17

Abd el-Múnim regresó a el-Sukkariyya arrebujado en su abrigo, apretándose de vez en cuando su bufanda para protegerse del mordiente frío invernal. La oscuridad era total, a pesar de no ser nada más que las seis de la tarde. Apenas alcanzó la entrada de la escalera, cuando se abrió la puerta del primer piso, dejando salir a la encantadora silueta que estaba al acecho. Su corazón se puso a latir. Escudriñó la oscuridad con ojos ardientes, siguiendo a la silueta, mientras subía la escalera con agilidad y temiendo hacer ruido. Se encontró dividido entre un deseo que lo inducía a someterse y otro que lo impulsaba a controlar sus nervios, que estaban a punto de traicionarlo y de venirse abajo. Recordó —¡precisamente en ese instante!— que ella lo había citado la noche anterior. Hubiera podido adelantar la hora de su regreso o atrasarla y evitar este encuentro, ¡pero se había olvidado por completo! ¡Con qué facilidad olvidaba! ¡Ya no había tiempo ni para reflexionar ni para recordar! Dejaría esto para otro momento, cuando estuviera a solas consigo mismo en su habitación, en aquel momento que daría testimonio de él como triunfador y victorioso, o como derrotado y vencido. Subió la escalera sobre la marcha, sin resolverse a nada, encontrándose en el piélago de la prueba, sin que hubiese nada que le hiciera olvidar los dolores de su lucha eterna. En el descansillo le pareció que su silueta se hacía enorme hasta ocupar el espacio y el tiempo.

—¡Buenas noches!… —dijo mientras ocultaba su angustia con la secreta intención de mantenerse firme, costase lo que costase.

La voz sutil le llegó, diciendo:

—¡Buenas noches! Te doy las gracias porque has escuchado mi consejo y te has puesto el abrigo…

La emoción lo hizo sucumbir ante su delicadeza, pero en su garganta se ahogó la palabra que estaba a punto de responderle. Luego dijo, disimulando su azoramiento:

—Temía que lloviera…

Ella alzó la cabeza como mirando al cielo, y dijo:

—Lloverá tarde o temprano. No hay ni una estrella en el cielo; te he distinguido con dificultad cuando entraste en el callejón.

Reunió sus tumultuosas fuerzas y dijo como queriendo advertirla:

—Hace frío, y el aire de la escalera es especialmente húmedo.

—No siento el frío cerca de ti —dijo la pequeña con una franqueza que había aprendido con su ayuda.

Un calor interior le quemó a él el rostro, y descubrió que iba a volver a cometer un pecado a pesar suyo, y se puso a pedir ayuda a su voluntad para vencer el temblor que recorría su cuerpo.

—¿Qué te pasa que no hablas? —le preguntó ella.

Él sintió su mano en el hombro apretándolo con suavidad, y no pudo evitar rodearla con sus brazos y besarla largamente; luego hizo llover sobre ella sus besos, hasta que oyó la tenue voz de ella que decía jadeante:

—¡No soporto estar lejos de ti!

Él siguió abrazándola, hundido en su regazo, mientras ella le murmuraba al oído:

—¡Querría quedarme así para siempre!

Él apretó el abrazo diciendo con voz temblorosa:

—¡Qué pena!

Apartó un poco su cabeza en la sombra, y dijo:

—¿Pena de qué, amor mío?

—Por el pecado en el que hemos caído…

—¿Qué pecado, por Dios?

Se deshizo de ella con suavidad; empezó a quitarse el abrigo y lo dobló. Luego se fue a ponerlo en la balaustrada, pero cambió de idea en el último momento —un instante terrible— y lo dobló sobre el brazo, retrocediendo un paso. Su respiración era agitada, pero una resolución frenaba el curso de su entrega, alterándolo todo. La mano de ella volvió a tantear el camino. Él la cogió, y esperó hasta que su respiración se calmó; luego dijo con calma:

—Esto es un gran pecado.

—¿Qué pecado? No comprendo nada…

«Una pequeña que no ha cumplido los catorce años; tú juegas con ella para satisfacer un deseo, sin piedad. Este juego no tiene objeto. Sólo es una aventura que acarrea en sí la cólera y el aborrecimiento de Dios».

—¡Es necesario que comprendas! ¿Podemos reconocer lo que hacemos?

—¿Reconocerlo?

—¡Mira cómo no estás de acuerdo! Pero ¿por qué no lo reconoceríamos si no fuera algo vergonzoso y despreciable?

Sintió la mano de ella cogiéndolo; subió los primeros escalones del otro tramo con la seguridad de que había atravesado en paz la zona peligrosa.

—Reconoce que estamos en falta, y que no debemos ceder al pecado.

—Es asombroso oír de ti esas palabras.

—No lo es; mi conciencia nunca ha soportado el pecado; me atormenta y echa a perder mi oración…

«¡Guarda silencio! La he molestado. Que Dios me perdone. ¡Qué dolor! Pero yo no me volveré atrás. Da gracias a Dios porque el error no te haya empujado hacia algo peor…»

—Ha de ser una lección para nosotros; para que no volvamos a nada parecido; tú eres una niña. Ya has cometido un pecado, no corras otra vez detrás de él.

—No lo he cometido —dijo ella en tono lloroso—. ¿Piensas abandonarme? ¿Qué te propones?

—Vuelve a tu casa —dijo, ya dueño de sí mismo—. No hagas nada de lo que haya que ocultarse. No te encuentres más con nadie en la sombra…

—¿Me vas a abandonar? —preguntó con voz trémula—. ¿Has olvidado lo que dijiste de nuestro amor?

—Son palabras sin sentido. Estás equivocada. Que esto sea una lección para ti. Guárdate de la sombra, pues en ella está tu perdición. Eres tan joven, ¿de dónde te viene tanta audacia?

Sus sollozos resonaron en la oscuridad, pero el corazón de él no se compadeció. Estaba ebrio por el cruel placer de la victoria.

—No se hable más. Y no te enfades. Recuerda que yo, de haber sido un ser despreciable, no hubiera consentido en dejarte sin antes forzarte. Dios te guarde…

Él subió la escalera de un salto. Se acabó el suplicio. No volvería a tener más remordimientos, pero sí que recordaría el dicho de su profesor el sheyj Ali el-Manufi: «Si quieres vencer a Satán, ignora la ley de la naturaleza». Sí, recordaría esto. Se quitó la ropa a toda prisa y se puso el guilbab. Luego le dijo a su hermano Ahmad mientras abandonaba la habitación:

—Quiero estar a solas con mi padre en el despacho. Espera un poco, por favor.

Cuando se dirigía a la habitación pidió a su padre que lo siguiera. Jadiga alzó la cabeza hacia él preguntando:

—¿Va todo bien?

—Voy a hablar primero con mi padre. Luego te llegará el turno.

Ibrahim Sháwkat lo siguió en silencio. El hombre acababa de ponerse la dentadura postiza, que le devolvía la tranquilidad tras hacerle frente a la vida desdentado durante seis meses completos. Se sentaron uno al lado del otro, mientras el padre decía:

—Que sea para bien, si Dios quiere.

—Padre, quiero casarme —dijo Abd el-Múnim sin vacilación ni preámbulo.

El hombre fijó los ojos muy abiertos en su rostro. Luego esbozó una sonrisa como si no comprendiera nada, volvió la cabeza perplejo y exclamó:

—¿Casarte? Cada cosa requiere su tiempo. ¿Por qué me hablas de eso ahora?

—Quiero casarme ahora…

—¿Ahora? ¡Acabas de cumplir dieciocho años! ¿No vas a esperar obtener el diploma?

—No puedo…

Aquí se abrió la puerta, y entró Jadiga preguntando:

—¿Qué ocurre detrás de esa puerta? ¿Es que tienes secretos que se los confiesas a tu padre y me los ocultas a mí?

Abd el-Múnim frunció el ceño nervioso, al tiempo que Ibrahim empezó a decir sin apenas darse cuenta de lo que decía:

—Abd el-Múnim quiere casarse…

Jadiga lo miró de hito en hito como si temiese que se hubiera vuelto loco, y exclamó:

—¡Casarse! ¿Qué oigo? ¿Has decidido dejar la Universidad?

—¡He decidido que quiero casarme, no que voy a dejar la escuela! —dijo Abd el-Múnim en voz alta y encolerizado—. Continuaré los estudios casado. Eso es todo…

—Abd el-Múnim, ¿hablas verdaderamente en serio?

—¡Totalmente! —gritó.

La mujer dio una palmada y dijo:

—¡Te han hecho mal de ojo! ¿Qué le ha pasado a tu sentido común, hijo mío?

Abd el-Múnim se alzó irritado, diciendo:

—¿Quién te ha dicho que vengas? Quería estar a solas con papá primero, pero tú eres una impaciente. Prestadme atención los dos: Quiero casarme. Tengo ante mí dos años para acabar mis estudios. Tú, papá, puedes mantenerme esos dos años, si no estuviera seguro de esto, no hubiera hecho mi petición…

Jadiga empezó a decir:

—¡Bondad de Dios, le han comido la razón!

—¿Quiénes me han comido la razón?

—¡Dios los conoce más a ellos que ellos a Dios! ¡Y nosotros los conoceremos dentro de poco! ¡Tú también los conoces!

El muchacho se dirigió a su padre diciendo:

—No le prestes atención. ¡Ni yo mismo sé por el momento cuál va a ser la que me caiga en suerte! Escoged vosotros mismos. ¡Quiero una esposa adecuada, la que sea!

—¿Quieres decir —le preguntó ella extrañada y estupefacta— que no hay una persona concreta que sea la causa de esta calamidad?

—¡En absoluto! ¡Creedme! ¡Escógemela tú!

—¿Qué te induce, pues, a tal apresuramiento? Déjame escoger por ti. Concédeme un plazo, que sea cuestión de uno o dos años…

Él alzó la voz diciendo:

—No bromeo. ¡Déjame con mi padre; él me comprende mejor que tú!

—¿Cuál es el objeto de esta prisa? —le preguntó su padre con calma.

—No puedo seguir sin casarme —dijo Abd el-Múnim bajando la mirada.

—Y miles de chicos como tú, ¿cómo pueden? —preguntó Jadiga.

—¡No consiento hacer lo que hacen los otros! —repuso el muchacho dirigiéndose a su madre.

Ibrahim reflexionó un poco; luego dijo, zanjando la situación:

—Basta por ahora. Volveremos sobre el asunto en otra ocasión.

Jadiga quiso hablar, pero su marido se lo prohibió. La cogió de la mano y dejó la habitación, dirigiéndose a su sitio habitual en la sala. El matrimonio habló sin rodeos del asunto con todos sus matices; y tras un largo tira y afloja, Ibrahim se inclinó a apoyar la petición de su hijo y a encargarse él mismo de persuadir a su esposa para que aceptara en principio. Entonces dijo él:

—Tenemos a Naíma, mi sobrina, no nos vamos a cansar en buscar novia.

—Yo soy la que te ha convencido —replicó Jadiga conquistada— para que renuncies a la herencia de tu difunto padre en favor de Aisha, y no voy a protestar por escoger a Naíma como esposa de mi hijo. La felicidad de mi hermana me interesa mucho, como sabes, pero temo su preocupación. Tengo miles de temores sobre la excentricidad que se ha apoderado de ella. ¿Acaso no has insinuado varias veces ante Aisha nuestro deseo de casar a Naíma con Abd el-Múnim? A pesar de todo se me ocurre que esté prometida al hijo de Gamil el-Hamzawi, pues dicen que el padre ha pedido su mano…

—Esto es una vieja historia. Ya ha pasado un año o más, y gracias a Dios no se ha llevado a cabo. No me habría sentido muy honrado de que un joven como él tomase a mi sobrina, cualquiera que sea su situación. La procedencia lo es todo para mí. Por nuestra parte, encantados con Naíma.

—¿Encantados? —dijo Jadiga suspirando—. Y ¿qué dirá mi padre de este manejo cuando se entere?

—Sin duda lo acogerá bien —repuso Ibrahim—. Todo parece un sueño, pero yo no me arrepentiré, pues estoy convencido de que hacer oídos sordos al deseo de Abd el-Múnim siempre que sea posible realizarlo, sería un error imperdonable.