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No había acontecido ningún cambio digno de mención en la vieja casa de Bayn el-Qasrayn, salvo que todos los vecinos, Hasaneyn el barbero, Darwish el vendedor de habas, el-Fuli el lechero, Abu Sari el pipero y Bayumi el de los refrescos, sabían de una manera o de otra que ese día se casaba la nieta del señor Ahmad con su primo hermano Abd el-Múnim. El señor conservaba la vieja tradición, y el día transcurrió como cualquier otro, limitándose a invitar a la gente a un banquete que se había preparado para la noche. El verano estaba comenzando, y todos se habían reunido en la sala de estar, el señor Ahmad Abd el-Gawwad, Amina, Jadiga, Ibrahim Sháwkat, Abd el-Múnim, Ahmad, Yasín, Zannuba, Redwán y Karima, excepto Naíma que se estaba arreglando en el piso superior ayudada por Aisha. Quizás el señor pensó que su presencia arrojaba sobre la reunión familiar una sombra de gravedad que no era propia de tan feliz ocasión, así que después de la recepción, se marchó a su habitación, donde aguardó la llegada del casamentero oficial.

El señor había liquidado ya su comercio y había vendido la tienda concediendo el descanso a su vejez, no sólo porque él ya tenía sesenta y cinco años, sino porque la jubilación de Gamil el-Hamzawi lo hubiera obligado a desempeñar una doble actividad que no podía soportar. Decidió, pues, dar por terminada su vida activa, contentándose con la posibilidad de que le bastara para el resto de sus días con lo que quedaba de haber liquidado su tienda, y el dinero que había ahorrado anteriormente. Fue un importante acontecimiento en la vida de la familia, que llevó a Kamal a preguntarse sobre la realidad del papel que Gamil el-Hamzawi había representado en su vida en general, y de la de su padre en particular. El señor estaba solo en su habitación, reflexionando en silencio sobre los acontecimientos del día, como si no diera crédito realmente al hecho de que el novio era su nieto Abd el-Múnim. El día en que Ibrahim Sháwkat empezó a hablarle del inusitado asunto, no estuvo de acuerdo. «¿Cómo vas a permitir a tu hijo que te hable con esa franqueza y que te dicte su voluntad? Sois unos padres que parecéis haber sido creados para corromper a las generaciones». Si se hubiera tratado de otras circunstancias de cuya delicada situación se percataba, habría dicho que no. Pero allí estaba Aisha, y ante su infortunio renunció a su tradicional resistencia y no fue capaz, especialmente después de los comentarios suscitados ante el silencio de Fuad el-Hamzawi de frustrar sus esperanzas. Y ya que la boda de Naíma podía aliviar la angustia del corazón de su hija, pues bienvenida fuera. De este modo, lo embarazoso de la situación lo empujó a dar su consentimiento, y a ser condescendiente con los jóvenes que dictaban su voluntad a los mayores, aunque se casaran antes de haber superado su etapa de estudiantes. Llamó a Abd el-Múnim a su presencia, y le pidió que le prometiera que terminaría sus estudios. El muchacho le habló con tan hermosas y apaciguadoras palabras, prometiendo por el Corán y el hadiz que lo haría, que dejó en el ánimo de su abuelo sentimientos encontrados de sorpresa y burla.

Así pues, el estudiante se casaba hoy, mientras que Kamal ni siquiera pensaba en el matrimonio, habiendo rechazado él mismo un día que se anunciara el noviazgo —sólo el noviazgo— del difunto Fahmi, que murió antes de que madurara el fruto de su lozana juventud. Así pues era evidente para Kamal que el mundo giraba sobre su cabeza y que otro universo extraño se estaba alzando, haciéndolo sentirse ajeno entre los suyos. Hoy se casaban los estudiantes, y quién podía saber lo que harían mañana.

En la sala de recibir Jadiga decía, inmersa en una larga perorata:

—Por eso hemos dejado vacía la segunda planta, y esta noche recibirá a los novios con todos los honores.

—¡Tienes todas las cualidades que harán de ti «una suegra» ejemplar —dijo Yasín con tono pérfido—, pero no podrás explotar esas cualidades tan singulares con esta novia!

Ella se dio cuenta de la alusión, pero fingió ignorarla, y replicó:

—La novia es mi hija y la hija de mi hermana…

—Jadiga hánem es toda una señora —dijo Zannuba suavizando la alusión de Yasín.

Ella le dio las gracias, recibiendo su prueba de amistad con el agradecimiento y la veneración debidos a Yasín, a pesar de despreciar a Zannuba interiormente. Karima brillaba con sus diez años, lo que llevó a Yasín a exaltar su prometida feminidad. Por lo tocante a Abd el-Múnim, se había puesto a hablar con su abuela Amina; admirada ella ante su piedad, le cortaba la conversación para bendecirlo, y Kamal le preguntaba a Ahmad bromeando:

—Y tú, ¿te casarás el año que viene?

—No —dijo Ahmad riendo— a no ser que tú lo hagas, tío.

Zannuba, que seguía la conversación de ambos, dijo dirigiéndose a Kamal:

—Si me lo permite Kamal, yo estoy dispuesta a casarlo dentro de unos días…

—¡Yo mismo estoy dispuesto a permitírtelo! —le dijo Yasín señalándose con el dedo.

—¡Bastante casado estás ya! ¡Ya has tenido tu parte! —repuso ella agitando la cabeza irónicamente.

Amina, cautivada por el tema de conversación, le dijo a Zannuba:

—¡Si tú casas a Kamal, yo intentaré hacer las albórbolas por primera vez en mi vida!

Kamal se imaginó a su madre haciendo albórbolas, y se echó a reír, imaginándose luego a sí mismo en el lugar de Abd el-Múnim a la espera del casamentero oficial, y se quedó taciturno. El matrimonio levantaba un remolino en su interior, como el invierno despierta el asma en el enfermo. Lo dejó para mejor ocasión, aunque no podía fingir ignorarlo. Tenía el corazón vacío, pero se angustiaba por ello, como le pasó tiempo atrás por tenerlo lleno. Hoy, si quería casarse, sólo le quedaba el camino tradicional que empezaba con la casamentera y terminaba con la familia, los niños y la incorporación al «mecanismo» de la vida. El loco por la meditación apenas encontraría un lugar para practicarla, y vería en el matrimonio siempre una posición extraña, a medio camino entre el deseo y la repulsión. Y al final de la vida sólo encontraría soledad y tristeza…

La que estaba realmente feliz ese día era Aisha. Por vez primera desde hacía nueve años se había puesto un hermoso vestido y se había trenzado el cabello. Observaba con ojos soñadores a su hija, que era como un rayo de luz, y si las lágrimas la vencían, las disimulaba de su pálido y demacrado rostro. Su madre, una vez que la vio llorando, la miró con aire reprobatorio, al tiempo que le decía:

—¡Naíma no debe dejar la casa con el corazón entristecido!

—¿No la ves sola en este día, sin padre y sin hermano? —sollozó Aisha.

—¡Bendita sea su madre! —repuso Amina—. ¡Nuestro señor se la guarde! ¡Se va con su tía y con su tío, y además de eso, tiene a Dios Creador de toda la riqueza!

Aisha se enjugó los ojos diciendo:

—El recuerdo de los queridos muertos me embarga desde la mañana, y sus rostros se me aparecen. Luego, cuando ella se vaya, me quedaré sola…

—No estás sola —repuso Amina reprochándola—. Naíma acarició la mejilla de su madre mientras decía: —¿Cómo podría yo alejarme de ti, mamá?

—La casa de tu esposo te enseñará a poder le replicó Aisha sonriendo con ternura.

—Vendrás a verme todos los días —dijo Naíma angustiada—. Has estado evitando acercarte a el-Sukkariyya, pero es necesario que a partir de hoy dejes esa costumbre.

—Naturalmente, ¿vas a dudar de eso?

En ese instante, Kamal se les acercó diciendo:

—Preparaos, el casamentero oficial ha venido…

Sus ojos se quedaron prendidos en Naíma con admiración. ¡Qué belleza! ¡Qué gracia! ¡Qué esplendor! ¿Cómo podía la naturaleza animal desempeñar un papel en esta encantadora criatura?

Cuando supieron que el contrato se había escrito, se intercambiaron las felicitaciones, de repente estalló una albórbola que envolvió la casa y la estremeció retumbando en aquel ambiente de silencio. Las cabezas se volvieron sorprendidas hacia donde se hallaba Umm Hánafi al fondo de la sala. Llegado el momento del banquete, cuando los invitados iban acercándose a la mesa, el corazón de Aisha se encogió, con la mente fija en la próxima separación, y se le quitaron las ganas de comer. Luego, Umm Hánafi fue a anunciar que el sheyj Mitwali Abd el-Sámad estaba sentado en el suelo del patio, y que pedía su cena insistiendo especialmente en la carne. El señor se echó a reír y ordenó que se le preparase una bandeja y se la llevaran. Enseguida le llegó su voz que se elevaba desde el patio, implorando larga vida para su querido «hijo de Abd el-Gawwad» y preguntando, al mismo tiempo, por los nombres de sus hijos y de sus nietos para pedir por ellos.

—¡Qué pena! —dijo el señor sonriendo—. El sheyj Mitwali ha olvidado vuestros nombres… ¡Que Dios perdone a la vejez!

—Tiene cien años —repuso Ibrahim Sháwkat—. ¿No es así?

Ahmad Abd el-Gawwad le contestó afirmativamente. Al mismo tiempo se alzó de nuevo la voz del sheyj, que exclamaba:

—¡En nombre del mártir el-Huseyn, más carne!

A la hora de las despedidas, Kamal se fue hacia el patio para alejarse de aquel espectáculo.

Y aunque sólo se trataba de un corto desplazamiento a el-Sukkariyya, ello constituyó una fuerte impresión para el corazón de la madre y el de su hija, como si se tratara de un terrible golpe. La realidad era que Kamal contemplaba este matrimonio con escepticismo en cuanto a la capacidad de Naíma para la vida conyugal. En el patio vio al sheyj Mitwali Abd el-Sámad sentado en el suelo con las piernas extendidas debajo de la lámpara eléctrica colocada en la pared de la casa para alumbrar aquel lugar. Vestía una galabiyya de color pálido y una táqiya blanca. Se había quitado las sandalias, y estaba apoyado contra la pared como dormido, porque su vientre reposaba de toda la comida que había engullido. Kamal vio correr un líquido entre sus piernas y, al primer golpe de vista, se apercibió de que el sheyj se estaba orinando sin darse cuenta. Su respiración era agitada y sibilante. Kamal fijó en él una mirada, mezcla de desagrado y compasión. Luego se le vino una idea, y a pesar suyo sonrió, diciéndose a sí mismo:

—¡Quizás hubiera sido un niño mimado en el año 1830!