Quldus. Se levantó disculpándose, y se fue…